ME ENTREVISTAN EN EL CANAL "EL LIBRERO DE GOMA"
martes, 31 de agosto de 2021
ME ENTREVISTAN EN EL CANAL "EL LIBRERO DE GOMA"
domingo, 29 de agosto de 2021
Todos los hermosos caballos, por Comac McCarthy
Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy
Editorial Debolsillo. 335 páginas. 1ª edición de 1992; ésta es de 2020.
Ya he comentado que en enero de 2021
empecé el año leyendo Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy (Rhode Island, Estados
Unidos, 1933) y que fue una lectura que me impactó mucho. Hasta entonces había
leído de McCarthy No es país para viejos (2005) y La carretera (2006) y, aunque
me gustaron, no habían llegado a deslumbrarme. Cuando comenté esto mismo, hace
años, en las redes sociales, hubo más de un lector de McCarthy que me dijo que
yo no había leído las grandes novelas de este autor, que serían Meridiano de Sangre (1985) y No es país para viejos (1992). Ahora que
he leído las dos ya puedo afirmar que las personas que me comentaron esto
tenían toda la razón.
La acción de Meridiano de sangre se situaba en 1849 y la de Todos los hermosos caballos en 1949; es decir, justo un siglo
después. La elección de la fecha en la que trascurre Todos los hermosos caballos no es una casualidad por parte de
McCarthy, ya que esta novela está escrita justo después de Meridiano de sangre y en gran medida dialoga con ella. Las dos
novelas se desarrollan en el mismo espacio físico, entre los estados del sur de
Estados Unidos y los del norte de México, hablándonos siempre de una frontera
difusa. El escenario de Todos los
hermosos caballos es el mismo que el de Meridiano
de sangre, pero más pacificado un siglo después. En el 1949 de McCarthy ya
no será habitual que tres amigos entren en un bar a tomar algo y de madrugada
solo salgan dos porque uno de ellos ha muerto en una pelea, como ocurría en su
1849, pero, si bien el nuevo mundo que dibuja está soportado sobre las ascuas
del antiguo, aún perviven en él rescoldos de violencia, y en Todos los hermosos caballos el lector
también se va a encontrar con más de una muerte violenta. No, desde luego, al
nivel salvaje y apocalíptico de Meridiano
de sangre, pero la violencia también será uno de los ejes constructivos de Todos los hermosos caballos.
John Grady Cole, de dieciséis años
en 1949 (los mismo del autor en esa fecha, por cierto), es el protagonista de
esta historia. La narración comienza cuando muere su abuelo, con el que vive en
un rancho del oeste de Texas. Los padres de John están divorciados y el padre
es un exsoldado de la Segunda Guerra Mundial que, en 1949, no parece muy
equilibrado para cuidar de su hijo o de sí mismo. La madre de John, la heredera
del rancho, sueña con convertirse en actriz y quiere vender la propiedad, de la
que opina que no da beneficios. John quisiera explotar él ese rancho, cuya casa
se construyó en 1872, antes de que desaparecieran los búfalos de la región en
1886, pero no va a poder ser. Es un momento importante para John, puesto que se
va a quedar sin supervisión de los adultos y la idea de futuro que tenía para
convertirse él mismo en adulto ‒dirigir el rancho familiar‒ va a desaparecer.
