domingo, 29 de julio de 2018

Mi enemigo mortal, por Willa Carter


Editorial Alba. 124 páginas. 1ª edición de 1926; ésta es de 1999.
Traducción de Gema Moral Bartolomé.

Calculé mal. Una mañana, en el autobús que me acerca al colegio donde trabajo, terminé un libro y no había tomado de mis estanterías otro para después. Además, a media mañana tuve que afrontar un cambio de planes, y por la tarde tendría que regresar a mi casa en un largo trayecto en metro sin libro. Este tipo de situaciones me general una angustia que imagino similar a la del fumador compulsivo, de repente, privado del tabaco. Para solucionarlo, durante el recreo me pasé por la biblioteca del colegio y revisé sus estanterías. Desde hacía tiempo, tenía en mente leer Mi enemigo mortal de Willa Cather (Winchester, Virginia, 1876 – Nueva York, 1947) en la bonita edición de la editorial Alba. Allí estaba esperándome.

De Cather había leído el cuento largo El caso de Paul, en la fabulosa Antología del cuento norteamericano, elaborada por Richard Ford. Como casi todos los de este libro, El caso de Paul era un gran cuento.

La narradora de Mi enemigo mortal es Nellie, pero la verdadera protagonista  de la obra es Myra Henshawe. Cather construye esta novela usando la técnica del «narrador testigo». Las dos mujeres, Nellie y Myra, proceden del mismo pueblo, Parthia, en el sur de Illinois. Nellie le da a entender al lector que Parthia es un lugar tradicional y aburrido y que sólo la explosiva Myra consiguió romper con su atonía. La primera frase del libro es ésta: «Conocí a Myra Henshawe cuando tenía quince años, pero recordaba haber oído hablar de ella desde que tenía uso de razón.», y un poco más abajo, en la misma página: «En su juventud, Myra había sido la figura más brillante y atractiva dentro de su círculo de amigos, y había tenido una vida tan emocionante y variopinta como monótona era la nuestra.»
La novela está dividida en dos partes. La primera comienza cuando la narradora tiene quince años y va a conocer, por primera vez, a Myra, una amiga de su tía Lydia, de la que ha oído hablar mucho, y que regresa a su pueblo después de una ausencia de muchos años. Myra era huérfana y había crecido en Parthia con su tío abuelo John Driscoll. La casa en la que viven la mejor propiedad del pueblo. La joven Myra se enamora de Oswald Henshawe, hijo de un hombre al que el tío abuelo detesta y se opondrá a la relación. Oswald emigra a Nueva York para tratar de hacerse con una posición y pedir matrimonio a Myra. El tío abuelo John pondrá ante Myra esta disyuntiva: si no se casa con Oswald heredará las tres cuartas partes de su fortuna, pero si lo hace la borrará de su testamento.
Myra elige casarte con Oswald y huir a Nueva York para vivir una nueva vida. Esta es una historia que la joven Myra, nuestra narradora, ha escuchado contar en muchas ocasiones.

«—Pero han sido felices, ¿no? —le preguntaba yo algunas veces.
—¿Felices? ¡Oh, sí! Como la mayoría.
Aquella respuesta resultaba descorazonadora; lo que realmente importaba de su historia era que tenían que ser mucho más felices que otras personas.»

Quizás este párrafo de la página 27 condense el núcleo narrativo de la novela. Para la joven Nellie, Myra es una mujer legendaria, alguien que, bajo su inocente mirada juvenil, encarna los ideales románticos. Como ya he comentado, la novela comienza cuando Myra vuelve al pueblo y Nellie puede conocerla, poco después ella y su tía Lydia irán a visitar a Myra y a Oswald a Nueva York. Una Myra de cuarenta y cinco años –lejos ya de aquellos veinte legendarios en los que renunció a una fortuna por el amor– resulta en persona desconcertante para Nellie. Por un lado, le parece alguien de gran personalidad y carisma y por otro la Myra adulta le da también la impresión de ser una persona caprichosa e infantil.

La segunda parte del libro empieza diez años después. Nellie tiene ya veinticinco años. «Las cosas nos habían ido mal a mi familia y a mí», leemos en la página 71. Si la primera parte transcurría entre el sur de Illinois (el Medio Oeste) y, sobre todo, Nueva York, en esta segunda parte nos trasladamos a una ciudad de la costa Oeste. Nellie ha empezado a dar clases en una universidad de dudosa reputación y, por casualidad, volverá a encontrarse con Myra y Oswald, quienes se alojan en su mismo hotel. Los negocios no fueron bien para Oswald y el matrimonio ha perdido la buena posición de la que llegó a gozar en Nueva York. La novela se publicó en 1926, pero en algún momento tenía la impresión de estar leyendo una historia de los «felices 20», durante la primera parte, y de la «Gran Depresión» en la segunda.

Oswald tiene un mal trabajo y Myra está enferma y debe desplazarse en una silla de ruedas. Nellie comenzará a frecuentar la casa de los Henshawe, y Myra le hará más de una confesión comprometida.

