domingo, 2 de noviembre de 2025

El ala izquierda (Cegador I), por Mircera Catarescu


El ala izquierda
(Cegador I), de Mircea Cartarescu

Editorial Impedimenta. 422 páginas. 1ª edición de 1996; esta es de 2018

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

 

En 2017 leí Nostalgia (1993) y Solenoide (2015) de Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956). El primero lo compré y el segundo se lo solicité a la editorial Impedimenta y me lo enviaron. Fueron dos libros que me causaron una muy grata impresión y que me dejaron con ganas de leer más obras del autor. Sin embargo, tuve un pequeño mal entendido con los editores, porque cuando apareció en 2018 El ala izquierda (Cegador I) me lo enviaron sin yo solicitárselo. En aquel momento no me parecía interesarse leer la primera parte de una trilogía, de una novela sin acabar (al menos en España). En cualquier caso, me habría apetecido acercarme a Cegador cuando estuvieran traducidas al español las tres partes y poder leerlas seguidas. Cuando al fin, en 2022, los tres libros de Cegador estuvieron publicadas en España –gracias, entre otras cosas, al gran trabajo de traducción de Marian Ochoa de Eribe– tampoco me apeteció acercarme a ellos de forma inmediata. Lo cierto es que me abrumaban un poco sus casi 1.500 páginas y algunos comentarios que había leído en internet sobre los excesos artísticos de Cartarescu en esta obra.

Sin embargo, había visto que en la biblioteca de Ciudad Lineal, que me queda cerca de casa, tenían los tres volúmenes de Cegador y me apeteció acercarme a ellos en el verano de 2025.

 

He dudado si escribir una reseña de cada uno de los tres volúmenes del libro o una reseña conjunta. La primera parte se publicó en Rumanía en 1996 segunda parte en 2002; por tanto, seis años separan ambos libros, así que, quizás, sean obras conectadas, pero no se trate exactamente de la misma novela. Aún no lo sé. Cuando escribo esta reseña he leído apenas veinte páginas de El cuerpo.

 

El narrador de El ala izquierda es el propio Cartarescu, que nos empezará a hablar del Bucarest que veía desde las ventanas de su habitación, en la calle Stefan cel Mare, una calle que también aparecía en Nostalgia y Solenoide, y que, a todas luces, ha de ser la calle real en la que vivió el escritor durante su infancia y adolescencia. Cartarescu se va a describir a sí mismo como un adolescente demacrado y enfermizo, un adolescente que pronto se convertirá en un introvertido. Cartarescu, desde la mediana edad, reflexiona aquí –de forma autoconsciente, escribiendo en un cuaderno– sobre los días del pasado, y, aunque el texto está plagado de metáforas y poesía, la mayoría de estas páginas iniciales se mantienen dentro de los parámetros del realismo evocador. Así nos hablará, por ejemplo, de los días en los que había empezado a componer versos. En el realismo de estas páginas, se filtra también el surrealismo del mundo onírico, pues Cartarescu nos empezará a describir sus sueños, o pesadillas, lo que será uno de los temas recurrentes del libro, y que me han recordado –como ya ocurrió en Solenoide– a los mundos creados por H. P. Lovecraft.

 

En la página 47 se produce la primera ruptura de la novela, ya que, en las siguientes páginas, pasaremos de la narración intimista, en la que el autor rememoraba su infancia y adolescencia, a otra narración, en la que se habla del «clan de los Badislav», sin comprender el lector, al principio, si este texto guarda alguna relación con lo leído hasta entonces o no. Pronto sabremos que Cartarescu nos habla aquí de uno de sus abuelos, cuya familia emigró desde Bulgaria a Rumania. Esta historia del clan de los Badislav es la narración de un mito fundacional y la novela acaba de pasar a ser una novela fantástica, donde se nos describe una lucha bíblica entre ángeles y demonios. Existen páginas bellas en esta parte, como, cuando los viajeros, en su periplo europeo, se encuentran con mariposas gigantes debajo de un Danubio helado y se las acaban comiendo y haciendo abrigos con sus alas. Estas páginas me han recordado a la fundación mítica de Macondo que proponía Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.