Después del entierro del abuelo, John ensilla su caballo y «cabalgaba hacía
donde siempre elegiría cabalgar, allí donde la bifurcación occidental del viejo
camino comanche bajaba de la tierra kiowa en el norte y cruzaba la parte más
occidental del rancho y podía verse su débil rastro hacia el sur.» (pág. 9)
Junto con su amigo Lacey Rawlins, de
diecisiete años, John tomará su caballo y decidirá abandonar su casa y
emprender un viaje de descubrimiento hacia el sur. John y Rawlins cabalgan
hacia México y también hacia el pasado, pues en ellos McCarthy está
simbolizando una forma de vida que está cerca de desaparecer, la de los jinetes
o vaqueros, que cabalgan en un desierto sin alambradas o fronteras. Entre la
página 29 y 30 podemos leer, hablando de John: «El muchacho que montaba un poco
adelantado a él no solo montaba como si hubiera nacido cabalgando, que así era,
sino como si de haber sido engendrado por malicia o mala suerte en un país
extraño donde no hubiese caballos él los habría encontrado. Habría sabido que
faltaba algo para que el mundo estuviese bien o él bien en el mundo y se habría
puesto en marcha para vagar a donde fuese durante el tiempo necesario hasta
encontrar uno y habría sabido que aquello era lo que buscaba y así habría
sido.» Por supuesto, en el 1949 de McCarthy ya hay automóviles, pero el caballo
como medio de transporte persiste en el imaginario de John y de Lacey como
símbolo de su relación con el pasado, como epítome de su conflicto con la época
en la que les ha tocado vivir. John y Lacey van a ser vagabundos, personajes
excluidos de los cambios de una modernidad que no aceptan.
El viaje al sur se complica cuando
empiece a seguir a los dos jinetes Blevins, un chico de unos trece o catorce
años, quien parece que se ha escapado de casa en un caballo robado y no parece
una persona muy estable.
Parece que John y Lacey encuentran
su lugar cuando empiezan a trabajar como vaqueros para un gran terrateniente
mexicano. Son muy bellas las páginas costumbristas en las que McCarthy le
muestra al lector cómo John y Lacey doman a una manada de caballos salvajes.
John quedará prendado de Alejandra,
la hija del hacendado, sin saber aún que un desclasado como él no va a ser
aceptado por el mundo del dinero. Las novelas de McCarthy son eminentemente
masculinas, y lo que más parece interesarle es el paso del hombre de la niñez a
la madurez. Muy rara vez la prosa de McCarthy refleja los pensamientos de los
personajes, y el lector tendrá que deducir lo que piensan de sus actos. Unos
actos que mueven las circunstancias y el duro aprendizaje de la naturaleza y el
mundo. En Meridiano de sangre no
había ningún personaje femenino relevante, y en Todos los hermosos caballos si los hay, representados por Alejandra
y su tía abuela Alfonsa. Son mujeres fuertes y libres. Pero, en cualquier caso,
la mujer parece ser el elemento de la naturaleza que va a debilitar la relación
ancestral de amistad que existe entre los dos amigos.
He comentado que en las novelas de
McCarthy no se narran los pensamientos de los personajes, pero ‒en más de una
ocasión‒ la novela sobrepasa el mero relato de los hechos cuando alguno de
estos personajes emite un parlamento. En Meridiano
de sangre esto ocurría, sobre todo, cuando hablaba el siniestro juez
Holden, y en Todos los hermosos caballos el
mejor parlamento lo emitirá Alfonsa, cuando le hable a John de su vida durante
la Revolución mexicana.
Debido a la relación que John y
Lacey tuvieron con Blevins, la apacible vida que habían empezado a tener en la
hacienda se volatizará. Hacia el tramo final de la novela, a John, de nuevo
vagabundo, abandonado por el mundo del dinero, McCarthy le concederá un final
épico. Un final que, en gran medida, me ha hecho pensar en Sin Perdón, la gran
película que Clint Eastwood estrenó
en 1992, el mismo año de la publicación de esta novela. Si bien, ambas obras
son desmitificadoras del mundo del Lejano Oeste, en su tramo final no renuncian
a la épica, tanto William Munny (el protagonista de Sin perdón) como John Grady, serán dos hombres a los que no les
importará morir antes que sentirse humillados por otros que arrastraron a sus
amigos (y a sus caballos).
La naturaleza se convierte en esta
novela en un personaje más, y su descripción acaba siendo muy poética, y
también precisa. En más de un caso, en vez de usar puntos, usa la conjunción
«y» para generar una sensación de acumulación sensorial. McCarthy parece
conocer el nombre de cada animal o yerbazo de la frontera. Como ya ocurría en Meridiano de sangre, en el texto hay
muchas palabras que están en español en el original y que en la traducción
aparecen con letra bastardilla. Más de una de estas palabras españolas no las
conocía, puesto que reflejan elementos tradicionales del campo mexicano. John,
gracias al trato con los trabajadores de su rancho, sabe hablar español.
