domingo, 23 de febrero de 2020
domingo, 16 de febrero de 2020
Prosas apátridas, por Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro
Editorial Seix Barral. 148 páginas. 1ª edición de 1975 y 1982; esta de
2019.
Prólogo de Fernando León de Aranoa
Entre mi lectura de La
tentación del fracaso y Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) he
dejado pasar unos meses, pero no quería terminar 2019 sin leer el tercer libro
de este autor que me envió Seix Barral.
Ribeyro escribe en el prólogo que sus
«prosas apátridas» contienen «textos que no han encontrado sitio en mis libros
ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos»
(pág. 17).
En La tentación del fracaso habla de la elaboración de estas
composiciones: las llama ya así, Prosas
apátridas, y describe el impacto que causaban cuando se las leía, por
ejemplo, a sus amigos en una fiesta. Así que, aunque en un principio eran
textos que no encontraban acomodo en otro sitio, en algún momento (y es lógico
suponer que ese momento se sitúa en 1982, cuando Ribeyro amplía este libro de
1975), ya escribe estas composiciones de forma consciente y autónoma.
Dice Ribeyro en el prólogo que sus
prosas apátridas no son poemas en prosa. Pero me gustaría matizar que, si bien
algunas son reflexiones de carácter filosófico o finas observaciones sobre las
personas que le rodean, el impulso de algunos de estos textos sí es
eminentemente poético. Por ejemplo el texto que abre la segunda parte del
libro:
«Nos paseamos como autómatas por
ciudades insensatas. Vamos de un sexo a otro para llegar siempre a la misma
morada. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas ligeras variantes.
Comemos vegetales o animales, pero nunca más de los disponibles, en ningún
lugar nos sirven el Ave del Paraíso ni la Rosa de los Vientos. Nos
jactamos de aventuras que una computadora reduciría a diez o doce situaciones
ordinarias. ¿La vida sería entonces, contra todo lo dicho, a causa de su
monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como
el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos,
ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será
lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita
de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia».
Diría que este texto sí es un poema
en prosa. De hecho, lo podría haber escrito dividiéndolo en versos. Suena a
esos poemas melancólicos y cerebrales de Jorge
Luis Borges.
La relación entre Prosas apátridas y el diario La tentación del fracaso es estrecha. De
hecho, apunto desde ya que ambas lecturas se complementan muy bien. Alguna
reflexión de Prosas apátridas la recordaba
del diario; por ejemplo aquella en la que la desaparición de un amigo significa
la muerte de una parte de nosotros mismos, porque con cada amigo nos
relacionamos de un modo diferente y al desaparecer ese amigo se cierra una
gaveta escondida de nuestro ser en la que guardábamos la forma de relacionarnos
con él (Prosa apátrida nº 39).
Estos textos están escritos en
París, y por tanto se corresponden con la fase de madurez creativa del autor. En
ellos aparecen reflexiones sobre su hijo o su gato, de los que ya hemos leído
en el diario.
También me gustaría apuntar que
algunas «prosas apátridas» se pueden relacionar con los cuentos más
autobiográficos de La palabra del mudo, sobre todo cuando habla de su enfermedad y
su hospitalización, tema central de Solo para fumadores.
Como bien apunta Fernando León de
Aranoa en su prólogo, muchas «prosas apátridas» parten de ejercicios modestos:
el autor mira por la ventana y comenta algo de lo que ve («al mirar por mi
ventana», pág. 40), u observa a diferentes personas y de ahí surge una
reflexión («Observando jugar a los niños en el parquecito de la Rue de la
Procession»: comienzo de la Prosa apátrida nº 34).
En la mayoría de los casos, las
reflexiones comienzan con una observación trivial que, gracias a la aguda mirada
de Ribeyro, se convierte en símbolo. El texto se remata con una reflexión
general. La «prosa apátrida» nº 52 es un buen ejemplo de esto:
«Viajar en un tren en el sentido de
la marcha o de espaldas a ella: la cantidad física de paisaje que se ve es la
misma, pero la impresión que se tiene de él es tan distinta. Quien viaja en el
buen sentido siente que el paisaje se proyecta hacia él o más bien se siente
proyectado hacia el paisaje; quien viaja de espaldas siente que el paisaje le
huye, se le escapa de los ojos. En el primer caso, el viajero sabe que se está
acercando a un sitio, cuya proximidad presiente por cada nueva fracción de
espacio que se le presenta; en el segundo, solo que se aleja de algo. Así, en
la vida, algunas personas parecen viajar de espaldas: no saben adónde van,
ignoran lo que las aguarda, todo los esquiva, el mundo que los demás asimilan
por un acto frontal de percepción es para ellos solo fuga, residuo, pérdida,
defecación» (pág. 55).
