miércoles, 29 de octubre de 2014

Antología de Gerardo Diego: Manuel Machado (6)

El sexto poeta que antóloga Gerardo Diego en 1934 para su Poesía española, antología (contemporánea) es Manuel Machado (Sevilla, 1874 – Madrid, 1947).

Por supuesto, el siguiente poeta de la antología es su hermano Antonio.




Dejo aquí alguno de los poemas de la antología:


ADELFOS

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron
-soy de la raza mora, vieja amiga del sol-,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el ama de nardo del árabe español.

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.

En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos...
y la rosa simbólica de mi única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.

Besos, ¡pero no darlos! Gloria... ¡la que me deben!
¡Que todo como un aura se venga para mí!
Que las olas me traigan y las olas me lleven
y que jamás me obliguen el camino a elegir.

¡Ambición!, no la tengo. ¡Amor!, no lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido
Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.

De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.
No se ganan, se heredan elegancia y blasón...
Pero el lema de casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano sol.

Nada os pido. Ni os amo ni os odio. Con dejarme
lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir!...

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver!


CANTARES

Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía.
Cantares...
Quien dice cantares dice Andalucía.

A la sombra fresca de la vieja parra,
un mozo moreno rasguea la guitarra...
Cantares...
Algo que acaricia y algo que desgarra.

La prima que canta y el bordón que llora...
Y el tiempo callado se va hora tras hora.
Cantares...
Son dejos fatales de la raza mora.

No importa la vida, que ya está perdida,
y, después de todo, ¿qué es eso, la vida?...
Cantares...
Cantando la pena, la pena se olvida.

Madre, pena, suerte, pena, madre, muerte,
ojos negros, negros, y negra la suerte...
Cantares...
En ellos el alma del alma se vierte.

Cantares. Cantares de la patria mía,
quien dice cantares dice Andalucía.
Cantares...
No tiene más notas la guitarra mía.



ANTÍFONA

Ven, reina de los besos, flor de la orgía,
amante sin amores, sonrisa loca...
Ven, que yo sé la pena de tu alegría
y el rezo de amargura que hay en tu boca.

Yo no te ofrezco amores que tú no quieres;
conozco tu secreto, virgen impura;
amor es enemigo de los placeres
en que los dos ahogamos nuestra amargura.

Amarnos... ¡Ya no es tiempo de que me ames!
A ti y a mí nos llevan olas sin leyes.
¡Somos a un mismo tiempo santos e infames,
somos a un mismo tiempo pobres y reyes!

¡Bah! Yo sé que los mismos que nos adoran,
en el fondo nos guardan igual desprecio.
Y justas son las voces que nos desdoran...
Lo que vendemos ambos no tiene precio.

Así los dos, tú amores, yo poesía,
damos por oro a un mundo que despreciamos...
¡Tú, tu cuerpo de diosa; yo, el alma mía!...
Ven y reiremos juntos mientras lloramos.

Joven quiere en nosotros Naturaleza
hacer, entre poemas y bacanales,
el imperial regalo de la belleza,
luz, a la oscura senda de los mortales.

¡Ah! Levanta la frente, flor siempreviva,
que das encanto, aroma, placer, colores...
Diles con esa fresca boca lasciva...
¡que no son de este mundo nuestros amores!

Igual camino en suerte nos ha cabido.
Un ansia igual nos lleva, que no se agota,
hasta que se confunda en el olvido
tu hermosura podrida, mi lira rota.

Crucemos nuestra calle de la amargura,
levantadas las frentes, juntas las manos...
¡Ven tú conmigo, reina de la hermosura;
hetairas y poetas somos hermanos!

domingo, 26 de octubre de 2014

La experiencia dramática, por Sergio Chejfec

Editorial Candaya. 171 páginas. 1ª edición argentina de 2012, esta edición española es de 2013.

Hace unos meses fui a la presentación, en la librería-bar Tipos infames de Malasaña, de Modo linterna, el nuevo libro de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956). Estuve también conversando a través de facebook con los editores de Candaya y me enviaron a casa La experiencia dramática, que fue la novela que Chejfec había publicado inmediatamente antes que Modo linterna.

Félix ha quedado a tomar un café y dar un paseo con Rose. Félix es un extranjero en la ciudad de Rose y normalmente le gusta que sea ella quien determine el recorrido de la caminata. Conversan, y las apreciaciones sobre los términos de la conversación constituyen el cuerpo de la novela. Las palabras pronunciadas por uno o por otro generan evocaciones y asociaciones de recuerdos e ideas diferentes en cada uno de ellos. Uno piensa que cuando habla de un tema la reacción de la otra persona se debe a un motivo que extrae de su propia experiencia, pero el lector sabrá –gracias a la información que le suministra el narrador– que la comentada reacción se debe a un motivo diferente al que cree su interlocutor, a un motivo que parte de una experiencia previa que la otra persona desconoce. A lo largo de 170 páginas dos personas pasean por las calles de una ciudad indeterminada y conversan. Pero el lector no conocerá sus diálogos, sino que el narrador le informará de los temas tratados y sobre todo de las características de la recepción y de las evocaciones que las palabras tienen en cada una de las dos personas.

Muchos de los temas tratados en Modo linterna se encuentran también en La experiencia dramática, como por ejemplo el de la relación que establecen las personas con la tecnología en el momento histórico que les toca vivir. Así, en las primeras páginas de esta novela, Félix (uno de los dos personajes principales) recuerda un anécdota: un cura, para explicar, durante su sermón, cuál es la idea que tiene de Dios, recurre a compararlo con Google Maps. “Puede observar desde arriba y desde los costados, es capaz de abarcar con la mirada un continente o enfocarse en una casa, hasta hacer zoom sobre el patio de una casa” (pág. 7). Félix recuerda a menudo esta anécdota y para él pasear por la ciudad se ha convertido en una experiencia nueva, en tanto que antes de caminar por una calle observa el recorrido en Google Maps y su paseo le sirve para corroborar la realidad de la pantalla.

Otro de los temas de Chejfec sería el del urbanismo. El trazado y las características de las calles por las que transitan los personajes de la novela son profusamente descritos. Hacia el final llegarán al barrio de los galpones abandonados, uno de los lugares preferidos de Félix: “Es precisamente este paisaje de desolación embellecida, unido al frío, el motivo de su resistencia, sencillamente porque no siempre tiene ganas de hacer un esfuerzo y descubrir lo bello de lo estropeado, o lo sugestivo en la devastación y el abandono. Muchas veces Rose prefiere caminar simplemente por sitios que no le demanden grandes esfuerzos para agregar, o anular, elementos o atributos al paisaje” (págs. 134-135).