Willa Cather, llegados a este punto de la novela, podía haber hecho que Nellie, su narradora, emitierá para el lector algún juicio de valor sobre sus impresiones acerca de Myra. Pero si hubiera hecho esto, su novela corta hubiera sido mucho menos sutil de lo que es. Cather dejará para el lector la tarea de tratar de desentrañar los pensamientos de la escurridiza Nellie sobre Myra, la verdadera protagonista del libro, ya que cuando acabe la novela le habrá dado muy escasos datos sobre su vida (¿tiene una pareja?, ¿ha vivido alguna experiencia traumática que ha hecho que no la tenga?). Unos pensamientos que, sin desentrañar más el argumento, apuntaremos que posiblemente tengan que ver con una mirada más clara y desencantada sobre el mundo de los adultos a los veinticinco años, que la que Nellie tenía a los quince. Esta novela parecía que no hablaba de Nellie, pero en el fondo sí que lo estaba haciendo, marcando el paso hacia la vida adulta de la narradora.

Mi enemigo mortal es una novela corta, pero esto no impide que se concentren en ella los dibujos de muchas escenas significativas, precisas y sutiles. «Mirada jamesiana», leemos en la contraportada del libro y sí, estoy de acuerdo. Los velos de la novela contribuyen a que se expandan sus ecos.

El gran Gatsby de Scott Fitzgerald se publicó en 1925, un año antes que Mi enemigo mortal, y tengo la impresión de que Cather la había leído y de que fue una influencia para ella al escribir esta obra.

Recuerdo que cuando leí la Antología del cuento norteamericano de Richard Ford me deslumbraron muchos de los cuentos que encontré en ella, y sobre todo recuerdo la buena impresión que me causaron los que estaban escritos entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Esta antología siempre me pareció una guía muy válida para indagar con mayor profundidad en la narrativa norteamericana. Gracias a ella, conocí a Willa Cather y me he acercado ahora a esta novela corta. Entro en la web de la editorial Alba y veo que han publicado de ella cuatro novelas más y un volumen con sus libros de cuentos. Seguro que volveré a Willa Cather. Mi enemigo mortal es una gran novela corta.

domingo, 22 de julio de 2018

El escarabajo, por Richard Marsh



Editorial Valdemar. 418 páginas. Primera edición de 1897, esta de 2018.
Traducción de Marta Lila Murillo.
Prólogo de Jesús Palacios.

Ya he comentado alguna vez que cuando se aproxima el verano –y el fin del curso académico– me apetece leer literatura de terror o ciencia-ficción, los géneros con los que crecí. Creo que, aunque ahora soy profesor y no alumno, el fin de curso me hace viajar en el tiempo hasta la época de la despreocupación del verano adolescente. Es sobre todo entonces cuando entro en webs de editoriales como Valdemar. Me había fijado últimamente en la publicación de la novela El escarabajo del escritor inglés Richard Marsh (Londres, 1857-Sussex, 1915). Marsh es un escritor de novelas populares que desarrolló su carrera entre el siglo XIX y el XX. Su libro más famoso es El escarabajo, que se publicó el mismo año que Drácula de Bram Stoker. Durante bastante tiempo, El escarabajo se vendió más que Drácula e, incluso, recibió mejores críticas literarias. Sin embargo, en la década de 1960 el libro deja de publicarse en Gran Bretaña y empieza a caer en el olvido. En el mundo anglosajón se rescató a principios del siglo XXI y, ahora, la editorial Valdemar lo publica por primera vez en España.

Me había intercambiado algún mensaje por Facebook con Rafael Díaz Santander, uno de los editores de Valdemar, y le escribí para proponerle el envío de la novela con el propósito de hacerle una reseña en la revista Eñe. A Díaz Santander le pareció bien; poco después de que la novela llegara a mi nueva casa empecé a leerla, dejándome para el final el prólogo del siempre impagable Jesús Palacios.

El escarabajo está dividido en cuatro partes. Cada una de ellas tiene un narrador diferente. La novela se publicó inicialmente por entregas, y eso provoca que cada uno de sus capítulos termine con la técnica del «cliffhanger»; es decir, en un momento de fuerte tensión narrativa.

La primera parte se titula La casa con la ventana abierta y la narra Robert Holt, un oficinista inglés que está pasando por sus horas más bajas. Holt perdió el trabajo, hace días que no come y, en la primera página de la novela, le encontramos en plena noche de tormenta llamando a la puerta de un albergue de pobres para dormir. Para colmo de males, en el albergue no le dejarán entrar y será arrojado a la cruda noche. En su deambular llega a una casa solitaria con una ventana abierta. Tras dudar, acabará allanando la vivienda para protegerse de la intemperie. Hasta aquí nos encontramos con una novela al más puro estilo Charles Dickens, una crítica a la situación social de los más desfavorecidos en la gran metrópoli. Sin embargo, el cariz de la narración no tardará en cambiar, puesto que la casa solitaria no está deshabitada y Holt tendrá que enfrentarse a un extraño personaje, al que más adelante se le llamará «el Árabe», y que durante la mayoría de las páginas de la novela será de edad y sexo indefinidos. En esta parte de la narración los elementos terroríficos comienzan a acumularse: «Noté que la criatura comenzaba a ascender por mis piernas, a trepar por mi cuerpo (…). Daba la sensación de ser algún tipo de araña gigante… una araña de pesadilla; la reencarnación monstruosa de una visión aterradora» (pág. 46). También se puede constatar aquí la presencia de algunos elementos góticos: por ejemplo, cuando «el Árabe» pronuncia las palabras «el escarabajo», la luz de las habitaciones suele apagarse y dejar a los personajes a oscuras. La criatura infernal, todavía bastante indefinida, puede manejar la voluntad de Holt, hasta el punto de conducir su cuerpo a la casa de un político –llamado Paul Lessingham– con la intención de que robe unas cartas que parecen ser de su interés.

