jueves, 31 de agosto de 2017

Patas de perro, por Carlos Droguett.

Editorial Malpaso. 303 páginas. 1ª edición de 1965, ésta es de 2016.
Prólogo de Lina Meruane.

En el verano de 2016, cuando estaba en la playa de la bahía de Alcudia (al norte de Mallorca), abrí en el móvil un pdf que me había enviado al correo José de Montfort, el representante de prensa de la editorial Malpaso. En ese pdf se anunciaban las próximas publicaciones de la editorial. Rápidamente me llamó la atención la reedición de la novela Patas de perro, que apareció por primera vez en el Chile de 1965, escrita por Carlos Droguett (Santiago de Chile, 1912-Berna, Suiza, 1996). El dossier de prensa recogía una cita de Manuel Rojas: «La mejor novela chilena de todos los tiempos». Manuel Rojas es el escritor de Hijo de ladrón, novela publicada en 1951 y que he hojeado más de una vez. Una novela que sé que tarde o temprano leeré. Hijo de ladrón es una de las novelas más importantes de la literatura chilena, y aunque aún no la he leído, sí que la conocía. Pero... ¿quién era ese Carlos Droguett del que Rojas hablaba de manera tan elogiosa? Como ya he dejado claro en mi blog más de una vez, a mí las historias sobre escritores hispanoamericanos injustamente olvidados me encantan, así que anoté este título para solicitárselo a José de Montfort cuando saliera. José me lo envió a casa a finales de 2016 y lo leí en marzo de 2017.

El narrador de Patas de perro es un hombre de cuarenta y cinco años llamado Carlos. En el entusiasta prólogo de Lina Meruane (por cierto, su novela Sangre en el ojo se ha reeditado ahora en España y es muy recomendable) se apunta que Carlos es un escritor sin obra publicada. Esto me ha llevado a leer la novela esperando que Carlos hablara de sus escritos, pero lo cierto es que no se apuntan más datos sobre este asunto, salvo el hecho de que está escribiendo la crónica que el lector tiene entre manos. En ningún momento se dice que en el pasado tuviera una vocación literaria (o bien yo me despisté durante la lectura y no encontré esa información). Carlos es un hombre solitario que en hace tiempo deseó ser profesor de filosofía, pero no tuvo éxito en su empeño. También llegaremos a saber que trabajó en una imprenta. En algún momento deseó casarse y empezó a buscar casa antes que esposa. En este proceso conocerá a Roberto (Bobi), un niño de trece años procedente de una familia pobre al que adoptará para que viva con él en su casa solitaria.

Bobi no es un niño normal, ya que nació con dos contundentes patas de perro en vez de piernas. Sus patas de perro serán una fuente de sufrimiento, pero también su seña de identidad: así, Bobi se sentirá ofendido cuando Carlos le regale unas botas con la intención de cubrirlas. Sus patas de perro son el motivo de su distancia con respecto a los demás: «El profesor Bonilla me odiaba no porque yo fuera lo que era, sino porque consideraba que mi figura era en sí misma una insolencia, una falta de respeto y de cortesía, decía que yo no era humilde cuando debía serlo, que no me ocultaba como debiera hacerlo, sino que ostentaba mi cuerpo con cierta desenfadada impudicia que lo tornaba razonablemente furioso», leemos en la página 63. Sus patas de perro también son el germen de su angustia existencial: «¿Qué soy yo?, me preguntaba avergonzado, humillado y rencoroso, ¿qué soy yo, pues?» (pág. 26).

En la página 72 leemos: «Bobi no será nunca feliz, nació deforme como los artistas y, como la de los artistas, su deformidad es perfecta». Quizá en esta frase se encuentre la clave de la novela, su significación última: Carlos Droguett se desdobla en la desvalida voz del personaje de Carlos y en el desubicado adolescente Bobi para hablarnos de la condición del artista. Droguett como escritor se siente un hombre solo que necesita «escribir para olvidar una terrible historia» (la idea de «escribir para olvidar» se repite varias veces en la novela. A la vez, siente que su mirada sobre el mundo es la de un adolescente perdido, una mirada orgullosa y sorprendida. Su presencia provoca miradas de extrañeza entre los demás. Bobi ha llegado al mundo en un hogar pobre, con un padre borracho que sentirá la presencia de su hijo como una ofensa, y que no dudará en pegarle, y una madre que, aunque no le pegue, no deja de llorar su desgracia. El profesor Bonilla siempre mirará con recelo a Bobi, a pesar de ser el alumno más aventajado de su clase. Este personaje parece representar al estamento de la cultura institucionalizada que no acaba de sentir como propio al nuevo artista. Las autoridades ‒agentes del orden‒, representadas por el abogado Gándara y el Teniente, siempre se acercarán con recelo a Bobi, al que no pueden comprender. Algo diferente será la actitud del padre Escudero o el ciego Horacio que, uno desde la piedad y otro desde la marginalidad, tendrán una visión más positiva de la peculiaridad de Bobi.

He escrito que Bobi puede representar al Artista, pero también a cada Hombre y sus peculiaridades, coartadas por una civilización alienante, y Bobi podría ser un trasunto de Jesucristo. Las interpretaciones del texto pueden ser variadas y yuxtapuestas. También los comunistas querrán hacer de Bobi una causa, pero Bobi (o el Artista) no quiere abrazarse a nadie, sino perderse entre los marginados. Por eso querrá ser amigo de los perros, que al principio le rechazan.