Y por supuesto el gran tema de Chejfec sería el de la percepción de la realidad: cómo lo que vemos nos hace evocar una serie de recuerdos según nuestra experiencia, cómo percibimos al otro que camina a nuestro lado, y cómo el otro nos percibe a nosotros. Las diferencias de análisis, las incomprensiones, la incapacidad de saber qué es exactamente lo que provocan nuestras palabras en el otro durante una conversación. Y éste sería el misterio o el tema central de La experiencia dramática. Además de Félix y Rose, un tercer personaje aparece en este libro: el marido de Rose, cada vez más aislado del mundo.

Rose es actriz y en unas semanas tendrá que exponer en una clase de interpretación la que considera que ha sido la experiencia dramática de su vida, esa experiencia determinante por la que ha sido marcada. Gran parte de la conversación que tiene lugar en la novela versará sobre qué considera cada uno una experiencia dramática. “En general, sólo después de haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos–” (pág. 71).

Debería apuntar ya que La experiencia dramática está escrita como un homenaje a Juan José Saer, escritor del que Chejfec se considera gran admirador; y más concretamente este libro es un homenaje directo a la novela Glosa de Saer. En Glosa dos personas pasean también por una ciudad y conversan sobre lo que aconteció en una fiesta a la que ninguno de los dos pudo asistir: la interpretación de lo que les contaron, lo que imaginan que sucedió… Sin embargo, en Glosa hay un componente político que no existe en La experiencia dramática y Chejfec desarrolla en su novela dos temas que de los que no se ocupa (la tecnología y el urbanismo). La filiación entre una obra y otra es clara: cuál es nuestra percepción del otro, de sus palabras, en qué pensamos al mirar, qué nos evoca lo que vemos, lo que escuchamos… En este sentido los planteamientos estéticos tanto de Saer como de Chejfec son bastante filosóficos.

Me ha llamado la atención en La experiencia dramática que al principio no tenía clara cuál era el tipo de relación que existía entre Félix y Rose. Es alcanzada ya la página 138 –de una novela de 171– cuando el lector descubre que son amantes, que mantienen relaciones sexuales de forma habitual en ese barrio de los galpones, entrando en uno de sus edificios abandonado. Y éste es un tema tratado de forma extraña en el libro, de una forma llamativamente elusiva: “Al fin y al cabo, dado que allí las cosas se presentan como más permanentes, cualquier cosa que hagan con sus cuerpos les parecerá extremadamente pasajero y por tanto de una naturaleza que bordea lo furtivo. Más tarde, cuando Félix se retira de Rose tiene la sensación de que el acto, lejos de acercarlos, acaba de separarlos un poco” (pág. 138). De nuevo, el narrador nos describe las percepciones de los protagonistas del entorno urbano, de su distancia entre ellos, y no hay ninguna consideración sobre los cuerpos o sobre el deseo. Esto ya lo había pensado antes: durante un gran número de páginas Félix y Rose caminan por la ciudad, y el narrador nos informa sobre las distintas percepciones que tiene cada uno de las palabras y los gestos del otro, pero en estas apreciaciones no hay ninguna consideración sexual, cuando yo apuntaría que en la realidad la consideración sexual del otro (de forma consciente o inconsciente) define en gran parte el modo de percibirle, y más cuando la conversación transcurre entre amantes.
Esta última apreciación hace, en gran parte, que La experiencia dramática se lea como una narración fría, muy cerebral. Chejfec es un escritor inteligente, de prosa elegante y algunas de sus reflexiones en la narración sobre los cambios en la percepción de las personas que supone la tecnología o el espacio físico son muy originales, fascinantes –como la comentada sobre Google Maps–, pero en algunos casos otras apreciaciones sobre el peso de los recuerdos, por ejemplo, se leen como digresiones extrañas, imprevisibles.
Ha habido páginas de La experiencia dramática que me han fascinado y otras en las que he llegado a aburrirme.
La experiencia dramática no es, en cualquier caso, un libro muy recomendable para leer a pequeños intervalos –metro, colas de espera, etc.–, pues requiere de un lector atento, que lea con todos los sentidos concentrados en el texto propuesto; ni será del agrado tampoco de aquellos lectores que busquen fuertes emociones narrativas (ya he comentado que ésta es una narración muy fría y cerebral), porque casi no hay hechos en esta novela; agradará a aquellos lectores dispuestos a reflexionar sobre lo real, sobre la percepción del otro o del entorno, con paciencia, de un modo moroso.
Aunque la filiación con Saer es muy grande, Chejfec me parece un escritor con un interesante mundo propio; con una escritura, como ya he apuntado, inteligente y elegante, que me fascina con sus hallazgos, pero que también llega a irritarme por su obsesión por los detalles nimios y las digresiones interminables.

Es posible que vuelva con Chejfec. Es un autor que plantea desafíos y que no me deja indiferente.

jueves, 23 de octubre de 2014

Antología de Gerardo Diego: Eduardo Marquina (5)

El quinto poeta que antóloga Gerardo Diego en 1934 para su Poesía española, antología (contemporánea) es Eduardo Marquina (Barcelona, 1879 – Nueva York, 1946).

Todavía con tintes del romanticismo, llegó a componer un himno a España; y tiene poemas con títulos como Salmo a la esposa o Predicación de San Francisco (poemas religiosos), o Estrofas vótivas (poema patriótico).

Dejo aquí el segundo poema antologado, muy romántico, y una parte de otro largo, que es un homenaje a Camoens.



VOTOS FLORIDOS

En lo tibio del soto,
levantando las piedras,
esquivando las zarzas, apartando las hojas,
buscabas violetas.

Por tu inclinarte noble
sobre las claras hierbas,
tocándolas con gracia, moviéndolas sin daño,
que encuentres violetas.

Por tu mirar sereno
cuando, irguiéndote, dejas
todo a tu lado, el soto encendido y riente,
que encuentres violetas.

Para tus manos suaves
donde tienen las venas
el color delicado de las flores menudas,
que encuentres violetas.

Para adornarte el pecho
en el día de fiesta,
porque adoras su gracia acabada y oculta,
que encuentres violetas.

Porque al pasar, las zarzas,
revolviéndose tercas,
en la nieve del cuello te arañaron con sangre,
que encuentres violetas.

Porque nunca maldigas
de la piadosa tierra,
y el buscar no te canse, y el sufrir te consuele,
que encuentres violetas,
un montón de olorosas violetas!



CAMOENS
(1524 -1924)

EL HOMBRE
I
Tuvo un amor, hizo un poema
y murió pobre; lo demás
no hace al caso; en su vida no hay más
que sufrimiento y diadema.

Fue el hombre, turbio de pasión
y de propósitos, que cuida
de resumir en su canción
todas las ansias de su vida.

Mediocridad y desengaños
le consumían en su hogar,
y viajó diecisiete años
para hacer su poema en el mar…

II
Tenía “saudades”; había,
como todas sus gentes hermanas,
despedido al sol cada día
desde las playas lusitanas;
y llevaba en el pecho esa vaga
melancolía singular
de asistir a diario, ante el mar,
a la muerte del sol que se apaga.

