sábado, 31 de diciembre de 2016

Mejores lecturas de 2016

Como vengo haciendo desde diciembre de 2009, publico hoy una lista con los diez libros que más me han gustado de los que he leído en 2016. No hay ninguno publicado, de forma original, durante este año, y el orden es el cronológico de lectura.

Me doy cuenta de que aún no han aparecido en el blog las reseñas de las cuatro últimas obras, ya lo harán a principios de 2017.

1. ACCIÓN DE GRACIAS, de RICHARD FORD



2. CINCO NOVELAS CORTAS, de ANTÓN P. CHÉJOV



3. LAS ILUSIONES PERDIDAS, de HONORÉ DE BALZAC



4. EL ESPECTÁCULO DEL TIEMPO, de JUAN JOSÉ BECERRA 



5. PADRES E HIJOS, de IVÁN TURGUÉNEV



6. FLUYAN MIS LÁGRIMAS, DIJO EL POLICÍA, de PHILIP K. DICK



7. SOLARIS, de STANISLAW LEM



8. HORMIGÓN / EXTINCIÓN, de THOMAS BERNHARD



9. FAUNA / DESPLAZAMIENTOS, de MARIO LEVRERO



10. OBLÓMOV, de IVÁN A. GONCHAROV




domingo, 25 de diciembre de 2016

Gestarescala, por Philip K. Dick

Editorial Cátedra. 321 páginas. 1ª edición de 1969; ésta de 2016.
Edición y traducción de Julián Díez.

Ya he contado por aquí que este último verano pasé ocho días en Londres. Como había hecho una década antes en la ciudad, me gustó visitar las grandes librerías del centro. En ellas disfrutaba sobre todo acercándome a la parte de ciencia-ficción y, más concretamente, a los libros de Philip K. Dick (Chicago, 1928-Santa Ana, 1982). No deja de sorprenderme que todavía haya novelas suyas sin traducir al español. Me acabé comprando dos novelas y un libro de entrevistas. Una de ellas era Galactic pot-healer, publicada en 1969, entre ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) y Ubik (1969), dos de sus obras más significativas y, por tanto, escrita en uno de sus periodos de mayor creatividad.

Cuando llegué al hotel y me conecté al wifi, busqué información sobre Galactic pot-healer y me di cuenta de que, en realidad, sí que había sido traducida al español. Lo hizo Andrés Esteban Machalski ‒con el título de Gestarescala‒ para la editorial argentina Intersea en 1975. Me pareció recordar entonces que yo había tenido frente a mí ese libro en una librería de segunda mano de Madrid, y que había descartado su compra porque el precio era excesivo.

No me disgustaba la idea de leer Galactic pot-healer sin traducir. Hacía tiempo que no me acercaba a un libro en inglés y la prosa de Dick no parece demasiado complicada. Pero, al volver a Madrid, vi en el muro de Facebook de Joan Flores Constans que la editorial Cátedra acababa de sacar al mercado una nueva traducción y además en una edición anotada y con un estudio previo. Hojeé el libro en La Central de Callao. No sabía si comprarlo o seguir con el plan inicial de leerlo en inglés. La verdad es que me apetecía más leer el estudio previo, a cargo del traductor Julián Díez, que la novela en sí. Decidí probar suerte y escribir a la editorial, presentándome como reseñista de la revista Eñe, para ver si me enviaban el libro a casa. Lo hicieron. Gracias. Lo tomé del buzón y al subirlo a casa me sonreí al leer la contraportada. En ella se citaban unas palabras sobre el libro escritas por el autor y crítico argentino Elvio E. Gandolfo. Ese mismo día me había intercambiado unos correos con Gandolfo, que es uno de mis amigos de internet. De hecho, en el estudio previo se cita con profusión un ensayo sobre Dick escrito por Gandolfo en 1979, que hace años él mismo me mandó, en formato Word, al correo y que, por tanto, había leído y conocía de primera mano. Esta coincidencia me hizo pensar que realmente me lo iba a pasar muy bien leyendo Gestarescala, como así ha sido.

Empecé a leer la novela y me dejé el estudio previo para el final.
El protagonista de Gestarescala es Joe Fernwright, el héroe arquetípico de las novelas de Dick: un alfarero que se dedica a reparar vasijas de barro y cuyo trabajo (en el Cleveland de 2046) se está quedando obsoleto, pues hace seis meses que no recibe ningún encargo y sobrevive gracias a una mínima pensión del gobierno. La Norteamérica que Dick dibuja para su 2046 es opresiva, con trabajadores que cada día deben desplazarse hasta unos cubículos mínimos en los que (como en su caso) esperan encontrar alguna oportunidad para trabajar. Mientras tanto, se dedican a llamarse por teléfono y entretenerse con juegos de palabras. Sin embargo, un día Joe recibe, a través del tubo de correo que hace llegar notas a su cubículo, una oferta laboral. El mensaje no es demasiado claro: «ALFARERO, LE NECESITO. LE PAGARÉ». Como héroe arquetípico de Dick, Joe Fernwright tiene una exmujer por la que se siente amenazado, pero de la que, sin embargo, busca consejo. En los días siguientes, Joe seguirá recibiendo mensajes, pero por mecanismos cada vez menos convencionales; por ejemplo, a través del retrete de su casa. A consecuencia de la enorme cifra que, según el nuevo mensaje, le piensan pagar por sus servicios de alfarería, recibe la visita de la policía. Como viene siendo habitual en las novelas de Dick, el gobierno del Estados Unidos de 2046 es totalitario, empeñado en controlar todos los movimientos de sus ciudadanos.

Acosado por la policía, Joe decide aceptar la oferta de trabajo y embarcarse en un viaje hacia el planeta del Labrador, donde existe un ser enorme llamado Glimmung, empeñado en rescatar del fondo del mar una catedral (llamada Gestarescala). Para ello va a necesitar la ayuda de muchos profesionales de la galaxia.
En la nave, Joe conocerá a Mali Yojez, una extraterrestre de aspecto humanoide, con la que tal vez inicie una relación. Mali Yojez sería la encarnación de otro de los personajes arquetípicos de las novelas de Dick, que se pasean por todos sus libros: la chica joven y esbelta, de cabello oscuro, que representa la posibilidad de un futuro mejor, aunque eso suponga asumir riesgos e incertidumbres.

El planeta del Labrador, donde Joe y Mali conocen a otros seres convocados allí por el aparentemente todopoderoso Glimmung, será para Joe un mundo de pruebas, representadas sobre todo por su fondo marino, del que deben rescatar su catedral. Con ella, Glimmung desea hacer regresar a la faz de la tierra una antigua religión. Joe considera que debe enfrentarse por sí mismo al fondo del océano y descenderá hasta allí, en la oscuridad, antes de que nadie se lo ordene. El fondo del océano desplegará ante él la maravilla y el horror. Serán varias las decisiones trascendentales para su futuro que tendrá que tomar a partir de entonces.

Uno de mis temores iniciales hacia esta novela era que, a pesar de haber sido escrita entre dos de sus obras más celebradas, fuese una obra menor. Sin embargo, sé también que un Dick menor me sigue gustando, que Dick fue mi autor favorito entre los dieciséis y los diecinueve años y que, cuando he vuelto a leerlo pasados los treinta y cinco, mi fascinación inicial sigue intacta. Leer a Dick me rejuvenece. Gestarescala, efectivamente, está escrita en un periodo de tiempo muy corto, y los temas de Dick se dispersan en este libro más de lo habitual. «Los temas estallan y se agotan página tras página», escribió Gandolfo sobre ella. Y esto, que podría suponer un problema de construcción novelística, la verdad es que lo he recibido como una de las virtudes del libro. La trama de Gestarescala es rocambolesca y disparatada, lo que hace que el libro, al menos para mí, sea muy divertido.

