Ya he hablado en el blog de los dos libros de cuentos de Marcelo Lillo (Chile, 1963) que se han publicado en España: El fumador y otros relatos (Caballo de Troya, 2008) y Cazadores (Mondadori, 2010), que reunía todas las cuentos del libro anterior más una amplia selección de su segundo libro publicado en Chile, Gente que baila sola (Chile, 2009); y ya he escrito que ese libro, Cazadores, es un conjunto de relatos que debería entusiasmar a cualquier aficionado al género en España (o al menos, concretando más, a los aficionados al relato de corte norteamericano: admiradores de Raymond Carver, principalmente). Pero Marcelo Lillo es un autor hispanoamericano no afincado en España, que no se prodiga en actos públicos ni en Internet, y sus estupendos relatos han pasado de forma casi desapercibida en nuestro país. Lo que conduce a que Mondadori España se lo piense mucho (tanto como para no hacerlo) a la hora de lanzar aquí su primera novela publicada en Mondadori Chile: Este libro vale un cadáver.
En realidad yo estaba esperando a que Mondadori se decidiera a publicar en España las dos novelas de Mario Levrero que ha reeditado para Sudamérica y que no han llegado al mercado español: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del ciempiés; y al observar que estas novelas si están disponibles en Chile (al igual que en Argentina y Uruguay), harto de esperar, le escribí un correo a mi amigo chileno Leandro Hernández para ver si podía recibir mi dinero, comprarlas y enviármelas. Para aprovechar, uní al lote Este libro vale un cadáver de Lillo y algún libro de poesía, que la editorial de Santiago de Chile Das Kapital ha tenido la amabilidad de regalarme. Recibir en pocas semanas este paquete trasatlántico fue una grata sorpresa de fin de año.
Este libro vale un cadáver está narrada en primera persona, una primera persona adulta (un varón de 50 años) que posa su mirada descreída y cansada, y a menudo también triste, sobre su entorno; un narrador muy similar al que ya conocía de la mayoría de los cuentos de Lillo.
La tensión narrativa de la novela comienza desde la primera frase: “En la madrugada sonó mi teléfono dos veces: primero escuché una risa nerviosa y después un grito seguido de un gimoteo sin fin, de una mujer que parecía estar sufriendo demasiado para continuar viviendo o de alguien que ya había terminado de vivir.” (pág. 7).
El narrador recibe, en esta primera página, la noticia de la muerte de su hijo de 22 años: se ha suicidado cortándose las venas en la casa de su novia.
Si, como hablé en la entrada anterior, el motivo generador de Los hermanos Karamazov de Fiódor Dostoyevski podía ser la frase “¿Quién no ha querido alguna vez matar a su padre”, Marcelo Lillo escribe en la página 15 de su novela: “Todavía no conozco a un padre que no quiera asesinar a sus hijos cuando estos han crecido y no se dejan enseñar.”
Lo más interesante del libro son los planteamientos mentales del narrador al negarse a sufrir por el suicidio del hijo, el intento de evitar que el hijo le traslade su fracaso. En la página 65, en un diálogo con otro personaje, el narrador afirma: “Los hijos que han crecido y quieren ser amargos lo son de verdad, ojalá que nunca lo compruebes. Te harán daño si eso está en su plan, querrán verte sufrir porque ellos se sentirán traicionados por cualquier motivo, y lo peor: harán lo que esté a su alcance para traspasarte su fracaso.”
El estilo del Lillo novelista concuerda en gran parte con el del Lillo cuentista: además de ese habitual personaje descreído, del que ya he hablado, usa frases escuetas, secas, y los estados de ánimo se transmiten gracias a la mirada que el narrador posa sobre los objetos o gracias a las descripciones del tiempo medioambiental; que en este libro sería un invierno frío, oscuro y neblinoso.