Todos los
hermosos caballos es una obra bellísima sobre un mundo que se agota, un
absoluto western crepuscular. Una obra maestra.
domingo, 22 de agosto de 2021
Meridiano de sangre, por Cormac McCarthy
Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy
Editorial Random House. 347 páginas. 1ª edición de 1985, ésta edición
es de 2020.
Traducción de Luis Murillo Fort
De Cormac McCarthy (Rhode
Island, 1933) había leído hasta ahora dos novelas, No es país para viejos
(2005) y La carretera (2006), que me gustaron pero que no me llegaron a
deslumbrar. Cuando hace ya años comenté en mi blog La carretera y dije que no me parecía un libro tan sobresaliente
como gran parte de la crítica afirmaba, recuerdo que algún lector, en el que yo
confiaba, me dijo que realmente no había leído las obras más importantes de
McCharthy, que serían, en principio, Meridiano de sangre y Todos
los hermosos caballos. Así que me quedé con la idea de que en algún
momento del futuro tenía que acercarme a estos libros. En diciembre, poco antes
de las vacaciones de Navidad de profesor, empecé a buscar información sobre Meridiano de sangre, y vi que muchos
críticos la consideraban una de las grandes novelas norteamericanas del siglo
XX. Me animé y la compré en una librería por internet. La empecé a leer el 1 de
enero de 2021, tras haber llegado al ecuador de los Cuentos completos de Thomas Wolfe.
El protagonista de Meridiano de
sangre es «el chaval», al que McCharty decide no darle un nombre, y de este
modo le convierte en un testigo un tanto genérico de toda la violencia que le
va a hacer contemplar. El chaval nace en 1833, y en el parto muere su madre,
algo que su padre alcohólico parece reprocharle. El chaval ha llegado al mundo
con un pecado original y los catorce años dejará su Tennessee natal, y se
lanzará al mundo. «No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la
violencia ciega.» (pág. 11)
Aunque McCarthy nació en Rhode Island, en el norte de Estados Unidos,
creció en Tennessee, que ya pertenece al sur, y aquí parece que se establece un
paralelismo entre el personaje y el autor. El chaval vagará por el sur de
Estados Unidos, Menfis, San Luis, Nueva Orleans, Tejas, etc.
La acción principal de la novela se va a desarrollar en 1849, cuando
el chaval tiene dieciséis años. El chaval ha sido arrojado a un mundo
tremendamente violento, un mundo de trabajos precarios, robos y mendicidad. Un
mundo de compañeros fugaces, en el que no es algo extraordinario que entren
tres amigos a beber en un bar y horas más tarde salgan dos, porque uno de ellos
ha muerto en una pelea.
McCarthy sitúa la acción de su novela en una época de fronteras
imprecisas entre Estados Unidos y México. En un principio, el chaval parece
encontrar acomodo como soldado en un ejército irregular que va a hacer su
propia guerra en el territorio mexicano. Cuando este ejército es desbaratado
por los apaches y él sobrevive, se unirá a otra formación mercenaria a la que
le pagan los mexicanos por acabar con los apaches. Una formación que si no
encuentra a apaches a los que arrancarles las cabelleras, para justificar un
cobro, no dudará en arrasar pueblos de mexicanos a los que hará pasar por
apaches para poder cobrar así las recompensas.
El mundo de McCarthy además de ser violento es profundamente amoral,
es un mundo sin Dios, un mundo de hombres que luchan y matan como si fuesen
animales salvajes, bajo la inclemencia de unas condiciones naturales extremas.
La compañía de mercenarios está capitaneada por Glanton, un líder
alocado y violento, pero su líder en la sombra ‒o «líder espiritual», como lo
llaman en la contra del libro‒ es el juez Holden. El juez Holden, que por
supuesto no es un «juez» real, es una de las creaciones más importantes de esta
novela. Holden es un hombre de más de 1,90 metros de altura y 150 kilos de
peso. De piel muy blanca en la que no tiene ni un solo pelo. Un hombre muy
cultivado e inteligente, que habla varios idiomas y cuyo vocabulario e ideas
están muy por encima que los de sus compañeros de aventuras. Sin embargo, el
juez Holden también es un refinado canalla, otro violento amoral muy acorde a
su grupo de acompañantes.