Más de una «prosa apátrida» está recorrida
por la vena del humor: por ejemplo cuando Ribeyro critica a la burocracia; o
bien en las anotaciones más sencillas sobre lo más próximo, como la «prosa
apátrida» nº 161: «Costumbre de tirar mis colillas por el balcón, en plena
Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la
vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este
gesto. “Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”, me pregunto» (pág.
130).
En otras «prosas apátridas» Ribeyro
da rienda suelta a su tristeza y a su crueldad; por ejemplo cuando muestra la
repugnancia que le causa un romance de oficina entre dos compañeros casados sin
ningún atractivo físico.
En general, Prosas apátridas es un libro lleno de frases afortunadas. Por
ejemplo, podemos leer en la página 37: «La madurez es una impostura inventada
por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su
autoridad»; o en la página 38: «La cultura no es un almacén de autores leídos,
sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado».
Prosas apátridas es un libro
hermoso y difícil de clasificar, un libro lleno de certeras reflexiones sobre
lo minúsculo que –como apunta León de Aranoa– rescata la forma de mirar de la
niñez; un libro que complementa de forma estupenda el universo de Ribeyro, al
que había llegado gracias a los cuentos de La
palabra del mudo y el diario La tentación
del fracaso. Hacía tiempo que quería leer a Julio Ramón Ribeyro, lo he
hecho en 2019 y ha sido una de las experiencias lectoras más satisfactorias de
este año. Ribeyro es todo un clásico de la literatura en español del siglo XX y
es de agradecer que Seix Barral haya decidido reeditarlo en 2019, por el 90
aniversario de su nacimiento.
domingo, 9 de febrero de 2020
La tentación del fracaso, por Julio Ramón Ribeyro
La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro
Editorial Seix Barral. 678 páginas. 1ª edición de 1992-1995; esta de
2019.
Prólogo de Enrique Vila-Matas
Seix Barral me mandó La
palabra del mudo, La tentación del fracaso y Prosas
apátridas de Julio Ramón Ribeyro
(Lima 1929-1994) a principios del verano de 2019. Después de leer entre agosto
y septiembre La palabra del mudo, empecé
dos libros más cortos y regresé a Ribeyro y a su diario La tentación del fracaso. Tras terminarlo he de decir que me alegro
de haber leído estos libros casi seguidos, porque La tentación del fracaso es un magnífico complemento a la lectura
de los cuentos de La palabra del mudo.
La tentación
del fracaso comienza con la sección titulada Primer diario limeño (1950-1952),
anotaciones de un jovencísimo Ribeyro a los veintiún años. La primera anotación
del diario es significativa y marca en gran parte el tono de las entradas
correspondientes a los siguientes años: «Se ha reabierto el año universitario y
nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera» (pág.
5). Ribeyro trabajó brevemente en un bufete de abogados, siendo aún estudiante,
y nunca llegaría a tomarse la abogacía tan en serio como para ganarse la vida
gracias a ella. «Para la actividad y las cosas prácticas soy hombre perdido»
(pág. 7).
En estas primeras páginas, el lector
atento se percatará de que algunas alusiones a anotaciones supuestamente
contenidas en el propio diario no podrá leerlas. Más adelante, en años
venideros, leerá sobre el proceso de depuración que Ribeyro lleva a cabo en sus
propios escritos primerizos, de los que acabará quitando muchas páginas que
considera irrelevantes.
Al principio, los bloques que
dividen el diario tienen que ver con lugares en los que el autor va viviendo.
Ribeyro es un hombre que, desde muy joven, se ha visto tentado por la idea de
viajar, o al menos de salir de Lima y establecerse en alguna ciudad extranjera,
siendo París la predilecta. Cuando acabe estableciendo su residencia en esta
última ciudad, las partes del diario dejarán de aludir a lugares (Lima, París,
Madrid, Múnich, Berlín…) para organizarse por años (periodo de 1960-1978).
