Traducción y notas de Miguel Sáenz.
La primera vez que leí al escritor austriaco Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda, 1931-Gmunden, Austria, 1989) fue
en febrero de 1997. Empecé por la novela El sótano, el segundo volumen de los
cinco que constituyen su ciclo autobiográfico formado por El origen, El
sótano, El frío, El aliento y Un niño. Leí los cinco. Alguno
lo saqué de la biblioteca de Móstoles y algún otro lo compré. También he leído El
sobrino de Wittgenstein, que podría considerarse un volumen más de su
obra autobiográfica. Y hace unos seis o siete años, mi último acercamiento a
Bernhard fue con la novela Sí, que me gustó menos que las anteriores.
Recuerdo que este autor me interesó porque su nombre aparecía con
regularidad en los suplementos culturales de la época. En alguno de ellos leí
que Javier Marías fue el que primero
había llamado la atención a las editoriales españolas sobre la obra del
austriaco, y que por eso se había empezado a traducir. Muchos de sus libros han
sido vertidos al español por Miguel
Sáenz, uno de los mejores traductores del alemán de este país.
Me gustaron los cinco volúmenes (o seis, si incluimos El
sobrino de Wittgenstein) de la autobiografía de Bernhard, pero los leí
hace muchos años y nunca me había acercado (a excepción de Sí) a ninguna de sus novelas emblemáticas, muchas de ellas
publicadas por Alianza, a pesar de que las había hojeado más de una vez en la biblioteca.
Hace unos meses, paseando por la librería
La Central de Callao, vi en la mesa de novedades un libro que contenía dos
novelas de Thomas Bernhard: Hormigón y
Extinción, traducidas por Miguel
Sáenz, autor también del prólogo. En dicho prólogo podemos leer: «Dos obras
que, surgidas en el decenio de los ochenta (la primera en 1982, la segunda en
fecha imprecisa, aunque publicada en 1986), presentan a un Bernhard renovado,
seguro de sus recursos y dispuesto a representar brillantemente el papel que a
sí mismo se ha fijado. (…) Para muchos es éste el mejor Bernhard, el más
accesible y claro».
Lo cierto es que, en aquel momento, pensé que el libro de Alfaguara
con el que me topé en La Central acababa de aparecer en el mercado, pero luego,
al buscar la fecha de edición, comprobé que había sido publicado en 2012. En
cualquier caso, pensando que era una novedad editorial, solicité su préstamo en
la biblioteca de Móstoles, y unas semanas después me escribieron un sms para
avisarme de que había llegado. En ese momento había adquirido varios
compromisos de lectura con más de una editorial, pero llevaba unas semanas
escribiendo demasiadas reseñas, que al final, como mi ritmo de publicación de
las mismas es de una a la semana, iba acumulando, escribiendo por adelantado
las de los próximos dos o tres meses. Decidí parar un poco, dedicarme a revisar
la novela que estoy escribiendo, y pasar unas semanas sin escribir reseñas. El
libro de Bernhard es largo. Tiene 541 páginas, pero la letra es apretada;
además, Bernhard no usa puntos y aparte, por lo que, al final, he estado tres
semanas con el libro. Tres semanas sin escribir una reseña: creo que el
reseñista que hay en mí necesitaba estas pequeñas vacaciones.
Hormigón tiene 105 páginas y
Extinción, que es la novela más larga
del autor, 420.
En Hormigón, Rudolf, un
hombre de cuarenta y ocho años, vive solo en Peiskam, en el campo de Viena. Sus
padres están muertos y él habita la gran casa de campo de la familia. Debido a
su herencia económica, no necesita ganarse la vida con ningún trabajo
pecuniario, y se dedica a escribir ensayos sobre temas que le interesan. La
novela empieza a la mañana siguiente de la partida de su hermana, que había
venido desde Viena a visitarle. Rudolf se queda solo y decide levantarse antes del
amanecer para empezar a escribir un ensayo sobre el compositor Mendelssohn
Barthholdy, del que lleva años recopilando información. Sin embargo, la visita
de su hermana le ha resultado tan turbadora que le resulta imposible empezar su
ensayo. Su mente se enredará en una larga diatriba contra su hermana: «No se
puede defender uno de personas como mi hermana, que es tan fuerte y, al mismo tiempo,
tan enemiga del espíritu» (pág. 20).
