Editorial Anagrama. 215 páginas. 1ª edición de 2017.
Decidí que durante junio y julio me iba a dedicar a leer los libros
que permanecían en los altillos de mis estanterías de Ikea y que suponían para
mí, de un modo u otro (libros enviados por escritores, editoriales o algún
amigo…), un compromiso con el que no estaba cumpliendo. También decidí
organizar con más cuidado mi mundo de lecturas en un futuro cercano: dejar de
leer tantas novedades y acercarme de nuevo a los clásicos, muchos de los cuales
descansan en los mismos altillos de Ikea, pero que en este caso son libros
comprados, y cuya lectura se va postergando de forma continua por los
compromisos adquiridos. Durante estas semanas, se han puesto en contacto conmigo
editores y escritores con el fin de enviarme sus libros. Aunque mi primer
impulso es decir que sí ‒porque me gusta apoyar al sector del libro‒, he
acabado controlándome y diciendo que no, que no puedo renunciar a elegir yo mis
lecturas, que necesito tiempo y libertad para disfrutar de mi afición. Dicho
esto, debo confesar que he vuelto a contradecirme. Me escribió a través del
chat de Facebook Diego Trelles Paz
(Lima, 1977), porque había leído la reseña de Una canción de Bob Dylan en la
agenda de mi madre, que escribí a su compatriota Sergio Galarza. Diego me preguntaba si me interesaba leer su nueva
novela, que acaba de aparecer en Anagrama.
Le dije que sí, y rompí mi promesa de decir «no» a este tipo de ofrecimientos
porque el nombre de Diego Trelles Paz estaba en mi lista de nuevos autores
hispanoamericanos a los que sí me apetecía leer. Hace años que me había fijado en
la buena repercusión crítica que tuvo su libro Bioy cuando ganó el Premio Francisco Casavella de Novela en
2012. Desde el departamento de prensa de Anagrama me hicieron llegar La
procesión infinita y me puse con ella en cuanto pude. No quería que el hecho
de haber roto mis promesas acabara pesando sobre el libro.
La procesión infinita
empieza con un escritor de treinta y tres años, de nombre Diego (y apodado «el
Chato»), que vuelve en 2010 a su Lima natal tras ocho años de ausencia. Allí se
encontrará con su amigo Francisco Méndez, al que no ve desde hace un año. Ya
hacia el final de la primera página podemos leer: «Igual, piensa, ya nadie se
acuerda del asesinato del crítico literario y su padre le ha dicho que todo está
en regla». En la página 19 sabremos que el crítico al que hace referencia se
llama García Ordoñez. Investigando un poco sobre la obra de Trelles Paz (La procesión infinita es la primera
novela suya que leo), descubro que García Ordóñez es precisamente el crítico
literario al que asesina un grupo de jóvenes escritores de Lima (entre los que
se encuentra el Chato) en la primera novela de Trelles Paz, titulada El
Círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2005). He buscado reseñas
sobre Bioy, pero no acabo de averiguar si en ella aparece el
personaje de Diego o no. Después de leer un artículo de La Vanguardia en el que se habla de La procesión infinita, deduzco que sí: «Vuelve a aparecer el
personaje del Chato, una suerte de alter ego, presente en anteriores títulos,
quien se reencontrará en Lima con su amigo Francisco, tras vivir una década
fuera del país, huyendo de la violencia y la incertidumbre». En este artículo
también se afirma que La procesión
infinita es el «segundo título de una trilogía sobre la violencia política.
(Trelles Paz) ha considerado que, aunque su país sea una democracia
actualmente, “las formas dictatoriales siguen presentes, la dictadura nunca se
fue”». Pregunté al autor a través de Facebook si La procesión infinita era una novela autónoma o hacía falta leer Bioy antes para poder seguirla bien. Me
contestó lo siguiente: «Es un trilogía temática, no una saga. No hay que leer Bioy para leer La procesión infinita: es una novela autónoma (más allá de los
guiños e intertextualidades que cruzan mis cinco libros)». Así, con conexión
directa con el autor, da gusto leer novedades.
Diego (el Chato)
vuelve a Lima, como decía, después de ocho años, y al reunirse con su amigo
Francisco Méndez pasan una noche de juerga que acaba desembocando en la
violencia más absurda y gratuita. La violencia es uno de los temas de fondo de esta
novela: la que afectó a Perú en la década de 1980, con los atentados de Sendero
Luminoso, y la que surgió en la década de 1990 con el gobierno de Alberto
Fujimori (en el libro se habla siempre de dictadura: «El Perú, Chato, tu
patria, piensa, diez años sin dictadura»: pág. 18). En 1992 Fujimori ‒leo en
internet, porque recordaba vagamente el asunto‒ dio un autogolpe de Estado que
le blindó en el poder hasta el 2000.
Veinte páginas después del primer capítulo, la acción se ha trasladado
a París y ahora estamos en 2015 y no en 2010. Diego se está entrevistando con
un peruano que vive allí, al que llaman el Pochito Tenebroso y que se
autodefine como el «Pepín Bello de los escritores peruanos de París». El
Tenebroso es la persona a la que hay que preguntar si uno está buscando a algún
peruano en París. El lector acabará comprendiendo que Diego se encuentra tras
la pista de una mujer llamada Cayetana Herencia.
En el siguiente corte de la novela estamos en el año 2000, y de nuevo
la acción se ha trasladado a Lima. Ahora asistimos a los primeros años universitarios
de Cayetana Herencia, que acabará teniendo un romance con Mateo Hoffman, su
profesor de Ciencias Políticas, un hombre joven y triste, que parece esconder
un secreto que tiene que ver con la violencia y la desaparición, en el entorno
de la lucha política, de uno de sus amigos. Una desaparición que atrapó al
amigo entre la legítima reivindicación política y la violencia de Sendero
Luminoso y el Estado.