Desde las primeras páginas de La tentación del fracaso, Ribeyro
empieza a cultivar su gusto por el aforismo. Todavía no lo he leído, pero sé
que hay confluencias entre este libro y sus Prosas
apátridas. Así, por ejemplo, en la página 34 del diario podemos leer: «La
felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que
producen el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia
conciencia reflexiva, nos aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia:
horrible enfermedad que le ha sobrevenido al género humano. ¿La suprema
felicidad la constituye la muerte? Conclusión ilógica. El hombre necesita de la
conciencia para darse cuenta de que ha carecido de ella, vale decir para
comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener conciencia de nuestra felicidad
para que esta tenga alguna significación. Pero apenas nos percatamos de nuestra
felicidad esta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un conjuro que
desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y felicidad
se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra».
Desde el comienzo, Ribeyro deja
constatada la lucha por levantar una obra literaria que considere digna. «Me
causa sorpresa enterarme por recortes que me envían de Lima que la crítica de
casa me considera como el mejor cuentista joven del Perú» (pág. 40). A pesar de
alguna anotación positiva y halagüeña como esta, Ribeyro es un autor exigente y
crítico con su propia obra. Así, no muchas páginas después, nos encontramos con
esta apreciación: «Cada vez tengo más dudas acerca del éxito que pueda tener en
Lima mi volumen de cuentos. Creo que hay tres o cuatro que están verdaderamente
logrados. Los demás me inspiran desconfianza» (pág. 47). Está hablando de la
publicación de Los gallinazos sin plumas.
Cuando deja Lima y empieza a vivir
en diversas ciudades europeas, el diario de Ribeyro deja constancia de su vida,
encuentros, desencuentros, salidas, trabajos eventuales para ganar dinero,
trabajos literarios, amores… El 23 de abril de 1955 anota: «Debo confesar una
vez más que soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero
que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya
sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La
única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el
desorden» (pág. 60). La incapacidad para ahorrar y administrar el dinero será
uno de los principales problemas de Ribeyro, que, en gran medida, vive todo
esto como si se tratase de una aventura: tener que pedir dinero a casa, a
amigos, vivir de fiado… mostrándose en general optimista (a la vez que desesperado)
con este tema: de algún modo la providencia vendrá a rescatarlo.
Aunque Ribeyro parece tener muchos
amigos, se considera alguien incapacitado para la vida social. Además, sospecha
desde el principio que no tiene dotes para escribir novelas, que sus impulsos
literarios solo se adaptan al género del cuento. Esto es algo que le angustiará
de forma periódica, porque siente que los grandes escritores de su generación
han creado alguna obra maestra de la novela (Mario Vargas Llosa con La casa Verde, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad, Augusto Roa Bastos con Yo,
el supremo o José Donoso con
El
obsceno pájaro de la noche) y que él solo puede escribir cuentos, que
es un género con pocos lectores y cada vez más irrelevantes. Como muchos
grandes escritores (Cervantes con el
teatro o la poesía, o Philip K. Dick
con las novelas realistas), Ribeyro vivirá con la angustia de no sentirse un gran
creador porque no se considera bueno en un género que le crea demasiadas
dificultades (la novela) y sin saber valorar aquello para lo que tiene más
facilidad. La palabra del mudo es uno
de los libros de cuentos más notables del español, y es posible que la gran
novela que Ribeyro buscase sin éxito fuesen las páginas de La tentación del fracaso. Ribeyro publicó tres novelas (Crónica
de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio
de guardia), pero no se sentía satisfecho con ellas.
«Mis 29 años cumplidos sin ninguna
gloria, rico en virtudes, pero con las manos vacías, sin biblioteca, sin hijos,
sin profesión, sin diplomas, sin títulos, sin porvenir…», leemos en una
anotación del 7 de septiembre de 1958. No conseguir ganarse la vida será una de
las obsesiones del diario: al principio, cuando vive en Europa a salto de mata,
y también más tarde, cuando se instale en París, se case, tenga un hijo y
consiga un trabajo (sin demasiadas complicaciones) para la Unesco.
«Cuando era más joven me decía:
“Antes de cumplir los 30 años debo hacer algo importante.” Mañana los cumplo y
no he realizado nada que valga la pena» (pág. 203).