La segunda parte se titula El hombre hechizado y está narrada por Sydney Atherton, un inventor inglés de clase alta, arrogante y atractivo para las mujeres. En esta parte, la novela se sirve de recursos propios del folletín amoroso de la época. Atherton se declara a Marjorie Lindon, su amiga de la infancia, que a su vez está enamorada y comprometida con Paul Lessingham, el político al que la criatura de la primera parte quiere arrebatarle sus cartas a través de Holt. Como suele ocurrir en los folletines (me estoy acordando de mi lectura del verano de 2017, La hija de Jezabel de Wilkie Collins), en El escarabajo nos encontramos con más de una casualidad inverosímil y algún detalle de puro vodevil, como por ejemplo un personaje que se esconde tras un biombo para escuchar una conversación ajena. En realidad, gran parte del encanto de los folletines, o de la literatura de género, consiste en encontrarnos con estas casualidades, exageraciones, «cliffhangers» delirantes, y seguir leyendo con una sonrisa.

La verdad es que la de Atherton me ha parecido la voz narrativa menos interesante de las cuatro propuestas. Me acababa cargando su arrogancia y su machismo trasnochado. Después de escuchar a Marjorie, por ejemplo, anota: «Sabía que, de todas las mujeres jóvenes, era la menos histérica y poco proclive a ser presa de simples delirios» (pág. 202). Aunque eso sí, hay un punto muy destacado en su narración: cuando le muestra uno de sus inventos a un invitado, una máquina de destrucción masiva por medio de un gas letal. Es decir, está prefigurando, unos veinte años antes, la violencia química de la Primera Guerra Mundial, y la escena resulta sobrecogedora.

La tercera parte se titula El terror de la noche y el terror del día y está narrada por Marjorie Lindon. Creo que la novela gana a partir de aquí; la tercera y la cuarta parte me parecen más conseguidas que las dos anteriores. Marsh ya tiene más claro hacia dónde se dirige y todo fluye con mayor naturalidad. Me gusta la voz narrativa de Lindon, una mujer fuerte y aventurera, adelantada a su tiempo.

Como El escarabajo se publicó como novela por entregas, además de los «cliffhangers» comentados también se da otro recurso propio de este tipo de publicaciones: a veces se repiten acontecimientos ya narrados a modo de sumario (imagino que para un lector que se incorpora tarde a las entregas o que se ha perdido algunas), pero que quedan perfectamente justificados en la narración, porque dichos acontecimientos se cuentan desde la perspectiva de un nuevo narrador.

La cuarta parte se titula A la caza y está narrada por Augustus Champnell, un detective privado muy al estilo de Sherlock Holmes, el famoso personaje de Arthur Conan Doyle. De esta parte, me gusta cuando el político Paul Lessingham nos cuenta (su narración está recogida en los escritos de Champnell) las aventuras de su pasado en Oriente, que es uno de los misterios que mueven la trama. Como indica el nombre de esta cuarta parte, los personajes principales de la novela, con la ayuda del detective privado, tratan de dar caza a la criatura de edad indefinida, el ser diabólico que puede convertirse en escarabajo y que amenaza la paz metropolitana de Londres.

He anotado varios comentarios de El escarabajo que nos hacen pensar en una mirada racista (o colonial) sobre los países orientales ­­–en este caso Egipto–, lugares peligrosos que sólo pueden traer la desgracia y el horror para los occidentales (o los británicos), comentarios como: «Lugares como el que había descrito abundan en El Cairo de hoy en día, y son muchos los ingleses que han penetrado en ellos pagando un alto precio» (pág. 303); o bien la casera de la casa en la que se alojaba «el Árabe», que se refiere a él como un «sucio extranjero» (pág. 352); o bien «Los orientales nos dejan muy atrás. Si su civilización es lo que nos complacemos en denominar muerta, sus hechizos (cuando uno llega a conocerlos) ¡están bien vivos!» (pág. 337).
En el prólogo, Jesús Palacios cita a Minna Vuohelainen, la estudiosa moderna que ha rescatado la figura de Marsh, y habla de «mala conciencia colonial» para referirse a ese miedo a Oriente y a las muestras de xenofobia.

Palacios reivindica al monstruo que aparece en El escarabajo como «un monstruo insolentemente moderno, que pareciera más propio de las páginas de Clive Barker, del universo del primer David Cronenberg o del bestiario multiforme de Brian Yuzna que de un folletín gótico victoriano, cuyo poder de mutabilidad y penetración convierte las veleidades bisexuales y homoeróticas del Conde Drácula en un juego de niños» (pág. 25).