Pero una vez, triste y sombrío,
alza la frente, y a través
del indefinible frío
del crepúsculo portugués,

en el índico azul del Oriente
ve que el sol nace adolescente:
un sol vivo, moreno, dorado…
Su corazón ya tiene senda,
y su pueblo ya tiene leyenda
-y la epopeya ha comenzado


domingo, 19 de octubre de 2014

GraceLand, por Chris Abani

Editorial Baile del Sol. 365 páginas. 1ª edición de 2004; esta de 2013.
Traducción de Alicia Moreno Delgado.

La editorial canaria Baile del Sol se ha embarcado en el proyecto de hacer visible la literatura del continente africano, dar voz a ese inmenso territorio que permanece casi olvidado para Occidente. Estaba tratando de recordar cuál era la editorial española que hace ya más de una década tenía una colección de literatura africana y me parece que era RBA; en la actualidad alguna de las editoriales punteras publican algún libro de autores africanos, pero yo diría que es Baile del Sol la única que ahora mismo mantiene una colección entera para estos libros. Desde que empecé con el blog (hace ya cinco años) no he leído ningún libro de África. Con anterioridad sí que me había acercado a algunos autores de países del norte del continente (Marruecos o Egipto) o a novelas de J. M. Coetzee, que al fin y cabo es un africano blanco que escribe en inglés.

La idea de Baile del Sol me pareció muy atractiva y les solicité varios libros de esta colección, que yo pago a precios de autor de la editorial.
GraceLand de Chris Abani (1966, Afikpo, Nigeria) me llegó con una faja promocional, en la que se cita a Los Angeles Times: “Uno de los 25 mejores libros del año”. Leo en la wikipedia que en 2005, Abani consiguió varios premios en Estados Unidos gracias a la publicación de este libro: ganador del premio Hemingway Foundation/PEN Award, ganador del premio Hurston-Wright Legacy award, medalla de plata del premio California Book Award for Fiction, finalista del premio de Los Angeles Times Book Prize for Fiction y finalista del Commonwealth Writers Prize, Best Books (Africa Region).
Chris Abani nació en Afikpo, una pequeña ciudad a más de mil kilómetros de la capital de Nigeria, Lagos. La historia de Chris Abani es una historia de extrañeza: nace en una pequeña ciudad del interior de África, pero su madre es una inglesa blanca, que conoce a su padre (nigeriano del clan Igbo, y profesor de profesión) en Oxford, cuando ella trabaja allí de secretaria y él es un estudiante de posdoctorado. Con dieciséis años Abani publica una novela titulada Masters of the Board, cuyas críticas políticas hacen que sufra prisión en su país durante seis meses. Más tarde, sus nuevos libros le conducirán de nuevo a la cárcel. Abani emigra a Estados Unidos, donde trabaja como profesor universitario y escritor.
El protagonista de GraceLand es Elvis, un joven de dieciséis años al que su madre puso este nombre como homenaje a su admirado cantante norteamericano. Elvis vive con su padre –Sunday– en Maroko, un suburbio marginal de Lagos. Han llegado allí desde Afikpo, una pequeña ciudad del interior del país, una vez que la madre ha fallecido de cáncer y que el padre haya fracasado en su intento de hacer una carrera política.
Elvis ha dejado el colegio y su sueño es ganarse la vida como bailarín. El padre está en paro y cada vez se abandona más al bar, la bebida y la desidia del suburbio. Elvis, para intentar ganar algo de dinero, hace imitaciones de Elvis en la playa para los turistas. En el primer capítulo de la novela se muestra una escena significativa: Elvis, disfrazado como el cantante que le ha dado nombre, baila y canta en la playa ante la extrañeza de los turistas occidentales, que no conciben que un chico africano tenga los mismos mitos en la cabeza que un norteamericano, ni tan siquiera que sepa hablar inglés (idioma oficial en Nigeria), a pesar de que el lector ha acompañado a Elvis a la playa desde su casa y sabe que estaba leyendo unas horas antes El hombre invisible de Ralph Ellison, uno de los libros más significativos de la literatura afroamericana sobre la lucha del hombre negro en Estados Unidos.
Con el baile Elvis no parece poder ganarse la vida y trata de encontrar un trabajo más convencional en la construcción, que perderá en breve debido a su indolencia. Redemption, un joven de su edad que conoció en su corta etapa de escolarización en Lagos, empezará a ofrecerle trabajos que se irán volviendo cada vez más peligrosos. Además Elvis conoce a varias personas marginales que se van a ir haciendo cada vez más importantes en la trama, como el Rey de los Mendigos, quien le intentarán transmitir una conciencia política, que chocará con la mentalidad de buscavidas nihilista de Redemption.
La novela está dividida en dos partes. La primera, más extensa, alterna capítulos del presente de Elvis, todos ellos con indicación de un lugar y una fecha: Lagos, 1983; con otros de su pasado en Afikpo, que comienzan en 1972 y se van acercando hasta el momento del traslado a la capital del país. El tempo narrativo de los dos bloques de capítulos es diferente: en el presente la narración se acerca a la vida de Elvis en el periodo de unas cuantas semanas, y en los capítulos del pasado asistimos a episodios claves de la vida del personaje (entre uno y otro han podido pasar dos o tres años). En la segunda parte se abandonan los capítulos del pasado y todo se vuelve presente en la narración: la vida se vuelve cada vez más amenazante para Elvis y el lector le acompañará durante unas páginas cada vez más frenéticas, donde además de su vida está en juego la de su padre u otros personajes significativos del libro o del propio suburbio donde viven.
GraceLand es una novela sobre África –más concretamente sobre los problemas de la Nigeria moderna–, escrita en inglés por un nigeriano (de madre inglesa) que sabe que el público que va a leerle es principalmente norteamericano. Me percato de que leer una novela de un africano negro escrita para el público de su país debe ser casi imposible. Para que esta novela llegue a España ha tenido que tener previamente algún tipo de repercusión en países como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia, y estar escrita por tanto en inglés o francés; también podría darse el caso de que estuviera escrita en español por un ciudadano de Guinea Ecuatorial y que por tanto el primer país de recepción occidental fuese España (aunque dadas las características de nuestro mercado, me parece más probable que aquí se traduzca primero lo que tuvo éxito en Estados Unidos o Francia antes de potenciar un libro en nuestro idioma). Leer un libro de un africano negro escrito en un idioma no europeo me parece casi imposible: en su país de origen lo más probable es que no haya mercado editorial, así que ese libro no podría aparecer ni llamar la atención lo suficiente como para que se traduzca a los idiomas occidentales. Escrito en inglés, francés, español o portugués tendría como función la de mostrar África a una persona no africana, y en gran medida esto es lo que ocurre con GraceLand, una novela escrita conscientemente para explicar cómo era Nigeria en 1983 a un norteamericano. En este sentido podemos encontrar párrafos como el siguiente: “Las mujeres mayores, de cincuenta y sesenta años, a menudo iban por ahí con el busto al aire (...). Era una costumbre que los británicos no habían logrado erradicar a pesar de las multas y los decretos, y que los curas católicos permitían alegremente” (pág. 53); o “Eran libritos, escritos entre 1910 y 1970, salían de pequeñas imprentas del pueblo comercial de Onitsha, al este, de donde recibían su nombre. Eran el equivalente nigeriano a la literatura barata o ‘pulp fiction’ mezclada con los populares libros de autoayuda a bajo coste” (pág. 131).