El estilo de la novela es poderoso y elegante. Carlos Droguett es un gran degustador del idioma. Me ha llamado la atención que Patas de perro, frente al uso del lenguaje de otros autores de su país, apenas contiene chilenismos, y parece más bien bucear en fuentes antiguas y claras del español. Su uso de la adjetivación es destacable. Muchas de las páginas de esta novela tienen la fuerza de un poema. El autor suele prescindir de los puntos a favor de las comas, creando así párrafos muy extensos de frases enlazadas. Dentro de este lenguaje poético del que hablo, también gusta Droguett de la repetición de palabras («pasaban zapatos, zapatos gastados, zapatos viejos, zapatos rotos, zapatos rompiéndose, zapatos hinchados por la enfermedad, zapatos secos por el abandono, zapatos que iban cansados, trajinados, cayéndose, zapatos que iban vertiginosos, como huyendo, zapatos desmoronándose, quedándose en el camino, rompiéndose, abriéndose, desfigurándose (…)», leemos en la página 257).

La novela narra una pérdida desde el presente. Cuando Carlos empieza a escribir para olvidar, el lector comprende que Bobi ya le ha abandonado.
En su introducción, Lina Meruane señala algunos paralelismos entre la obra de Carlos Droguett y la de su compatriota Roberto Bolaño, sobre todo entre la obra Todas esas muertes de Droguett y Monsieur Pain de Bolaño. Lo cierto es que a mí Patas de perro me ha recordado más a algunas páginas de José Donoso, sobre todo por el aire alucinado que esta novela podría compartir con, por ejemplo, El obsceno pájaro de la noche de Donoso, o el gusto por las máscaras (una de las escenas clave de Patas de perro ocurre durante el carnaval), muy propio de Donoso.


Patas de perro es una novela desasosegante, escrita con densidad y poesía, con una serie de imágenes poderosas (no estamos ante una novela de trama muy marcada), que tienen que ver con la diferencia de uno (Artista, Persona…) frente al mundo. De ella destaco sobre todo su prosa potente y la extraña sensación que causa. Aunque algunas de las páginas acaban siendo un tanto morosas, otras resultan sobrecogedoras y deslumbrantes. Destacaría por ejemplo el capítulo en el que Bobi va al matadero para que le regalen carne cruda. Dejo pendiente la lectura Hijo de ladrón de Manuel Rojas.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Campo Rojo, por Ángel Gracia

Editorial Candaya. 255 páginas. 1ª edición de 2015.

A principios de 2017 empecé a sentir curiosidad por los autores españoles que ha publicado la editorial Candaya. Ya he comentado aquí la buena impresión que me causaron Autopsia de Miguel Serrano Larraz y La edad media de Leonardo Cano, así que me apeteció seguir con Campo Rojo de Ángel Gracia (Zaragoza, 1970). Lo busqué en Iberlibro y al final se lo acabé comprando a uno de los libreros de El Rastro de Madrid, que me lo trajo a casa y todo.

En Campo Rojo, Gracia se propone regresar a la Zaragoza de extrarradio de su infancia, a un barrio llamado La Balsa, próximo a descampados (entre ellos el Campo Rojo: «Un descampado lleno de ratas, de escombros, de electrodomésticos con las tripas fuera, donde jugáis a gol portero y a los fusilamientos», leemos en la página 23) y a fábricas de olores venenosos. El protagonista de la novela es el Gafarras (nunca llegaremos a saber su nombre real), un chico de once años que en el tiempo de la narración cursa quinto de EGB. La acción se sitúa en 1981. Ángel Gracia también tenía once años en 1981. He visto en YouTube un vídeo de la presentación de Campo Rojo en Barcelona ‒a cargo de Milo J. Krmpotic‒, en el que Gracia afirma que la novela es una ficción y que se fundamenta en ella y no en sus anécdotas personales para poner el foco en algunas cuestiones que le interesaban. Una de ellas es desmitificar la infancia como espacio de la felicidad, y otra mostrar la repulsión que le producen libros como Yo fui a EGB.

Gracia elige la segunda persona para contarnos la historia del Gafarras, el único chico de su clase que ha de usar gafas desde los cinco años para corregir sus problemas de hipermetropía y astigmatismo, lo que hace que sus ojos, vistos a través de los gruesos cristales, parezcan enormes. Las gafas identifican y marcan al personaje como un empollón (cada curso, sus notas serán las segundas de la clase, detrás de la misma chica). Son múltiples las ocasiones en las que el narrador señala que el Gafarras ha de colocarse las gafas sobre el puente de la nariz, un tic nervioso y una incomodidad continuas.

La clase del Gafarras está dominada por la banda del Farute, compuesta, además de por este personaje, por el Bandarras, Bruslí, Beache, el Santito y Recacha principalmente; alumnos que (menos el Santito y Recacha) han repetido uno o dos cursos y por tanto son más grandes que el resto. Además de pegarse o humillarse entre sí, se dedican a pegar y humillar a los demás. El control de la clase será ejercido desde el poder que otorga la fuerza bruta.

Gafarras ocupa una posición intermedia en la escala social de la clase, fluctuante e indefinida entre la banda del Farute y los Maravillas del Saber, los alumnos más torpes (en los estudios y los deportes) y más marginados.

Muy lejos de la nostalgia que puede provocar la mirada hacia la infancia, Gracia nos pone un espejo delante de aquellos años ochenta. Algunas de las vívidas escenas dibujadas en la novela acaban resultando asfixiantes. Gafarras es un chico más sensible que la mayoría de sus compañeros. Le interesa la precisión del lenguaje y consulta de forma habitual el diccionario para aprender qué significan todas las palabras con las que se encuentra. Echa de menos al Santito, que fue su amigo a los seis años, y que ahora no duda en humillarle para conseguir acercarse al Farute o el Bandarras; pero tampoco quiere tener que relacionarse con otros niños como Miguel Martínez, que forma parte de los Maravillas del Saber, porque él también le considera un apestado.

