Editorial El Andariego. 124
páginas. 1ª edición de 1994, ésta de 2007.
El pasado 23 de mayo –el día de
mi cumpleaños–, tras salir del trabajo, me apeteció hacerme un regalo: por
supuesto, iban a ser libros. Además, ese día descubrí que pasa un autobús cerca
de mi casa que me deja en la puerta de la librería
Juan Rulfo en Moncloa, especializada en libros hispanoamericanos (su página
web AQUÍ). Semanas antes había visto en esa web que tenían un libro de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, 1947) que
no se comercializa habitualmente en España. No estaba en los anaqueles:
tuvieron que buscarlo en el almacén.
Hace unos meses ya comenté en el
blog el libro Dos mujeres de Gandolfo (ver AQUÍ), publicado en Argentina en
1992 y en España en 2011 –casi 20 incomprensibles años después– por la editorial Periférica. Me interesó
Gandolfo y lo busqué en Iberlibro. Encontré estos Ferrocarriles Argentinos
que fueron publicados por Alfaguara
Argentina en 1994, y reeditados allá en el 2007 por la pequeña editorial El Andariego, con una tirada de 1.000
ejemplares.
Sé que me atraen estas pequeñas
historias de escritores semisecretos, esta búsqueda de libros que tienden a la
desaparición, y que suelo privilegiar su lectura por encima de otros de tal vez
mayor calidad y difusión comercial, y sé que esto puede ser sólo una sugestión
debida a la sensación de exclusividad que me proporcionan. Pero en este caso
estoy convencido de que es realmente extraño –y sangrante– que la obra de un
escritor de la talla de Elvio E. Gandolfo –desarrollada en gran parte en los
años 80 y 90 del siglo XX– no se haya publicado más que tímidamente en España
hasta 2011, porque me está pareciendo un escritor original, arriesgado, con
afán exploratorio, subyugante.
Cuando estaba leyendo el libro,
hice algo que no es muy recomendable si escribes un blog de reseñas literarias:
busqué y leí algunas otras reseñas sobre Ferrocarriles
argentinos. Encontré una estupenda, escrita por Hernán Lakner, en un blog llamado El interpretador (ver AQUÍ). En ella Lakner habla de la mezcla de
géneros a la que juega Gandolfo, de la ruptura de los códigos de esta
literatura para llega a “otra cosa”.
El cuento que abre el libro, La
oscuridad bajo la mesa, es un cuento costumbrista –un oficinista
regresa antes de la hora esperada a su casa y descubre a su mujer siéndole
infiel–, pero que también tiene un toque expresionista –la escena parece dominada
por un halo de irrealidad–. Y en esa mujer que pierde sus rasgos cotidianos,
gracias a la extrañeza del sexo desenfrenado, podríamos encontrar una relación
con la amenaza misógina que ya comenté al hablar de los personajes femeninos de
Dos mujeres.
No es una línea recta,
donde el mundo de los adultos se trastoca ante la aparición de unos extraños
juguetes, es quizás el más claramente fantástico (de corte kafkiano) del
conjunto. En éste, como en todos los otros cuentos, me parece relevante cómo
Gandolfo siempre parte del detalle cotidiano para transformar la realidad.
Los dos relatos más extensos me
han parecido los mejores del libro:
Un error de Ludeña es un
policiaco clásico, con personaje solitario y frío; pero tal vez podría tratarse
también de un cuento político, ya que no acabamos de averiguar si la banda que
contrata a Ludeña, como conductor en una fuga, es una banda de criminales o de
revolucionarios.
Llano de sol es un relato
de ciencia-ficción, pero no de una ciencia-ficción tecnológica, sino de un futurismo
decadente: el solitario empleado de una central eléctrica, en un momento
histórico en el que Argentina se ha partido en diversos estados, donde el
Obelisco de Buenos Aires –símbolo nacional– fue derribado al final de la guerra
civil que asoló al país, tiene que asumir la derrota de un amor escasamente
correspondido.
Sobre este último relato he
podido percibir la influencia beneficiosa de Philip K. Dick (a quien Gandolfo ha traducido al español).
A este último autor californiano
también interpela el relato El terrón disolvente: “Lo que me
dijo Fiambretta era totalmente demencial. Que nosotros, Cañada de Gómez, Buenos
Aires, el bar de Callao y hasta las películas, no existían. Que vivíamos
engañados, drogados (…) todos aquí nacemos con una especie de LSD que se nos
asienta en los receptores de serotonina en el momento de nacer” (pág. 104).
Este párrafo es Dick puro.
Me ha desconcertado el cuento Andante,
ya que empieza siendo un relato costumbrista, sobre un hombre que acude a un
cine nocturno, y yo esperaba que ese realismo se quebrara en algún momento. Lo
extraño de este cuento ha sido que empieza siendo realista y también acaba así,
¿y entonces…?
El bulto del casino es un
cuento fantástico al más puro estilo Julio
Cortázar, sobre sueños que se mezclan con realidades. En este cuento me ha
parecido detectar, como ya me ocurrió con Dos
mujeres, la influencia de H. P.
Lovecraft. Cuando Gandolfo escribió el párrafo que voy a reproducir estoy
seguro que estaba pensando en el autor de Providence: “Aun cuando en el sueño
caminara sobre la vereda opuesta, lo hacía pegado a la pared, como esperando
que algo innominado y oscuro rompiera la costra y saltara sobre mí” (pág. 87).
Destacaría también el realismo
del último cuento, el que da título al libro, sobre alguien que quiso ser
escritor y que nunca escribió: una triste evocación de la dictadura.
Me ha gustado la reflexión que
Hernán Lakner hace sobre la figura del “lector salvaje” en su entrada del blog
citado, cuya lectura vuelvo a recomendar.
Elvio E. Gandolfo es un escritor
marginal, pero no por falta de talento, sino porque sus obras son difíciles de
ubicar; su libros –especulo– pueden poner en un aprieto al posible editor o
lector que se atreva con ellos.
De hecho, es posible que el
problema de Gandolfo sea el contrario al de la falta de talento: explora
territorios nuevos, juega a su antojo con los géneros, toma elementos de la
baja cultura y los eleva hacia otros ámbitos, abriendo caminos no trillados.
Esta semana le he escrito un correo a Julián
Rodríguez, el editor de Periférica –tenía su e-mail del Encuentro de blogs
literarios-, para preguntarle si tras lanzarse con Dos mujeres, tienen pensado publicar algún libro más de Gandolfo, y él amablemente me ha contestado diciendo que sí, que piensan publicar alguna más de sus obras, pero no me ha adelantado ningún título.
Mientras tanto ya he comprado un
tercer libro de Gandolfo, Sin creer en nada, editado en
Argentina en 1988, y cuya adquisición me llevó al patio interior de un
edificio, a un almacén en el bajo, y a un librero argentino con el que tenía
que quedar a una hora concreta, porque no está siempre allí, y lo mejor: a una
conversación de una hora y diez minutos con el librero, básicamente, sobre la
decadencia de Occidente. Ya hablaré de esto.