Terminé el viernes pasado de corregir las galeradas de mi novela Acantilados de Howth, y mandé la copia a Baile del Sol. Espero que no se pierda por el camino y pueda por fin ver alguno de mis libros en papel antes de que el e-book arrase con todo esto. Finalizada esta operación he retomado el libro de poemas que tenía por acabar. Un mes sin acercarme a él ha hecho que pueda ver lo que llevo con más perspectiva y sea más fácil su corrección.
Como ahora estoy con La grande de Saer, que sobrepasa las 400 páginas, y al menos necesitaré unos cuantos días más para acabarlo y hacer la reseña, me apetece colgar un poema propio (hace tiempo que no lo hago). He elegido el que da título al libro de El calvo del Sonora. Hace dos fines de semana me preguntaron por el significado del título. Realmente es casi una broma entre amigos. Éste fue el primero que escribí para ese poemario y, en cierto modo, marcó su tono narrativo y de poemas extensos.
En la foto se ve el local que hace más de una década fue el Sonora.
Me gusta pensar que el poema está influenciado por Juan Luis Panero.
Como ahora estoy con La grande de Saer, que sobrepasa las 400 páginas, y al menos necesitaré unos cuantos días más para acabarlo y hacer la reseña, me apetece colgar un poema propio (hace tiempo que no lo hago). He elegido el que da título al libro de El calvo del Sonora. Hace dos fines de semana me preguntaron por el significado del título. Realmente es casi una broma entre amigos. Éste fue el primero que escribí para ese poemario y, en cierto modo, marcó su tono narrativo y de poemas extensos.
En la foto se ve el local que hace más de una década fue el Sonora.
Me gusta pensar que el poema está influenciado por Juan Luis Panero.
EL CALVO DEL SONORA
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.
Jorge Teillier
Mecido por el oleaje de la música y la batuta
de una copa en la mano, se acercaba
a las chicas. A su alrededor bailaba, y ellas,
a veces, le seguían brevemente el juego.
Al inclinarse sobre sus oídos los rechazos
no le hacían mella, no cambiaba el compás
ni el semblante, sostenido en el ritmo,
imperturbable a su inmóvil derrota, bailaba.
Siempre iba solo, siempre estaba borracho,
entraba en aquel único pub: el Sonora.
En el andén de Atocha, sólo un día le vi
en otra parte, como yo, esperaba el tren, al fin
sobrio –chándal y bolsa de deporte, escapado
del presidio de cualquier polígono industrial-.
Tras sentarse, su mirada hundida se dispersó
por las paredes de márgenes secos del vagón.
Tal vez, nuestro Tony Manero de los suburbios,
el Calvo del Sonora, soñase ya en ese instante
con su particular fiebre del sábado noche,
embebido de turbios escenarios propicios:
tequilas y cactus, desierto y mariachis.
Pasaba de los treinta y nosotros no alcanzábamos
los veinte. Nos sonreíamos observándole,
espectadores cruentos de sus bailes sin pareja.
Siempre estaba solo, siempre iba borracho.
Había algo patético en él y también, pienso
ahora, algo poderoso como el hierro ardiente
de la vida. Nos sonreíamos divertidos, pero,
quizás –inconfesable, subterráneo- temerosos
ya del paso del tiempo y los destinos posibles.
Fundido, otra figura más, en el mural
de folclore mexicano del Sonora y el rebullir
de aquellos días inciertos (porque yo también
tuve veinte años…) le recuerdo esta noche
como una terca imagen del fracaso, pero,
porque así lo quiere el tiempo y la memoria,
irrumpe en mí además como un icono
de cierta voluntad temeraria –boxeador
sonado que sigue en pie con las costillas
rotas-, ensalzado al fin por todas las ocasiones
en que la vida nos obligó más tarde
a nosotros, que aún podíamos comernos
el mundo, a tener que ser, persistentes
y en vano, iguales al Calvo del Sonora.