Ángel Gracia, con su uso de la segunda persona, que interpela continuamente al Gafarras, desde una mirada que elude la compasión y la complacencia, usa en muchos casos un lenguaje muy cercano al de los personajes retratados («hostia», «empollón», «calientapollas», «cuatroojos», «bajini», «jeta», «chuloputas», «chupóptero», «deshuevar»…), pero lo hace con la suficiente habilidad como para que el discurso no resulte plano o vulgar. De hecho, en más de una ocasión el lenguaje resulta poético, sobre todo cuando describe (paradójicamente) la fealdad del paisaje suburbano que retrata.

Durante el primer tercio del libro estaba teniendo la impresión de que Gracia había elegido construir su novela en unos capítulos, relativamente cortos, y cada uno de ellos narraba un suceso. El orden de estos sucesos no era lineal y no parecía existir aquí una trama clara que hiciera avanzar la novela. Más tarde descubrí que efectivamente existe un eje central en la narración: una excursión al Moncayo a la que las profesoras Mistetas y la Amargada llevan a la clase cuando finaliza el curso. La narración de lo que ocurre ese día sí que se narra de forma lineal, y en capítulos intercalados se muestran escenas que reflejan, en gran medida, la violencia (verbal y física) que rige en el mundo de los compañeros de clase. Existen otras escenas de diferente índole: la relación del Gafarras con sus padres o sus abuelos, por ejemplo. En este segundo nivel narrativo los tiempos no tienen por qué ser lineales y en algunos casos no reflejan el año principal de la novela (el de los once años del Gafarras).

En el 1981 de la novela se muestran algunos de los referentes de la época: la serie Galáctica, Torrebruno, el programa Un, dos, tres, los chicles Cheiw, los bollos Pantera Rosa, Bucaneros, Mazinger Z…, referentes inscritos en la novela y no buscados, en ningún caso, como exaltación nostálgica. Se habla también de niños que inhalan pegamento para drogarse, pero creo que no he encontrado ninguna referencia al problema de drogadicción de la época. En mi año 1981 de suburbio (y en los posteriores de la década), uno de mis mayores temores era el encuentro con los drogadictos o los chicos mayores que querían quitarte el dinero, habitantes sempiternos de los descampados. Esta realidad no se muestra en la novela de Ángel Gracia. Pero sí que aparece reflejada ‒a veces de forma pesadillesca y abrumadora‒ las relaciones que se establecen entre los niños, esas mismas que en la edad adulta tendemos a olvidar, basadas en el poder de la fuerza bruta y el desafío continuo. Unas actitudes que conducen a la violencia física y verbal, y también al machismo. Unas humillaciones continuas que además tienen que ver con el dinero y los trabajos de los padres. Aunque, en principio, los niños aquí reflejados son de estrato social humilde (la mayoría de sus padres son obreros de fábrica y sus madres limpiadoras), son continuas las muestras de desprecio por parte de los que tienen algo más (un chándal de marca frente a uno de imitación o comprado en el SEPU, por ejemplo) hacia los que tienen menos.

El Gafarras, disconforme con la realidad que le ha tocado vivir, fluctuará entre su deseo de desaparecer o aislarse, y el de ser reconocido por los poderosos de su clase, aunque eso suponga entrar en el juego de rechazar y humillar a los más débiles.


Ángel Gracia ha escrito una novela nada complaciente (una especie de reverso tenebroso de los libros de Yo fui a EGB) sobre la violencia en la infancia y el deseo de sobrevivir, no exenta, pese a su tensión y dureza, de un aire poético y algunas gotas de humor hiriente. He olvidado la mayoría de las marcas de productos que aparecen en los libros de Yo fui a EGB (aunque las recuerdo cuando las veo en las hojas de estos libros), pero las sensaciones sobre la infancia que retrata Gracia en Campo Rojo sí que viajan conmigo, y uno lee, en gran parte, para reencontrarse con este tipo de verdades.

martes, 29 de agosto de 2017

Manual para mujeres de la limpieza, por Lucia Berlin

Editorial Alfaguara. 429 páginas. 1ª edición de los textos: 1977-1999. Ésta es de 2016.
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.
Prólogo de Lydia Davis. Edición e introducción de Stephen Emerson.

En 2016 empecé a oír hablar de este libro de Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936-Los Ángeles, 2004) en las redes sociales. En algún momento le di al «Me gusta» en la publicación de alguno de mis contactos de Facebook que lo alababa. Facebook le notificó a mi cuñado mi reacción a aquel estado, y éste pensó que sería una buena idea regalarle el libro a su madre. Así que, al final, le pedí el libro prestado a mi suegra para leerlo yo. Imagino que, de no tenerlo ella, lo habría comprado yo, porque la historia del libro y la escritora me resultaban muy seductoras e intuía que me iban a gustar sus relatos.

Lucia Berlin escribió en su vida setenta y siete relatos, de los que la presente antología muestra cuarenta y tres. Empezó a publicarlos con veinticuatro años en la revista que dirigía Saul Bellow. La mayoría de ellos se recogieron en tres colecciones en forma de libro: Homesick (1991), So long (1993) y Where I live now (1999), en la editorial Black Sparrow, la misma que publicaba a Charles Bukowski. Esto ocurría después de que estos cuentos hubieran sido publicados en otros libros de editoriales mucho más pequeñas. Aunque Homesick llegó a ganar un American Book Award, los cuentos de Berlin nunca fueron disfrutados por el gran público, hasta que en 2015 se publicó ‒en una editorial puntera esta vez‒ el libro recopilatorio Manual para mujeres de la limpieza, gracias a la insistencia de escritores como Barry Gifford y Michael Wolfe. El libro fue un éxito de crítica y público en Estados Unidos y se ha traducido a otros idiomas, dando a Lucia Berlin, más de una década después de su muerte, el reconocimiento y los lectores que merecía.