Como es habitual en sus obras, Dick no tiene ningún cuidado en que sus propuestas sean verosímiles desde el punto de vista de la coherencia científica. Los personajes viajan hasta el planeta del Labrador en un corto periodo de tiempo que resulta imposible. Una vez allí, se juntan con seres de otras galaxias, también convocados por Glimmung, y ninguno tiene problemas con la atmósfera o la gravedad del planeta. Este tipo de detalles hacen que las obras de Dick, y ésta en particular, se lean más, en muchos casos, como obras de fantasía que de ciencia-ficción, y aquí, concretamente con mucha tendencia al surrealismo. La novela es tan imaginativa que juega continuamente a romper el sentido de la credibilidad, y esto, que en otro autor sería un defecto, para mí, al menos, se convierte en una virtud. Es ésta una novela tan loca que es profundamente divertida, y divertida en el sentido dickeano: divertida dentro de su propuesta de un mundo caótico y paranoico, de persecuciones policiales y angustias existenciales. Me han hecho mucha gracia, por ejemplo, los inventos mostrados en el libro: un diccionario al que se consulta por internet y que da información cobrando por cada segundo de uso, que sería el trasunto de un internet telefónico, o una máquina para analizar la compatibilidad de dos personas de cara a iniciar una relación.

El sentido del humor está muy presente en esta novela, un sentido del humor que en muchos casos surge, como viene siendo habitual, por la relación de los humanos con las máquinas. Las situaciones delirantes se suceden y se pueden leer párrafos como el siguiente: «Esto sí que es raro, pensó Joe. Un cuasiarácnido quitinoso de múltiples patas y un gran bivalvo con pseudópodos discuten sobre el Fausto de Goethe. Un libro que no he leído… Y es original de mi planeta, un producto del genio humano».

El estilo es el habitual de Dick: capítulos escritos en tercera persona, que mediante el estilo indirecto libre (y el uso de la palabra «pensó») ceden la palabra principalmente a su personaje protagonista, Joe.

En cierto modo, el tema religioso de Gestarescala prefigura algunas de las obsesiones de la última etapa creativa de Dick, cuando escribía libros como Valis.

Mención aparte merecen las notas que acompañan al libro. Me ha encantado leer a Philip K. Dick en una edición anotada de Cátedra. Mi nota favorita ha sido esta: «En la terminología del género de ciencia ficción, “Waldo” designa a prótesis robóticas usadas para manipular objetos, generalmente sustancias peligrosas. El término empezó a usarse a partir del relato de Robert A. Heinlein Waldo (1942), en el que el protagonista las inventa para suplir sus problemas físicos. Su uso se ha extendido e incluso la NASA lo ha empleado para designar dispositivos de este tipo». También me he sonreído con las incursiones que hace Julián Díez en el mundo de los foros de internet para intentar encontrar las referencias culturales del libro.

Al final he leído la introducción, en la que Díez nos cuenta que no va a extenderse en la biografía de Dick puesto que ya lo hizo en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que también ha publicado Cátedra en su nueva colección Letras populares. Me ha gustado volver a leer sobre las etapas creativas de Dick, su locura, su genialidad.


Me lo he pasado muy bien con este libro, y me encanta leer a Philip K. Dick, un autor al que le costó ser reconocido en vida, y que casi siempre tuvo que publicar en editoriales pulp que le pagaban muy poco, en esta cuidada edición de Cátedra. Tal vez, leer estos libros con profusión de estudios y notas sea una buena idea para las personas que no conocen ninguno de ellos. En cualquier caso, yo empezaría por ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Para los entusiastas e iniciados en Dick, decirles que se lo van a pasar muy bien con esta edición de Gestarescala.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Nueve semanas (justas-justitas), por P.L. Salvador

Nueve semanas (justas-justitas), de P. L. Salvador.
Editorial Pez de Plata. 127 páginas. 1ª edición de 2015.
Prólogo de Constantino Bértolo.

Hace unas semanas me escribió un correo electrónico P. L. Salvador (Valencia, 1959). Me preguntaba si me apetecía recibir una novela que estaba a punto de aparecer en las librerías, publicada por la nueva editorial Pez de Plata, con prólogo de Constantino Bértolo. Salvador había leído en mi blog que me interesaban los libros que publicaba Bértolo y me informaba de que él le había presentado su novela Nueve semanas (justas-justitas) cuando Bértolo aún dirigía Caballo de Troya. A Bértolo le gustó el libro, pero todo esto ocurría cuando estaba a punto de jubilarse y no se pudo materializar una posible publicación en Caballo de Troya.

Ya he contado públicamente más de una vez que, en la mayoría de los casos, rechazo (con toda la amabilidad que puedo) estas peticiones. Prefiero elegir yo mis lecturas. Los libros pendientes abarrotan los altillos de mis estanterías, y además, y sobre todo desde que colaboro con la revista Eñe, muchas editoriales se muestran receptivas a mis ruegos y me suelen enviar los libros que les pido para que los comente. Si soy yo el que hace la petición, existen bastantes más posibilidades de que me acerque a un libro que me guste que si la lectura es propuesta por un desconocido. Aceptar un libro de esta última forma, cuando lo publica una editorial de la que oigo hablar por primera vez, me resulta demasiado arriesgado.
Pero en este caso acepté el envío, y lo hice por tres motivos: porque Nueve semanas estaba publicado en la nueva editorial Pez de Plata, que sí conocía y por la que sentía curiosidad; porque la novela contaba con un prólogo de Constantino Bértolo, por el que siento respeto y admiración; y por una casualidad azarosa que me hizo sonreír: al buscar en internet información sobre P. L. Salvador, me di cuenta de que su verdadero nombre es Salvador Pérez López. Estos dos apellidos son también los míos. Para mi faceta de escritor uso los de mi padre, Pérez Vega, porque el mercado del libro español (y no sólo del libro) está saturado de la combinación de apellidos «Pérez López». Así que ya lo sabe, lector: si pertenece a la cofradía de los escritores apellidados «Pérez López» y quiere que lea su libro y lo comente en público tiene más posibilidades de que esto ocurra que si se apellida «García Fernández». A veces soy así de irracional.

Dejé para el final el prólogo de Bértolo y empecé a leer Nueve semanas, que sobrepasa por poco las cien páginas. Las primeras palabras del libro son éstas: «Experimentemos. Es un decir. Yo voy a experimentar. Vosotros podéis acompañarme en este viaje, y tal vez terminéis entrando en la historia, aunque no hay nada seguro, ni siquiera ¡yo! sé qué va a pasar de aquí en adelante» (pág. 15).

Uno de los protagonistas es Bloss, que se nos presenta como un golfo de cuarenta y tres años que se dedica a realizar pequeños trapicheos y que un día tiene la suerte de toparse con Dedé, una veinteañera de buena familia que quiere escribir una novela. Dedé desea, en principio, acercarse a Bloss para observarle y convertirlo en objeto de su narrativa. A su vez Bloss también escribe. Bloss y Dedé empiezan a pasarse las páginas que recrean su encuentro y relación, material que lee el lector y que constituye el cuerpo inicial de la novela.
El lenguaje de Bloss está lleno de expresiones orales y de repeticiones de palabras, en las que juega con los diminutivos o los aumentativos («gafas, gafitas, gafotas», pág. 16; o «Triste-muy triste-tristísimo», pág. 30); también es prolijo en el uso de paréntesis, llaves y corchetes (dando a las frases, a veces, una presencia fantasmagórica de ecuación matemática).

Don José (o Pepe), el padre de Dedé, es un poderoso editor que no quiere que su hija se relacione con el díscolo Bloss, aunque tiene ocasión de leer el manuscrito que están pergeñando a dos manos su hija y su nueva pareja y tiene que reconocer que puede llegar a ser un buen libro y que él podría publicarlo. Otros personajes de la trama serán: Nené, la exmujer de don José y auténtica dueña de la editorial; Églex, que se presenta a sí mismo como aspirante a escritor y negro de la editorial (aunque según otros personajes es sólo un corrector de pruebas); Kladd, escritor joven y prometedor; y Glenn, secretaria de la editorial y amante de don José.