Uno de los temas recurrentes de Bernhard es la enfermedad. Desde muy
joven, él mismo se vio aquejado por una enfermedad pulmonar, que le hizo
abandonar la carrera musical que había emprendido, y que finalmente acabó con
su vida a la edad de cincuenta y ocho años. En Hormigón, el narrador considera que puede vivir de su herencia, vendiendo
parte de sus propiedades, porque: «Al fin y al cabo sólo me queda el tiempo más
breve por vivir, como consecuencia de mi enfermedad que avanza incesante e
irresistiblemente, todo lo más uno o dos años, no más ni menos tiempo, momento
en el que mi necesidad de vivir y existir, cualquiera que sea en este mundo,
debería estar por completo agotada» (pág. 42).
La narración de Rudolf es, en esencia, angustiosa. Como característico
del estilo de Bernhard, la novela da vueltas sobre sí misma, desgranando las
obsesiones existenciales del personaje, en párrafos densos que tienden a la
repetición de ideas, a las que se vuelve como en las composiciones musicales (la
formación musical de su juventud influyó luego en su escritura). Otra de las
características de su prosa consiste en expresarse por medio de aparentes
contradicciones. Por ejemplo, podemos leer en la página 33: «Por una parte, no
aguantamos, los que somos como yo, estar solos, por otra no aguantamos el estar
acompañados, no aguantamos la compañía masculina, que nos aburre a morir, pero
tampoco la femenina».
Rudolf acabará tomando la decisión de viajar a Palma de Mallorca, y
evitarse así las frías semanas del invierno austriaco. Su «novela más
española», llama Sáenz a Hormigón en
su prólogo. Por fin descubriremos que las páginas de la novela las está
escribiendo Rudolf ya en Palma donde, más que el sol y la tranquilidad, le está
esperando el desenlace trágico de una historia que dejó a medias en su última
visita a la isla.
Extinción empieza y acaba usando el mismo recurso narrativo que
Hormigón. Si Hormigón empezaba así: «De marzo a diciembre, escribe Rudolf,
mientras, como hay que decir en este contexto, tenía que tomar grandes
cantidades de Prednisolon», y Extinción
lo hace así: «Después de la conversación con mi alumno Gambetti, con quien me
reuní el veintinueve en el Pincio, escribe Murau, Franz-Josef, a fin de
convertir las fechas de mayo para nuestras lecciones (…)». De este modo, el
lector conoce el nombre del narrador y sabe que es el propio personaje el que
está escribiendo su historia, aunque también haya un escritor detrás (el propio
Bernhard) ordenando el texto.
Murau vive en Roma. Haberse instalado allí ha sido, principalmente,
una forma de huir de Wolfsegg, su Austria natal. Como el Rudolf de Hormigón, Murau pertenece a una familia
lo suficientemente rica como para que no tenga que preocuparse por trabajar. Se
dedica a escribir libros y a ser profesor de alemán del joven italiano
Gambetti, al que ha convertido en su discípulo (aunque más por el placer de
hacerlo que por necesidad, según se desprende de la novela). El día que
comienza la novela, Murau recibe un telegrama en el que se le informa de que
sus padres y su hermano mayor han fallecido en un accidente de tráfico. Esto le
obligará a volver a Wolfsegg para los funerales, lugar del que acababa de
regresar, porque se había celebrado allí la boda de una de sus hermanas, y al
que se había propuesto no volver durante bastante tiempo.
Extinción se divide en dos
partes. En la primera –titulada El
telegrama− Murau, desde Roma, empieza a recordar a su familia y los malos momentos
vividos en la gran casa familiar de Wolfsegg. Desde niño, siempre se sintió
incomprendido. Quería mezclarse con la gente del pueblo, por ejemplo, y su
familia no le dejaba. Entre los cazadores y los jardineros de Wolfsegg, sus
padres y su hermano preferían, siempre, a los cazadores, pero él siempre
consideró que eran mucho más nobles los jardineros. Sobre esta idea, esta
disyuntiva entre cazadores-jardineros, que acaba siendo una metáfora del mundo,
se vuelve muchas veces en la novela.