La vida de Lucia Berlin es fascinante y dramática: nace en 1936 en Alaska porque su padre es ingeniero de minas, y la familia viaja con él a sus diferentes destinos laborales. Berlin pasó su infancia, además de en Alaska, en pueblos mineros de Idaho, Kentuchy y Montana. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, su padre fue movilizado (1941) y Lucia y su madre se mudaron y pasaron a vivir con los abuelos maternos en El Paso. El abuelo y la madre tenían tendencia al alcoholismo. En El Paso, Berlin pasa a ser la única niña protestante en un colegio católico. Cuando el padre regresó de la guerra, la familia se instaló en Chile, y pasó de ser una familia itinerante de clase media a pertenecer a la clase alta chilena. En 1955, Berlin se matricula en la Universidad de Nuevo México, donde fue alumna de Ramón J. Sender.

Con treinta y dos años, Lucia se ha divorciado tres veces y tiene cuatro hijos. Sufrirá problemas económicos. Trabaja como profesora sustituta en la Universidad de Nuevo México, pero también como profesora de secundaria (daba clases de español), telefonista de una centralita, administrativa en centros hospitalarios, mujer de la limpieza, auxiliar de enfermería. Además, en más de un momento de su vida tuvo serios problemas con el alcohol. Gran parte de los años 1990 y 1991 los pasa en Ciudad de México, donde vivía su hermana, que acabará muriendo allí de cáncer. Hacia el final de su vida pudo acabar trabajando como profesora de escritura en la Universidad de Boulder (Colorado). A pesar de eso, vivía en una caravana. Sufría de escoliosis, lo que le obligó a llevar corsés de niña. De mayor (durante los diez últimos años de su vida) tenía que desplazarse con un tanque de oxígeno, porque las torsiones del esqueleto, a causa de la escoliosis, le habían provocado una perforación pulmonar. Pasó los últimos años de su vida en Los Ángeles ‒donde vivían algunos de sus hijos‒ en un garaje habilitado como vivienda.

Quizás el apunte biográfico anterior ‒tomado en gran parte de una nota final del libro elaborada por Stephen Emerson‒ puede resultar excesivo, pero para entender las narraciones de Lucia Berlin es importante conocer los hechos más destacados de su vida, puesto que es de su propia biografía de donde toma el material narrativo de sus relatos.

En cierto modo, su método para crear relatos se parece al de Charles Bukowski, cuando crea a su alter ego Henry Chinaski, o más modernamente al cubano Pedro Juan Gutiérrez: estos autores miran a su alrededor (trabajos, relaciones, alcohol, familias desestructuradas…) y escriben sobre lo que conocen, posiblemente desde la exageración y la distorsión literaria. En la página 350, una de las narradoras de los relatos de Berlin apunta: «Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento». Si bien Bukoswski y Gutiérrez crean alter egos literarios, Berlin a veces usa su propio nombre y en otras ocasiones usa otros diferentes, sin incidir en la idea de que el lector está leyendo cuentos transmitidos por una misma voz narrativa. Pero esta sensación de que la voz narrativa se mantiene de un cuento a otro, a pesar de que la protagonista (la mayoría de los cuentos, pero no todos, están narrados en primera persona) cambia su nombre de una historia a otra, se acrecienta porque, además de tener un tono similar (desesperado, pero también celebrativo de la vida), los cuentos contienen una constelación de referentes comunes para los distintos personajes de estos relatos: son mujeres que han nacido en Alaska, se han casado y divorciado tres veces, han vivido en El Paso y en Chile, saben hablar español y tienen cuatro hijos (el mayor casi siempre se llama Ben). Además, según avancen los relatos, los trabajos de la protagonista de los cuentos serán los de la propia Berlin. Aunque al principio la narradora suela ser profesora y señora de la limpieza, habrá una fase de su vida en la que trabajará en un hospital de Oakland y otra en la que estará con su hermana Sally, enferma de cáncer, en Nuevo México. Hacia el final estará instalada en Boulder.

He nombrado a Bukowski y a Gutiérrez para hablar de la narradora de estas historias, y a ellos podemos remitirnos cuando las narraciones tratan del alcohol (licorerías en mitad de la noche, hospitales, centros de rehabilitación…), o sobre los trabajos que tienen que ejercer para poder sobrevivir, pero, a diferencia de estos dos escritores, Berlin no incide mucho en la temática del sexo. En este sentido, su mirada sobre lo contado es más delicada; le importarán más las relaciones rotas, o que se forman, que el sexo en sí, aunque tampoco quiero decir con esto que sea un tema que eluda, simplemente no está destacado.

Imagino que el orden de los relatos es el cronológico de escritura y publicación. Creo que me habría gustado alguna indicación sobre la fecha de publicación de cada uno de ellos. En algún momento los leía como si fuesen narraciones clásicas norteamericanas, cuentos de la década de los cincuenta o los sesenta, para luego sorprenderme ante alguna referencia bastante más moderna. Así, por ejemplo, me supuso un pequeño sobresalto leer en la página 284 (cuento Hasta la vista) una alusión a la paliza que unos policías dieron a Rodney King, algo que ocurrió en 1991.

Pese a que, en muchos casos, Berlin narra sobre hechos bastante terribles (alcoholismo, violencia, problemas en las urgencias de un hospital, en una cárcel, en una clínica de desintoxicación…) su mirada sobre lo contado es muy vitalista, y en muchos casos hace uso del humor («No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas», pág. 345). Es sorprende cómo destacan los detalles de los relatos, hasta tal punto que me costaba pensar que lo leído fuese inventado. Los detalles eran tan personales y tan curiosos que, en casi todas las páginas, estaba seguro de que Berlin los tomaba de la realidad.

