El ala izquierda (Cegador I), de Mircea Cartarescu
Editorial Impedimenta. 422 páginas. 1ª edición de 1996; esta es de 2018
Traducción
de Marian Ochoa de Eribe
En 2017 leí Nostalgia (1993) y Solenoide (2015) de Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956). El
primero lo compré y el segundo se lo solicité a la editorial Impedimenta y me lo enviaron. Fueron dos libros que me
causaron una muy grata impresión y que me dejaron con ganas de leer más obras
del autor. Sin embargo, tuve un pequeño mal entendido con los editores, porque
cuando apareció en 2018 El ala izquierda (Cegador I) me lo
enviaron sin yo solicitárselo. En aquel momento no me parecía interesarse leer
la primera parte de una trilogía, de una novela sin acabar (al menos en España).
En cualquier caso, me habría apetecido acercarme a Cegador cuando estuvieran traducidas al español las tres partes y
poder leerlas seguidas. Cuando al fin, en 2022, los tres libros de Cegador estuvieron publicadas en España
–gracias, entre otras cosas, al gran trabajo de traducción de Marian Ochoa de Eribe– tampoco me
apeteció acercarme a ellos de forma inmediata. Lo cierto es que me abrumaban un
poco sus casi 1.500 páginas y algunos comentarios que había leído en internet
sobre los excesos artísticos de Cartarescu en esta obra.
Sin embargo, había visto que en la biblioteca
de Ciudad Lineal, que me queda cerca de casa, tenían los tres volúmenes de Cegador y me apeteció acercarme a ellos
en el verano de 2025.
He dudado si escribir una reseña de cada uno de los tres volúmenes del
libro o una reseña conjunta. La primera parte se publicó en Rumanía en 1996
segunda parte en 2002; por tanto, seis años separan ambos libros, así que,
quizás, sean obras conectadas, pero no se trate exactamente de la misma novela.
Aún no lo sé. Cuando escribo esta reseña he leído apenas veinte páginas de El
cuerpo.
El narrador de El ala izquierda
es el propio Cartarescu, que nos empezará a hablar del Bucarest que veía desde
las ventanas de su habitación, en la calle Stefan cel Mare, una calle que
también aparecía en Nostalgia y Solenoide, y que, a todas luces, ha de ser
la calle real en la que vivió el escritor durante su infancia y adolescencia.
Cartarescu se va a describir a sí mismo como un adolescente demacrado y
enfermizo, un adolescente que pronto se convertirá en un introvertido.
Cartarescu, desde la mediana edad, reflexiona aquí –de forma autoconsciente,
escribiendo en un cuaderno– sobre los días del pasado, y, aunque el texto está
plagado de metáforas y poesía, la mayoría de estas páginas iniciales se
mantienen dentro de los parámetros del realismo evocador. Así nos hablará, por
ejemplo, de los días en los que había empezado a componer versos. En el
realismo de estas páginas, se filtra también el surrealismo del mundo onírico,
pues Cartarescu nos empezará a describir sus sueños, o pesadillas, lo que será
uno de los temas recurrentes del libro, y que me han recordado –como ya ocurrió
en Solenoide– a los mundos creados
por H. P. Lovecraft.
En la página 47 se produce la primera ruptura de la novela, ya que, en las
siguientes páginas, pasaremos de la narración intimista, en la que el autor
rememoraba su infancia y adolescencia, a otra narración, en la que se habla del
«clan de los Badislav», sin comprender el lector, al principio, si este texto
guarda alguna relación con lo leído hasta entonces o no. Pronto sabremos que
Cartarescu nos habla aquí de uno de sus abuelos, cuya familia emigró desde
Bulgaria a Rumania. Esta historia del clan de los Badislav es la narración de
un mito fundacional y la novela acaba de pasar a ser una novela fantástica,
donde se nos describe una lucha bíblica entre ángeles y demonios. Existen
páginas bellas en esta parte, como, cuando los viajeros, en su periplo europeo,
se encuentran con mariposas gigantes debajo de un Danubio helado y se las
acaban comiendo y haciendo abrigos con sus alas. Estas páginas me han recordado
a la fundación mítica de Macondo que proponía Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.