Otra de las protagonistas de la novela será Carmen Luz, apodada «la
Chequita», empleada doméstica de la casa en la que ha crecido Cayetana y
aprendiz de escritora.
La novela salta de fechas de forma recurrente. Éstas van desde el año
2000 hasta el 2015. La acción pasa principalmente por tres ciudades: Lima,
París y Berlín.
La composición de la novela es muy rica: empieza en segunda persona,
con un narrador que interpela a Diego según está llegando a Lima, para dar pie,
poco después, a una conversación imaginaria que Diego mantiene con su amigo
Francisco. En otras partes de la novela toma el discurso la voz narrativa de
Diego en primera persona. Pero, sobre todo, en este libro predomina la
narración oral. El lector se va a acercar al discurso oral que un personaje
dirige a otro, sin conocer de modo directo las respuestas de su interlocutor.
Así, por ejemplo, cuando Diego se entrevista con el Pochito Tenebroso en los
bares de París, el lector recibe el parlamento del Tenebroso y deduce las
respuestas de Diego por las reacciones del primero y los cambios en su
discurso. Es frecuente que alguno de los capítulos empiece en tercera persona y
se pase al discurso oral sin ningún tipo de transición (así, por ejemplo, cuando
se cuenta la historia del profesor Mario Hoffman, acabaremos leyendo las
confesiones que éste hace a su psicoanalista). Este tipo de recursos me han
recordado al Mario Vargas Llosa de La
ciudad y los perros o Conversación
en la Catedral.
La relación de Diego Trelles Paz con la obra de Mario Vargas Llosa se
mueve entre el homenaje, la parodia y el deseo de asesinar al padre. En más de
una ocasión, Diego es apodado de manera despectiva «Varguitas» por parte de su
amigo Francisco. En la página 40, el Pochito Tenebroso le recomienda al escritor
Diego: «Y nunca, escúchame bien esto, Chato, o como chucha te llames, nunca jamás vayas por la vida oliéndole
los pedos a Vargas Llosa, ¿entendiste?... La literatura no es para zalameros,
causa. Es lo que sobra allá. Para escribir hay que matar, ¿escuchaste? ¡MATAR!
Si no entiendes eso que es sagrado, no pierdas tu tiempo aquí, hermanito,
vuélvete a Lima mañana mismo porque no importa lo que hagas, no importa si
escribes mil quinientas novelas o si eres el escritor del año en Miraflores,
nunca, óyeme bien, huevonazo, nunca
vas a llegar a ningún lado porque nunca vas a ser de verdad… ¡Tuércele el
cuello a Zabalita o no escribas nada!».
Además de la influencia de Mario Vargas Llosa, en esta novela se puede
sentir la presencia de Roberto Bolaño:
la propia escritura y la vida de los escritores son dos de los temas narrativos
de La procesión infinita. De hecho, en
la novela aparece Mario Santiago, el
amigo de Bolaño, el poeta real en el que se inspira el Ulises Lima de Los
detectives salvajes. Si, en la ficción de Bolaño, el alter ego era su
personaje Arturo Belano, el alter ego de Diego Trelles Paz es un escritor
llamado Diego (y apodado el Chato), escritor de una novela que tuvo cierta
repercusión, titulada Borges (la de
Diego Trelles Paz se llama Bioy).
También al igual que Bolaño, Trelles Paz juega al cambio de escenarios en sus
historias, y a acotar sus escenas con anotaciones sobre quién está hablando,
dónde está y la fecha. Los personajes de Trelles Paz, como los de Bolaño,
persiguen a personas cuya desaparición supone un misterio. Son escritores que
hacen de detectives. En La procesión
infinita el lector se acerca a más de un misterio: ¿qué le ocurrió a
Francisco Méndez una noche de juerga en Berlín en compañía de Diego, de la que
salió mal parado? ¿Dónde acabó Cayetana Herencia? ¿Dónde se esconde el delator
del amigo de Mario Hoffman, que éste persigue sin descanso?
Como ya he comentado, gran parte de la novela recoge los discursos
orales de los personajes, plagando el lenguaje de peruanismos (algo que también
me ha recordado a Vargas Llosa, Bryce Echenique, y al más moderno Jaime Bayly, sobre todo en el
vocabulario propio de la noche y la fiesta). El lenguaje es afilado, y la prosa
de Trelles Paz tiene un gran sentido del ritmo. En algún momento he llegado a
pensar que el autor había querido escribir una novela formada por relatos,
porque sentía que unos capítulos tenían poco que ver con los siguientes. Pero
al acabar el libro, me he dado cuenta de que, en realidad, la novela está muy
bien pensada y el puzle narrativo que plantea acaba encajando con precisión.
Trelles Paz se licenció en cine, y esto se percibe en la operación de «montaje»
a la que ha sometido su novela.
La procesión infinita es una
novela ambiciosa ‒sobre todo por su riqueza de tonos y voces narrativas‒,
escrita con una prosa precisa y afilada, que requiere de un lector atento y
cómplice, pues Trelles Paz dosifica bastante la información que aporta. Será
responsabilidad del lector retener nombres y sucesos para conseguir comprender,
una vez terminado el libro, que todo encaja, que su sospecha de que el autor pretendía
escribir una novela abierta y dispersa no es cierta. En realidad, en esta
novela sobre las sociedades edificadas sobre la violencia todo está medido y
encajado, aunque no todos los misterios que plantea quedan resueltos. Una buena
novela.
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