Según lo que he leído en internet, al personaje del juez Holden la
crítica lo relaciona con la obra de Herman
Melville, ya que considera que este personaje de McCarthy podría ser una
evocación del capital Ahab, pero, a la vez, también de Moby Dick. La blancura y
la ausencia de pelo de Holden nos conducen a Moby Dick y la obsesión y la
búsqueda al capital Ahab. Porque además de ser un erudito, Holden es un hombre
curioso, que va recogiendo muestras de rocas o de flora y fauna de cada lugar
por el que pasa la compañía, sobre las que anota en sus cuaderno. «Todo aquello
que existe, dijo. Todo cuanto existe sin yo saberlo existe sin mi aquiescencia.»,
leemos en la página 209 en boca del juez Holden, una muestra de su
autoproyección mesiánica.
En un momento del libro, el chaval y el juez Holden deberán
enfrentarse, y no nos encontraremos aquí, como podía ocurrir en Moby Dick, con una lucha entre el bien y
el mal, sino entre principios vivos diferentes, entre lo amoral y el mal, un
juego más sutil y fuera de las leyes de los hombres.
Las descripciones de la naturaleza son impresionantes en Meridiano de Sangre. McCarthy se ha
empapado de la fauna, la flora y la historia del territorio y la época que
retrata. En letra bastardilla aparecen en la novela palabras y frases que en el
original están en español. Incluso en estas frases el lector de lengua española
se puede encontrar con un vocabulario desconocido y remoto. En más de un caso,
la violencia de las escenas terrenales se desplaza hacia una mirada sobre las
estrellas, sobre su oscuridad y silencio, como si McCharty le quisiera decir al
lector que, en realidad, todo lo que está contando, todo el desgarro y la
muerte, son insignificantes a los ojos del universo, un universo enorme y sin
dios.
Los detalles narrativos son muy ricos y poéticos. Así, por ejemplo, en
la página 51 leemos: «Pasaron por Castroville, donde los coyotes habían
desenterrado a los muertos y esparcido sus huesos, y cruzaron el río Frío.»
Al leer Meridiano de sangre
he encontrado algunos paralelismos con La
carretera, publicada veintiún años después. La carretera está ambientada en un futuro cercano, en el que ha
habido un desastre (tal vez una guerra nuclear) y los pocos supervivientes
vagan por un mundo en cenizas, buscando latas de comida o recurriendo al
canibalismo. La carretera era una
novela sobre la violencia en el ser humano, una vez que cualquier idea de
Estado o comunidad ha desaparecido. En Meridiano
de sangre la violencia y el poder de las armas rigen los designios de sus
personajes, de un modo casi similar al de La
carretera, porque en esa frontera huidiza el poder estatal parece ausente.
Los norteamericanos, los mexicanos o los apaches, todos son violentos y ejercen
las violencia sobre los demás en la medida que pueden. «El sendero se
estrechaba entre unas rocas y al poco rato llegaron a un arbusto del que
colgaban bebés muertos.», leemos en la página 67 de Meridiano de sangre, un detalle de violencia extrema que podríamos
haber encontrado en La carretera. Una
referencia más directa; en la página 171 de Meridiano
de sangre leemos «Una de las yeguas había parido en el desierto y aquella
frágil criatura pronto fue espetada en una vara de paloverde colgada sobre las
brasas mientras los delaware se pasaban una calabaza que contenía la leche
cuajada extraída de su estómago.» En La
carretera un grupo de hombres tienen retenida a una mujer embaraza y cuando
da a luz también hacen un espeto con el bebé (en este caso humano) y se lo
comen. Imagino que McCarthy sería consciente de la repetición de escenas, y
quiso colocar en La carretera una
mucho más espeluznante que la de Meridiano
de sangre. Sin embargo, me parece que Meridiano
de sangre es un logro literario mucho mayor que La carretera.