En las páginas del diario relativas
a su juventud se suceden los amores y las conquistas. Sin embargo, en algún
momento notaremos que ha dejado de salir y trasnochar tanto como antes. Ribeyro
se ha casado, pero no existe la constatación previa de haber conocido a su
mujer o de la boda en sí misma. No sé si no escribió sobre ello o si lo eliminó
de la versión publicada.
«Creo que mi diario, de aquí a
algunos años, será probablemente la más importante de mis obras» (pág. 210).
En 1961 empieza –en París– a
trabajar en el equipo de redacción de France-Presse, donde coincide con Mario
Vargas Llosa, que (junto a Alfredo Bryce Echenique) pasará a formar parte de su
círculo de amigos. Ribeyro y Bryce pensarán que la estrella es Vargas Llosa y
no ellos, pero esa idea no parece incomodarles en ningún momento.
En la página 231 leemos: «¿Por qué
esta maldita costumbre de beber mientras escribo? Ayer, que me levanté
temprano, me senté a la máquina con una botella de coñac por delante: a
mediodía estaba completamente borracho. Es verdad que culminé el primer
capítulo (de “Los geniecillos dominicales”) en forma brillante: vomitando como
Ludo. ¡Y por la tarde tener que ir a trabajar! La bebida me es necesaria
durante el acto, no solo porque aumenta mi inventiva gramatical, sino porque
suprime la fatiga, o mejor dicho, la va guardando para más tarde. Además no
creo que beber sea una rareza entre los escritores. Creo que es la ley, por el
contrario (Flaubert, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Beckett, etc.)». Ribeyro
también es un fumador compulsivo y no parece alimentarse muy bien.
En 1973, a la edad de cuarenta y
cuatro años, será ingresado en un hospital y sufrirá más de una intervención
grave en los siguientes meses. No sabrá (o no querrá saber) hasta más tarde que
la enfermedad que ha sufrido ha sido cáncer de esófago. Este hecho marcará su
vida y los restantes años que quedan por constatar en este diario (1973-1978).
Empezarán para él los problemas para dormir y para comer (llegará a pesar solo
46 kilos), un dolor casi constante le acompañará en los siguientes años, y el
agotamiento físico le obligará a hacer más vida en casa. Gran parte de este
proceso quedó registrado en su magistral cuento Solo para fumadores.
Uno de los mayores placeres de
acercase a La tentación del fracaso,
teniendo aún fresco La palabra del mudo,
es que Ribeyro nos habla del proceso creativo de algunos de sus cuentos. Así,
por ejemplo, sabremos que Silvio en el Rosedal le parecía su
cuento más logrado y el que más le representaba. En otros casos, en vez de
hablarnos directamente de la creación de un cuento en particular, Ribeyro
constata una experiencia vital que el lector sabe que en el futuro se convertirá
en cuento. En el diario se menciona, por ejemplo, un desencuentro con un casero
alemán amante de los pájaros, que será el germen del gran cuento Los
cautivos.
En el prólogo, Enrique Vila-Matas opina que La
tentación del fracaso es uno de los grandes diarios del siglo XX. Como ya
he apuntado, resulta llamativo que Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes
escritores en lengua española del siglo XX, pensase que vivía a la sombra
artística de otros grandes escritores (Vargas Llosa, García Márquez, Roa
Bastos) por no tener una incontestable obra larga, cuando en realidad tenía
dos: La palabra del mudo y La tentación del fracaso.
domingo, 2 de febrero de 2020
La palabra del mudo, por Julio Ramón Ribeyro
La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro
Editorial Seix Barral. 1.038 páginas. 1ª edición de los textos
1949-1994; esta de 2019.
Prólogo de Sara Mesa
Durante la lectura de La
palabra del mudo de Julio Ramón
Ribeyro (Lima 1929-1994), me he estado preguntando cuándo fue la primera
vez que oí hablar de este escritor peruano. Cuando estaba estudiando ADE en la
Carlos III me apunté a unas clases sobre el cuento por el que se otorgaban dos
créditos de los llamados «de libre configuración». Creo que en ellas leímos la
narración Silvio en el Rosedal y éste supuso mi primer encuentro con
Ribeyro. En enero de 2004 leí París no se
acaba nunca de Enrique Vila-Matas, en el que volvía a aparecer el nombre de
Ribeyro. Quizás desde entonces, los cuentos completos de Ribeyro han sido para
mí una lectura aplazada. Más de una vez he hojeado en alguna biblioteca La palabra del mudo o La tentación del fracaso y he sentido el
deseo de leerlos.
