Editorial Sitara. 211 páginas. 1ª edición de 2018.
Conocí en persona a Mohamed El Morabet (Alhucemas,
Marruecos, 1983) el día de la presentación de la novela Las discípulas de Mateo de Paz, que tuvo lugar en Madrid
a finales de 2018. Mohamed había publicado su novela Un solar abandonado con
la editorial Sitara unas semanas
antes que Mateo. Meses más tarde, ya en la primavera de 2019, me escribió a
través de Facebook para proponerme la lectura de su libro. Ya he comentado
muchas veces que lo normal es que rechace este tipo de ofrecimientos, porque me
desvían continuamente de mis propósitos de lectura y me acaban generando cierta
ansiedad. Pero en este caso sentía verdadera curiosidad por la novela de
Mohamed y acabé quedando con él en una terraza de Callao, a intercambiarnos
libros y a hablar de literatura y de la familia.
Decía que me interesaba Un solar abandonado por un dato curioso,
que ha jugado muy a favor de la difusión de esta novela que ya alcanza su segunda
edición, y es que, aunque El Morabet es de origen marroquí, la ha escrito en
español. El Morabet proviene del norte de Marruecos y su lengua natal no es ni
siquiera el árabe sino el amazigh, que, al menos durante su infancia, ni
siquiera tenía registro escrito.
Igual que ha ocurrido en otros
países europeos o en Estados Unidos, es lógico pensar que en España ha de
desarrollarse una literatura de la inmigración, que hasta ahora estaba
representada por algunos autores latinoamericanos asentados en el país. En este
caso no se produce un cambio de lengua, y todavía no ha ocurrido (pero ha de
ocurrir, y la novela de Mohamed es una muestra de ello) la gran eclosión de la
novela de la inmigración que implica un cambio de lengua. Es decir, tienen que
llegar aún las novelas de personas, asentadas en España, cuyos padres proceden
de China o Ucrania y que hablan mejor español que el idioma con el que
conversan con su familia. Y en este contraste entre dos lenguas o dos culturas
tendrá que transitar una parte de la literatura española del futuro, como ya
está ocurriendo con la apuesta de Mohamed El Morabet.
El narrador de Un solar abandonado es Ismael Atta, un marroquí procedente del
pueblo de Alhucemas que vive en Madrid desde hace veintiún años. Pese a algunas
coincidencias entre autor y personaje ésta no es una novela autobiográfica,
como me contó Mohamed el día que quedé con él. De hecho, Ismael es más mayor
que Mohamed, puesto que en 2011 (el tiempo narrativo de la novela) tiene
treinta y nueve años, y Mohamed ha nacido en 1983. Ismael llegó a España en
1991 y Mohamed en 2002.
Bajo el cielo de Madrid, Ismael fuma
y bebe demasiado. Un mensaje a su móvil va a romper su rutina y le va a obligar
a confrontar su mirada con el pasado: su hermana le informa de que su abuela ha
muerto en Alhucemas y él emprenderá un viaje al sur para asistir a su entierro.
Hace ocho años que Ismael no regresa a su pueblo ni ve a los suyos. Tras la
muerte de su abuelo, Ismael, siendo un niño, estuvo viviendo con su abuela
durante trece años. Una abuela analfabeta y que casi no salía de casa. La
abuela solía enviar a Ismael a jugar con otros niños en un solar abandonado que
se encontraba enfrente de su casa, y que para él simboliza el pasado que dejó
atrás al emigrar a España.
Debido a un encuentro casual, Ismael
se dedica a realizar traducciones de su lengua natal, el amazigh, una lengua
sin tradición oral y de la que, por tanto, existen pocas posibilidades de trabajo.
En este sentido, la novela no acaba de ser realista, puesto que Ismael es un
personaje más atacado por problemas existencialistas que mundanos. Que nadie
busque aquí el duro relato de un inmigrante enfrentado a la supervivencia
cotidiana porque la novela no transita por estos caminos. Más que sobre temas
sociales o reivindicativos, se hablará aquí del lenguaje y de la esencia de la
literatura. Ismael piensa en amazigh, una lengua sin tradición escrita, pero a
la vez está obsesionado con la literatura, con la lectura y la escritura. La
novela es muy metaliteraria, son continuas en ella las citas de escritores.