Si bien, Meridiano de sangre
huye de la introspección, y todos los personajes van a quedar definidos por sus
palabras y sus actos y no por sus pensamientos, la lectura de Meridiano de sangre acaba siendo
hipnótica por la evocación de una época, una naturaleza y las relaciones
brutales entre los hombres. Meridiano de sangre es una de las más
grandes novelas norteamericanas que he leído.
domingo, 15 de agosto de 2021
Literatura boliviana en mi canal literario
En mi canal literario de YouTube, Bienvenido, Bo, hablo de los libros que he leído de la literatura ecuatoriana.
Si te apetece verlo, PINCHA AQUÍ.
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domingo, 8 de agosto de 2021
Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos
Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos
Editorial FCE, 161 páginas. 1ª edición de 1981, ésta es de 2014
Río de las congojas de Libertad
Demitrópulos (Jujuy, 1922 – Buenas Aires, 1998) es el tercer libro que leo
de la Serie del Recienvenido,
colección de libros encargada por la editorial
mexicana FCE al escritor argentino Ricardo
Piglia. La labor encomendada a Piglia consistía en que éste propusiera
rescates de la fértil literatura argentina que hubieran caído injustamente en
el olvido. Le dio tiempo a seleccionar trece libros antes de que le llegara la
lamentable hora de su muerte, siempre prematura. De la Serie del Recienvenido
había leído anteriormente Hombre en la orilla de Miguel Briante y Nanina de Germán García. Uno de mis proyectos es
leer los trece libros, porque Piglia ‒que además de ser un gran escritor era
también uno de los grandes teóricos de la literatura‒ no dispara con balas de
fogueo, y la muestra de tres que llevo de esta colección me parece de un nivel
impresionante.
Desde que empecé a comentar libros en un canal de YouTube (David Pérez
Vega – Bienvenido, Bob) uno de mis vídeos más vistos ha sido el de mi canon de
las diez mejores novelas argentinas. Al finalizarlo, le pedía al público que me
recomendara grandes novelas argentinas escritas por mujeres, porque mi canon
estaba formado solo por hombres y quería romper esa tendencia. Entre las
recomendaciones que recibí destacaba la novela Río de las congojas de Libertad Demitrópulos, libro publicado en
1981 y del que ya había oído hablar porque formaba parte de la Serie del
Recienvenido comentada. Este fue uno de los libros que compré en mi primera
visita a la nueva librería madrileña Lata
Peinada, especializada en literatura latinoamericana.
Dice Ricardo Piglia en el prólogo: «A pesar de nuestra pobre historia
colonial ‒o a causa de ella‒, la literatura argentina puede jactarse de tres
obras maestras que reconstruyen imaginariamente la conquista española del Río
de la Plata. Río de las congojas de
Libertad Demitrópulos es una de ellas ‒quizás la más pasional y la más lírica‒;
las otras dos, inolvidables, son Zama
de Antonio Di Benedetto y El entenado
de Juan José Saer. Las tres forman una suerte de inesperada trilogía y se
instalan en un territorio fantasmal, que está en el principio de nuestra
memoria histórica, delimitado por Buenos Aires, Asunción y Santa Fe.»
En el libro no hay ninguna fecha concreta, pero sí se relatan algunos
hecho históricos constatables y aparecen personajes históricos reales, principalmente
el conquistador español Juan de Garay. En 1573, Garay fundó la ciudad de Santa
Fe, en el que sería su primer emplazamiento; se movería 80 años después para
evitar los ataques de los guaycurúes.
El viaje a Santa Fe se organizó desde Asunción, y desde Santa Fe saldría, río
abajo, la expedición encargada de refundar Buenos Aires en 1580.
Juan de Garay aparece como personaje secundario en la trama de Río de las congojas, pero los principales
son Blas de Acuña y María Muratore.
Blas de Acuña es un anciano de cien años cuando empieza a relatarnos
algunos de sus recuerdos como fundador de San Fe, y como soldado que combatió
en un gran número de ocasiones contra los indios para poder mantener la ciudad.