 

Cartarescu nos hablará de su madre (y en menor medida de su padre) como emigrante de un pueblo del interior de Rumanía hasta Bucarest, junto a su hermana. Llegarán a la capital en los años de la Segunda Guerra Mundial. Se narrarán algunas escenas realistas de estos años, así como de la pobreza de la posguerra. Gracias a una vecina, que se dedica al espectáculo, las hermanas conocerán a Cedric, un músico negro estadounidense que toca en un club de jazz. Esto acabará abriendo otro agujero en la novela, porque Cartasrescu nos llevará –más adelante– a las calles de Nueva Orleans para contarnos la historia de Cedric.

 

Además, irán apareciendo por estas páginas otros personajes secundarios, como un oficial de la seguridad de la dictadura comunista rumana y un hombre que limpia las estatuas de Bucarest. Estos dos hombres, como acabaremos comprendiendo, son el mismo.

 

En las páginas de El ala izquierda se muestran pasajes realistas, con detalles certeros, como cuando se nos describe la afición de la madre de Mircea por los cines de barrio en Bucarest y se habla de la pobreza y la tristeza de estos lugares, frente al consuelo que le procuraban en esos años grises. Y este realismo queda siempre entreverado por otro nivel narrativo, en el que los personajes se acaban topando con alguna pesadilla que irrumpe en la realidad. Por ejemplo, el hombre que limpia las estatuas va a descubrir una apertura en una de ellas que conduce a una gruta de elevados techos y, dentro de ella, se va a topar con seres extraños. Este tipo de construcciones, como ya dije al comentar Solenoide, me recuerdan a las de Lord Dunsany, que hablaba de ciudades gigantescas vistas en sueños, y también, claro, a H. P. Lovecraft, que es una presencia bastante presente en este libro. Lo habitual es que los personajes de El ala izquierda, tarde o temprano, entrando a un sótano o a ascensor, por ejemplo, se topen con estas presencias extrañas y desconocidas, las contemplen, y luego sigan con sus vidas, aunque las recuerden. Quizás estos capítulos simbolicen la presencia de lo desconocido y las pesadillas, con las que nos topamos en los sueños. Es cierto, también, que se pueden hacerse algo repetitivos, porque todas están construidas de un modo similar.

 

En un número importante de páginas del libro, el narrador, Mircea, reflexionará sobre el misterio de su propia existencia o experiencia. Hay páginas logradas con esto, pero también es cierto que estas páginas pueden hacerse excesivas y que también se tiende en ellas a la grandilocuencia del discurso. Por ejemplo, en la página 72 leemos: «¿Cuándo y por qué se desplazó la simetría? ¿Quién y cómo fabricó las diferenciaciones de los comienzos? ¿Quién pudo soportar el crujido inicial de la fisura del Todo? El futuro, que es alienación, alejamiento y enfriamiento, desgarró en miles de jirones el globo inicial, abrió heridas horribles en el cuerpo de la unidad del ser, huecos que se ensancharon cada vez más, separando los granos de sustancia y dejando que una sangre fotónica, gorgoteante, circulara entre ellos. Una noche purulenta envolvió cada corpúsculo, una esquizofrenia negra y desesperanzada. Simple y perfecto en otra época, el cosmos adquirió órganos, sistemas y aparatos, y hoy, grotesco y fascinante como una locomotora de vapor expuesta en la vía muerta de un museo, hace girar sus bielas y manivelas bajo una campana de cristal. E incluso la campana de nuestra mente está incorporada a la desolación cósmica, es un órgano interno que refleja el Todo al igual que una perla refleja por completo la carne martirizada de la concha.», este discurso continúa, en este tono, durante más unas diez páginas, hasta que Mircea une el Todo y el universo a la teoría de los chakras. Diría que estas son las partes que más me han sacado del texto, llegando a su paroxismo en las 40 páginas finales, donde toda esta grandilocuencia cósmica interna del narrador Mircea se une a la narración mítica y fantástica de la historia de Cedric en Nueva Orleans (inspirada en principio en el cuento La llamada de Cthulhu de Lovecraft). Reconozco que estas 40 páginas finales las he leído con una sensación decepcionante hacia la novela. Su grandilocuencia me ha resultado excesiva. Así, por ejemplo, en la página 401 leemos: «Así vagaremos, en la escalera de Jacob, eternamente, en la periferia de la Divinidad, en los descampados de la revelación, contemplando con añoranza el manantial de llamas desde la distancia. Porque no se puede entrar en lo eterno de forma gradual. El milagro no se produce en pasos sucesivos. Al otro lado de los muros hay otros muros, y más allá de los muros, otros muros, y el milagro es la perspectiva de los infinitos muros firmemente envueltos unos en otros, tal y como la rosa no es su núcleo, sino el perfumado envoltorio de pétalos, de márgenes, de superficies. También de golpe arrancarás la rosa de cristal de su tallo de iridio, porque no sirve de nada romperla pétalo a pétalo.»