Cartarescu nos hablará de su madre (y en menor medida de su padre) como
emigrante de un pueblo del interior de Rumanía hasta Bucarest, junto a su
hermana. Llegarán a la capital en los años de la Segunda Guerra Mundial. Se
narrarán algunas escenas realistas de estos años, así como de la pobreza de la
posguerra. Gracias a una vecina, que se dedica al espectáculo, las hermanas conocerán
a Cedric, un músico negro estadounidense que toca en un club de jazz. Esto
acabará abriendo otro agujero en la novela, porque Cartasrescu nos llevará –más
adelante– a las calles de Nueva Orleans para contarnos la historia de Cedric.
Además, irán apareciendo por estas páginas otros personajes secundarios,
como un oficial de la seguridad de la dictadura comunista rumana y un hombre
que limpia las estatuas de Bucarest. Estos dos hombres, como acabaremos
comprendiendo, son el mismo.
En las páginas de El ala izquierda
se muestran pasajes realistas, con detalles certeros, como cuando se nos
describe la afición de la madre de Mircea por los cines de barrio en Bucarest y
se habla de la pobreza y la tristeza de estos lugares, frente al consuelo que
le procuraban en esos años grises. Y este realismo queda siempre entreverado
por otro nivel narrativo, en el que los personajes se acaban topando con alguna
pesadilla que irrumpe en la realidad. Por ejemplo, el hombre que limpia las
estatuas va a descubrir una apertura en una de ellas que conduce a una gruta de
elevados techos y, dentro de ella, se va a topar con seres extraños. Este tipo
de construcciones, como ya dije al comentar Solenoide,
me recuerdan a las de Lord Dunsany,
que hablaba de ciudades gigantescas vistas en sueños, y también, claro, a H. P. Lovecraft, que es una presencia
bastante presente en este libro. Lo habitual es que los personajes de El ala izquierda, tarde o temprano,
entrando a un sótano o a ascensor, por ejemplo, se topen con estas presencias
extrañas y desconocidas, las contemplen, y luego sigan con sus vidas, aunque
las recuerden. Quizás estos capítulos simbolicen la presencia de lo desconocido
y las pesadillas, con las que nos topamos en los sueños. Es cierto, también,
que se pueden hacerse algo repetitivos, porque todas están construidas de un
modo similar.
En un número importante de páginas del libro, el narrador, Mircea,
reflexionará sobre el misterio de su propia existencia o experiencia. Hay
páginas logradas con esto, pero también es cierto que estas páginas pueden
hacerse excesivas y que también se tiende en ellas a la grandilocuencia del
discurso. Por ejemplo, en la página 72 leemos: «¿Cuándo y por qué se desplazó
la simetría? ¿Quién y cómo fabricó las diferenciaciones de los comienzos?
¿Quién pudo soportar el crujido inicial de la fisura del Todo? El futuro, que
es alienación, alejamiento y enfriamiento, desgarró en miles de jirones el
globo inicial, abrió heridas horribles en el cuerpo de la unidad del ser,
huecos que se ensancharon cada vez más, separando los granos de sustancia y
dejando que una sangre fotónica, gorgoteante, circulara entre ellos. Una noche
purulenta envolvió cada corpúsculo, una esquizofrenia negra y desesperanzada.