En cualquier caso, la forma de mostrar Lagos al lector es más natural que la de mostrar el país entero, ya que Elvis ha llegado hace poco a la capital y observa su entorno con una doble extrañeza: la del provinciano en la gran ciudad y la del adolescente que trata de hacerse un sitio en el mundo: “¿Qué tengo que ver yo con todo esto?”, se pregunta Elvis, mirando la ciudad tras los cristales de un autobús.
Encontramos a Elvis en las primeras páginas de la novela leyendo libros como El hombre invisible de Ralph Ellison o Cartas a un joven poeta de Rilke. He de apuntar que este detalle me chirrió un poco al principio, ya que a pesar de que la madre de Elvis era maestra, su padre no parece tener ninguna inclinación hacia la cultura, y Elvis lo que quiere ser es bailarín y no escritor. Esto me hizo pensar que, para la construcción del personaje, Chris Abani ha tomado elementos de su propia vida: un joven lector apasionado que sueña con ser escritor en un país pobre. Pero Abani proviene de un hogar africano con más apego por la cultura del que parece haber dibujado para Elvis, personaje para el que crea una historia más marginal que la vida que el propio autor parece haber llevado.
Otro aspecto débil de la novela es que, durante la primera parte, el autor nos muestra escenas del presente o el pasado del protagonista y la trama no acaba de arrancar. Cuando lo hace, hacia el final de la primera parte y en la segunda, el acelerón será potente, sin embargo.
En cualquier caso, pese a los dos aspectos negativos que me ha parecido detectar (sobre la creación del personaje y la muestra inicial de escenas sin que avance la trama), he disfrutado de la lectura de GraceLand; sus logros se me han hecho muy superiores a sus posibles carencias. Nunca había leído una novela de un africano negro que me mostrase la vida en su país, y algunas de las escenas dibujadas son realmente muy potentes: la pobreza y el pensamiento mágico que le acompaña, como herramienta para entender el mundo; la corrupción policial e institucional; la violencia en la calle (el capítulo en el que se narra el linchamiento de un supuesto ladrón es impactante).

Tengo también en casa dos títulos más de esta colección de literatura africana: Los pies sucios del togolés Edem Awumey y Vínculos secretos del liberiano Vamba Sherif. Ya hablaré de ellos.

jueves, 16 de octubre de 2014

Antología de Gerardo Diego: Francisco Villaespesa (4)

El cuarto poeta que antóloga Gerardo Diego en 1934 para su Poesía española, antología (contemporánea) es Francisco Villaespesa.
Este poeta de Almería sigue -como Rubén Dario- en la estela estética del modernismo.

Ya he comentado alguna vez que no he leído esta antología de forma sistemática, pero abriéndola al azar he debido leer al final casi todos sus poemas; o puede que me falten algunos, pero he leído muchos de ellos bastantes veces. Recuerdo el primero de Villaespesa que aparecía en la antología; el titulado Jaramago. Leído ahora me parece un tanto cursi, pero hace veinte años me gustaba su sonoridad, y el nombre de esa planta –jaramago-, resulta para mí ahora un término evocador de algo que se fue.





JARAMAGO

¡Ni una cruz en mi fosa!... ¡En el olvido
del viejo camposanto,
donde no tengo ni un amigo muerto,
bajo la tierra gris, sueñan mis labios;
y de sus sueños silenciosos brotan
amarillos y tristes jaramagos!

Si alguna vez hasta mi tumba llegas,
lleva esas pobres flores a tus labios...
¡Respirarás mi alma!... ¡Son los besos
que yo soñaba darte, y no te he dado!


 Dejo aquí algún poema más:

OFERTORIO

En esas horas íntimas de gran recogimiento,
cuando escuchamos hasta girar agonizante,
en torno de la lámpara que alumbra vacilante,
como una mariposa, un vago pensamiento.

Cuando en la mano helada de una tristeza inmensa
el corazón sentimos temblar, aprisionado,
como un latir medroso de pájaro asustado
y el alma está en la pluma, sobre el papel suspensa.

Cuando en el gran silencio nocturno se percibe
el hálito más tenue, el son más fugitivo,
y se funden en uno los cien ecos dispersos.

Alguien dice a mi oído, con voz muy baja: –¡Escribe!…
Y yo entonces, llorando y sin saberlo, escribo
esas cosas tristes que algunos llaman versos.


LA HERMANA


En tierra lejana
tengo yo una hermana.

Siempre en primavera
mi llegada espera
tras de la ventana.

Y a la golondrina
que en sus rejas trina
dice con dulzura:

- ¡Por aquella espina
que arrancaste a Cristo,
dime si le has visto
cruzar la llanura!

¡El ave su queja
lanza temerosa,
y en la tarde rosa,
bajo el sol se aleja!

Desde su ventana,
mi pálida hermana
pregunta al viajero
que camina triste:

- ¡Por tu amor primero,
dime si le viste
por ese sendero!

¡Pero el pasajero
su calvario sube,
y se aleja lento,
dejando una nube
de polvo en el viento!

Desde su ventana
a la luna grita
mi pálida hermana:

- ¡Por la faz bendita
del Crucificado,
dime en qué sendero
tu rayo postrero
su paso ha alumbrado!

¡La luna la vaga
llanura ilumina,
trémula declina,
y en el mar se apaga!

Acaso yo, errante,
pasé vacilante
baja tu ventana,
y sin
conocerme,
mi pálida hermana,
preguntes al verme
venir tan lejano:

-Dime, peregrino:
¿has visto a mi hermano
por ese camino?

domingo, 12 de octubre de 2014

Los relatos del padre Brown, por G. K. Chesterton

Editorial Acantilado. 1.171 páginas. 1ª edición de los cuentos entre 1910 y 1935; esta edición es de 2008.
Traducción de Miguel Temprano García.