 

Durante el texto son continuas las metáforas orgánicas: el cambio de las membranas, la carne, la sangre, las células.... explican muchos de los condicionantes de la vida humana.  De este modo, Cartarescu personifica objetos inanimados con metáforas orgánicas. Como ocurría en Solenoide, aquí también está presente la obsesión de autor por el mundo de los artrópodos, con especial presencia de los arácnidos, como los ácaros y las arañas, pero también de los insectos, como, en este caso, las mariposas, que en principio, y de forma contraria al léxico con el que invoca a los arácnidos, sí que parecen estas últimas, las mariposas, evocadas de forma positiva, como símbolo de la transformación a la que nos somete el tiempo. «Estamos entre el pasado y el futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa entre sus dos alas.» (pág. 75)

En más de una ocasión aparecerán en el texto largos enunciados de imágenes, que actúan como un Aleph borgiano. Es este un recurso que puede hacerse repetitivo y que, en alguna ocasión, rompe el ritmo narrativo.

También aparecerá en el texto el término «cegador», como una forma de cerrar algunas escenas. Los personajes se han de enfrentar a una luz, a una realidad, o una verdad que resultan cegadoras y así se pone fin a la escena.

 

El ala izquierda tiene momentos muy destacados, como por ejemplo, cuando Mircea sufre una parálisis facial y tiene que ser ingresado en un hospital. La descripción de sus curas, los otros enfermos (la novela abunda en la descripción también de enfermedades humanas y malformaciones), las enfermeras… me ha parecido muy lograda. En alguna ocasión, me ha hecho pensar, esta parte de la novela, en algunas páginas de Thomas Bernhard, en las de El aliento. En esta parte parece haber, además, un homenaje al Ernesto Sabato del Informe sobre ciegos. Pero otras páginas, en las que Mircea une su mente al cosmos y el tiempo, me han resultado excesivas. De hecho, como también hay páginas autorreferenciales, Cartarescu se refiere, más de una vez a su manuscrito, como «libro ilegible» y, en más de una ocasión, este término no es irónico.

Me gustaría destacar la ambición y la plena libertad creativa que despliega Cartarescu en este libro, que, en el caso de no ser un escritor reconocido al presentarle el manuscrito a su editor rumano, imagino que este no habría querido publicárselo tan y como ha llegado a nosotros, sino que le hubiera pedido que hiciera recortes. De hecho, creo que con recortes Cegador sería una obra más vendible, más comercial; aunque (y paradójicamente, pese al éxito real de Cartarescu) este no parece uno de los objetivos del autor.

Diría que toda esta mezcla de tonos y planos narrativos estaba llevada de un modo más armónico y controlado en Solenoide, que es una obra posterior. Ya estoy leyendo Cegador II, El cuerpo, y ya lo comentaré también. 

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