Cuando me llegó al mail el anuncio
de que Seix Barral sacaba una
edición conmemorativa de los libros de Julio Ramón Ribeyro por el 90
aniversario de su nacimiento, sentí que había llegado el momento y solicité
estos libros a la editorial. He empezado con La palabra del mudo, que reúne sus cuentos completos (en total 97).
El primer libro de cuentos que
publicó Ribeyro es el titulado Los gallinazos sin plumas (1955),
pero en La palabra del mudo existe
una sección inicial llamada Cuentos olvidados, en la que se
reúnen cinco narraciones que aparecieron en revistas. La primera de ellas –La vida
gris– es de 1949, así que se publicó cuando Ribeyro tenía veinte años,
y hay críticos que lo consideran una declaración de intenciones creativas. En
él se recrea la vida de un hombre irrelevante, que no destacó nunca ni para
bien ni para mal, y que cuando muere deja escasos recuerdos en otras personas,
recuerdos que serán pronto olvidados. Se le nota ya cierta maestría a Ribeyro,
pero aún le queda mucho recorrido a su talento. En gran medida, sus historias dan
voz a personas poco notables, que pertenecen a la clase media o baja, aunque
también podemos encontrar a un profesor universitario y otras personas de clase
social más alta. En general, son personas que no van a alcanzar sus sueños, y
no porque Ribeyro sea así de pesimista, sino porque la vida es así.
En los Cuentos olvidados, Ribeyro está tratando de averiguar qué clase de
escritor quiere ser. ¿Realista? ¿Fantástico? ¿De terror? En ellos se pueden
encontrar huellas de Franz Kafka, Edgar Allan Poe o incluso de H. P. Lovecraft. Son cuentos correctos,
aunque un tanto ingenuos, propios de un escritor en formación.
Con el primer cuento de Los gallinazos sin plumas (1955),
titulado igual que el libro, ya nos encontramos con una obra maestra. Dos niños
han de buscar comida en un basurero de Lima para alimentar al cerdo con el que
su abuelo quiere hacer negocio. Es un cuento social demoledor.
Este primer libro está formado por
ocho relatos realistas y sociales. Su factura es buena, aunque tras el impacto
del primer cuento, hay que decir que el nivel de los siguientes es algo más
bajo. Son cuentos buenos, pero su intencionalidad de denuncia está demasiado
marcada y el lector recibe el impacto final de un modo rotundo, pero demasiado
remarcado. De ellos destacaría La tela de
araña por la modernidad de denunciar los abusos sobre las mujeres más
indefensas.
Diría que Los gallinazos sin plumas de 1955 es una de las influencias más
claras de la primera obra cuentística de Mario
Vargas Llosa, Los jefes, que apareció en 1959.
El siguiente libro es Cuentos
de circunstancias, de 1958. Si bien había tenido la sensación, tras los
titubeos de Cuentos olvidados (que se
movían entre el realismo y lo fantástico), de que en Los gallináceos sin plumas Ribeyro elegía claramente el camino del
realismo, en este otro libro, Cuentos de
circunstancias, vuelve a incursionar en el mundo del relato fantástico. La
insignia, por ejemplo, es un cuento de corte borgiano.
Al final de los cuentos de estos
libros suele haber una nota en la que se indica el año de su escritura y el
lugar. Así, se puede observar que los relatos de Cuentos de circunstancias, publicado tres años después de Los gallinazos sin plumas, no están
necesariamente escritos después de los del primer libro. Lo que está claro es
que Ribeyro decidió que su primer libro oficial (Los gallinazos sin plumas) iba a ser realista y social, y eligió
para él los cuentos que había escrito que mejor encajaban en esa temática. Pero
se guardó otros, de corte más experimental, que verían la luz en Cuentos de circunstancias. Doblaje,
por ejemplo, es un cuento abiertamente fantástico, que podría recordarnos a
algunos de Cortázar. El
libro en blanco es un cuento de terror correcto, pero algo ingenuo. La
molicie, sobre el calor de Lima, parece un texto existencialista de Onetti. Los eucaliptos, sobre los
cambios que el tiempo y la presión demográfica ejercen sobre un barrio de Lima,
es un cuento nostálgico y bello. Los merengues, sobre los deseos de
un niño, también es un cuento destacado.