El estilo narrativo es rápido y poético, los hechos contados se abigarran en la página. En muchos casos a Berlin le gusta el uso de expresiones onomatopéyicas (como «zas, zas», «plas, plas»).

Ya he dicho que la mayoría de los cuentos están escritos en primera persona y que la voz narrativa parece ser la misma. Algunos, sin embargo, están escritos en tercera, aunque la protagonista en estos casos parece seguir siendo la propia autora.

Hacia el final, Berlin escribe algún cuento más largo que los anteriores y, por ejemplo, en A ver esa sonrisa (que empieza en la página 297) nos encontramos por primera vez con un narrador hombre. En este cuento se intercalan dos voces narrativas, la de un abogado que conoce a una mujer, a la que debe defender, y la de esta mujer, que vuelve a ser la voz narrativa de siempre.

En Y llegó el sábado, el narrador es un hombre encarcelado que acude a un taller de literatura en prisión. La profesora (sobre este detalle se habla en otro cuento) parece ser el alter ego de Berlin.

En Mijito se intercalan también dos voces: la del alter ego de Berlin (en este caso una mujer que trabaja en las urgencias de un hospital) y la de una joven mexicana que no sabe hablar inglés.

Al hablar con mi amigo el escritor Federico Guzmán Rubio, éste apuntaba que los cuentos de Manual para mujeres de la limpieza, pese a parecerle muy buenos, se le hacían al final algo repetitivos. Lo cierto es que yo no he tenido esa sensación. En gran medida porque este libro se puede leer casi como una novela escrita a base de relatos, una novela en la que una escritora, Lucia Berlin, juega con los episodios de su propia vida para crear a un personaje intenso, dramático y conmovedor, y una historia que es la de toda una peripecia vital.

Un profesor del colegio en que trabajo me vio con este libro y me dijo que le extrañaba, porque yo no suelo leer bestsellers, utilizando el término de modo peyorativo. Es cierto que suelo huir de esas narraciones estereotipadas que, lejos de escarbar en la realidad y en la esencia de lo humano, haciendo uso de una plasticidad oscura (o literaria), emplean un lenguaje plano para dibujar tramas cinematográficas y convencionales, con personajes sin entidad. Nada más lejano a esto es Manual para mujeres de la limpieza, un libro conmovedor, intenso y lleno de vida. Realmente me ha emocionado leerlo, y me gusta pensar que el nombre de Lucia Berlin se ha unido con él al de los grandes creadores de cuentos estadounidenses del siglo XX, porque es un lugar que merece. Un libro de cuentos (género muy minoritario en España) de una escritora muerta hace una década que permanece semanas en la lista de los más vendidos del país: ¿cómo no emocionarme ante esta justicia poética? 

miércoles, 9 de agosto de 2017

Un paseo literario por México, verano de 2017

He pasado quince días (entre julio y agosto) en México. Me ha encantado el país. Además he decidido retomar una antigua sección del blog, hoy casi olvidada, la de los Paseos literarios.

Los primeros días del viaje mi novia y yo compartimos bastantes horas con mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio (autor de Los andantes y Será mañana, libros publicados en España por Lengua de Trapo). Estuvimos alojados en su casa, el barrio de Tlalpan (un antiguo pueblo) y desde aquí visitamos el barrio de Coyoacán (que también fue un pueblo en el pasado). Coyoacán siembre ha tenido fama de ser un barrio de intelectuales.


En Coyoacán pasamos por una calle donde ‒según nos contó Federico‒ había vivido Concha Méndez (la que fuese mujer de Manuel Altolaguirre). En esta casa se alojó Luis Cernuda en su exilio mexicano:


En Francisco Sosa, otra de las calles de Coyoacán (barrio en el que también vivieron Diego Rivera y Frida Kahlo), estaba la casa de Octavio Paz. Es ésta:




En la calle Francisco Sosa también vivió el escritor Jorge Ibargüengoitia, pero Federico no sabía el número, así que no pudimos peregrinar a su casa.

En el centro histórico de la ciudad, pasamos por la Alameda, el parque al que Roberto Bolaño se iba a leer después de abandonar sus estudios a los dieciséis años. Éste es el parque:








Bolaño también contaba que robaba libros en la librería de Cristal y la de El Sótano. La primera ya no existe, pero la segunda está justo enfrente de la Alameda. Es ésta:



Entré en El Sótano, pero no compré nada aquí.
Imagino que Roberto Bolaño también hablaría, en alguna de sus páginas, de las librerías de segunda mano de la calle Donceles. Y si no habló de ella, desde luego era una calle muy literaria. Dejo aquí alguna foto tomada en las librerías de esta calle:




Lo raro es que me contuve y no compré nada en ninguna de las librerías de esta calle. Me había propuesto comprar libros clásicos de la literatura mexicana y no al azar, como hago a veces. Sólo compré un libro de segunda mano en México: La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, que no se reedita actualmente, por desavenencias entre los herederos. Lo encontré en unos puestos en la calle, cercanos a Donceles. Es una edición de 1971. Me costó 100 pesos (5 euros). Era esta calle:




Un día, después de visitar las pirámides de Teotihuacán, comimos en el café La Habana, el restaurante que hace esquina en la calle Bucareli, y que en Los detectives salvajes era el café Quito, donde se reunían los realvisceralistas. Éste es:










También fuimos a la calle Samuel 27, que fue la residencia de la familia Bolaño en Ciudad de México. Aquí:





Nos acercamos hasta la tienda de la esquina. La atendía un hombre de unos cincuenta y cinco o sesenta años y una mujer (su madre) de más de ochenta. Federico le preguntó si en el número 27 vivió la familia Bolaño. La mujer, la señora Berta, parecía sufrir Alzheimer y no participó en la conversación, aunque el hombre trataba de meterla en ella. Nos contó que sí, que allí había vivido el señor León (padre de Roberto Bolaño) y que habían venido a filmar desde Chile o España. Los últimos habían sido unos franceses que usaron un dron. Nos contó también que Bolaño compraba en la tienda de la señora Berta y que en alguna de sus páginas la nombra. Nos dijo también que el árbol de la puerta 27 lo había plantado "el escritor" (así lo llamaba).