En un principio, el lector es informado de que don José está urdiendo planes para que su hija deje a Bloss, pero la información que recibe uno al acercarse a esta novela debe ser puesta siempre en entredicho.
La novela está organizada en fragmentos narrativos precedidos por una fecha (desde que se empieza hasta que se acaba tendremos las Nueve semanas justas-justitas, que promete el título, parodiando el de la famosa película protagonizada por Kim Basinger y Mickey Rourke), y la figura del narrador va cambiando de unos personajes a otros. Los narradores que aquí tenemos –todos los personajes que he citado antes acaban siendo narradores en algún momento− conocen lo que han escrito sobre esta historia sus predecesores y, por tanto, opinan sobre la mirada de los otros sobre ellos mismos y rectifican ante el lector esas impresiones o motivaciones de sus actos que se les achacan. Esta idea de novela en continua construcción y deconstrucción es para mí lo más interesante de Nueve semanas (justas-justitas), la literatura entendida como juego continuo. De hecho, me ha parecido una propuesta experimentalista muy del estilo de las planteadas por César Aira. Quizás al citar a este autor argentino −puesto que es posible que el lector sí que haya leído a César Aira pero no a P. L. Salvador−, me resulte más fácil plantear el conflicto que me generan esta clase de propuestas literarias: yo estoy a favor del experimentalismo en la literatura y la obra de Aira me interesa, y me parece, por tanto, que la obra de Salvador es valiosa, tomando en consideración su original propuesta y su legítimo y oxigenante deseo de romper moldes («Una novela fuera de la ley. Una novela absolutamente inesperada», la llama Bértolo), pero las preguntas que me suscitan estas propuestas son las siguientes: ¿me llegan estos personajes? ¿Me emocionan ellos o la historia narrada?

La novela está planteada en gran parte como un vodevil o una farsa (que de modo extraño, y de nuevo inesperado, hacia su final se convierte en un esperpéntico drama shakesperiano) sobre el mundo de la escritura y la edición: todos los personajes escriben y aspiran a la gloria literaria. De forma más irónica que ingenua, nos encontramos aquí con editoriales pequeñas en las que las ventas de los tres libros de un autor modesto suman 7.000 ejemplares (lo que en nuestro mundo editorial sería un gran éxito) y de anticipos (que también pueden ser sobornos) sobre primeras novelas de 30.000 euros. De fondo, se denuncian las corruptelas del mundo editorial y las aspiraciones desmedidas del inflacionario mundo literario español. Sé que la mirada de Salvador (que ha publicado antes que éste unos cuantos libros más) no es ingenua, pero sí lo parece la de sus personajes, que se convierten de este modo en caricaturas al servicio del planteamiento esperpéntico, perdiendo su capacidad de emocionar. El distanciamiento que experimenté hacia los personajes hizo que al principio no acabase de entrar en la novela, pero ésta me fue ganando en su tramo final por su capacidad de juego, por la sorpresa que acabó suponiendo el tráfico de narradores de los que no me debía fiar, porque me dejé llevar por su disparatada propuesta, en la que el cómo se narra prima sobre el qué se narra.

Así que, en definitiva, ha sido una curiosa experiencia haber leído Nueve semanas (justas-justitas) y será el posible lector de esta reseña, contando con que nada es seguro, el que tenga que seguir o no la premisa inicial del libro: «Experimentemos. Es un decir. Yo voy a experimentar. Vosotros podéis acompañarme en este viaje, y tal vez terminéis entrando en la historia, aunque no hay nada seguro, ni siquiera ¡yo! sé qué va a pasar de aquí en adelante».


Mención aparte merece la cuidada edición de Pez de Plata. En el saturado mercado del libro en España es de agradecer que las nuevas propuestas se presenten al lector con tanto mimo y cuidado por la creación de un objeto bello. La edición, con dibujos interiores y gran diseño, es de sobresaliente.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Entrevista a Federico Falco, autor de Un cementerio perfecto

Federico Falco (General Cabrera, Argentina, 1977) ha publicado una nouvelle (Cielos de Córdoba, Editorial Nudista, 2011), una obra de teatro (Diosa de Barrio, Editorial La propia cartonera, 2010), poemarios (Aeropuertos, aviones, Ediciones ¿Qué vamos a hacer hasta las seis?, 2006, y Made in China, Ediciones Recovecos, 2008), además de libros de cuentos (222 patitos, Editorial La Creciente, 2004, La hora de los monos, Emecé, 2010 y, más recientemente, Un cementerio perfecto, Eterna Cadencia y Demipage, 2016).
Si quieres leer la reseña que escribí sobre Un cementerio perfecto pincha AQUÍ





La hora de los monos, el libro de relatos que publicaste en 2010, contenía diez relatos. Tu nuevo libro, Un cementerio perfecto, contiene sólo cinco relatos, pero son, en general, más largos que los anteriores. ¿Te sientes ahora más cercano a la nouvelle?

La nouvelle es un formato que me gusta mucho, uno de los que más disfruto. A pesar de eso, no sé si me siento más cercano o no a escribir nouvelle. En general, no pienso demasiado en qué formato final tendrá lo que escribo. Sigo a los personajes, exploro el mundo que va surgiendo, tiro de algunos hilos, y veo qué pasa, qué sale. Trato de que la historia crezca orgánicamente a partir de eso y, por esta razón, su extensión y su formato en general son más resultados con los que me encuentro, que planificaciones o decisiones tomadas a priori. Creo que la extensión de estos relatos tiene más que ver con un cierto afincarse en esos «mundos», que con una búsqueda por un formato específico.


Has publicado cuentos, poesía, una obra de teatro y una nouvelle. ¿Leeremos alguna vez una novela larga de Federico Falco?

Como te contaba antes, mi forma de trabajo es muy poco estructurada. Trato de que las cosas vayan surgiendo en la propia escritura y nunca sé muy bien a dónde me llevan. Por eso, no puedo responder con certeza a tu pregunta. Me es imposible saber si alguna vez aparecerá una novela. Tiendo a pensar que no será así. En general, porque hay cierta brevedad, cierta contención de las formas breves que me seducen. Pero veremos qué depara el futuro.


Como lector, ¿con qué género literario disfrutas más?

Definitivamente, con el cuento. También con la nouvelle, pero sobre todo con el cuento. Dentro de la narrativa, esos son mis dos formatos favoritos. Aunque, a decir verdad, creo que con lo que más disfruto, siempre, es con la poesía.


En el prólogo a la edición española de La hora de los monos (Salto de página, 2014), Antonio Jiménez Morato habla con mucho entusiasmo de la literatura que se está haciendo en la provincia argentina de Córdoba. ¿Qué está ocurriendo ahora mismo en Córdoba a nivel literario?

Muchas cosas, como siempre. Y superpuestas. Hace ya varios años que no vivo en Córdoba, así que no puedo dar un panorama completo y en profundidad, pero hay autores jóvenes, que tienen entre 20 y 30 años que están empezando a publicar. Autores de la generación intermedia y, también un poco mayores, que comienzan recibir el reconocimiento que se merecen. También nuevas voces, algunas de gente de más edad, que empezó a escribir más tarde y que en los últimos años ha comenzado a publicar. Córdoba es una ciudad con mucha vida cultural, un campo amplio, con zonas de tensión, pluralidad de voces, y una energía constante que se alimenta mucho de la vida universitaria, pero también de otras disciplinas (pienso en el teatro independiente, el cine, las artes plásticas, la música). Al ser una ciudad relativamente pequeña, los cruces se dan con mucha facilidad. Pensar en la literatura que se escribe en Córdoba dejando afuera lo que sucede en esas otras artes sería un poco injusto.