Fue a finales de 1998 cuando leí mi primer libro de G. K. Chesterton (Londres, 1874-Beaconsfield, 1936). Se trataba de El hombre que fue jueves, un libro que había visto citado en algún lugar que ahora no puedo determinar. En aquel momento, recuerdo que me pareció un libro divertido, pero debería volver a leerlo, porque lo tengo casi olvidado.
Después, en 2004 o en 2006, que son las fechas en las que leí los libros Entre paréntesis y Bolaño por sí mismo –el primero un compendio de artículos escritos por Roberto Bolaño y el segundo un conjunto de entrevistas–, me llamó la atención un comentario de Bolaño sobre el padre Brown, un personaje que yo no sabía quién era. He hojeado los dos libros, pero no he encontrado dónde estaba. Me ha resultado mucho más fácil buscarlo en internet. Como era la respuesta a una pregunta, deduzco que está en Bolaño por sí mismo y que por tanto yo supe del padre Brown en 2006. La pregunta y la respuesta son estas:

“¿Cuál es su héroe de ficción favorito?
Julien Sorel. El Pijoaparte de Marsé. Horacio Oliveira de Cortázar. El Superman de mi infancia. El atormentado Spiderman. Drácula. Sherlock Holmes. El padre Brown. Don Isidro Parodi. El Cristo de Elqui”.

Algunos de estos héroes de ficción sabía quiénes eran y otros no. Busqué información sobre el padre Brown y me resultó extraño averiguar que era un personaje creado por G. K. Chesterton y que yo no lo supiera. Sentí curiosidad por él. En agosto de 2007 compré dos libros suyos: La sabiduría del padre Brown y El candor del padre Brown, publicados por la editorial Valdemar. Los leí en el orden que no era (primero compré el segundo de los cinco que componen la colección). El primero de la serie –El candor del padre Brown– me lo llevé a un viaje por Alemania. Me recuerdo en un tren, en un viaje de Hamburgo a Colonia, leyendo este libro y sintiendo un auténtico momento de felicidad lectora. Me gusta leer en los trenes, pero aquel trayecto de Hamburgo a Colonia fue uno de los mejores viajes que he vivido, atravesando unos pueblos realmente pintorescos, asentados sobre verdes colinas. Me recuerdo acabando un cuento del padre Brown, mirando por la ventana y disfrutando de la combinación.
Pensé en leerme todos los cuentos de este personaje, que son una serie de cinco volúmenes, y pensé también comprarlos en la editorial Valdemar. Pero luego pasé a otras lecturas y me olvidé un poco del padre Brown, hasta que en el verano de 2012 vino de visita desde Canarias mi amigo Samuel (el mismo con el que fui en julio a La Nava de la Asunción para fotografiarnos en la tumba de Jaime Gil de Biedma) y, visitando librerías de segunda mano, me encontré con Los relatos del padre Brown editados por Acantilado en un solo volumen, que contiene los cinco libros más tres relatos finales no incluidos antes en ninguna colección. El libro estaba nuevo (conservaba, incluso, la faja promocional) y costaba la mitad que en una librería de primera mano. No pude resistirme.

Lo empecé a leer ese verano de 2012, por el principio; es decir, volví a leer las dos colecciones de relatos que ya había leído en 2007: El candor del padre Brown y La sabiduría del padre Brown (los libros de Valdemar estaban traducidos por José Rafael Hernández Arias). Me recuerdo ahora en la playa de Alcudia, en Mallorca, leyendo de nuevo estos cuentos a la sombra de unos pinos. Luego me lo llevé a San Francisco; y dejé de leer el libro tras empezar el tercer recopilatorio de cuentos, el titulado La incredulidad del padre Brown. Me había perdido un poco en algún cuento en el trayecto de avión, al no leerlo con la atención requerida; y no me parecía la mejor lectura para las noches del hotel de San Francisco, cuando llegaba cansado de pasear por la ciudad. Así que lo cambié por los divertidos libros de Jorge Ibargüengoitia –que ya comenté en el blog–, libro que aguantan mejor una lectura fragmentada, algo que no es recomendable con un cuento del padre Brown: las veintidós páginas de media que tiene cada uno de estos cuentos han de ser leídas de una sentada. Si uno lee once páginas por la mañana y pretende leer otras once por la noche es muy probable que no disfrute de la lectura. Se habrá perdido los detalles y no recordará bien quién era cada personaje; así, cuando el padre Brown resuelva el caso, se va a quedar como estaba.

Después de volver a Madrid, y tras el paréntesis de Ibargüengoitia, retomé el libro de Acantilado. Acabé la tercera recopilación de relatos y pasé a otra cosa. Hasta este verano de 2014, en el que pensé que ya era hora de acabar con el padre Brown. Así que a finales de agosto he leído los dos conjuntos de relatos que me faltaban: El secreto del padre Brown y El escándalo del padre Brown, además de los tres relatos finales no incluidos en ninguna colección. Llegué a pensar, incluso, en empezar todo de nuevo. Así leería las dos primeras colecciones por tercera vez. Pero al final desestimé esta idea. Igual que he recomendado leer cada cuento de una sentada, creo que no es conveniente leer seguido este volumen con todos los relatos del padre Brown (que suma en total 1.171 páginas); ya que la repetición de planteamientos narrativos puede llegar a cansar al lector, que disfrutará más si lee cada una de las colecciones de relatos intercalando otras lecturas.

Ésta no puede dejar de ser una reseña extraña. Habitualmente señalo la página por la que voy en un libro con un post-it. En él voy anotado ideas o citas que me parecen destacables del texto, junto con su número de página, con un lápiz que siempre llevo en el bolsillo (cuando está muy afilado, más de una vez, me lo clavo en los dedos al ir a buscar las llaves, por ejemplo). Esta vez tengo post-its con ideas anotadas de hace dos años. Así que hoy hablaré más de generalidades que de concreciones.

Chesterton había leído, por supuesto, los cuentos de detectives que se publicaban en las revistas de la época cuando decide crear al padre Brown. Conocía perfectamente los relatos de Sherlock Holmes escritos por Arthur Conan Doyle, y sabe que ha de crear a un personaje diferente a Holmes. Chesterton era un católico practicante y el padre Brown va a ser un sacerdote católico, que vive y ejerce su ministerio en la Inglaterra anglicana de la época, lo que no deja de ser un desafío religioso. A diferencia de Holmes, que se basa en la investigación científica de evidencias y pruebas, el padre Brown va a conseguir sus éxitos deductivos gracias a su capacidad de penetración psicológica; a todo aquello que ha podido vislumbrar del alma humana gracias al confesionario. Su truco será el de ponerse en el pellejo del asesino o el ladrón y tratar de pensar como él. El padre Brown resuelve los casos de asesinato y robo –que con tanta frecuencia se le presentan– porque conoce a los pecadores y puede llegar a pensar como ellos: “No trato de apartarme del hombre, sino de ponerme en el pellejo del asesino”, dice el padre Brown en la página 722 (cuento El secreto del padre Brown), cuando critica la frialdad de los métodos científicos para detener a los delincuentes. “Cuando el científico habla de un tipo concreto, nunca se refiere a sí mismo, sino a su vecino, y normalmente a su vecino más pobre”, ha dicho un poco antes. En esta última frase ya se puede vislumbrar uno de los pilares constructivos del padre Brown: la defensa de los desfavorecidos. Chesterton defiende en los cuentos del padre Brown las tesis católicas, pero esto nunca acaba haciendo del padre Brown un personaje conservador; ya que dentro de su crítica suave de costumbres se sitúa siempre del lado de los desfavorecidos y critica la doble moral de los ricos. Así, no es extraño en estos cuentos encontrarse con más de uno con un trasfondo de crítica social: “Aquellos plutócratas modernos no podían soportar tener cerca a un pobre, ni como esclavo ni como amigo. Que el servicio cometiese algún error era sólo un contratiempo fastidioso, irritante y embarazoso. No deseaban ser brutales y les horrorizaba la posibilidad de tener que mostrarse benévolos” (pág. 73).