En la calle Colima (de la colonia Condesa, cerca de nuestro hotel) estaba la casa de las hermanas Font, frecuentada por Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. Ésta es la calle:



«El patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor)» (Los detectives salvajes, hablando de la casa de las hermanas Font)


Paseamos también por el parque de Chapultepec. Aquí visitamos el castillo, donde vivió Maximiliano I y que es, por tanto, uno de los escenarios de la novela Noticias del imperio de Fernando del Paso. Éste es el castillo:






En la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica, compré Noticias del imperio y Palinuro de México de Fernando del Paso. Tengo muchas ganas de leer estas novelas. Ésta es la librería por dentro:


Foto tomada de internet


En Chapultepec también se encuentra la Casa del Lago. En Los detectives salvajes podemos leer, en boca de Auxilio Lacouture: «Me contaron que una vez Arturo Belano dio una conferencia en la Casa del Lago, y que cuando le tocó hablar se olvidó de todo, creo que la conferencia era sobre poesía chilena y Belano improvisó una charla sobre películas de terror.» Ésta es la Casa del Lago:




Contratamos en el hotel un viaje organizado a la ciudad de Taxco. También pasaba por Cuernavaca, una ciudad muy mítica para mí porque en ella está ambientada la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, que leí hace más de veinte años y me encantó. En Cuernavaca vivió Lowry, en el número 62 de la calle Humboldt. Lo malo fue que el viaje era a Taxco y el autobús sólo paraba en Cuernavaca para visitar la catedral y que la gente pudiera ir al baño. Pregunté a dos hombres de la oficina de turismo a cuánto estaba el 62 de la calle Humboldt de donde estábamos. No les sonaba el nombre de Lowry, pero me señalaron amablemente el lugar en un plano y me dijeron que tardaría unos diez minutos en ir. Consideré que no me iba a dar tiempo sin hacer esperar al resto de los clientes del viaje, así que no me arriesgué. Tomo de internet una foto de la casa de Malcolm Lowry en Cuernavaca que no pude visitar (me quedé a diez minutos andando, una pena):




Taxco se dedica principalmente al negocio de las platerías y el turismo, pero el nombre completo de la ciudad es Taxco de Alarcón, en honor al dramaturgo del Siglo de Oro Juan Ruiz de Alarcón, nacido en Taxco. Estudió en Salamanca y llegó a conocer a Miguel de Cervantes. Su obra más famosa es La verdad sospechosa. Ésta es la foto que hice de un cuadro en el que aparece Alarcón, que está en una dependencia de la iglesia de Taxco:




Yo sabía de la existencia de las trajineras de Xochimilco por la novela Será mañana de Federico Guzmán Rubio. Pero es mucho mejor que el autor del libro te lleve allí.
De una barca a otra se puede comprar comida, bebida (al fin probé el pulque), juguetes, puedes contratar a una trajinera de mariachis para que te canten..., te puedes bajar en la orilla para ir al baño, para comprar plantas en un vivero... Te puedes traer la música o la comida de casa...
Te puede abordar un vendedor de dulces desde otra trajinera...

Xochimilco es un lugar impactante:







Las librerías de Ciudad de México son impresionantes. Nos gustó mucho la de Elena Garro en Coyoacán (fotos tomadas de internet):






Me gustaron también mucho las librerías de la cadena El Péndulo, que además son restaurantes. Dejo aquí unas fotos (tomadas de internet) de la librería El Péndulo de la colonia La Roma:






Pasamos tres noches en la ciudad de Puebla. Allí visitamos la librería Profética, donde me compré un libro de Sergio Pitol. Profética, además de librería, era un espacio cultural con biblioteca y un restaurante, que tenía una terraza en el patio de la antigua casa colonial:



La cristalera iluminada que se ve al fondo de la foto pertenece a la librería. Algo sorprendente fue que al ir al baño, en la pared, cerca de los urinarios, se podía leer Los perros románticos, el poema de Roberto Bolaño:




Desde Puebla visitamos la ciudad de Cholula. No tengo de ella ninguna referencia literaria, pero debo decir que es un lugar precioso y que en él sentí que brillaban de forma especial los colores de México:







Cuando en 2009 viajé a Argentina me traje once títulos de autores argentinos. Esta vez me he venido a casa con trece libros de autores mexicanos, uno de un argentino y otro de un brasileño.

La relación de títulos es la siguiente:
Noticias del imperio, Fernando del Paso
Palinuro de México, Fernando del Paso
Amores de segunda mano, Enrique Serna
Ojerosa y pintada, Agustín Yáñez
Al filo del agua
, Agustín Yáñez
Los recuerdos del porvenir, Elena Garro
Domar a la divina garza, Sergio Pitol
Cartucho, Nellie Campobello
Los días terrenales
, José Revueltas
El luto humano
, José Revueltas
Cosmonauta
, Daniel Espartaco Sánchez
La sombra del caudillo, Martín Luis Guzmán
Nueva historia mínima de México
, Varios autores
Campo general y otros relatos, Joäo Guimaräes Rosa (autor brasileño)
El trabajo, Aníbal Jarkowski (autor argentino)




El trabajo y Amores de segunda mano han sido un regalo de Federico Guzmán.
Los he colocado en los altillos de las estanterías de Ikea, juntándolos con el resto de libros de autores argentinos que tenía sin leer. En total me salen veintidós títulos (la columna mexicana es la del medio):



A ver si consigo leerlos todos y no se eternizan en esta pila cogiendo polvo.
Por cierto, también debería releer a Juan Rulfo.