Pero Lillo ha hecho un añadido estilístico a su prosa al pasar de cuentista a novelista que no ha acabado de convencerme. Si recuerdo, por ejemplo, el primer cuento de Cazadores, Hielo, en él también se describe cómo la muerte de un familiar (en este caso la de la madre del narrador) afecta a los seres cercanos, y en este cuento el protagonista describe olores, ropas… y las acciones técnicas en torno a la muerte (hablar con funerarios, curas…), como se hace en Este libro vale un cadáver (hablar sobre cremaciones, cementerios…), pero en Hielo se elude cualquier apreciación sentimental acerca de la enfermedad y desaparición de la madre: la descripción fría de los acontecimientos crea una atmósfera narrativa que envuelve al lector y crea una empatía con él, gracias a su halo de sugerimiento.
Lillo vuelve a hacer esto en su novela, pero añade un nuevo tipo de párrafos: las reflexiones generales sobre la muerte a través del planteamiento de preguntas retóricas; por ejemplo: “¿Es la obligación de un padre amar a su hijo? Magnífica pregunta, aunque perfectamente podría haber comenzado con esta otra: ¿qué es un hijo? (pág. 25); o “¿Qué es lo que estoy haciendo?, me pregunté de pronto, y me respondí sin dudar: es compartir una pérdida, es sentir la cercanía de otro aunque ese otro no nos haya sido presentado jamás. (pág. 56). Y es aquí, a mi entender, cuando la narración sufre un envaramiento, cuando la prosa deja de ser sutil para no conseguir despegar del lugar común; algo que vuelve a ocurrir, por ejemplo, en las reflexiones del narrador en la página 79: “Porque a eso iba, ni más ni menos, a traerme una respuesta que iluminara mi entendimiento y me hiciera saber por qué sufren los hombres o por qué deben sufrir… ¡Por qué soportar tanto castigo! ¿Qué permanece más allá de desaparecer, del fin de la corrupción corporal, la culminación de una enfermedad, un accidente o un crimen o una casualidad?”
Un problema similar al descrito aqueja a algunos de los diálogos de la novela, su tendencia a las frases metafísicas o filosóficas restan naturalidad a los personajes, de los que el lector, suponiéndoles dolor y un estado de shock, no se imagina este tipo de discurso tan cerebral.
En otras palabras, la novela gana cuando Lillo nos habla de sus personajes, de sus historias únicas, de su concreción individual, y se vuelve más ampulosa y menos sutil cuando busca la explicación metafísica de lo general, dejando momentáneamente de lado a los personajes creados.
En este sentido me ha gustado bastante el capítulo 11 (pág. 89-101), donde se habla de la relación del narrador con su ex mujer, la madre del hijo muerto: aquí se dan algunas de las claves para entender el drama, con el trasfondo político de las últimas décadas del siglo XX en Chile. Al oxigenar la carga metafísica del texto y hablar de las relaciones que han surgido entre los personajes, la fuerza de la novela se acerca a la prosa ajustada y aguda de los relatos. Asimismo me ha gustado también el cierre, donde se relata el encuentro del protagonista con una mujer mayor, y la muerte del hijo suicida se convierte en una metáfora de la muerte de muchos hijos unas décadas antes a manos de los militares de Pinochet.
Hay un párrafo en la página 49 que me descolocó bastante, ya que hasta entonces yo pensaba que la novela reflejaba los estados de ánimo y los discursos interiores del protagonista, pero en esta página recibimos esta información: “¡Bravo!, he hallado la expresión exacta y como premio debería finalizar el capítulo, el libro y comenzar otra novela.” ¿Es una novela lo que escribe el protagonista?
La temática elegida por Marcelo Lillo para su primera novela publicada me ha parecido valiente y ambiciosa, y quizás el lastre de su obra haya sido precisamente un exceso de ambición, el afán totalizador y explicativo sobre un temática tantas veces tratada por la filosofía o la religión, que hubiera necesitado, para ganar en altura, un tratamiento más cercano a la sutilidad del detalle minúsculo de sus mejores relatos, como Hielo, El fumador o La felicidad.
Espero que las obras publicadas de Marcelo Lillo sigan creciendo en número y en calidad y que en el futuro podamos disfrutar de ellas en España.