María Muratore será una joven que también llegó en esa expedición y que, más
tarde, continuará hacia Buenos Aires, detrás de su admirado Juan de Garay. En
gran medida, Río de las congojas es
una novela sobre amores contrariados: Blas de Acuña ama a María Muratore sin
ser correspondido, y ésta ama a Juan de Garay sin ser tampoco su amor
correspondido. Isabel Descalzo, por su parte, sin amar apasionadamente a Blas,
sí desea casarse con él, porque su padrastro le dejó una herencia envenenada,
tanto a ella como a Blas: Blas heredaría una chacra, donde le gustaría vivir,
con la condición de que se case con Isabel. Ella está conforme con este
acuerdo, pero Blas no. Los pleitos, los desencuentros ‒y también los encuentros‒
se sucederán entre ellos.
Blas de Acuña es el narrador de una parte de los capítulos de Río de las congojas, y de otra será
María Muratore. Sin embargo, aunque durante los dos primeros tramos de la
novela se van intercalando estos dos narradores, hacia el final nos encontraremos
con un capítulo narrado por Isabel Delcazo, y alguno más por un narrador
innombrado. Así que, como podemos observar, la estructura de la novela es
bastante abierta. El tiempo narrativo tampoco se organiza de un modo lineal,
sino que son frecuentes los saltos temporales hacia delante y hacia detrás. En
este sentido, una de las influencias de la novela puede ser la narrativa de Gabriel García Márquez o la de la Elena Garro de Los recuerdos del porvenir.
Además, en alguno de los últimos capítulos, parece establecerse una
conversación entre algunos de los supervivientes de las peripecias vitales
contadas y algunos de los muertos. En esta parte, Demitrópulos se acerca a lo
«real maravilloso», o más sencillamente al «realismo mágico» de la gran época
del boom latinoamericano.
En María Muratore, Demitrópulos ha querido dibujar a una mujer muy
libre y muy adelantada a su tiempo; una mujer que sabe manejar armas con la
misma destreza que un curtido soldado varón y que decide sobre su destino, sin
que éste sea el de buscar el matrimonio, como ocurría con el personaje de
Isabel Descalzo. María Muratore no dudará en travestirse para hacerse pasar por
hombre, en una época en la que los hombres ‒motivados por la fuerza
eclesiástica‒ están dispuestos a apedrear a una mujer a que consideran
«pecadora», algo que ocurrirá con el personaje de Ana Rodríguez, que ha sido
una de las amantes de Juan de Garay.
En realidad, debería apuntar que, muy por encima de las anécdotas
históricas relatadas, intercaladas con las vivencias de sus personajes
inventados, la gran aventura que propone Río
de las congojas es una aventura del lenguaje. Demitrópulos recrea, o más bien
inventa, un lenguaje arcaizante lleno de lirismo. Por ejemplo usa mucho la
expresión «los despueses» por «el futuro» o usa un apabullante lenguaje que
describe la naturaleza. Por ejemplo, en la página 30 podemos leer «bordea
callejuelas con cercos de tasis y pisingallos». Descubro en internet que
«tasis» es una especie de enredadera y que «pisingallo» es una variedad del
maíz, que se usa para preparar pochoclo. Con esto no quiero decir, que sea muy
complicado leer Río de las congojas,
sino, más bien, que su libertad expresiva es muy estimulante. Y como metáfora
simbólica recurrente siempre nos encontramos con el río Paraná que desembocará
en el Río de la Plata, en el ir y venir de los personajes entre Asunción, Santa
Fe y Buenos Aires. «Garay preparó otra salida al sur, buscando ese puerto donde
hubo una ciudad quemada, para volver a levantarla. Sacó hombres de Santa Fe y
se fue un día por el río tragahombres, más negro que nunca, río de las
congojas, enemigo del amor.» (pág. 37)
Leí El entenado de Juan José
Saer, Zama de Antonio Di Benedetto y
ahora leo Río de las congojas de
Libertad Demitrópulos. Tres obras magníficas, siendo, como dice Piglia ésta
última «la más pasional y la más lírica». Río
de las congojas es una delicia.
domingo, 1 de agosto de 2021
Adiós mariquita linda, por Pedro Lemebel
Adiós mariquita linda, de Pedro Lemebel
Editorial Mondadori. 191 páginas. 1ª edición de 2004; ésta es de 2006.