En este prólogo de Jiménez Morato, también se menciona que te incomoda que a tus cuentos se los tilde de «narraciones realistas». Después de haber publicado Un cementerio perfecto, que contiene cuentos como Silvi y la noche oscura o La actividad forestal, ¿te has reconciliado con el realismo o sostienes que narraciones como las que cito no se deben encuadrar dentro de esta corriente narrativa?

Cada lector tiene libertad de leer, entender y encuadrar los textos como quiera. En ese sentido, no vale de mucho lo que yo pueda decir al respecto. Mi problema con «las narraciones realistas» es que tienden a disimular la cesura que existe entre el mundo de las cosas y las palabras con que se lo nombra. Desde mi punto de vista, esa siempre ha sido una relación imposible, fracasada y, al mismo tiempo, una relación que me obsesiona. El lenguaje no puede dar cuenta de la complejidad de lo real. Es una herramienta, la única que tenemos a mano, pero una herramienta mellada, un tanto tosca. En algún momento, hace mucho tiempo, descubrir esto, casi vivirlo en el cuerpo, me hizo replantear mi relación con la escritura, cambiar mi forma de escribir. A partir de entonces, renuncié por completo al intento de la mímesis, de la representación. Para mí, ninguno de los cuentos que mencionas transcurren «en nuestro mundo», ni siquiera en mundos demasiado reconocibles. Sino más bien en mundos paralelos, ultra simplificados, estetizados. En lo personal, más que como malas copias de lo real, prefiero pensarlos como pequeñas construcciones autónomas, dibujos de trazo que se inventan sobre la marcha, pequeñas fantasías, imaginaciones. La postura tal vez sea cuestionable, pero, a la hora de enfrentar el teclado, es la única que me permite dar el salto hacia la escritura. Si tuviera que pensarme como un escritor realista, quedaría paralizado por el miedo y la impotencia y ni siquiera podría sentarme a escribir.


Me ha parecido observar que en Un cementerio perfecto hablas más de la muerte y de personajes cercanos a ella que en La hora de los monos. ¿Te sientes obsesionado por la vejez y la muerte?

Durante los años en que escribí el libro viví de cerca la muerte de varios seres queridos. También el envejecer de ciertos cuerpos, ciertos paisajes. Y, junto a eso, la nostalgia por estar lejos, por las propias pérdidas, por el propio paso del tiempo. No creo que todo eso haya llegado a convertirse en una obsesión. La escritura, más bien, fue la forma que encontré para procesar lo que me pasaba y que no sabía cómo sentir, cómo decir. Escribir fue la forma que encontré para poder atravesar esos tiempos.


¿Cuando escribes un cuento partes de alguna anécdota real, de una persona que conoces, de un suceso leído en el periódico… o creas desde cero?

En general, soy bastante lento para escribir. Tardo mucho en encontrar la historia. Dejo y retomo, voy escribiendo varios proyectos al mismo tiempo. El impulso inicial suele ser diferente en cada caso. Antes, con mis primeros libros, casi siempre partía de anécdotas, de pequeñas historias que me contaban o que yo presenciaba. Después, eso fue cambiando. Ahora provienen cada vez menos de anécdotas y en general se originan en mi propia experiencia: de algo entrevisto, de alguna sensación, de una imagen. Pero al ser tan lenta la escritura, y al sufrir tantos cambios los borradores, por lo general ese impulso inicial, provenga de una anécdota, o de mi propia imaginación, siempre se pierde en el camino, o se diluye, o queda afuera, o cambia tanto que ni yo mismo lo recuerdo. En todo caso, lo importante es que siempre es algo que despierta mi curiosidad, mis ganas. Es algo un poco intuitivo: acá hay algo que me resuena, un lugar donde vale la pena raspar a ver qué sale.


Las cinco narraciones de Un cementerio perfecto están ambientadas en la Argentina rural. ¿No te interesa hablar de la vida en una gran ciudad?

Supongo que, mientras escribía estos cuentos, la vida en la ciudad no era algo que me llamara particularmente la atención. Tiene que ver, creo, con estar lejos de mi pueblo, de mis seres queridos, de los paisajes que quiero. A lo mejor, la escritura fue una forma de construir mis propios mundos naturales a los que escaparme.


¿Cuál es el cuento de Un cementerio perfecto que más te ha costado escribir y por qué?

La actividad forestal. Lo empecé a escribir en Córdoba, en el 2005 o 2006. Lo abandoné y lo retomé infinidad de veces. La historia cambió mucho, me costó encontrarla. Había una imagen ahí que me atraía: la del plástico de un vivero zumbando en el viento, protegiendo flores, algo frágil, bello y, al mismo tiempo, efímero y costoso. Al principio era la historia de un matrimonio mayor, un japonés casado con una argentina, con los hijos lejos. Después me centré en el japonés. Tardé años en darme cuenta de que la historia en realidad pasaba por la mujer. Y todavía tardé más en descubrir que el verdadero cuento estaba en cómo ella había llegado allí. Para el 2015 ya tenía el principio y el final y una buena parte lista, pero faltaba algo al medio. Recién pude terminarlo a fines de ese año, cuando me invitaron a participar del programa Bogotá contada. En Colombia me llevaron de visita a los grandes cultivos de rosas de exportación y estar ahí, caminar entre los claveles y las rosas, charlar con algunas de las mujeres que trabajaban en el cultivo me ayudó a encontrar las escenas que hasta entonces se me habían escapado.


¿Podrías hablarnos de cuál es tu particular canon de escritores de cuentos argentinos?

Sin orden de prioridades: Antonio Di Benedetto, Daniel Moyano, Hebe Uhart, Fogwill, Gandolfo, Marcelo Cohen, Ana María Shua. Los cuentos de Juan José Saer, de Sara Gallardo, de Rodolfo Walsh, de Silvina Ocampo, de Bioy Casares.


Y fuera de Argentina, ¿cuáles son tus escritores de cuentos favoritos?

¡Muchos! Chejov, por supuesto. Y Turgenev, y Katherine Mansfield, y el Joyce de Dublineses. Hemingway, Scott Fitzgerald, Isak Dinesen, Djuna Barnes, Salinger, Cheever, Flannery O’Connor, Carver, Alice Munro, Mavis Gallant, Steven Millhauser, Lydia Davis. La rusa Ludmilla Petrushevskaya. Los cuentos de Cesare Pavese, de Italo Calvino.
Y entre los latinoamericanos, Rulfo, Onetti, Felisberto Hernández, Lispector, Bolaño, Rubem Fonseca, Julio Ramón Ribeyro. Seguro estoy dejando muchos afuera.


Un cementerio perfecto se ha publicado casi de forma simultánea en Argentina –en la editorial Eterna Cadencia–, y en España –en la editorial Demipage–. ¿Cómo está siendo esta experiencia de la publicación simultánea en dos países?

Es raro cómo los libros van encontrando sus propios caminos, arman cada uno sus recorridos. Por supuesto, al estar lejos, viví la publicación en España desde una cierta distancia, la seguí más por las redes sociales que por otra cosa. Pero siempre es una alegría que los libros empiecen a circular, que se lean, que los lectores se los apropien, así que en este caso fue una alegría por partida doble.


¿Estás escribiendo ahora mismo un libro nuevo? ¿Nos puedes hablar de él?

Tengo ahí entre manos una serie de proyectos y textos. Algunos tienen ya un buen tiempo de maceración y siento que llegó el momento de terminarlos. Otros, se quedaron afuera de este libro porque sentí que, por su formato o su temática, desentonaban con el conjunto. Entonces prioricé los que me parecían que se relacionaban mejor y dejé estos borradores en carpeta, por un tiempo. Ahora los estoy retomando y trabajando de a poco, saltando de uno a otro. Todavía no encontré un núcleo en común que los aglutine como libro, pero supongo que ya aparecerá. Es cuestión de esperar y tener paciencia.