«Casi agarro una tortícolis, como revelaba con sarcasmo Günter Grass que le
ocurría cuando miraba a sus viejos amigos de la izquierda» (pág. 51),
construcciones lingüísticas como ésta son comunes en toda la novela, donde el
personaje recrea pequeñas anécdotas leídas en libros y usa adjetivos como
«borguiano».
En cierto modo, me percato de que si
un español hubiera querido escribir la novela de un inmigrante marroquí en
España es muy posible que la hubiera hecho de un modo muy diferente al de El
Morabet. Es posible que hubiera tratado de hacer un texto de denuncia social y
trasfondo folclórico. Como decía Borges, en el Corán no hay camellos, y en la
novela de El Morabet no están los tópicos sobre el mundo árabe que puede esperar
un español. En realidad, además de ser una novela metaliteraria, no muy
realista al hablar del mundo laboral, también contiene humor, un humor fruto
del juego con el lenguaje. En este sentido, me ha encantado la expresión
«aguaciles de la moral»; al principio me pareció que había una errata, que
quería decir «alguaciles de la moral», pero la palabra «aguaciles» tiene todo
el sentido si se lee la frase completa: «Porque esos aguaciles de la moral
patrullan las vidas ajenas para aguar la fiesta», un toque de humor muy
quevediano.
La trama principal de la novela es
sencilla: Ismael recibe el mensaje que le dice que su abuela ha muerto y se
dirige a Alhucemas con Laila, una desconocida con la que su jefa le ha puesto
en contacto, porque da la casualidad de que también viaja a Marruecos. Ismael
viaje en coche a Motril y desde ahí en ferry a Alhucemas. En este pueblo se
encontrará con su familia y su pasado, situación que el narrador abordará sin
demasiados dramatismos. Los capítulos en los que se desarrolla esta trama
principal están intercalados con otros en los que se habla de la visita que
hace Ismael a la Dekka sin dientes,
un lugar en el que varios marroquíes se reúnen para contar historias en primera
persona. Estás historias aparecerán en la novela y funcionan como narraciones
dentro de la narración. Aquí, El Morabet se dedica a «cervantear», un verbo que
usa en la novela y que parece muy adecuado para su propuesta. El narrador nos hablará
de la tradición oral marroquí de contar historias, que es practicada tanto en
la plaza de Marrakech como por su abuela analfabeta. Y aquí es donde la
tradición occidental se une a la oriental: Cervantes y Las mil y una noches.
En una pirueta final, en un juego
metaliterario que se ha anunciado ya en la novela, el escritor (Mohamed)
conversará con su personaje (Ismael).
Ya he dicho que el estilo narrativo
de El Morabet es juguetón y que abundan las bromas lingüísticas. Lo cierto es que
en las primeras páginas me ha parecido que el estilo era algo recargado, como
si Mohamed quisiera mostrarle al lector que, a pesar de provenir de otro
idioma, domina el español culto. Por ejemplo leemos en la página 13:
«Emborracharse consistió durante mucho tiempo en una escapatoria recurrente
como aquellos pactos tácitos, retadores ante el tiempo, que nadie sabe cuándo
se han suscrito, pero que todo el mundo acata con demasiada obsecuencia», o en
la 17: «Me unía a ese inefable encanto que absorbía en permanente implosión las
emociones nítidas para envolverlas en un nimbo de soledad». Pasadas las quince
primeras páginas el texto se vuelve más fluido, algo que el lector agradece.
En definitiva, El solar abandonado es un texto valioso porque nos plantea una
literatura de miscelánea, cultural y lingüística, que abre nuevos caminos para
la narrativa en español. Recordad esto: los inmigrantes marroquíes en España
leen a Borges y a Murakami y en el Corán no hay camellos.