Aunque entre los cuentos que he
comentado hasta ahora ya hay piezas notables (y alguna obra maestra), considero
que la verdadera madurez narrativa de Ribeyro empieza en el libro Las
botellas y los hombres, de 1964. Así, el primer cuento (que da título
al conjunto), sobre un joven que se reencuentra con su padre que le abandonó,
me parece un texto realista (y también social) más rico y sutil que los cuentos
de Los gallinazos sin plumas. En
estos cuentos se habla de las diferencias sociales («Se daba cuenta de que en
Lima no se podía ser pobre, que la pobreza era aquí una espantosa mancha, la
prueba plena de una mala reputación», pág. 211) en cuentos como (El
profesor suplente o El jefe); y también se habla de
racismo, como en La piel de un indio no cuesta cara o Un color modesto. Otro
tema podría ser el de la frustración y la soledad, presente en Una
aventura nocturna.
En alguna lista de «los mejores
libros de Perú» me encuentro con La
palabra del mudo, lo que me parece totalmente lógico, pero también con Los gallinazos sin plumas en vez de los
cuentos completos, y esto ya no me parece correcto. Para mí, Las botellas y los hombres es un libro
más valioso y maduro que el primero, que tiene –por supuesto– la virtud de
señalar el comienzo de la carrera de un escritor muy destacado.
El siguiente libro es Tres
historias sublevantes de 1964, un libro que leí de un tirón. Está
formado por tres relatos largos, que son casi novelas cortas. En las listas de
los mejores cuentos de Ribeyro se suele incluir el primero de los relatos aquí
presentes, Al pie del acantilado, un cuento sobre personajes muy
marginales, aunque los otros dos me han parecido también muy buenos: El
chaco y Fénix. Este último casi abandona el realismo para incursionar
en el expresionismo. La tarde de verano que leí los tres seguidos y luego salí
a pasear me resulta memorable.
Los cautivos (1972) es uno de los libros más
destacados y modernos del conjunto. Digo que es moderno porque –ahora que está
tan de moda la autoficción– en muchos de sus cuentos el narrador podría ser él mismo,
una figura muy próxima al escritor Ribeyro que habla de sus experiencias en
Europa. En algunos de estos cuentos el narrador dice abiertamente que es un
escritor latinoamericano en Europa y nos habla de sus dificultades económicas.
Por ejemplo, el cuento La estación del diablo amarillo
me ha recordado a algunas de las narraciones de Charles Bukowski.
Roberto Bolaño, en su
cuento Vagabundo en Francia y Bélgica (2001), rinde un homenaje claro
(para mí, aunque no he encontrado nada sobre ello en internet) a las dos primeras
páginas de Ridder y el pisapapeles, un cuento escrito en 1971 por Ribeyro.
En realidad, es como si toda la poética de Bolaño se pudiera condesar en estas
dos páginas del cuento de Ribeyro. No hay ningún comentario en Entre
paréntesis de Bolaño sobre Ribeyro, pero el libro Los cautivos me parece una lógica influencia para la obra del chileno.
El cuento Los cautivos es una
maravilla, un incondicional de las listas de «mejores cuentos de Ribeyro». Los
españoles, cuento en que Ribeyro hace algunas bromas sobre el carácter
español (o el carácter español del franquismo) me ha parecido muy divertido (y
también triste).
El libro El próximo mes me nivelo (1972)
guarda relación, en su composición y en la forma de abordar personajes, con Las botellas y los hombres. Este libro empieza
con dos notables narraciones sobre mujeres (Una
medalla para Virginia y Un domingo
cualquiera), algo que no es común en estos cuentos, donde los narradores y
los personajes principales son normalmente hombres. En este sentido, estos
cuentos los siento conectados con La tela
de araña (de Los gallinazos sin
plumas), también un cuento cuyo personaje principal era una mujer.
El relato que da nombre al libro es
de una brutalidad y contundencia ejemplares.
