Conocí a Miguel Salas Díaz
(Madrid, 1977) en la Feria del Libro de
Madrid hace dos años. Acabamos tomando algo, junto con otras personas
vinculadas al mundo del libro, en el Barandana,
un bar de Retiro que queda cerca de mi casa. Miguel también vivía cerca (somos
vecinos) y me ha hecho gracia leer ahora, en la nota final del libro, que éste
había sido escrito en cafeterías de Taichung, Ferrol y en el propio Barandana.
En mayo, Miguel leía microrrelatos en el bar-librería Vergüenza ajena, y me pasé por allí para escucharle y
tomar algo con él, con su editor ‒Pablo
Mazo‒, y otros autores de Salto de
Página como Francisco Bescós. Al
final de la noche me compré el libro de Miguel y pude llevármelo firmado. Sé
que Pablo Mazo me lo habría enviado a casa para que lo comentara, pero yo
estaba en el Vergüenza ajena, me lo había pasado bien y me gusta contribuir a
la buena marcha de las librerías y el negocio editorial. Soy un neokeynesiano
del mundo literario.
Miguel Salas es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura
Comparada, y trabajó como lector de español en la Universidad L´Orientale de Nápoles. Esta experiencia
le ha servido como sustento corporal de su primera novela, puesto que su
protagonista, el gallego Roberto Reigosa, ha estudiado también literatura en la
universidad de Santiago de Compostela, y se traslada a Nápoles para trabajar
como lector de español en L´Orientale.
Aunque Salas ha nacido en Madrid, ha vivido mucho tiempo en Ferrol, su familia
es de allí, y él se considera gallego.
La novela está contada por la voz narrativa de Roberto, que ‒aunque la
descripción de escenas es muy viva, con profusión de diálogos en español o
italiano‒ más de una vez nos recordará que está evocando una historia del
pasado y que lo narrado sucedió hace ya un tiempo (en la primavera de 2003).
Así, leemos en la página 7 (primera del libro): «Podría decirse, a la luz de lo
sucedido después, que desde el primer momento comprendí que aquella llamada de
teléfono cambiaría mi historia para siempre.»
Roberto, de unos veinticinco años, llega a Nápoles en un momento en el
que siente que su «vida estaba al borde del abismo, tan dispuesta al cambio,
tan madura y repleta de jugo» (pág. 7). En cierto modo, quiere retomar la
relación que tuvo con Maddalena en Santiago de Compostela y alejarse de Iria,
su novia de toda la vida, de su misma aldea gallega, a la que ha engañado con
Maddalena, pero que no se siente con fuerzas para dejar.
La novela empieza con un gran sentido del ritmo, dibujando escenas
rápidas y repletas de diálogos, en español e italiano (las frases en italiano
se suelen entender, aunque no del todo, y esto consigue trasmitir al lector la
confusión del recién llegado al país extranjero del que desconoce el idioma),
donde prima el reflejo narrativo de los encuentros de Roberto con distintos
personajes (procedentes de la universidad, de las posibles casas que visita
para compartir una habitación, o los locales en los que toma té y no café…).
Al principio pensaba que la novela iba a ser una comedia amorosa,
porque además del triángulo Iria-Roberto-Maddalena, también se le insinúa al
protagonista la bella Valentina, de treinta y cinco años (y por tanto una mujer
madura para el joven Roberto), que va a ser su jefa en el departamento de
Lengua Española de la universidad.
Los encuentros descritos con los diferentes personajes que conoce
Roberto, durante sus primeros días en Nápoles, siempre resaltan sus
peculiaridades, que parecen algo exageradas para resaltar el lado excéntrico y
cómico de sus personalidades. Entre el elenco de nuevos conocidos que aparecen
en su vida, podemos destacar a Michele Bellini, un anciano que luchó en la
Guerra Civil española del lado franquista y luego a favor del fascismo
italiano. Roberto se hará amigo de su hijo Jacopo (que habla perfectamente
español, puesto que su madre lo era), gracias a un libro de R. L. Stevenson.