Simple y perfecto en otra época, el cosmos adquirió órganos, sistemas y
aparatos, y hoy, grotesco y fascinante como una locomotora de vapor expuesta en
la vía muerta de un museo, hace girar sus bielas y manivelas bajo una campana
de cristal. E incluso la campana de nuestra mente está incorporada a la
desolación cósmica, es un órgano interno que refleja el Todo al igual que una
perla refleja por completo la carne martirizada de la concha.», este discurso
continúa, en este tono, durante más unas diez páginas, hasta que Mircea une el
Todo y el universo a la teoría de los chakras. Diría que estas son las partes
que más me han sacado del texto, llegando a su paroxismo en las 40 páginas
finales, donde toda esta grandilocuencia cósmica interna del narrador Mircea se
une a la narración mítica y fantástica de la historia de Cedric en Nueva
Orleans (inspirada en principio en el cuento La llamada de Cthulhu de
Lovecraft). Reconozco que estas 40 páginas finales las he leído con una
sensación decepcionante hacia la novela. Su grandilocuencia me ha resultado
excesiva. Así, por ejemplo, en la página 401 leemos: «Así vagaremos, en la
escalera de Jacob, eternamente, en la periferia de la Divinidad, en los
descampados de la revelación, contemplando con añoranza el manantial de llamas
desde la distancia. Porque no se puede entrar en lo eterno de forma gradual. El
milagro no se produce en pasos sucesivos. Al otro lado de los muros hay otros
muros, y más allá de los muros, otros muros, y el milagro es la perspectiva de
los infinitos muros firmemente envueltos unos en otros, tal y como la rosa no
es su núcleo, sino el perfumado envoltorio de pétalos, de márgenes, de
superficies. También de golpe arrancarás la rosa de cristal de su tallo de
iridio, porque no sirve de nada romperla pétalo a pétalo.»
Durante el texto son continuas las metáforas orgánicas: el cambio de las
membranas, la carne, la sangre, las células.... explican muchos de los
condicionantes de la vida humana. De
este modo, Cartarescu personifica objetos inanimados con metáforas orgánicas.
Como ocurría en Solenoide, aquí
también está presente la obsesión de autor por el mundo de los artrópodos, con
especial presencia de los arácnidos, como los ácaros y las arañas, pero también
de los insectos, como, en este caso, las mariposas, que en principio, y de
forma contraria al léxico con el que invoca a los arácnidos, sí que parecen
estas últimas, las mariposas, evocadas de forma positiva, como símbolo de la
transformación a la que nos somete el tiempo. «Estamos entre el pasado y el
futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa entre sus dos alas.» (pág. 75)
En más de una ocasión aparecerán en el texto largos enunciados de imágenes,
que actúan como un Aleph borgiano. Es este un recurso que puede hacerse
repetitivo y que, en alguna ocasión, rompe el ritmo narrativo.
También aparecerá en el texto el término «cegador», como una forma de
cerrar algunas escenas. Los personajes se han de enfrentar a una luz, a una
realidad, o una verdad que resultan cegadoras y así se pone fin a la escena.
El ala izquierda tiene momentos muy
destacados, como por ejemplo, cuando Mircea sufre una parálisis facial y tiene
que ser ingresado en un hospital. La descripción de sus curas, los otros
enfermos (la novela abunda en la descripción también de enfermedades humanas y
malformaciones), las enfermeras… me ha parecido muy lograda. En alguna ocasión,
me ha hecho pensar, esta parte de la novela, en algunas páginas de Thomas Bernhard, en las de El
aliento. En esta parte parece haber, además, un homenaje al Ernesto Sabato del Informe sobre ciegos.
Pero otras páginas, en las que Mircea une su mente al cosmos y el tiempo, me
han resultado excesivas. De hecho, como también hay páginas autorreferenciales,
Cartarescu se refiere, más de una vez a su manuscrito, como «libro ilegible» y,
en más de una ocasión, este término no es irónico.
Me gustaría destacar la ambición y la plena libertad creativa que despliega
Cartarescu en este libro, que, en el caso de no ser un escritor reconocido al
presentarle el manuscrito a su editor rumano, imagino que este no habría
querido publicárselo tan y como ha llegado a nosotros, sino que le hubiera
pedido que hiciera recortes. De hecho, creo que con recortes Cegador sería una obra más vendible, más
comercial; aunque (y paradójicamente, pese al éxito real de Cartarescu) este no
parece uno de los objetivos del autor.
Diría que toda esta mezcla de tonos y planos narrativos estaba llevada de un modo más armónico y controlado en Solenoide, que es una obra posterior. Ya estoy leyendo Cegador II, El cuerpo, y ya lo comentaré también.

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