Igual que ocurría en Hormigón,
y posiblemente aquí a mayor escala, en Extinción
se juega a expresar las ideas con aparentes contradicciones y a las
repeticiones de sintagmas lingüísticos. En cierto modo, Extinción (sobre todo en su primera parte) parece una reelaboración
de lo ya expresado en Hormigón; sobre
todo cuando nos encontramos con alguna idea casi repetida: en Extinción, el narrador afirma que de
niño sus hermanas no soportaban verle con un libro entre las manos y se
empeñaban, siempre, en arruinarle la lectura. Esto mismo contaba el narrador de
Hormigón sobre su hermana. El
narrador de Extinción tiene cuarenta
y ocho años, como el de Hormigón.
Tal vez, la diferencia más importante entre Hormigón y la primera parte de Extinción
es que el narrador de la segunda novela parece algo menos desesperado que
el de la primera, y sus diatribas contra la familia, las costumbres, la
vulgaridad de Austria y su pasado (no cerrado) nazi, la Iglesia católica… de
tan sarcásticas y exageradas, acaban siendo humorísticas. En la actualidad, el
heredero europeo de este tipo de narración desesperada, pero que no rehúye el
humor negro, podría ser el francés Michel
Houellebecq. El propio narrador de Extinción
acaba por minar la credibilidad que debemos dar a sus palabras: «Me he
adiestrado tanto en el arte de la exageración que, sin más, puedo calificarme
del mayor artista de la exageración que conozco» (págs. 515-516). Muchas de las
páginas de Extinción tienen un
destinatario, el discípulo de Murau, Gambetti.
Otra de las diferencias entre las dos novelas es que, en Extinción, el narrador sí que recuerda a
un personaje positivo en su familia: su tío Georg, que le enseñó a disfrutar de
la vida, a apreciar el valor del arte y los viajes. En las novelas
autobiográficas de Bernhard había un personaje que cumplía esta misma función
para Murau, el abuelo materno, convertido aquí en el tío Georg.
En la segunda parte de Extinción
–titulada El testamento−, Murau ha regresado
a Wolfsegg para asistir al funeral de sus padres y su hermano. Allí tendrá que
encontrarse con sus hermanas, Caecilia y Amalia, y el marido de la primera, al
que se denomina, insistentemente, «el fabricante de tapones de botellas de
vino», una forma de mostrar al lector su vulgaridad, su falta de elevación del
espíritu, algo que el narrador también achaca a sus familiares, apegados a la
tierra, los tractores, la caza… y al deseo de hacer dinero.
Me llama la atención que en estas dos novelas (y por lo que recuerdo, también
en su ciclo autobiográfico) Bernhard no habla nunca del sexo o el amor. En Extinción, el narrador tiene una amiga
(la poeta Maria) a la que admira, pero en sus diatribas contra casi todo nunca
se habla del sexo o el amor, como si sus narradores fuesen siempre asexuales.
Tendré que investigar si esto ocurre en toda su obra.
El reputado crítico George
Steneir apunta sobre Bernhard: «Thomas Bernhard es el novelista más
original e intenso en lengua alemana. Su relación con la gran constelación de
Kafka, Musil y Broch está cada vez más clara». La publicación de sus libros en
Austria solía ser polémica y escandalosa, pero ahora se le reclama cada vez más
como el gran autor nacional y se le dedican homenajes.
He disfrutado mucho con estas dos novelas de Bernhard, tan bien
traducidas por Miguel Sáenz. En más de una de sus páginas, Bernhard puede
resultar asfixiante, pero su prosa, tan densa y rítmica, arrastra siempre al
lector hasta el final. Me he quedado, incluso, con ganas de más. En un futuro
no demasiado lejano, tengo previsto leer otras novelas suyas, como Corrección,
Tala
o El
malogrado.
Hace no mucho, Anagrama publicó en un solo volumen sus cinco novelitas
autobiográficas. Sin duda, este libro es una forma estupenda de acercarse por
primera vez a Thomas Bernhard.