En el tono de comedia inicial (presentación de amoríos y personajes
peculiares) se van filtrando apuntes más siniestros, como la contemplación ‒en
las primeras páginas‒ del apuñalamiento en la calle de un hombre. La camorra domina
la ciudad y ésta (además del sentimiento religioso, en muchos casos supersticioso)
es una cara que se le muestra a Roberto desde el principio.
Cuando pensaba, al principio, que Ni
temeré las fieras (el título está tomado de un verso de San Juan de la Cruz) iba a ser una
comedia romántica, su tono de opereta italiana me estaba recordando al que usa
el escritor siciliano Gesualdo Bufalino
en Argos
el ciego. Quizás sentía esa afinidad por la cercanía geográfica entre
Nápoles y Sicilia, pero el tono empleado por Miguel Salas, juguetón y burlesco,
me estaba recordando al del treintañero Bufalino en aquella novela de amoríos y
roces de ciudad pequeña, donde también se encontraba la mafia de fondo. Sin
embargo, más tarde, la novela de Salas empieza a tomar otro sendero: Roberto
será testigo de un doble asesinato y su vida y la de sus amigos empezará a
correr peligro, llevando a Ni temeré las
fieras por los caminos del thriller:
«No tenía la cabeza puesta en la lectura, sino en todo aquel embrollo
incomprensible de mafiosos, atracos, teléfonos bumerán y mutilaciones salvajes
en que se había convertido mi vida», leemos en la página 141.
Hacia la mitad de la novela, el lector debe aceptar un pacto con el
escritor: el lector sabe que Miguel Salas ha estado en Nápoles, trabajando de
lector en la universidad, y que más de una de las escenas descritas en su libro
deben estar basadas en situaciones que vivió allí; lo que el lector no imagina
es que se viera envuelto en una serie de asesinatos. ¿Qué habría hecho una persona
real en el caso de saber que es perseguido por peligrosos criminales que le
quieren eliminar por ser testigo de un doble asesinato y que no puede fiarse de
la policía, posiblemente corrupta? Lo más normal es que hubiera abandonado
Nápoles a bastante velocidad. Pero Roberto se queda allí y se involucra hasta
el fondo en los acontecimientos azarosos y turbios en los que se ve envuelto.
El escritor le pide, entonces, al lector, hacia la mitad de la novela, que se
siente con él y que firmen los dos un pacto sobre el concepto de verosimilitud
en la ficción. El lector está contento, leyendo la novela, y los personajes
propuestos le parecen atractivos, así que decide firmar. Es una buena elección,
porque la novela sigue avanzando a buen ritmo y sigue siendo (pese a haber
mutado, en parte solamente, de comedia a thriller)
muy entretenida.
Para firmar el pacto comentado, el lector debería recordar que el nexo
de unión entre Roberto y la familia Bellini (padre e hijo), es el libro de
Stevenson que el hijo estaba leyendo en el momento de conocerse. Stevenson es
la clave, puesto que al final Ni temeré
las fieras es una novela de aventuras, en la que un joven tendrá que
atravesar varios trances (amorosos o violentos) para convertirse en adulto.
«Todo relato ha de resolver una incógnita, y don Michele es el
misterio central de este que toca a su fin y en el que yo solamente fui ‒ahora
lo comprendo‒ un personaje secundario; ayudé, sin pretenderlo, a precipitar una
tragedia que tuvo su origen en una lejana guerra y llevaba décadas gestándose»,
leemos en el epílogo del libro.
Miguel Salas ganó en 2011 el premio
Hiperión con el poemario Las almas nómadas y en 2007 el Premio de Arte Joven de la Comunidad de
Madrid con el poemario La luz. Ni temeré las fieras es su debut en la novela. El pasado de poeta
de Salas se aprecia sobre todo en las descripciones atmosféricas de Nápoles,
destacando las apreciaciones sobre los cambios de la luz.
Con Ni temeré las fieras,
desde la comedia de enredos amorosos y el thriller
sobre la camorra italiana, Miguel Salas ha escrito ‒apelando a la felicidad
del narrador stevensiano que todo escritor debería llevar dentro‒ una
entretenida y meritoria novela de aventuras.
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