De hecho, pese a que el padre Brown es un cura católico, siempre resolverá sus casos apelando a la realidad más cotidiana. Mientras que otros personajes sucumben a supersticiones o explicaciones fantásticas, cuando los elementos que presenta el caso de un relato parecen desafiar la lógica, el padre Brown, con una serenidad pasmosa, encontrará la solución racional que se encuentra mucho más cercana de nosotros que las leyendas orientales.

En estos relatos tampoco falta la ironía: “Una historia que podríamos empezar en un entorno bastante respetable, en la mesa del desayuno de una familia rica, aunque honrada” (pág. 750).

El esquema habitual de uno de estos relatos sería el siguiente: en unas brillantes primeras páginas se describe el ambiente. Una voz en tercera persona presenta a un pequeño grupo de personajes. Se comete un asesinato o un robo. Alguien llama al padre Brown o bien este pasaba por allí. Siempre se presenta al padre Brown como un hombrecillo vestido de negro, con un paraguas (amenace tormenta o no), de aspecto insignificante, hasta que empieza a hablar y realizar deducciones.

Los relatos del padre Brown acaban pareciendo pequeñas partidas de ajedrez: es realmente difícil para el lector poder encontrar la explicación al enigma planteado; cualquier pequeño detalle puede ser la clave final que llevará al padre Brown a resolver el misterio.
En el primer cuento, el padre Brown conseguirá detener a Flambeau, un famoso ladrón de joyas francés, que dejará el crimen para convertirse en detective privado. Flambeau se convertirá en amigo del padre Brown y a veces le llamará para que le ayude a resolver sus casos. Esto hará, en algunos relatos, más verosímil la presencia del padre Brown en el lugar del crimen.

En el tercer libro, La incredulidad del padre Brown, éste viajará a Estados Unidos, cuando su fama parece haberse hecho ya mundial, y resolverá más de un caso en la emergente nueva nación. Detalle éste que Chesterton parece olvidar en los dos últimos libros de sus pentalogía, en los que vuelve a presentar al padre Brown como un personaje insignificante, al que nadie conoce, y que tal vez ayudó a resolver algún caso criminal en el pasado.

Me gusta cómo consigue Chesterton crear ambientaciones diferentes para estos cuentos: desde las calles más clásicas de Londres hasta un pequeño pueblo de la campiña inglesa. Desde un cuento sobre actores (que abundan) a un cuento de ciencia ficción con mayordomos robóticos; ambientes góticos, ambientes marineros…
Los personajes pueden ser de lo más variopinto: actores, abogados, marineros, pero también líderes de sectas o de religiones del extremo Oriente… En alguna ocasión se ha acusado a Chesterton de dar una imagen estereotipada de los hindúes, por ejemplo; pero en realidad todo funciona como en un juego, con ideas y soluciones que no dejan de ser ingenuas a veces, pero que siempre están cargadas de un encanto genuinamente inglés.

Jorge Luis Borges siempre fue un gran admirador de los relatos del padre Brown. Leí en alguno de sus ensayos que “cada una de sus páginas contiene una alegría” (lo cito de memoria, porque no encuentro la fuente). En la contraportada de los libros del padre Brown en la editorial Valdemar se apunta: “Jorge Luis Borges dijo una vez que aún se recordarían (estos relatos) cuando el género policiaco hubiese caducado”.
De hecho, es curioso observar la influencia de un escritor tan perspicaz e inteligente como Chesterton en Borges. El gusto de Chesterton por las paradojas lo asimiló con profusión Borges en su obra. En este sentido, es notable la influencia (que Borges convertirá en homenaje o casi plagio) que supone el cuento El cartel de la espada rota sobre el cuento Tema del traidor y del héroe (algo que el propio Borges nunca ocultó).

En definitiva, Los relatos del padre Brown es una obra con mucho encanto, plagada de inteligencia y agudas observaciones sobre la naturaleza humana; con un trazado estructural en casi todos sus cuentos brillante, y que busca siempre la paradoja, la ironía y el asombro de la lógica.

No me extraña nada que el padre Brown fuese una de las lecturas de cabecera de Borges y uno de los grandes héroes de ficción de Roberto Bolaño.

jueves, 9 de octubre de 2014

Antología de Gerardo Diego: Ramón del Valle-Inclán (3)

El tercer poeta que antóloga Gerardo Diego en 1934 para su Poesía española, antología (contemporánea) es Ramón del Valle-Inclán.
La semana pasada hablé de Unamuno, ésta de Valle-Inclán; lo cierto es que para ser este libro el que funda la Generación del 27, tiene unos comienzos muy Generación del 98.



Dejo aquí dos de estos poemas de Valle-Inclán

ROSA DEL PARAISO

Esta emoción divina es de la infancia,
cuando felices el camino andamos
y todo se disuelve en la fragancia
de un Domingo de Ramos.


El campo verde de una tinta tierna,
los montes mitos de amatista opaca,
la esfera de cristal como una eterna
voz de estrellas. ¡Un ídolo la vaca!


Aladas sombras en la gracia intacta
del ocaso poblaron los senderos,
y contempló la luna, estupefacta,
el paso de los blancos mensajeros.


Negros pastores, quietos en los tolmos,
adivinan la hora en las estrellas.
Cantan todas las hojas de los olmos,
la mano azul del viento va entre ellas.


En su temblor azul, devoto y pronto,
tiene ansias de ideal la flor del lino,
ansias de deshojarse en el tramonto
y hacer de su temblor, temblor de trino.

El agua por las hierbas mueve olores
de frescos paraísos terrenales,
las fuentes quietas oyen a las flores
celestes, conversar en sus cristales.


Con reflejos azules y ligeros
el mar cantaba su odisea remota,
gentil de luces bajo los luceros
que a los bajeles dicen la derrota.


Mi bajel, en el claro de la luna,
navegaba impulsado por la brisa,
sobre ocultos caminos de fortuna…
¡Era el cielo cristal, canto y sonrisa!


Con el ritmo que vuelan las estrellas
acordaba su ritmo la resaca,
y peregrina en las doradas huellas
fue sobre el mar una nocturna vaca.


Mi alma, tendida como un vasto sueño,
se alegró bajo el árbol del enigma.
Ya enroscaba en la copa su diseño
flamígero, la sierpe del Estigma.