Hace al menos una década leí Drácula de Bram Stoker, precisamente en la edición de Valdemar, y es cierto, como se apunta en el prólogo, que Drácula y El escarabajo tienen más de un elemento en común, con su escritura, en gran parte, en forma de diario, con su monstruo ancestral que rompe la paz londinense y con sus juegos eróticos. A mí me gusta más Drácula, que me parece una gran novela, pero me uno a lo que dice Palacios sobre El escarabajo: «Supone uno de los últimos grandes clásicos del Gótico victoriano por rescatar. Un clásico todo lo menor que se quiera, con sus defectos y virtudes, pero que merece de sobra pasar por fin a formar parte de la selecta galería de monstruos y villanos que señalaron el cambio del siglo XIX al XX» (pág. 27).

El escarabajo es lo que yo entiendo como una divertida lectura de verano.

domingo, 15 de julio de 2018

El dolor de los demás, por Miguel Ángel Hernández.


Editorial Anagrama. 305 páginas. 1ª edición de 2018.

Me fijé en Intento de escapada –la primera novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977)– cuando apareció en la editorial Anagrama en 2013, así como en la segunda, El instante de peligro (Anagrama, 2015). He coincidido con Hernández en la revista Eñe durante un año. Allí sacaba mis reseñas los martes y él mantenía una bitácora los miércoles. Nos hemos cruzado por internet y una vez en persona, cuando estuve sentado con él en una terraza de la Feria del Libro de Madrid con otros escritores, pero no llegamos a hablar. Hernández era para mí, hasta ahora, uno de los nuevos escritores que publican en las grandes editoriales que, durante el último lustro, he barajado leer, pero que no lo había hecho. Se juntan dos cosas: que los escritores nuevos que me apetece leer son muchos y que continúa mi lucha interna para acercarme a menos novedades y buscar con más profusión a los clásicos. Sin embargo, cuando empecé a leer comentarios sobre la tercera novela en Anagrama de Miguel Ángel Hernández, El dolor de los demás, me apeteció leerla. El dolor de los demás es una novela de no ficción y a mí me ronda la cabeza, desde hace tiempo, la idea de escribir un libro así. Decidí pedir el libro al departamento de prensa de Anagrama, que me lo envió muy amablemente. Me llegó un lunes y así me dio tiempo a acudir el viernes a la librería La Central, donde lo iba a presentar el escritor Sergio del Molino, otro de los escritores jóvenes que escribe novelas de no ficción. Hernández me firmó mi libro y pudimos, al fin, charlar un rato durante esa noche. Me pareció una persona muy afable.

«Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco» (pág. 16) es una frase que Hernández ha repetido muchas veces, una frase que se va a convertir para el lector en el lema central de esta novela, en la esencia de un drama en el que el autor se vio envuelto a finales de 1995 cuando su amigo de la infancia Nicolás mató a golpes a su hermana mayor, salió huyendo de su casa en coche y acabó en el fondo de un barranco con un cinturón al cuello.

Hernández estaba tratando de escribir una novela de no ficción al estilo de las del escritor francés Emmanuele Carrère (sobre todo se habla aquí de El adversario y Una novela rusa) sobre uno de sus abuelos, muerto en Argentina, cuando se dio cuenta de que la historia que quería contar era similar a la escrita por Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa. El propio Del Molino es quien le da a Hernández la idea de escribir sobre el crimen del que fue testigo.

Hernández se propone escribir una novela sobre el crimen cometido por su amigo de la infancia y su muerte, algo que le lleva obsesionando desde hace veinte años. En gran medida El dolor de los demás recrea la búsqueda de información sobre el crimen, además de las dudas sobre el propio fin del libro o su pertinencia.

Existen dos tipos de capítulos: unos más cortos (de una página o dos), que están escritos en segunda persona. En ellos, Hernández conversa con su yo del pasado y se describe cómo fueron los dos días inmediatamente posteriores al momento en que el escritor sabe del crimen que se ha cometido en la casa de los vecinos. Aquí se habla de la confusión inicial en las palabras de su padre o del de su amigo, de los vecinos, y cómo se va sabiendo todo lo ocurrido hasta el momento del entierro de los cuerpos. En algunas de estas páginas también se evocan escenas del pasado que los dos amigos vivieron juntos.
En los otros capítulos, más largos, escritos en primera persona e intercalados con los anteriores, se describe el proceso de investigación llevado a cabo en el libro. Hernández contactará con otro de sus amigos y primo de Nicolás, con sus hermanos mayores, con el archivo de televisión, en el que puede enfrentarse con su yo del pasado diciendo a un periodista que no se puede explicar lo ocurrido, o con el expediente policial del caso.