Ya comenté que había releído Tengo
miedo torero –reeditado recientemente por la nueva editorial Las afueras, la única novela que
escribió Pedro Lemebel (Santiago de
Chile, 1952 – 2015), después de unos quince años, y me que había vuelto a
gustar mucho. A continuación me apeteció seguir con él y tomé de mis
estanterías de libros por leer Adiós mariquita linda, que compré en
el verano de 2020 en una librería de segunda mano de Palma de Mallorca.
Adiós
mariquita linda es un libro en el que se reúnen treinta crónicas,
publicadas en su mayor parte en la revista chilena Clinic. Son textos muy apegados a la primera persona y a la
subjetividad personal, y la diferencia entre el concepto de «crónica» y
«autoficción» me parece, por tanto, muy difuso.
Las crónicas están agrupadas en
diferentes secciones. La primera se titula Pájaros que besan, y contiene cinco
narraciones sobre jóvenes que Lemebel conoce en la calle y que acaban siendo
sus amantes ocasionales. Lo primero que me llama la atención es que, aunque
estaba escrita en tercera persona, la novela Tengo miedo torero, situaba el punto de vista en el de la Loca del
Frente, un gay de edad que se enamora de un joven. En la relación que
establecen en esta novela, el joven es una persona culta y la Loca no lo es. En
estas crónicas existe un paralelismo con la novela, puesto que «la loca» mayor
se enamora de jóvenes que, en más de un caso, son heterosexuales; pero también
hay una clara diferencia: en el caso de las crónicas la persona culta es «la
loca» y los jóvenes suelen ser chicos de baja cultura, escapados a la capital
desde pueblos pobres del sur. Este sería el caso, por ejemplo, de «el Wilson»,
objeto de deseo en la primera crónica, la titulada precisamente El
Wilson. «Algo se podrá hacer, cualquier cosa, cualquier trabajo, todo
sea por unas monedas, porque no tengo dónde quedarme, y ahora estoy parado en
el Hogar de Cristo.», le dice el Wilson a Lemebel en su primer encuentro, tras
reconocerlo por la calle y preguntarle si él era el escritor que salió por la
tele. En estos textos, Lemebel es ya un escritor reconocido y que disfruta de
cierto prestigio social, aunque él parece desear un éxito más sexual que
económico y social y que, en gran medida, ese éxito sexual pertenece ya más a
su pasado que a su presente. Es habitual que los chicos a los que conoce en la
calle le acaben preguntando si los va a sacar en alguna de sus crónicas, y esta
parece ser una de sus aspiraciones.
«Escribe para dar a conocer, sin
remilgos ni temores; inventa, fantasea, exagera: entonces la crónica se
aproxima y se funde con la ficción.», dice la contraportada. Pero antes de
leerla, estaba ya pensando que estas crónicas no eran del todo realistas, o que
no tenían por qué serlo. Por ejemplo, en Se llamaba José, Lemebel denomina al
chico que conoce con el calificativo de «felino triste», un poco más adelante
sabremos que en su pueblo le apodaban «el Puma» y más tarde, tras visitar el
zoológico, Lemebel le contará al lector que su puma se ha escapado y vaga por
las calles de Santiago. El juego de paralelismos entre «el Puma» humano y el
del zoológico me parecía demasiado perfecto como para ser real, así que busqué
en internet la noticia sobre un ese puma escapado del zoológico, sin
encontrarla, como esperaba. Aquí ya me quedó claro que lo que leía podía ser
real o ficción y que Lemebel no daba demasiada importancia a esta división, que
lo que le interesaba era la coherencia interna de su texto narrativo.
Me ha hecho gracia que en Ojos
color amaranto, Lemebel conversa con un joven en la fiesta del Partido
Comunista, quien le espeta que hay un error en la escena final de Tengo miedo torero, puesto que desde
Laguna Verde no se ve Valparaíso, como afirmaba él en el libro que ocurría,
ante el disgusto del autor, quien, a pesar de esto, quiere quedar con el chico
para ir a Laguna Verde, comprobarlo y repetir el final de la novela.