Gracias, Federico.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Un cementerio perfecto, por Federico Falco

Editorial Demipage. 256 páginas. 1ª edición de 2016.

En 2014 leí La hora de los monos, el libro de relatos que Federico Falco (General Cabrera, Argentina, 1977) publicó en la editorial Salto de Página. Ya comenté entonces en mi blog que este libro me sorprendió muy gratamente, hasta el punto de haberse convertido en uno de mis favoritos del catálogo de Salto de Página.

En 2016 Falco ha publicado este nuevo libro de relatos, Un cementerio perfecto, de forma casi simultánea en Argentina (en la editorial Eterna Cadencia) y en España (en la editorial Demipage). Si La hora de los monos estaba formado por diez relatos, Un cementerio perfecto se compone de cinco. Al menos tres de estos últimos son bastante largos, de más de sesenta páginas en el formato de caja de los libros de Demipage, que en otra edición de letra más apretada podrían ser la mitad (precisamente el francés demipage significa en español «media página»). En cualquier caso, los tres relatos centrales de Un cementerio perfecto son cuentos largos o casi novelas cortas, y los otros dos tampoco son demasiado breves.

En el prólogo de La hora de los monos, el escritor Antonio Jiménez Morato afirmaba que las piezas que componían el libro eran realistas sólo en apariencia. Según Jiménez Morato, el magisterio de Raymond Carver ha provocado que en las últimas décadas domine la estética del realismo en el relato; pero ‒continuaba‒ el realismo de Carver se sirve de personajes en principio inverosímiles, y es ahí donde Carver consigue traspasar los límites del puro realismo.

En los cuentos de La hora de los monos, Falco situaba a sus personajes en situaciones fuera de lo corriente y acababa bordeando los límites de lo real y lo fantástico, un nuevo territorio narrativo que en Argentina, además de él, están practicando otros escritores jóvenes como Samanta Schweblin o Tomás Sánchez Bellocchio.

Cuando empecé a ver en internet imágenes de la edición argentina o la española de Un cementerio perfecto estuve pensando en pedir el libro a los editores. Pero momentáneamente me contuve, pensando que tenía muchos libros pendientes por leer (una montaña que se acumula en los altillos de mis estanterías y que amenaza con sepultarme al más mínimo seísmo que se registre en mi zona). Sin embargo, desde Demipage, Manuel –que trabaja allí y con el que coincidí en la presentación de La pecera de Juan Gracia Armendáriz– me escribió un mensaje a través de Twitter para proponerme el envío. No pude resistirme. A pesar de mis propósitos de leer más libros clásicos y menos novedades, estaba bastante seguro de que el libro de Falco me iba a gustar.

Leí el primer cuento –Las liebres– en la terraza de una piscina, tomando un café (sé que se empieza a dilatar cada vez más el tiempo entre que leo un libro y publico su reseña). Pasé las páginas finales con algo de prisa. Tenía el tiempo justo para vestirme y salir para una boda a la que estaba invitado. No sé si esta premura influyó en mí, pero lo cierto es que me quedé con la sensación, tras acabarlo, de que los mejores cuentos de La hora de los monos eran superiores a éste. Al protagonista de Las liebres se le llama simbólicamente «el rey de las liebres» y vive en una cueva del monte, caza lo que puede y cuando no le queda más remedio baja hasta el pueblo más cercano para ejecutar pequeños hurtos. El relato nos acerca a un personaje solitario y vulnerable, y pese al realismo de muchas de las escenas, contiene algún elemento marcadamente fantástico: las liebres le hacen entrega de lebratos para que él los sacrifique. El final me parece demasiado abierto y me quedé con la sensación de estar leyendo el primer capítulo de una novela, la sensación de que necesitaba más información para que la esencia de la narración cuajara en mí. No es que Las liebres sea un mal cuento (no lo es), pero esperaba más de un autor del que había leído relatos tan logrados como El elefante, El hombre de los gatos o Flores nuevas.

Por fortuna, lo mejor me esperaba después. Los tres cuentos siguientes, los más largos del libro, y que forman su cuerpo central –los titulados Silvi y la noche oscura, Un cementerio perfecto y La actividad forestal– me han parecido bellísimos, escritos por un narrador maduro que controla sus recursos con plena maestría.

Antes de analizar estos tres cuentos con más detalle, hablaré primero del último, el titulado El río. Este relato tiene una extensión similar a Las liebres y, como aquél, nos habla también de un personaje solitario y vulnerable (todos los personajes de estos cuentos son solitarios y vulnerables, en realidad). La señora Kim ve nevar tras el cristal de la ventana de su casa, mientras se fija en las actividades de los vecinos y recuerda a su difunto marido. Como en algún cuento de La hora de los monos, aquí empiezan a cobrar fuerza en la narración los sueños de la señora Kim. El río es un relato de una simbología hermosa y de ejecución elegante, pero me parece que en él hay menos desarrollo de personajes que en los tres anteriores y para mí, como ocurría con Las liebres, se queda un peldaño por debajo de los otros tres.

Silvi y la noche oscura, con sus más de sesenta páginas en el formato de Demipage, es un relato largo, contundente, hermoso y desolador, que aborda el paso a la vida adulta de una adolescente que vive en un pueblo turístico de Argentina. Las actividades religiosas de su madre provocan que Silvi pase más tiempo del debido al lado de personas moribundas, y su familia católica no verá con buenos ojos su interés por uno de los dos jóvenes mormones que predican por las calles del pueblo.
El cuento Flores nuevas de La hora de los monos tocaba una temática parecida.

En Un cementerio perfecto, Falco nos acerca al señor Bagardelli, un hombre de mediana edad que recorre los pueblos argentinos diseñando cementerios, y que en Coronel Isabeta cree poder llevar a cabo la construcción de su obra maestra, el cementerio perfecto que da título a este libro. Un cementerio perfecto nos presenta una melancólica metáfora de la condición del artista: su soledad, su incomprensión, su imposibilidad para alcanzar sus sueños por causas que no puede controlar… Gracias a este peculiar personaje, Falco nos introduce en la vida cotidiana de un pueblo del interior de Argentina. De nuevo, un gran relato, muy maduro y de gran ejecución técnica.

Al mismo nivel que los dos anteriores se encuentra la tercera joya de este libro, el cuento titulado La actividad forestal, sobre un anciano y su hija que han de abandonar la casa donde viven, construida en medio de un pinar. En su juventud, el anciano plantó los pinos de los que ha vivido siempre rodeado. Sólo parece haber una solución desesperada para ambos: deben encontrar un marido para la hija que les permita a los dos cobijarse bajo techo. De este modo, van a conocer al japonés Sakoiti, un personaje igual de desesperado y frágil que ellos.

Los cinco cuentos están escritos en tercera persona. La mirada de Falco sobre sus personajes desamparados es siempre piadosa. Una gran melancolía por la fragilidad de las vidas elegidas se desprende de estos cuentos. Todos ellos nos muestran la vida en la provincia argentina, en el campo. Antonio Jiménez Morato definía a Falco como un «escritor del interior», y este libro obedece a esa clasificación.