En El adversario, Carrère decide investigar sobre un criminal cuya historia le fascinaba: Jean-Claude Romand acabó matando a su mujer, sus hijos y sus padres cuando estaba a punto de descubrirse que casi todas las certezas de su vida eran una farsa. Después de haber vivido durante años como si fuese un médico sin serlo, la verdad estaba a punto de conocerse. La historia y el personaje eran fascinantes. Carrère (a diferencia de la novela de no ficción clásica, cuyo mejor ejemplo suele ser A sangre fría de Truman Capote, en la que el escritor se borra de la narración) sí que se deja ver en su novela, pero, en esencia, focaliza su mirada sobre Jean-Claude Romand y su rocambolesca peripecia vital.
Hernández no puede tomar, frente al asesino de su historia, la misma distancia que Carrère, puesto que se trata, en su caso, de hablar de su mejor amigo de la infancia y la adolescencia. En realidad, Hernández, con la excusa narrativa de hablar de su amigo y su crimen nos va a acabar hablando, principalmente, de sí mismo. Digamos que en El dolor de los demás existen dos crímenes: uno real y de trasfondo sórdido, cuyo móvil posiblemente sea el sexual, el cometido por el amigo de Hernández sobre su hermana, y otro simbólico, el de la culpabilidad de Hernández por haber cortado los lazos que le unían a la huerta murciana de la que es originario.
Hernández nos cuenta que es el menor de sus hermanos, que cuando él tenía cinco años sus hermanos mayores ya se habían ido de casa y que sus padres tenían edad para haber sido sus abuelos. Él, que de niño y adolescente se sintió una persona torpe físicamente, consigue, a diferencia de las personas de su entorno, ir a la universidad, y aquí empezará el distanciamiento de sus orígenes, la cultura y el arte como medios de desclasamiento. Si quiere, ahora desde la madurez, hablar de aquel crimen de la adolescencia va a tener que volver a los escenarios dejados atrás; en este sentido, cobra fuerza la taberna del Yeguas, donde su padre y sus hermanos habían establecido una segunda vivienda.

Hernández se ha distanciado del mundo de la huerta también en sus novelas: en las que habla de los límites del arte y su paso por Estados Unidos, y había pensado, hasta ahora, que no había nada novelable en la huerta de la que procede. En la reconstrucción de la novela también se habla de un mundo rural en proceso de desaparición; sin embargo, me ha resultado curioso el vocabulario recogido aquí y propio de este espacio: carril, noches de tanda, caballones, escardar, corvilla, salote… «Desde el principio, intuía que escribir esta novela iba a ser también un modo de buscarme», leemos en la página 189.

El dolor de los demás es una novela que habla también sobre la propia creación de la novela que el lector tiene entre manos. «Allí se estaba viviendo un instante narrativo», leemos, por ejemplo, en la página 207, o en la página 217: «Todo lo que se pasase por la cabeza podría tener cabida en esta historia.»
En más de un momento se habla de la sensación de fracaso, de que Hernández no ha conseguido en sus páginas los objetivos que se había marcado: «Regresé a casa con la sensación de ser un impostor. Nicolás ya no venía conmigo. La realidad había ganado a la literatura» (pág. 237).

Las reflexiones sobre las diferencias entre realidad y ficción son interesantes: «Tenía la estructura de la realidad y no la de la ficción. Esa estructura que se corta sin venir a cuento cuando aún no se ha desarrollado, que nos deja sin saber lo que pretendemos saber, que no resuelve lo que se había propuesto resolver; ese régimen de insatisfacción perpetua que precisamente suele paliar la literatura, clausurando la búsqueda, desvelando la causa, accediendo al objeto del deseo para dejarnos tranquilos y satisfechos, para crear una ilusión de plenitud y totalidad que nos permita, al fin, descansar en paz» (pág. 286).

Decía antes que, a diferencia de Carrère, en realidad Hernández no puede penetrar (o no quiere) en las claves del crimen objeto de su investigación. El pudor hacia lo narrado, hacia el daño que puede causar en otros (sobre todo a los familiares directos de Nicolás y la Rosi, con los que no se atreve a hablar sobre su proyecto), le impide meterse a fondo en la historia de su amigo, así que, continuamente, estará bordeando la superficie del crimen. Este miedo a hacer daño es una de las limitaciones de los libros de no ficción, como ya sabía. Sin embargo, como ya he apuntado antes, El dolor de los demás trata principalmente de Hernández evocando su pasado, y, en este sentido, sí es un libro emocionante, de ritmo rápido y reflexión honda. Un mundo rural que se va y alguien que piensa que lo ha traicionado. Escrita sobre las ascuas de temas espinosos, El dolor de los demás es una buena novela.

domingo, 8 de julio de 2018

Crimen y castigo, por Fiódor M. Dostoievski


Editorial Alba. 639 páginas. 1ª edición de 1866.
Traducción de Fernando Otero Macías

La primera vez que leí Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski (Moscú, 1821 – San Petersburgo, 1881) fue en diciembre de 1996, cuando tenía veintidós años. Es uno de los libros de mi vida. De pocas novelas recuerdo haberlas leído con tanta emoción y que me causaran tanto impacto. Tenía pensado volver a ella desde hacía tiempo y me decidí cuando vi anunciado que la reeditaba la editorial Alba con una nueva traducción. Yo la leí en 1996 en una edición de bolsillo de letra minúscula y, aunque lo cierto es que no recuerdo ningún problema con la traducción, he acabado por no fiarme demasiado de las traducciones antiguas de los clásicos rusos. Por eso me alegró tanto la aparición de esta nueva edición de Alba.

Fernando Otero, el traductor, también escribe un corto, pero significativo, prólogo de dos páginas del libro, además de dejar algunas notas pertinentes en la novela. En este prólogo descubro que Dostoievski escribió una novela sobre el alcoholismo titulada Los borrachos, que fue rechazada por dos editoriales y no vio la luz. Se sirvió de algunos de los elementos de esta novela para la composición de Crimen y castigo, que se escribió a un ritmo muy rápido, pues el autor estaba acuciado por deudas de juego. Esto hace que Crimen y castigo contenga algunas contradicciones internas, en cuanto al nombre de algún personaje, o la concatenación cronológica de los hechos. Pero, al igual que ocurre, por ejemplo, con los errores de El Quijote, poco importa esto a la hora de acercarnos a una de las obras cumbres de la literatura. Incluso diría más: Crimen y castigo es una obra tan potente que podría soportar hasta una traducción atroz (aunque si la traducción es una tan cuidada como la de Otero, mejor que mejor, claro).