Lo dicho, México es un país fascinante y merece la pena perderse en sus librerías.


domingo, 6 de agosto de 2017

Los diarios de Emilio Renzi (Los años felices), por Ricardo Piglia

Editorial Anagrama. 419 páginas. 1ª edición de 2016.

Ya comenté hace unos meses que compré, poco después de aparecer en las librerías, este segundo volumen de los diarios de Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941 – Buenos Aires, 2017), aunque tenía el primero en casa aún por leer. Lo compré en La Central de Callao y, a pesar de que había pasado ya más de un año desde su adquisición, cuando lo empecé a leer, volví a La Central para ver si me lo cambiaban por otro: las hojas finales habían salido con un error de imprenta y estaban un tanto dobladas. No hubo problemas. Aunque no conservaba el ticket de compra, el libro seguía teniendo marcado el precio con una etiqueta de La Central, y al ser socio estaba registrado el día de la compra.
No he leído los dos volúmenes de los diarios seguidos. Preferí acercarme a la lectura de dos novelas entre medias. (Si alguien quiere leer mi comentario de Años de formación que pinche AQUÍ). A veces el tono de un diario puede acabar siendo repetitivo y cuando me he acercado a ellos, si eran bastante largos, introducía otras lecturas entre un año y otro (por ejemplo, esto lo hice con los Diarios de Victor Klemperer).

Años de formación empezaba con un prólogo y acababa con un epílogo, escritos en la época de la publicación del Diario y no en la de su escritura, que ayudaban al lector a contextualizar lo leído. En Los años felices sólo hay un prólogo que, como el de libro anterior, tiene que ver con Emilio Renzi bebiendo en un bar. Sin embargo, en esta ocasión ha desaparecido la figura del narrador dentro de la historia (que podríamos identificar con el propio Piglia) y nos acerca a Renzi una voz más neutra, fuera del contexto pasado, y apegada al discurso de Renzi. En este prólogo se le explican al lector algunos acontecimientos vitales que tienen lugar en las páginas que va a leer y que le servirán para aclarar la relevancia de las anotaciones. Uno de estos hechos importantes será el cambio de domicilio cuando los militares entran en su portal para buscar a una pareja, que puede ser la que forman él y su novia o no. Otro de los acontecimientos adelantados en este prólogo es que Julia, su pareja, le dejará, porque tras leer su diario descubre que Emilio ha iniciado una relación con Tristana, una de sus amigas.
Efectivamente en el Diario se narra la separación con Julia y el comienzo de nuevas relaciones amorosas para Emilio, pero lo cierto es que no me ha parecido que se hablara previamente de ese acercamiento a Tristana, que descubrirá Julia al leer el Diario. Esto me hace pensar que Los diarios de Emilio Renzi, que el lector tiene en sus manos al acercarse a los ejemplares de Anagrama, están editados por el propio Piglia.
En algún momento, estaba pensando que se centra mucho en describir su relación con la literatura y con otros escritores, y ahora, que me he sentado a escribir sobre el libro, especulo con la posibilidad de que los Diarios estén expurgados, y que Piglia haya querido mostrar al lector principalmente la parte que le parecía relevante, la relacionada con sus reflexiones de escritor o interacciones con el mundillo literario argentino. El otro día (respecto a la escritura de esta reseña no a su publicación) lo comentaba en su muro de Facebook el escritor argentino Tomás Sánchez Bellocchio que andaba leyendo el primer volumen, que le parecía que la prosa era demasiado homogénea como para no pensar en un proceso de reescritura posterior.

Años de formación abarcaba el periodo 1957-1967 y Los años felices nos acerca al Emilio Renzi de 1968-1975. Menos años y más páginas para contarlos.

Si al finalizar Años de formación, el joven Renzi hacía la audaz afirmación de que en diez años iba a ser el mejor escritor de Argentina, en Los años felices nos encontramos a un Renzi enfrascado en la escritura de una novela, cuya idea ya se anunciaba en el volumen anterior, sobre unos delincuentes que, tras atracar un banco, huyen a Uruguay. Después de años de trabajo, en más de un caso, Renzi siente la tentación de abandonar el proyecto porque no se siente satisfecho de las páginas que escribe. Imagino que esta novela será al final, cuando se publique, años después, Plata quemada. También parece que se ha embarcado en la escritura de Respiración artificial. Si de la primera novela se habla del argumento y de las dificultades técnicas, pero no se da el título, de la segunda se da el título pero se habla mucho menos de ella. En los años finales de este libro, Piglia volverá a escribir relatos. Un volumen de relatos será lo que conseguirá ver publicado (quitando los ensayos y reseñas de libros) durante este periodo feliz de su vida.
Pese a algunas privaciones, la situación económica de Renzi parece más estable que durante la etapa anterior. El peor momento económico lo vivirá cuando Jorge Álvarez, editor para el que trabaja, después de una época de despilfarros, se ve forzado a cerrar su negocio. Pero esto no dudará mucho. Durante estos años se ganará la vida trabajando como articulista, editor (principalmente de una colección de libros policiales), dando charlas (a un grupo de médicos les hablará de filosofía), clases o conferencias en la universidad. En más de un caso, estas ocupaciones, pese a ser cercanas a su quehacer literario, las vive como un incordio que le impide dedicar todos sus esfuerzos a la creación.

Aunque Piglia ha decidido subtitular este volumen del diario con la apostilla de Los años felices, en más de un caso no parecen tales. Sobre todo al principio, Piglia describe algunas sensaciones (mareos, visión distorsionada, movimientos extraños en los límites de la visión…) que parecen estar acercándole a alguna crisis de locura angustiosa.

