De Juan Carlos Márquez
(Bilbao, 1967) había leído hasta ahora tres libros: dos de relatos, los
titulados Llenad la tierra (2010) y Norteamérica profunda (2008), y la
novela Los últimos (2014). Márquez ha estado, durante unos meses,
colgando en Facebook fragmentos de su nueva novela, Resort y, por tanto, ya
conocía un poco cómo iba a ser antes de que apareciera en el mercado. Tengo
buena relación con Pablo Mazo, el
editor de Salto de Página, y tras
ver el libro ya editado en la presentación de Ya no estaremos aquí de Matías Candeira, quedamos en que me lo
enviaría para que lo leyese y reseñase. Un sábado al mediodía tomé algo con
Pablo Mazo en la Feria del Libro de
Madrid y le acompañé a las oficinas de la editorial, donde debía coger unos
libros para llevarlos a la Feria, y ya de paso me llevé mi ejemplar de Resort
a casa. El libro se encontraba, dentro de un sobre, en una pila de ejemplares
de prensa. No tener que esperar al cartero, me permitió acercarme al día
siguiente, domingo, de nuevo a la Feria para que Juan Carlos Márquez me pudiera
dedicar el libro. Si en mi ejemplar de Los
últimos me dibujó una nave espacial esta vez he podido leer Resort con una sombrilla, unas palas y
un cubo dibujados por el autor.
Si Los últimos era una
novela de ciencia-ficción, con algunos toques de serie B y de cómic, bastante
minimalista, Márquez vuelve en Resort
a escribir otra novela corta. En cierto modo, parece que se ha propuesto
trasladar las premisas de la escritura de relatos a las de la novela,
adelgazando sus propuestos hasta llevarlas a su esencia narrativa. He visto más
de un estado de Facebook, donde alguien enlazaba a Márquez, junto con una foto
de Resort, para comentarle que había
leído su libro, destacando la idea de haberlo hecho de un tirón. Efectivamente Resort es una novela para leerla de un
tirón; aunque yo, por diversas circunstancias logísticas, tuve que terminarla
en dos tirones.
El lector de la novela, al abrir el libro, se acerca a una familia
media española en el momento exacto en el que los progenitores reciben dos
llaves al llegar a la recepción del hotel de veraneo. La imagen no es casual
(«Coge las dos tarjetas llave que le ofrece la recepcionista y le entrega una a
su mujer.», página 9), los personajes están atravesando un umbral, el que va de
sus vidas cotidianas al supuesto placer de la vacaciones en un hotel, o en un
«resort» vacacional en una playa de España, a quinientos kilómetros de su rutina.
Son dos los motivos narrativos que se entrecruzan en este libro: Por
un lado tenemos una crítica de costumbres de las clases medias españolas de
vacaciones en un hotel familiar; y por otro una investigación policiaca, puesto
que en el hotel al que han acudido los protagonistas de la novela pronto
desaparece un niño alemán y la policía ha infiltrado a agentes entre los
veraneantes para tratar de encontrar alguna pista.
Márquez designa a su familia protagonista con los nombres genéricos de
«el hombre», «la mujer» y «el hijo». De esta forma, el pequeño núcleo familiar
pasa a ser un arquetípico dentro de su ácida crítica de costumbres (este juego
con las denominaciones da pie a leer alguna expresión un tanto forzada: «El
hijo del hombre y la mujer permanece ajeno (…)», leemos en la página 25.
A la principal pareja de policías jóvenes, infiltrados en el hotel,
también se les hurta el nombre y, cuando no son «el policía» o «la policía»,
son designados por los seudónimos que les otorga su jefe para la misión, que
son «Lactante» para él y «Darth Vader» para ella.
En realidad, el único que tiene en Resport
un nombre propio es el personaje ausente, el niño alemán desaparecido Bingham
Waas.
En capítulos cortos, de escritura concisa ‒aunque con más de un
destello metafórico‒, Márquez clava las garras de su ironía sobre la comida del
hotel (intercambiable entre unos y otros), o sobre el afán de propietarios que
tienen los veraneantes al delimitar su territorio en la playa, o con toallas
sobre las tumbonas de la piscina.