El protagonista de Crimen y castigo es el inmortal Raskólnikov, un joven de veintitrés años que malvive en una buhardilla de San Petersburgo. Su mala situación económica le ha llevado a abandonar la universidad y tiene deudas con su casera. También ha perdido los ingresos que conseguía dando clases particulares. Algunos de sus bienes los ha empeñado en la casa de una usurera a la que desprecia por su codicia y las condiciones leoninas que impone para prestar dinero. Una idea lleva semanas incubándose en su mente cada vez más febril: sabe que la usurera, cuando muera, pretende donar su dinero a un convento, y él piensa que ese dinero podría servir para que empiecen sus pasos en la vida jóvenes valiosos como él, que de otro modo no van a poder llegar a donde podrían por un vulgar asunto económico. Raskólnikov piensa en Napoleón. ¿Qué hubiera podido frenar a una mente tan poderosa como la de Napoleón? La idea va cobrando cada vez más fuerza: el podría permitirse asesinar a un «piojo» como la usurera y desarrollar una carrera útil para la sociedad con su dinero.

Las páginas que describen los momentos en los que Raskólnikov se decide a llevar su idea a la práctica son espeluznantes. Un cúmulo de casualidades parece conducir sus pasos hacia un desenlace que el joven siente como inevitable, como algo ya realizado. En estos momentos, el narrador Dostoievski adelante reflexiones que Raskólnikov tendrá en el futuro, cuando piense sobre su «crimen», con expresiones como: «Más tarde, cada vez que recordaba –minuto a minuto, punto por punto, detalle a detalle– ese tiempo y todo lo que le había ocurrido en esos días, sentía un asombro supersticioso ante una circunstancia que, en el fondo, no resultaba especialmente insólita, pero en la que siempre veía después una especia de premonición de su destino.» (pág. 82).  Las páginas sobre el crimen (el final de la primera parte, de las seis que componen la novela) son también espeluznantes.

Raskólnikov ha cometido su crimen y empieza para él el castigo, un castigo que surgirá del fondo de su mente, la tortura de su conciencia o tal vez el conocimiento de que él no es un joven excepcional, un Napoleón que puede sobreponerse de forma pragmática a una idea en principio despreciable. Raskólnikov comete su crimen y le asalta la fiebre y el delirio, que le postrarán en la cama.

Crimen y castigo amalgama su trama en unos pocos días, los que preceden al asesinato y los que le siguen. Cuando Raskólnikov despierte de sus delirios febriles se cruzará con muchos interlocutores: un compañero de estudios, su madre y su hermana, el prometido de ésta, un médico, un juez, etc. Con ellos irá teniendo conversaciones veladas y reveladoras, que harán que los demás empiecen a sospechar de su «secreto», aunque les cueste dar crédito.
La tensión se va acumulando en cada capítulo, porque Raskólnikov es un personaje desesperado e impredecible. Al final decidirá confiarse a Sonia, una chica de dieciocho años, la hija de un alcohólico que conoció en una taberna. Marmeládov –el alcohólico– está casado con una mujer más joven que él, una viuda tísica con tres hijos. La afición al alcohol hace que Marmeládov no pueda mantener sus trabajos y no consigue ingresos para su familia, hasta que su hija (de un matrimonio anterior), Sonia, decide convertirse en prostituta para poder sacar adelante a sus hermanastros.
Crimen y castigo es una novela plagada de personajes extremos y desesperados: el joven asesino, que mata para comprobar si es un Napoleón en potencia, la adolescente que se prostituye para salvar a su familia y se sostiene mediante su religiosidad, el estudiante entusiasta, el hombre maduro de mediana edad corrompido y cínico que tal vez esté pensando en cometer una canallada o en suicidarse, el borracho que fracaso en todos los intentos que hace por enmendarse…

«Aquí lo que hay son sueños librescos, lo que hay es un corazón crispado por la teoría.», leemos en la página 533, un comentario que me hace pensar en Raskólnikov como en un Quijote siniestro.

En algún momento Raskólnikov señala que no cree en Dios, pero en gran medida Crimen y castigo funciona como una parábola bíblica de caída y redención mediante la entrega al amor que redime de los pecados. En una escena muy significativa, Raskólnikov se postrará para besar los pies de Sonia, la prostituta adolescente. «No me he inclinado ante ti, me he inclinado ante todo el sufrimiento humano», le explicará Raskólnikov a Sonia en la página 382. En otra escena, Raskólnikov besará el suelo, iniciando el camino hacia su limpieza, hacia su sufrimiento. El narrador, al comentar esta escena, nos señala que Sonia seguía a Raskólnikov en «su calvario».
«¿No crees que, afrontando el sufrimiento, estás expiando ya la mitad de tu crimen?», le pregunta su hermana a Raskólnikov, aunque éste aún opina que sólo ha matado a un «piojo dañino y repugnante» (pág. 603).