Si bien una de las anotaciones de Años de formación decía: «Vivir sin pensar, actuar con el estilo sencillo y directo de los hombres de acción», ahora, con la madurez, el enfoque sobre lo que quiere escribir en sus diarios parece cambiar: «Estos cuadernos pararán a ser un archivo o un registro de mi educación sentimental, por lo tanto estarán hechos básicamente con la reflexión sobre lo sentimientos y estarán apenas cruzados por actos o hechos o palabras sobre mí mismo.» (pág. 44)

Aunque ya he apuntado que las entradas escritas en Años de formación son sorprendentemente maduras para alguien que empieza a escribir su diario a los dieciséis años, aunque algo dispersas, sobre todo al principio, éstas se vuelven más coherentes y extensas en Los años felices. En la cita del párrafo anterior, parece que Piglia pretende hablar en sus cuadernos de una «educación sentimental», pero a la larga, más bien va a centrarse en una educación literaria. Se hablará de mujeres, por ejemplo, pero durante la primera mitad del libro su relación con Julia, su pareja, ocupa muchas menos páginas que su relación con los amigos escritores. Después de la ruptura con Julia, se registrarán con mayor minuciosidad sus relaciones con otras mujeres y las noches de deambular solo por la ciudad. De su familia hablará poco, pese a que durante estos años muere su padre, con el que nunca tuvo una buena relación. La literatura, apunta Renzi, siempre ha sido una forma de ausentarse de la vida cotidiana.

Miguel Briante, amigo y habitual de las páginas de Años de formación, aparecerá menos durante estos años. La figura del amigo escritor y confidente será tomado ahora, sobre todo, por David Viñas, catorce años mayor que Renzi. Pese al cariño que le procesa, la figura de Viñas será cuestionada en más de una anotación aquí: Viñas es narcisista, inseguro; vivirá siempre agobiado por el miedo al fracaso literario y la necesidad de dinero, lo que ‒según Renzi‒ le lleva a escribir demasiado y en poco tiempo. Y esto por no hablar de su obsesión negativa hacia Julio Cortázar, a quien Viñas siente como un rival demasiado poderoso. Renzi también se relacionará aquí con Manuel Puig, al que admira de forma más clara. Pese a que Puig no es un gran lector, Renzi sí que le siente como un verdadero escritor intuitivo, con gran oído para el lenguaje oral.
También poblarán estas páginas, a veces como figurantes, escritores como Jorge Luis Borges (que parece en decadencia tras su ceguera y libros como El informe Brodie), Haroldo Conti (que parece repetir las claves de sus éxitos pretéritos en obras como En vida), o José Bianco, al que Renzi dedica grandes elogios.
También aparecerá aquí el escritor Andrés Rivera (que murió hace poco), que no es muy conocido en España, pero cuya novela El Farmer me parece una gran obra.

Si bien la figura por la que parecía sentir una gran curiosidad, como prototipo del hombre de acción, en Años de formación, y de la que hablaba en muchas de aquellas páginas, era la de un amigo delincuente, en Los años felices el delincuente ha dado paso a la figura del revolucionario clandestino, que ha de vivir una doble vida. Los años de las dictaduras militares y su violencia acaban cobrando cuerpo en estas páginas. Serán muchas las charlas con los amigos sobre el papel de la literatura en la política. Frente a la opinión de otros escritores, según los cuales la literatura debe ser social y política, Renzi defiende la idea de acercar una idea más pura de la literatura hacia el mundo de los lectores políticos. Renzi tendrá amigos cercanos a la vida clandestina de la izquierda, pero, sobre todo después de un viaje a Cuba, el caso Padilla y la invasión rusa de Checoslovaquia (con el apoyo de Cuba), Renzi se distanciará de un posible entusiasmo inicial hacia la Revolución Cubana.

Me han gustado mucho las anotaciones que Piglia hace sobre la novela policiaca (cada vez me apetece más leer todas las novelas de Raymond Chandler) o el elogio de Adán Buenosaires de Leopoldo Marechal (libro que tuve en mis manos, a buen precio, cuando viajé a Argentina en 2009 y que, erróneamente, no me decidí a comprar).

El libro está plagado de reflexiones brillantes. Dejo aquí algunas:

«La historia literaria es siempre una condena para el que la escribe en el presente, allí todos los libros están terminados y funcionan como monumentos, puestos en orden como quien camina por una plaza en la noche. Una «verdadera» historia literaria tendría que estar hecha sobre los libros que no se han terminado, sobre las obras fracasadas, sobre los inéditos: allí se encontraría el clima más verdadero de una época y de una cultura.»

«Todos nosotros nacemos en Roberto Arlt: el primero que consiga engancharlo con Borges habrá triunfado.» (¿Podemos pensar en Roberto Bolaño?)

«Entre ganarnos la vida y sacarnos de encima la realidad, se nos va la juventud.»

«Las novelas se leen porque son el único modo de ver a una persona por dentro. Yo conozco mejor a Anna Karénina que a la mujer con la que vivo hace años.»

«Necesito entrar en una librería, verificar que los libros están ahí, que hay lectores que los compran, se los puede hojear, son siempre los mismos títulos, revisados veinte veces en una semana. Son objetos reales y entonces es posible pensar que tiene sentido perder en ellos la vida.»


Me ha gustado más Los años felices que Años de formación. Este segundo volumen es más compacto y parece mejor articulado que el anterior. Para mí, como amante de la literatura argentina, ha sido fascinando poder adentrarme en las calles de Buenos Aires de la mano de Piglia y ver el retrato que hace de muchos escritores a los que yo he leído. El tercer volumen aparecerá en septiembre de 2017. Ya lo estoy esperando.