Para los jóvenes policías, Márquez deja la tentación del deseo furtivo
en los hoteles; sobre todo por parte de «Lactante» que acaba de ser padre y, en
los escasos días que constituyen el tiempo narrativo de la novela, encuentra
más atractiva a su compañera de trabajo que a su mujer.
No faltan tampoco las bromas sobre las insustanciales noticias de los
telediarios en verano (en este caso sobre una granizada en un pueblo).
Los capítulos de Resort son
cortos; en muchos casos, sus frases también. De hecho, en más de un caso, se
omite de ellas el verbo y se separan frases que, en principio, parecía que
necesitaban comas: «Un mar en calma. Estancado. Una gran bañera de olas
moribundas, muy separadas.», leemos en la página 14. Todo esto trasmite una sensación
de rapidez a la lectura. Las metáforas insisten en crear un ambiente sarcástico
ante la supuesta felicidad de las vacaciones: «Hay que dirigir el chorro de la
ducha hacia la arena, esa sedimentación del día de playa. La alcachofa a pocos
centímetros. Guiar la arena como se guía a los soldados prisioneros, a
culatazos, con apremio, hasta el agujero.» (pág. 15) o bien «El niño va
corriendo hasta el límite entre la arena y el mar y se queda quieto un momento,
mirando el agua. Con un poco de quietud acaso y muchas ganas de entrar. Como un
inmigrante ante una frontera.» (pág. 14)
La novela está narrada en tercera persona, y los capítulos sobre la
familia y la pareja de policías se van alternando. Mediante el recurso del
estilo indirecto libre, el lector se acerca más a la visión masculina de las
situaciones (puntos de vista de «el hombre» y «Lactante») que a la femenina.
La familia intenta disfrutar de las vacaciones, aunque «el hombre»
tiene que hacer esfuerzos por no enfadarse con los otros veraneantes o con las
situaciones que se dan en el resort y que considera injustas. Esto hará que una
violencia subterránea, cuyas raíces posiblemente se encuentren en la vida
cotidiana que «el hombre» ha dejado a quinientos kilómetros, vaya macerándose
hasta acabar apareciendo en la superficie del relato.
Además de esta violencia, que retrata nuestra vulgaridad de ciudadanos
medios, en la novela se insinúa otra violencia más preocupante: ¿qué ha pasado
con el niño alemán Bingham Waas? La policía ha infiltrado a agentes en el hotel
y nadie puede abandonarlo durante las setenta y dos horas que siguen a la
desaparición del niño. Los veraneantes pueden entrar y salir del complejo
hotelero, pero no pueden volver a sus casas hasta que no transcurra ese tiempo.
Los policías parecen desorientados, no hay pistas del niño y el suceso está a
punto de saltar a los telediarios alemanes y españoles, lo que puede estropear
la temporada turística del país.
Pese a que una de sus líneas argumentales es la policial, en realidad
en Resort prima la crítica de
costumbres sobre el thriller.
Le pregunté a Pablo Mazo, el editor de Salto de Página, si era una
buena idea sacar esta última novela de Juan Carlos Márquez tan cerca del verano,
cuando sé que muchas editoriales esperan a septiembre-octubre para comenzar el
nuevo curso y hacer aparecer sus novedades. Él me contestó que Resort es una novela que, precisamente,
había que lanzar justo antes del verano. Ahora que ya la he leído, cobran para
mí relevancia sus palabras. Juan Carlos Márquez ha escrito una ácida novela
corta sobre la familia media española, con niño pequeño, en un complejo
hotelero de la costa, un escenario reconocible por todos. La crítica de
costumbres, principal motivo de la novela,
queda rebajada con la escusa narrativa de un policial difuso. Una novela
breve para leer de un tirón y pasar un buen rato «a la sombra con un
granizado», como me escribió Márquez en la dedicatoria que me firmó en la Feria
del Libro de Madrid. Una novela irónica sobre «El verano y las apariencias. El
querer ser felices. El querer dejarse engañar porque es la única manera de ser
felices.» (pág. 18)