Como buen narrador del siglo XIX, Dostoievski interviene opinando en su novela; aunque es cierto que esto no es muy acusado, podemos encontrar frases como: «A veces, cuando nos encontramos con unos completos desconocidos, sentimos curiosidad por ellos nada más verlos.» (pág. 23), «Cuando estamos enfermos, a menudo los sueños se caracterizan por una nitidez e intensidad insólitas y por su extraordinaria semejanza con la realidad.» (pág. 75) o «No vamos a reproducir los detalles de la conversación.» (pág. 607). Normalmente, la voz narrativa reproduce los pensamientos de los personajes, sobre todo de Raskólnikov, pero no siempre.

Ahora, que después de más de veinte años de mi primera lectura de este libro tengo más bagaje literario, ha aparecido una idea curiosa en mi cabeza. Crimen y castigo adelanta, en gran medida, la  novela expresionista de principios del siglo XX. Las acciones y los parlamentos de los personajes me parecen tan extremos que creo que se salen de los límites del realismo narrativo y se adentran en otros campos más modernos para la literatura. En gran medida, me ha parecido que uno de los discípulos más aventajados del Dostoievski de Crimen y castigo es Franz Kafka. Todas las idas y venidas de Raskólnikov por San Petersburgo me han hecho pensar en los encuentros y desencuentros del agrimentor K que no conseguía llegar a su destino en El castillo, pero sobre todo Raskólnikov me ha hecho pensar en el Josef K. de El proceso. Josef K. se despierta una mañana y dos policías le informan de que se ha abierto un proceso contra él. Josef K. desconoce de qué se le acusa, pero aun así ha de enfrentarse a la ley de los hombres o tal vez a la ley de Dios. Raskólnikov se deja seducir por una idea (su crimen no le acaba reportando ningún lucro) y ha de enfrentarse a la ley de los hombres o la de Dios. La idea de Raskólnikov y su crimen parecen predestinados para él, y podríamos pensar que las circunstancia intelectuales que le rodean le transforman en culpable, en un hombre que ha de enfrentarse a su culpa innata. Kafka toma esta idea y la lleva más allá: Josef K. no sabe cuál es su crimen, no sabe por qué es culpable, pero igualmente habrá de enfrentase a su culpa y su castigo.
Hay una escena muy significativa en Crimen y castigo: Raskólnikov se va a entrevistar con el juez que lleva el caso del asesinato de la usurera. El juez sospecha de Raskólnikov, pero no tiene pruebas contra él. En un momento de la entrevista los dos están temblando, los dos se enfrentan a una culpa y una Ley que les sobrepasa, que les hace cargar con el crimen y también con el castigo. Hay muchos personajes que tiemblan en Crimen y castigo; tiemblan de tal modo que la insistencia en este detalle no parece realista, sino más bien kafkiana, expresionista.

No sé si es necesario que insista: Crimen y castigo de Dostoievski es uno de los libros más impresionantes que se pueden leer a cualquier edad y en cualquier época. Es uno de esos libros que, muy por encima de la crítica de costumbres que hace envejecer a otras obras, toca de pleno una de las células más sensibles del ser humano, la que habla de los cimientos de la vida en sociedad y la conciencia.
La edición de Alba es magnífica.
Como no puede ser de otro modo, cuando en diciembre de 2018 elija las diez mejores lecturas del año, Crimen y castigo estará entre ellas. Lo mismo ocurriría si dentro de cuarenta años eligiese las diez mejores lecturas de toda mi vida. Crimen y castigo es una obra maestra absoluta.

domingo, 1 de julio de 2018

Párpados, por Toni Quero.


Editorial Galaxia Gutenberg. 210 páginas. 1ª edición de 2011.

Soy amigo de Facebook de Toni Quero (Sabadell, 1978) y, al navegar por internet, me había encontrado con alguna reseña de su primera novela: Párpados, que ganó en 2016 (para su publicación en 2017) el III Premio Dos Passos a la Primera Novela, elegida entre un total de 639 originales presentados. Me recuerdo hojeando el libro en uno de los puestos de la Cuesta de Moyano. Costaba 5 euros y estuve considerando la idea de comprarlo. Me había llamado la atención alguna de sus primeras reseñas y me agradan mucho las ediciones de Galaxia Gutenberg. Desestimé la compra, consideré que tenía demasiados libros pendientes de leer y que no me convenía acercarme a tantas novedades. Unas semanas después, Quero me escribió a través del chat de Facebook para contarme que le apetecía leer mi novela Los insignes, sobre el mundo poético. Él ha escrito poesía y publicado algún poemario y pensaba que tal vez podía sentirse identificado con lo que yo contaba en este libro. Me proponía un intercambio: yo le enviaba Los insignes y él me hacía llegar Párpados, sin ningún compromiso. Acabé aceptando. Su libro me había interesado con anterioridad a su propuesta y además me acabó de convencer un segundo hecho casi fortuito: Toni Quero es catalán y en este tiempo de tensiones políticas y banderas consideré que me apetecía tener un gesto individual de acercamiento con un escritor catalán.

La novela está narrada por un joven innominado que, junto a su novia Duna, recorre en moto el Delta del Ebro. Los dos son de Barcelona y, a comienzos del verano, han decidido viajar en su moto con la idea de acercarse a una pequeña casa veraniega de la familia de la chica. En unas semanas empezarán a trabajar en un restaurante playero de un tío de ella.