En mi ardor infantil no cupo el miedo,
la vaca vino a mí, de luz dorada,
y en sus ojos enormes, con el dedo
quise tocar la claridad sagrada.


Su ojo redondo, que copiaba el mundo,
me habló como la sierpe del pecado,
y busqué la manzana en su profundo
con un dedo de rosa levantado.



EN UN LIBRO GUARDADA ESTÁ...

En el espejo mágico aparece
toda mi vida, y bajo su misterio
aquel amor lejano se florece
como un arcángel en un cautiverio.


Llega por un camino nunca andado,
ya no son sus verdades tenebrosas,
desgarrada la sien, triste, aromado,
llega por el camino de las rosas.


Vibró tan duro en contra de la suerte
aquel viejo dolor, que aún se hace nuevo,
está batido como el hierro fuerte,
tiene la gracia noble de un mancebo.


Reza, alma triste, en su devota huella,
los ecos de los muertos son sagrados,
como dicen que alumbran las estrellas,
alumbran los amores apagados.


Este amor tan lejano, ahora vestido
de sombra de la tarde, en el sendero
muestra como un arcángel, el sentido
inmortal de la vida al pasajero.


Yo iba perdido por la selva oscura,
sólo oía el quebrar de mi cadena,
y vi encenderse con medrosa albura,
en la selva, una luz de ánima en pena.


Tuve conciencia. Vi la sombra mía
negra, sobre el camino de la muerte,
y vi tu sombra blanca que decía
su oración a los tigres de mi suerte.

domingo, 5 de octubre de 2014

Cien años de soledad, por Gabriel García Márquez

Editorial Alfaguara. 471 páginas la novela; 273 de comentarios críticos y glosarios. 1ª edición de 1967, esta de 2007.

Ya hablé la semana pasada de mi primer encuentro con Gabriel García Márquez (Aracatana, Colombia, 1927-México DF, 2014), gracias a la lectura –de una sentada– de El coronel no tiene quien le escriba, durante mi periodo de exámenes universitarios en febrero de 1995. La semana siguiente (lo más seguro) fue cuando acabé los exámenes y aún tenía unos días libres antes de volver a la facultad. Esos días los dediqué a leer Cien años de soledad. Poseía una modesta edición de bolsillo comprada en un quiosco durante el verano anterior (en realidad, cuando estaba preparando los exámenes de septiembre del curso académico 1993-1994), y todavía no me había acercado al libro. Estaba más inquieto que relajado tras ese febrero universitario, sabía que los resultados iban a ser un desastre a pesar de la cantidad de horas dedicadas al estudio. Quería estar lejos de allí, de mi casa de Móstoles, de mi facultad de CC. Físicas (que nadie me diga que veinte años es la mejor edad de la vida…, repito) y tenía casi una semana de tiempo libre por delante. Leí Cien años de soledad en cuatro días, cuatro días febriles en los que la literatura consiguió aquello que parecía tan difícil: permitirme evadirme del lugar y del momento en el que estaba. Recuerdo que el último de aquellos cuatro días era un viernes y que leí ya apurado las últimas páginas de la novela porque había quedado para salir por Móstoles con mis amigos y quería hacerlo con el libro acabado, como una misión cumplida. Lo conseguí y salí a los bares de Móstoles con todas las imágenes de Cien años de soledad en la cabeza: “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico” (pág. 470).
En realidad, creo que esta lectura de Cien años de soledad en cuatro días ha sido uno de los grandes momentos lectores de mi vida. A pesar de todo lo demás, de la demencia y la soledad de mis veinte años, tenía aquello conmigo –sin ninguna duda, de mi parte–, la palabra escrita. Pasase lo que pasase en el futuro, podría seguir leyendo, descubriendo autores que me ayudasen a alejarme de todo lo que me quería alejar. Y mi droga la había en cantidad y se podía conseguir gratis o a bajo precio: tenía las bibliotecas públicas, las de mis familiares, las librerías de segunda mano, las ediciones de bolsillo… A los que legislaban se les había escapado el control de aquella poderosa sustancia para evadirse de la realidad que era la que yo había decidido elegir como mía, en un mundo que, de continuo, me parecía, se empeñaba en impedirme elegir.
Aquella tarde-noche de viernes en Móstoles (hagamos sonar unas cuantas canciones grunge como banda sonora), Macondo y los Buendía se apoderaban en mi mente, dispuestos a habitar en ella para siempre. No mucho después, en junio de 1995, decidí cambiarme de carrera, los tiempos de estudiar inútilmente en la facultad de CC. Físicas se iban a acabar para mí (sobre todo esto escribí una sección de poemas en mi libro El bar de Lee, como ya conté la semana pasada). Meses después, empecé mi andadura en la nueva facultad –CC. Empresariales, esta vez–, en septiembre de 1995, con otro libro de García Márquez, La hojarasca. Allí estaba yo el primer día de clase (llegué tarde por algún problema con los trenes de la renfe) en la última fila del aula, entre chavales gritones de dieciocho años (yo era ya un adulto de veintiuno; alguien que ya sabía perfectamente lo que sintió el coronel Aureliano Buendía tras promover treinta y dos levantamientos armados y perderlos todos), leyendo La hojarasca mientras aparecía el primer profesor de la nueva facultad. Cerca de mí estaba sentado el que iba a ser uno de mis mejores amigos, pensando: “Mira este pringado, leyendo a García Márquez”. Una primera visión sobre mí que conocería años más tarde, pero esta ya es otra historia.

Llevaba tiempo planeando releer El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad, sobre todo después de que hace ya más de un año, tras la presentación de un libro en Madrid, tuve la oportunidad de tomar algo en Malasaña con su autor (que era mi amigo), otros escritores y los editores del libro presentado. En algún momento de la noche se empezó a hablar de esos libros que todos hemos leído de jóvenes y que ya no deberíamos leer de adultos porque nos defraudan sobremanera. Uno de los editores (de una conocida editorial mediana) afirmó que a él eso le había ocurrido con Cien años de soledad; después de quince o veinte años se había vuelto a acercar a él y al leerlo “se le caía de las manos”, afirmó. Yo me sonreí, pensé que al menos en mi caso eso no ocurriría. Ya había hecho la prueba al acercarme después de los treinta a autores que me entusiasmaron con menos de veinte, como Philip K. Dick o H. P. Lovecraft, y me habían seguido fascinando a los treinta y cinco casi con la misma intensidad que a los dieciséis.
Además, de Cien años de soledad sabía que había aparecido, por su cuarenta aniversario, una edición conmemorativa de la Real Academia Española, igual que unos años antes desde la Academia se preparó una edición crítica y comentada de El Quijote por su cuarto centenario. Releí El Quijote en esta edición y me gustó mucho el trabajo de la RAE, así que llevaba tiempo pensando que releer Cien años de soledad en esta edición podría ser una buena idea.
Me hice con la edición de la RAE de Cien años de soledad en la librería de segunda mano La tarde libros de Malasaña, el mismo día de las navidades pasadas, que comenté hace unas semanas, cuando acudí allí para desprenderme de unos libros que no quería y me llevé dos de José Donoso y este de García Márquez.