El libro Silvio en El Rosedal (1977)
es uno de los más famosos de Ribeyro. Curiosamente, el cuento que le da título es
una versión extendida (y muy mejorada) del primer cuento que aparece en este
volumen, La vida gris, pues trata de
un hombre solitario que intenta encontrar sentido a su vida en lugares donde no
está, o en los que no tiene sentido que busque. En muchos de los cuentos de
este libro el tema de fondo pasa a ser el de la decadencia personal, la vejez y
la muerte. Así, por ejemplo, en el primero, Terra incognita, un
profesor de universidad bien asentado sale a recorrer la ciudad y casi no la
reconoce, lo que le lleva a pensar en la pérdida de la juventud.
Tristes querellas en la vieja quinta es un cuento demoledor sobre la
vejez.
El cuento Alienación, sobre un
negro peruano que aspira a convertirse en un blanco norteamericano, es otra de
las obras maestras del libro.
El cuento La señorita Fabiola,
donde un narrador muy cercano a Ribeyro evoca a una vecina de su niñez, es un
adelanto de la temática del libro Relatos santacrucinos.
El libro Sólo para fumadores (1987)
comienza con un relato largo excepcional, el que da título al conjunto. En él,
Ribeyro nos habla de su adicción al tabaco, que además de placer le causó
serios problemas de salud.
En este libro hay una serie de
relatos donde la escritura o el deseo de escribir se convierten en
protagonistas, pero a diferencia de Los cautivos, su narrador no es
alguien similar a Ribeyro. Aquí se suele ridiculizar la idea de querer ser
escritor sin escribir, simplemente adquiriendo la pose del artista (Ausente
por tiempo indefinido) o bien la literatura como adorno social (Té
literario).
Hay algunas piezas que hacen pensar
que el genio de Ribeyro se halla un tanto agotado: los cuentos Escena
de caza, Conversación en el parque o Nuit caprense cirius illuminata están
por debajo del nivel medio de este volumen (nivel que, dicho sea de paso, es
francamente alto).
Esta sensación de agotamiento se
supera en el que será el último libro de cuentos de Ribeyro, Relatos
santacrucinos de 1992. Se trata de un libro muy uniforme, unido por una
misma voz narrativa muy cercana a la de Ribeyro. En cada cuento se evoca a
alguna persona de la niñez o juventud del autor (o narrador) en Lima. Algunos
personajes saltan de un libro a otro, lo que nos lleva a pensar en una novela.
Es cierto que cada texto funciona de forma independiente como un cuento, pero
un editor que considerase que las novelas se venden mejor que los cuentos no habría
tenido escrúpulos en vender este libro como novela y no como conjunto de
cuentos. Sin embargo, Ribeyro ha llegado a ser un escritor mucho más
considerado en el mundo del cuento que en el de la novela, así que no era
necesaria, en ningún caso, esta maniobra. Relatos
santacrucinos es un texto nostálgico y crepuscular maravilloso.
El libro acaba con un apartado
titulado Cuentos desconocidos, que contiene tres relatos. El primero, Los
huaqueros, es un descarte de Los gallinazos sin plumas, que bien
podría haber aparecido en ese libro, porque su calidad es pareja a la de
aquellos relatos.
El abominable es el comienzo de una novela y no
un relato, y no deja de ser una curiosidad.
Juegos de infancia, más que un relato es un capítulo
de una biografía que el autor no tuvo tiempo de escribir.
Hay un cuento más, bajo el epígrafe
de Cuento
inédito. El relato se titula Surf y es un buen cuento sobre la
ambición literaria, el arte y la muerte.
Cuando empecé con las 1.038 páginas
de La palabra del mudo imaginé que
iba a intercalar algún otro libro entre medias, porque pensé que eran demasiados
cuentos seguidos y que me iba a cansar. En realidad no ha ocurrido: lo he leído
entero (en unas tres semanas) sin acercarme a ningún otro libro. El nivel de
estos relatos es realmente alto y, en más de un caso, excepcional. Julio Ramón
Ribeyro quedó –en gran medida por voluntad propia– algo alejado del epicentro
del boom latinoamericano, pero por la
calidad de su obra me parece un escritor fundamental de la segunda mitad del
siglo XX. Los cuentos de Ribeyro no tienen nada que envidiar a los de Borges,
Cortázar o Rulfo. La palabra del mudo
es, en definitiva, un libro maravilloso.
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