La novela está escrita con un lenguaje preciso, trabajado y poético. Se nota que Quero ha practicado la poesía. La narración es en primera persona y la poesía surge de la mirada del narrador sobre su entorno. Al principio me estaban pareciendo excesivos sus conocimientos sobre la naturaleza, sobre todo ornitológicos, pero esto queda justificado en el texto cuando descubrimos que el narrador ha trabajado como fotógrafo de una revista en la que realizaba reportajes sobre la naturaleza.

Los dos personajes se conocieron en la facultad de Bellas Artes. Duna se especializó en dibujo y él en fotografía. «Caminamos un rato entre sepulturas leyendo sus nombres y confrontamos la edad de la mayoría, apenas superaban la veintena, con la nuestra, y nos sentimos avejentados por haber superado los dos el ecuador de la década», leemos en la página 119. En la facultad, los dos empezaron a hacer exposiciones pronto, y parecía que les podía ir mejor con su arte de lo que parece irles en el verano de la narración.

El año anterior, Duna se fue con una beca Erasmus a Berlín y allí conoció a otro chico, lo que le llevó a cortar su relación con el narrador. Unos meses después, Duna tuvo un intento de suicidio (tras la muerte de su madre) y llamó al narrador para que fuese a buscarla. Ahora, en el presente narrativo, han retomado su relación, tratando de eludir su pasado reciente. Ella ha vuelto a pintar, pese a un ligero temblor de manos, y él, tras vender a un amigo sus aparatos fotográficos más caros (que descansaban en un trastero de Barcelona) se queda sólo con una cámara semiprofesional con la que vuelve a fotografiar su entorno.

En alguna ocasión, en Párpados se muestra el pensamiento de su protagonista, que también nos contará los hechos más importantes sobre su pasado, pero sobre todo prima la mirada sobre las escenas que le rodean. Así, la narración se vuelve muy visual, en consonancia con la sensibilidad artística de la pareja. En los detalles sobre las personas y el paisaje que describe el narrador se haya la fuerza poética de la prosa.

«Los dos sabemos que no somos los mejores, pero sí lo suficientemente buenos para salir adelante si nos lo propusiéramos; pero somos erráticos, nos gusta así, creamos para nosotros, pese a que eso no signifique nada para nadie» (pág. 96). Nuestra pareja de protagonistas, como otros tantos jóvenes, soñaron hace años con un hermoso futuro, que en la actualidad (una vez que se encuentran más cerca de los treinta años que de los veinte) se hace cada vez más utópico: ¿dar clases de pintura? ¿Convertirse en fotógrafo de eventos sociales? ¿Renunciar a aquellos sueños difusos de los primeros años de la facultad?

Duna ha estado seis meses trabajando como vigilante de un museo. Con el dinero de su finiquito han empezado su aventura en moto, sus vacaciones antes de empezar a trabajar en el restaurante de un pariente. Pero con el dinero que el narrador recibe al vender su material fotográfico (6.000 euros) deciden renunciar al trabajo veraniego y viajar por Europa: dejarán el Delta para acercarse a París, Bélgica, Holanda, Berlín o Dinamarca. Si gastan poco, el dinero les puede durar varios meses. El lector acompañará durante unos dos meses el deambular errático de la pareja por Europa, que de este modo, más que como paradigmas de la juventud española, parecen comportarse como representantes de la juventud europea.

En la página 141 leemos: «Llevamos un mes vagando por Francia y Bélgica», lo que me ha parecido un homenaje al cuento Vagabundo en Francia y Bélgica, incluido en el libro Putas asesinas de Roberto Bolaño. No considero a Quero un escritor que siga la estela narrativa de Bolaño, pero quizás si existe una pequeña influencia al retratar a esos jóvenes perdidos con aspiraciones artísticas, y esos campings o carreteras de los que parece emanar una amenaza continua.

El lector acompaña a los jóvenes protagonistas de Párpados en su deambular europeo. «¿Sabes?, a veces me cuesta abrir los ojos, mantenerme despierta, como si cientos de caballos me golpearan sobre los párpados», le dice ella a él en la página 198. «Sé que me quiere pero me destroza su incapacidad para comunicármelo», ha pensado él en la página anterior.
La relación no es idílica y la incomunicación o los celos juegan en contra de los personajes, mientras algún elemento inquietante, como una navaja suiza, se va cargando de un turbio simbolismo.

Párpados es una novela generacional, sobre una juventud que, al iniciar su andadura en la vida adulta, se ha encontrado con una realidad mucho más adusta de la que imaginó en su adolescencia. Es una novela escrita con un lenguaje preciso y poético, con un lirismo que surge de la mirada sobre las personas, la naturaleza y los objetos, con descripciones muy fotográficas. Del aparente desapego desapasionado de esta novela se desprende una gran melancolía, como si toda la historia transcurriese en un profundo invierno cuando, en realidad, lo hace en verano. Y uno alcanza su final rotundo golpeado. Sorprende que ésta sea la primera novela de Toni Quero, porque no se aprecian en ella titubeos de principiante. Párpados es una novela sólida, generacional, melancólica y cinematográfica. Una muy grata lectura.