La segunda parte se llama Matancero
errar, y las crónicas tratan sobre eventos literarios a los que Lemebel
es invitado. Lo que se narra aquí casi siempre tiene que ver con la incapacidad
del narrador para cumplir con las obligaciones a las que se ha comprometido
como autor, o bien porque le tira más la juerga y el deseo sexual o por
desavenencias políticas con las personas que le invitan. En este sentido es
divertido el texto Welcome, San Felipe, donde Lemebel y su amiga África Sound
viajan hasta un pueblo donde van a homenajear a Lemebel, pero éste se preocupa
cuando descubre que el alcalde es de derechas y, aunque se había prometido no
hacerlo, acabará montando un número en un restaurante en el que coinciden.
Imagino que esto será una exageración o una fantasía, pero, en cualquier caso,
resulta una narración estimulante y atractiva.
En Volando en el ala derecha
se narra un encuentro entre personas destacadas del régimen de Pinochet y
Lemebel en un aeropuerto. «Seré maricón pero no cargo en mi conciencia ningún
asesinato, pude decir con la voz estrangulada por el miedo. (…) Nunca después
de la dictadura me sentí tan desprotegido como en esa ocasión. Nunca más volví
a sentir el terror amargo que se experimentaba cuando ellos tenían el poder,
cuando a uno le podía pasar lo peor y nadie sabía, o a nadie le importaba.»
(pág. 57). De fondo, siempre existe en estas crónicas una crítica, directa o
indirecta, a la pasada dictadura pinochetista.
En Todo azul tiene un color,
el tono de las crónicas se vuelve más serio para relatar un viaje, como
escritor invitado, a Cuba. Especialmente conmovedoras son las páginas que dedica
a un joven que conoce, que es un pintor escapado de un sidario.
El tono más serio continúa en A
flor de boca, donde se recorren distintos paisajes de Latinoamérica,
como el Perú precolombino, y Lemebel se reivindica como descendiente de nativos
americanos.
Chalaco Amor (Sinopsis de novela) es el texto
más extenso del conjunto, y en él Lemebel evoca ‒ante un nuevo chico que ha
conocido en la calle‒ un viaje del pasado por Perú, a la gente que conoció en
él y las aventuras que vivió entonces. En Bésame otra vez, forastero, que
sería la siguiente parte del libro, Lemebel muestra fotos tomadas en los viajes
de las crónicas anteriores, y dibujos que pintaba entonces.
Luego sigue la parte de las Cartas,
donde Lemebel conversa con diferentes personas, algunas ya muertas.
La última parte, Adiós
mariquita linda, reúne diversas crónicas que tienen un poco de todos
los elementos anteriores. Destacaría el texto Un poquito de pintura para Bosé,
donde se habla sobre un desencuentro con el cantante español, que acaba siendo
divertido, y El asalto a los chinos gay, donde Lemebel relata el atraco que
él y unas amigas sufrieron en un restaurante.
Lemebel en más de una ocasión busca
epatar al lector, y elige la descripción de momentos feístas en sus crónicas.
De este modo, empieza una tomando el teléfono «sentado en el trono», y contesta
«con el mojón colgando». En otras ocasiones, se quiere epatar más desde un
punto de vista sexual, como la ocasión de madrugada en la que borracho, Lemebel
acaba masturbando a un perro. Como ocurría con el protagonista de Tengo miedo torero, Lemebel a veces
habla de sí mismo en femenino y a veces en masculino.
En cualquier caso, el lenguaje es
muy rico y exuberante, convirtiéndose en uno de los protagonistas de estas
crónicas. Destaco esta construcción: usar un nombre como adjetivo. Dejo aquí
algunos ejemplos: «agua chocolate», «noche jungla» o «calle dictadura».
Después de acabar Tengo miedo torero, me ha gustado volver
a encontrarme con el humor, la ternura y el pensamiento político de Pedro
Lemebel, en Adiós mariquita linda, un
libro de textos que al final acaban leyéndose casi como los distintos capítulos
de una novela, hermanados por la misma voz narrativa.