Si bien en Las liebres, con esos animales haciendo la ofrenda de sus hijos, y en El río, en el que se da importancia narrativa a los sueños, nos encontramos con algún elemento que puede considerarse fantástico, las tres mejores historias de este libro me parecen realistas. Es cierto, también, que el señor Bagardelli, el que sueña con construir un cementerio perfecto, es un personaje muy peculiar, pero no creo que ni aquí ni en Silvi y la noche oscura y La actividad forestal nos alejemos de las propuestas del realismo. Como en los relatos realistas de los escritores norteamericanos que más me gustan –Raymond Carver, Tobias Wolff o Richard Ford–, Falco juega con la importancia de la descripción de los paisajes o las condiciones atmosféricas (la nieve, el viento…) para crear elementos simbólicos. Sus narraciones no son simples, ponen la mirada en elementos muy poéticos e interesantes, y es una mirada madura (que contempla sin prejuicios la vejez, por ejemplo). Es el lector el que debe completar las historias mostradas. Los finales suelen ser abiertos, pero en la cabeza del lector se siguen desarrollando una vez que los cuentos terminan y surgen continuaciones para las disyuntivas en que hemos dejado a los personajes. El eco melancólico de los tres mejores relatos largos de este libro resuena en la mente del lector.


Ya he leído dos libros de relatos de Federico Falco y se está convirtiendo en uno de mis cuentistas actuales favoritos. Su voz narrativa es muy firme y poética. Al menos tres relatos (de cinco) de Un cementerio perfecto son magníficos. Lean este libro, acérquense al género del relato, y cuando acaben Un cementerio perfecto busquen La hora de los monos, otro gran libro de relatos que –por lo que sé– no tuvo en España todos los lectores que merecía.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Entrevista a Elvira Navarro, autora de Los últimos días de Adelaida García Morales

Elvira Navarro (Huelva, 1978) ha publicado en Caballo de Troya La ciudad en invierno (2007), y en Random House La ciudad feliz (2009), La trabajadora (2014) y Los últimos días de Adelaida García Morales (2016). Su obra ha sido galardonada con el Premio Jaén de Novela y el Premio Tormenta al mejor nuevo autor, y quedó finalista del Premio Dulce Chacón de Narrativa Española. En 2010 fue incluida en la lista de los 22 mejores narradores en lengua española menores de treinta y cinco años de la revista Granta. En 2013 fue elegida una de las voces españolas con mayor futuro por la revista El Cultural, y en 2014 la misma revista seleccionó La trabajadora entre las diez mejores novelas en español del año. Durante 2015 ejerció de editora del sello Caballo de Troya.

Si quieres leer la reseña que escribí sobre Los últimos días de Adelaida García Morales pincha AQUÍ.

Foto de Asís Ayerbe


¿Cómo conociste a Adelaida García Morales? ¿Cuál es el primer libro que leíste de ella?

La conocí en mi manual de literatura española de bachillerato. Su libro El silencio de las sirenas era la propuesta de lectura del capítulo dedicado a la narrativa contemporánea. No dio tiempo a leerlo porque los temarios eran muy ambiciosos y nosotros demasiado revoltosos. Pero me quedé con la referencia por dos motivos. El primero es que yo era una lectora voraz, y los autores citados en ese capítulo ya los conocía, bien por haberlos leído, bien porque escribían habitualmente en prensa, así que me llamó la atención que la propuesta de lectura fuera precisamente una autora cuyo nombre no me sonaba de nada. El segundo motivo es que era la tercera mujer que leíamos en la asignatura de literatura española desde séptimo de EGB. Las otras dos fueron Santa Teresa de Jesús y Rosalía de Castro. Sumo otra si añado la literatura en lengua valenciana y catalana (yo vivía en Valencia por aquel entonces), donde estudiábamos a Mercè Rodoreda. Compré, poco después de terminar el curso, El silencio de las sirenas y lo leí por mi cuenta.


¿Has leído toda la obra de García Morales o gran parte de ella? ¿Qué obras destacarías?

He leído la mayor parte de ella. Destacaría El Sur seguido de Bene, El silencio de las sirenas y La lógica del vampiro. En esas tres obras hay un elemento que a mí me interesa mucho, que es el del quiebre de la convención a la que llamamos realidad.


He leído en alguna página de internet que la obra de García Morales empeora en su última etapa. ¿Compartes esta opinión?

Es cierto que empeora, y al parecer ella misma reconocía que sus últimos libros no estaban a la altura de los primeros, y que los había escrito impelida por la necesidad económica.


En la contraportada de tu novela leemos: «Los últimos días de Adelaida García Morales es un relato, en clave de ficción, de las jornadas que precedieron a la muerte de la escritora.» ¿Por qué deseaste escribir un libro de ficción sobre una persona real y no directamente inventar un personaje?

No sé si al resto de escritores y escritoras les sucede lo mismo, pero en mi caso no decido nada. Las decisiones implican meditar fríamente, y lo que hay en todos mis libros es un impulso de escritura, valga decir, un arrebato, una necesidad interna de recorrer un territorio. Fue así también con Los últimos días de Adelaida García Morales.


¿En algún momento, en las fases más iniciales del proceso creativo, te planteaste escribir una novela de no ficción sobre Adelaida García Morales, en la que todo lo narrado aspirase, además de a la verosimilitud, a la verdad constatable?

No, de ningún modo. Lo que había al principio era un intento de hacer lo que Carver con Chéjov en Tres rosas amarillas. Lo concebí como un cuento; sin embargo, por su extensión desbordó el género. Con todo, durante meses fue el cierre del libro de relatos en el que aún estoy inmersa. Tras dar a leer este libro de cuentos a varias personas y que coincidieran todas en la pertinencia de sacar Los últimos días… del conjunto y publicarlo como una pieza sola, decidí planteárselo a Claudio López de Lamadrid, mi editor. A él le gustó mucho el artefacto (las palabras novela y nouvelle, aplicadas al libro, resultan quizás inexactas). Cuando vi que iba a salir como pieza única no modifiqué mi plan inicial, pero sí pensé que habría quien me iba a reprochar que no fuera un biopic (permíteme usar esta palabra cinematográfica). Eso es lo que se espera. Y yo no lo censuro, claro, ¡pero es que no me interesaba hacer eso! Lo mío era un librito menor que coqueteaba con el ensayo. Si tuviera que ponerme en plan Emmanuel Carrère o Javier Cercas, no escogería a Adelaida García Morales, sino a alguien con una trayectoria vital más novelesca.


Algunas de las reseñas que han aparecido en prensa sobre tu libro señalan que tu mirada sobre Adelaida García Morales coincide con la de la directora de documentales (uno de los personajes principales de Los últimos días...) ¿Estás de acuerdo? ¿Es ésta tu mirada sobre lo narrado?

Adelaida García Morales es, en el libro, una ficción más. No hay, porque nunca he pretendido que lo haya, una voluntad de desvelar quién era AGM, lo que por otra parte sólo habría generado otra fantasmagoría, aunque más verosímil, cosa que la realizadora, y yo misma, rechazamos precisamente porque lo verosímil tiene demasiada apariencia de verdad, y en el fondo es imposible alcanzar una verdad si entendemos por tal cosa una visión estable y única. No hay hechos puros, sino interpretaciones de esos hechos. Lo honesto, por tanto, es poner las cartas sobre la mesa renunciando a construir una historia verosímil, que en el libro viene a ser lo siguiente: tengo estos materiales, los muestro, construyo hipótesis que no pocas veces se desautorizan unas a otras. Por otra parte, la realizadora entiende que lo que está más cerca de una creadora es la propia creación. La invención. Incluso los materiales procedentes de la no ficción que incluyo en el libro, bajo el pretexto de que es la documentación que maneja la realizadora, refuerzan no una verdad falsable (de hecho, se avisa de que hay datos contradictorios e incluso falsos), sino la leyenda sobre AGM.


La presentación de tu novela en Barcelona coincidió con la publicación en El País del artículo de Víctor Erice en el que cuestiona, con dureza, tu «autoridad moral e intelectual» para apropiarte del nombre y los apellidos de la escritora fallecida (su exmujer). ¿Cuál fue tu primera reacción al artículo de Erice? ¿Cómo cambió esto la presentación del libro en Barcelona?