He leído primero la novela, después los estudios finales (a cargo de Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez), y para acabar los estudios y presentaciones preliminares (a cargo de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén).
También esta edición cuenta con un cuadro donde se expone el árbol genealógico de los Buendía, que he consultado en más de una ocasión. La primera vez que leí el libro me acabé enmarañando un poco en la relaciones de parentesco de tantos Aurelianos, Arcadios, Amarantas y Úrsulas.
Además, al final existe un glosario con vocabulario del libro, que en algunos casos resulta excesivo, ya que nos explica qué significan términos como “alma”, “aire”, “cajón”, “camino”…, pero que, en otros casos, cuando García Márquez utiliza un vocabulario propio del Caribe, sí que resulta útil; por ejemplo para explicarnos qué significan palabras como “cachaco” o “cabuya”.
Esta edición termina con un diccionario de nombres de personajes que aparecen en la novela y que he consultado más de una vez.

Después de leer más de doscientas páginas de sesudos comentarios críticos sobre este libro, creo que poco más puedo aportar yo, a no ser, como ya he estado haciendo, un comentario personal de lo que ha supuesto para mí su lectura. Como ya me ocurrió al hablar aquí de El Quijote, no creo que tenga sentido que realice un resumen del argumento del libro, como suelo hacer en otras entradas del blog.

Lo cierto es que, lejos de caérseme el libro de las manos, como apuntaba el editor comentado, esta relectura de Cien años de soledad me ha hecho disfrutar mucho. En cierta medida la relectura de los libros que fueron importantes para nosotros nos acerca al que fuimos, y así revisitamos los lugares por los que transitó nuestra imaginación hace veinte años, cuando teníamos veinte años.

Uno lee o relee tan sólo el primer capítulo de Cien años de soledad y tiene la impresión de estar leyendo un clásico, igual que El Quijote. La prosa fluye perfectamente, con gracia, con sonoridad, con ironía, con esa capacidad que poseen los grandes para hacernos descubrir que los libros importantes están escritos con más ironía que solemnidad: el humor es el arma, parecen decirnos, para acercarse al misterio de la condición humana.

La locura por el conocimiento de José Arcadio Buendía, que acabará atado al castaño del patio de la casa de los Buendía, me ha recordado en cierta medida a la locura de El Quijote.

Me llama la atención la capacidad de García Márquez para controlar el material narrado, para adelantar lo contado (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar”), o bien para traer de nuevo a colación algún detalle del pasado al presente narrativo.

Sobre lo real maravilloso (algo que ya utilizaron en sus libros escritores como Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier) me ha llamado mucho la atención algunos de los comentarios leídos en los estudios. Por ejemplo, esta declaración del propio autor: “Tuve que vivir veinte años y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se le estuviera cargando el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción” (pág. LXIII).

Me gusta lo que hace García Márquez en este libro: contar por el puro placer de narrar historias, con ese tono que asimila las hipérboles del lenguaje escrito; y así, por ejemplo, para hablar de la gran altura y fuerza de una persona se asegura que era un gigante y se exagera sobre su capacidad de comer.
En muchos casos se utiliza en Cien años de soledad un recurso del que ya hablé al comentar el libro Madurar hacia la infancia de Bruno Schulz: “Las palabras no buscan recrear la realidad, consiguen crear la realidad. La metáfora se abre camino en el discurso para ser el discurso. El niño no recuerda al padre trepando como una araña por las estanterías de la tienda, el padre es una araña que trepa por las estanterías de la tienda”, escribí sobre Schulz. Esto mismo ocurre en más de un momento de Cien años de soledad; por ejemplo, cuando Mauricio Babilonia se acerca a Meme, siempre le acompaña el revoloteo de un grupo de mariposas amarillas. Imagino que esto, tomado como real en la realidad del libro, procede de la metáfora amorosa “sentir mariposas en el estómago” al pensar en la persona amada. Pero en Cien años de soledad la palabra no es símbolo, sino realidad. El lenguaje figurado se interpreta literalmente.

En la página 522 se recogen unas palabras entre García Márquez y Vargas Llosa; hablan de la realidad en la obra de García Márquez, y éste explica al segundo que todo lo contado en su obra, por maravilloso que pueda parecer, tiene un poso de realidad lingüística popular. En esta anécdota está basada la escena del libro en la que Remedios, la bella, asciende a los cielos con una sábana: “La explicación de esto es mucho más simple, mucho más banal de lo que parece. Había una chica que responde exactamente a la descripción que hago de Remedios, la bella, en Cien años de soledad. Efectivamente se fugó de su casa con un hombre y la familia no quiso afrontar la vergüenza y dijo, con la misma cara de palo, que la habían visto doblando unas sábanas en el jardín y que después había subido al cielo. En el momento de escribir prefiero la versión de la familia a la real, que se fugó con un hombre, que es algo que ocurre todos los días y que no tendría ninguna gracia”.

De los estudios leídos me ha gustado mucho el escrito por Sergio Ramírez, que parte para analizar Cien años de soledad del discurso de García Márquez al recibir el premio Nobel –lo estuve escuchando en youtube (pinchar AQUÍ) y me resultó muy interesante–. Como nos recuerda García Márquez en su discurso, y Ramírez en su ensayo, la realidad americana (al menos la realidad para Occidente) parte de los viajes de los conquistadores españoles, que en muchos casos eran analfabetos, pero que conocían las historias fantásticas relatadas en los libros de caballerías. El mismo Colón, por ejemplo, levantó acta de que en una isla se encontró con que sus habitantes tenían rabos de más de ocho dedos de largo. Ramírez da más ejemplos de estas crónicas que llegaban a Europa como realidades del Nuevo Mundo. A esto habrá que sumar los mitos indígenas de América y los propios de la comunidad negra arracada de África. Una realidad constituida por mitos y leyendas que García Márquez toma de forma literal para hablar del simbólico Macondo. Y digo simbólico porque en ningún momento se habla en el libro de Colombia (aunque sí de la localización Caribe), y Macondo puede erigirse en símbolo de la historia de cualquier comunidad hispanoamericana.

Lo voy a dejar aquí.
Cada vez me parece que el tiempo de abarcar lo máximo posible a la hora de leer ha de dejar sitio a la relectura de los libros que me conmovieron y a la de las obras fundamentales.
No creo que debamos culpar a Gabriel García Márquez de la tropa de sus epígonos, no leamos, o releamos a García Márquez como si se hubiera transformado en un epígono de sí mismo (aunque es cierto que es autor de un solo libro, muy largo, eso sí; creador de un único universo, pero un universo de un tamaño enorme).

Relean Cien años de soledad, vuelvan a ser felices en Macondo.