¿Con qué autoridad moral e intelectual habla Thomas de Quincey sobre Kant en Los últimos días de Immanuel Kant, por ejemplo? Hacer ficción sobre personas que existieron, y usando su nombre, es algo viejo. Por otra parte, la acusación podría habérsela hecho Erice a sí mismo: ¿con qué autoridad moral yo, un exmarido, juzga lo que puede o no decirse sobre su exmujer?, ¿con qué autoridad intelectual valoro yo un libro contra el que tengo un rechazo emocional? Con todo, la reacción de Erice me parece legítima, a diferencia de quienes alzaron un dedo acusador sin haberse leído el libro, que podrían asimismo haberse preguntado con qué autoridad moral juzgan moralmente un libro que no han leído. La presentación de Barcelona fue estupenda gracias, precisamente, al artículo de Erice, que dio lugar a un debate muy interesante. De todas maneras, me gustaría añadir que en el posicionamiento sobre este asunto hay una diferencia generacional que me resulta sintomática. Me han apoyado, sobre todo, gente nacida de los setenta en adelante. Gente de mi generación, aunque ha habido excepciones, claro. Barajo dos hipótesis al respecto: una, obvia, sería la del miedo u oposición al relevo, donde el artículo de Erice podría leerse como una regañina y una reafirmación de quiénes tienen aún los privilegios (no deja de ser un privilegio que Babelia le dé la portada y dos páginas al simple enfado de alguien sólo porque ese alguien es un preboste). Mi segunda hipótesis es que hay una mentalidad, y por tanto una ética, postmoderna que no ha calado en muchos de nuestros mayores, que todavía creen mayoritariamente que la realidad no está hecha de ficciones. Que todavía trazan una frontera infranqueable entre realidad y ficción, lo que lleva a una mirada más rígida, más escandalizada. Incluso cuando, como es el caso, se pretende la reivindicación de una figura y no hay una intención de dañar.


Víctor Erice escribe en su artículo: «Dada mi condición de exmarido de Adelaida, y pensando en el hijo que ella y yo tuvimos, me preocupaba que el libro de Navarro incurriera en un uso vano de nuestros nombres. Intentando salir de dudas cuanto antes, y puesto que la obra no estaba aún a la venta, recurrí a un amigo que conocía a Elvira Navarro para que me hiciese llegar, si era posible, un ejemplar. Y así fue.» Según estas palabras, tú misma le hiciste llegar, por medio de ese amigo común, un ejemplar del libro a Erice. ¿No intercambiasteis pareceres antes de que Erice publicase su artículo?

Tras enterarme de su preocupación, le hice llegar el libro a Víctor Erice junto con una carta donde le explicaba qué me había llevado a escribir el libro y desde dónde estaba construido el personaje de Adelaida García Morales. Le di mi teléfono y mi e-mail por si quería ponerse en contacto conmigo. No lo hizo.


Desde Mínima molestia, la página que escribe Ignacio Echevarría en El Cultural, éste se preguntaba si no pensabas dar una contestación pública a la carta de Erice. ¿Has considerado hacerlo?

Dar una contestación pública habría sido alargar una cuestión inútil, por irresoluble, pues involucraba dos órdenes de legitimidad irreconciliables.


Erice escribe: «Si Elvira Navarro hubiese titulado su libro Los últimos días de Paquita Martínez, no habría producido las plusvalías mediáticas y comerciales de las que su autora se está beneficiando.» ¿Qué podemos considerar que ha producido más repercusión mediática, el título del libro o el propio revuelo generado por las palabras de Erice?

Ese es el argumento más flojo de Erice. ¿Adelaida García Morales mediática y comercial? Es obvio que lo que más repercusión ha producido ha sido su artículo. Ha habido un efecto Streisand: alguien que pretende censurar cierta información acaba generando, con su reclamación, una publicidad mayor del asunto. 


Dejando aparte el tema de Víctor Erice, ¿qué otras escritoras españolas consideras que han sido injustamente olvidadas?

Rosa Chacel es bárbara y apenas se la reivindica. Desde el amanecer, donde relata sus recuerdos de infancia, sería un clásico de la literatura del XX si Chacel hubiera nacido en Francia, en Argentina o en Estados Unidos. Pero claro, era española, y en España se desprecia la propia tradición, sobre todo la de posguerra, por un arraigado complejo de inferioridad cultural.


¿Estás escribiendo algún nuevo libro? En caso afirmativo, ¿nos puedes hablar de él?

Ando con ese librito de cuentos que te mencioné al principio, y en el que Los últimos días de Adelaida García Morales era el cierre.

Muchas gracias, Elvira.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Los últimos días de Adelaida García Morales, por Elvira Navarro.

Editorial Random House. 111 páginas. 1ª edición de 2016. 

Hasta ahora sólo había leído un cuento de Elvira Navarro, el que aparecía en la antología Siglo XXI. Los nuevos cuentos del relato español actual, editada por Gemma Pellicer y Fernando Valls para Menoscuarto. Lo cierto es que cuando apareció su novela La trabajadora en 2014 me quedé con ganas de leerla. El tema laboral me parece poco tratado en la literatura y me interesa. Al final la dejé pasar. Hay momentos en los que siento que estoy demasiado pendiente de las novedades literarias y decido frenar para dedicar mi tiempo a textos más clásicos. Por otro lado, ya comenté la semana pasada que, durante meses, había tenido en casa sin leer la primera edición de El silencio de las sirenas de Adelaida García Morales, que había comprado por tres euros en la librería de segunda mano Ábaco, por la buena impresión que me había dejado una década antes (más o menos) el libro El sur seguido de Bene. Debería apuntar, también, que en mi habitación tengo más de cien libros comprados y sin leer. Cuando vi en las redes sociales que Elvira Navarro (Huelva, 1978) iba a publicar en Random House una novela titulada Los últimos días de Adelaida García Morales, me pareció una buena idea solicitarla a la editorial para leerla después de acercarme a El silencio de las sirenas y poder comentar las dos seguidas. La verdad es que me interesó el tema: una novela, la de Navarro, que yo entendía como un homenaje a una autora de fulgurante fama en los años 80 y que fue siendo olvidada hasta su muerte en 2014, sin mucho revuelo ni excesivos obituarios (al menos que yo recuerde). Desde luego, cuando solicité el libro a la editorial, no podía ni imaginar el revuelo (en cualquier caso un revuelo muy limitado a las cuatro personas que nos interesan estas cosas; los profesores del departamento de Lengua y Literatura del colegio en el que trabajo, por ejemplo, no habían oído nada de esta polémica hasta que yo les hablé de ella, y estamos hablando de profesores de Lengua y Literatura) que se iba a armar con la carta a doble página que publicó el cineasta Víctor Erice en el periódico El País, cuestionando el derecho o no de Elvira Navarro a escribir su libro.

Cumplí mi plan: leí El silencio de las sirenas y a continuación Los últimos días de Adelaida García Morales. No he podido, sin embargo, leer esta última sin sustraerme al debate generado en torno a ella.

Rosario Izquierdo Chaparro escribe a Elvira Navarro para contarle una anécdota sobre Adelaida García Morales que ocurrió unos pocos días antes de su muerte: la escritora, de sesenta y nueve años, acudió a la Concejalía de Cultura de Dos Hermanas, el pueblo en el que residía, y pidió cincuenta euros para visitar a su hijo en Madrid. La concejala desvió el requerimiento de la mujer que tenía delante a Asuntos Sociales. A partir de esta anécdota (de la que el propio libro da una segunda versión), Navarro escribe su libro que, como ella misma apunta en las notas finales de la novela, «es una obra de ficción. Todo lo que se narra es falso, y en ningún caso debe leerse como una crónica de los últimos días de Adelaida García Morales» (pág. 103).

El cuerpo central del libro, que apenas supera las 70 páginas, y que por tanto deberíamos llamar más bien nouvelle, está dividido en dos historias: en capítulos alternos se nos presenta a la concejala de Cultura que le negó los cincuenta euros a García Morales, y a una directora que está grabando un documental sobre la muerte de García Morales. Ambas historias están narradas en tercera persona, pero, mediante el recurso del estilo indirecto libre, leemos las narraciones desde el punto de vista de la concejala de Cultura y de la directora de documentales.

Para la concejala de Cultura, quien hace ya años que apenas lee, la presencia de Adelaida García Morales en su municipio no es más que un incordio, y más cuando se muere y no sabe aún si debería haberle entregado aquellos cincuenta euros que le pedía, o hacerle un homenaje. No tiene muy claro cuál es el nivel de relevancia que en algún momento ha llegado a tener la escritora en la vida cultural del país.

Después de que Víctor Erice publicara el artículo que comentaba más arriba, se han levantado algunas voces airadas, pidiendo, incluso, que se retirara de las librerías el libro de Elvira Navarro. Voces que entresacaban comentarios que en la novela se hacen de García Morales, desde el punto de vista de la concejala (connotada negativamente en el libro), para mostrar hasta qué punto la autora de esta novela denigraba la memoria de García Morales. Así, he podido leer en internet que Navarro había escrito sobre García Morales frases como las siguientes: «Tenía, se dice la concejala, el aspecto de pasarse un estropajo por la cara. Al mismo tiempo, y debido a la gordura, a que no sonreía nunca y a que las facciones se le habían vuelto duras exhalaba algo feroz, como si ese ser que en su juventud y madurez parecía tan espiritual se hubiera tornado en algo salvajemente grotesco. En las fotos de sus últimos años da la impresión de acabar de meterle un puñetazo a alguien, pero también de estar enajenada y mustia» (pág. 34). Lógicamente, éste no es el punto de vista de la autora sobre el personaje. El punto de vista de Navarro sobre lo narrado se asemejaría más al de la realizadora de cine, quien para su reportaje sobre García Morales ha convocado en un polígono de Sevilla a tres personas ‒lejos del círculo íntimo de familiares y amigos‒, que conocían de forma tangencial a la escritora (una compañera del colegio, una vecina y un psiquiatra). Los tres se sientan en un sillón y la cineasta los deja hablar. Su idea es no hacer preguntas, no intervenir en el reportaje. Uno de estos testigos contará que Adelaida, en los últimos tiempos, había perdido la cabeza y creía recibir las visitas de un sátiro. Algo que el psiquiatra pone en entredicho.

El caso es que las dos historias de esta novela dan una imagen especulativa de Adelaida García Morales, que se basa en alguna información real; una narración, más o menos libre, que Elvira Navarro le dedica a uno de sus mitos personales (o al menos así lo he sentido yo). En realidad, más que retratar a Adelaida García Morales, lo que se desprende del texto (al menos para mí), su motivo para escribirlo, es dar salida a algunos de sus fantasmas personales: el miedo a haberse equivocado en su vocación literaria (por ejemplo, y ahora soy yo el que está especulando), el miedo a las estrecheces económicas del futuro, a la soledad… y todo esto se encarna (y se proyecta) en la figura de Adelaida García Morales, muerta hace dos años.

Erice especulaba sobre la apropiación del nombre de su exmujer con intenciones comerciales o publicitarias. En este sentido, creo que Erice se equivoca, que por desgracia el nombre de Adelaida García Morales está bastante olvidado y, por eso, la primera vez que vi el título de la novela de Navarro no pude pensar más que en la posibilidad de un homenaje. En el mercado literario español se vende muy poco, y evocar en un título el nombre de una autora injustamente olvidada no parece, a nivel comercial, lo más sensato, sino que apunta, más bien, hacia una declaración de intenciones a favor de la resistencia.

En cierto modo, creo que Los últimos días de Adelaida García Morales no era el libro que esperaba leer cuando lo solicité a la editorial. Ahora que está tan en boga la literatura de no ficción, imaginaba que Elvira Navarro habría investigado más a fondo el tema para escribir un libro testimonial (imaginaba algo al estilo de los últimos libros de Emmanuel Carrère). Sin embargo, con esto no quiere decir que no me interese su propuesta: a través de la figura de la escritora que admira, Navarro indaga sobre sus propios miedos, lanzando más de un dardo envenenado contra la institucionalización de la cultura.

Me he quedado también con la sensación de que a las dos historias les faltaba algo de desarrollo. El género de la nouvelle me parece complicado y aquí se muestran algunas escenas con los puntos de vista de dos personajes que no parecen evolucionar hacia ningún sitio en el corto espacio narrativo que se les dedica. La verdad es que me habría gustado saber más sobre los personajes (concejala y cineasta), y sobre la persona en la que ponen su mirada, Adelaida García Morales.

El estilo directo de Elvira Navarro, con frases matizadas y en ocasiones punzantes, me ha gustado. Ahora se han renovado mis deseos de acercarme, al fin, a La trabajadora.
Entre El silencio de las sirenas de Adelaida García Morales y Los últimos días de Adelaida García Morales de Elvira Navarro, recomendaría antes el primero. Pero también creo que el libro de Navarro no deja de ser una invitación a leer (de nuevo) a García Morales.

Comprendiendo el punto de vista de Víctor Erice, creo que se equivoca al achacar un afán comercial a la propuesta reivindicativa de la memoria literaria del país de Navarro, puesto que una persona, Adelaida García Morales, que para él es central, ha dejado ya de serlo para el conjunto de la población con alguna inquietud por la cultura, y por tanto celebro que hayan aparecido de nuevo sus libros en las mesas de novedades de las librerías. En La Central de Callao, ahora mismo, ofrecen la primera edición de Las mujeres de Héctor (1994) por 9 euros; es decir, se lo han pedido a Anagrama y han trasladado el precio de 1.500 pesetas a euros.

El debate planteado sobre los límites de la ficción me parece interesante. Hace años leí la novela Arthur & George, en la que Julian Barnes especulaba sobre la vida de Arthur Conan Doyle, y me encantó. ¿Debería Barnes haber cambiado el nombre a su Conan Doyle? ¿Debería Thomas Bernhard cambiar el nombre a Viena, cuando despotrica contra ella, por miedo a que se ofendan los vieneses? ¿Tendrían derecho éstos a pedir que se retirara del mercado un libro de Bernhard porque les ofende cómo habla de su amada ciudad? Y, aun cambiando los nombres, ¿tienen derecho los familiares de un escritor a pedirle que no se venda un libro porque se sienten retratados en los personajes?


No me ha gustado ver cómo se han arrojado algunas voces contra Elvira Navarro por escribir un libro en el que básicamente se homenajea a una escritora olvidada. Me parece peligroso ver cómo algunas personas que dicen defender la cultura desean la censura del escritor. Ojalá se leyera más literatura española contemporánea, con una prosa tan delicada como la del libro de Elvira Navarro, y que esto lleve a que se lea más a una escritora de la calidad de Adelaida García Morales. Y ojalá tantas voces preocupadas por la cultura como he visto estos días se alzasen para exigir que, de un modo u otro, Víctor Erice pueda dirigir un largometraje, algo que no puede hacer desde que en 1992 rodara El sol del membrillo, porque, dada la fama que tiene de director lento y puntilloso, nadie se atreve a poner dinero en un proyecto que lleve su firma. Y ésta es la verdadera tragedia de la cultura en España: que a nadie parece importarle que uno de nuestros más grandes cineastas sólo haya podido rodar tres largometrajes y no pueda hacer uno nuevo desde 1992. Sin embargo, enseguida pedimos un linchamiento público (retirada de ejemplares de las librerías, pedir perdón público por las faltas cometidas…) para una escritora que homenajea a otra cada vez más olvidada. Y todo esto (supuestamente) en nombre de la cultura.