El buen salvaje, de Eduardo Caballero Calderón.
Editorial Destino. 289 páginas. 1ª edición de 1966.
Empecé a ver repetidas veces este
libro en diversas sucursales de las librerías de segunda mano Tik Books. En la primera ocasión lo
hojeé y me pareció interesante. Sin embargo, resistí la tentación de comprarlo.
Más tarde busqué en internet información sobre el autor, Eduardo Caballero Calderón (Bogotá, 1910-1993), y a la segunda o
tercera ocasión que me encontré con el libro en un Tik Books lo compré. Al fin
y al cabo, costaba menos de tres euros y era una primera edición de 1966. Este
libro fue el Premio Nadal de 1965.
Tengo anotado en la primera página
que lo compré en mayo de 2015. Es por este tipo de cosas por lo que me resisto
tanto (aunque sea al principio) a comprar libros. Tengo una gran tendencia a
acumularlos y no leerlos. Sin embargo, la suerte de El buen salvaje iba a
cambiar cuando mi amigo Federico Guzmán
me elogiara en México la novela Sin remedio del colombiano Antonio Caballero. Busqué Sin remedio en España a través de
Iberlibro, y cuando me llegó a casa e investigué un poco en internet sobre
Antonio Caballero, me di cuenta de que era hijo de Eduardo Caballero Calderón.
En ese momento supe que tenía que leer las dos novelas seguidas. Posiblemente,
lo más lógico habría sido leer primero la novela del padre y después la del
hijo, cuya publicación dista dos décadas, pero al final lo he hecho al revés.
Si bien Sin remedio, la novela del hijo, transcurría en Colombia y más de
un crítico la considera la gran novela urbana sobre Bogotá, El buen salvaje, la novela del padre,
transcurre en París y pertenece a otra tradición narrativa, la de los
hispanoamericanos que viajaron a la capital francesa en busca de la inspiración
o de la gloria literaria.
Sin remedio estaba
escrita en tercera persona (y en contadas ocasiones cedía la palabra al
personaje) y El buen salvaje apuesta
siempre por la primera persona de un personaje innominado de veintisiete años
(Ignacio Escobar, el personaje de Sin
remedio, tenía treinta y uno). El personaje de El buen salvaje lleva cuatro años en París. Ha estudiado Derecho y
Políticas en su tierra, y llega a París con una beca; ahora ya no estudia y
trata de escribir una novela. Ya en la primera frase se hace alusión al dinero
y a los problemas económicos que acucian al personaje, que en el tiempo de la
novela tendrá algún trabajo eventual pero que, principalmente, se dedicará a
dar sablazos a sus conocidos y a ejercer de pícaro moderno. En este sentido el
personaje de Eduardo, que proviene de una familia hispanoamericana de clase
media, es diferente al de Antonio, que procede de la clase alta de Bogotá. El
personaje de Sin remedio encuentra
una fuente de dinero inagotable en su madre, gracias a la cual no tendrá que
trabajar, mientras que el de Eduardo sentirá vergüenza de los orígenes humildes
de su familia (aunque no parezca tener pudor a la hora de dilapidar su dinero y
trate de engañar a algunos de sus conocidos, inventando unos orígenes más nobles).
El personaje de El buen salvaje, durante el tiempo de la narración, tratará de
escribir varias novelas. En las páginas de este libro el lector podrá acercarse
a las ideas del personaje sobre la trama de estas novelas que quiere escribir y
que siempre se quedan en proyectos abandonados. La idea de exponer un resumen
de las posibles novelas, que sirven aquí como relatos dentro del relato, me ha
recordado a las técnicas narrativas de Roberto
Bolaño, que utilizó este mismo recurso unas cuantas décadas después
(resumiendo novelas, cuentos o películas en las páginas de sus libros).
El personaje de El buen salvaje se siente profundamente hispanoamericano, pero
nunca señala de qué país procede. Lo lógico es que el lector suponga que, al
igual que el autor, procede de Colombia, pero este dato nunca se muestra
explícitamente. No ocurre lo mismo con el resto de personajes
hispanoamericanos, porque cuando el personaje empieza a salir con Rose-Marie
siempre se señala que es chilena. Hacia el final del libro se refiere a su
tierra en estos términos: «País desconocido y lejano» (pág. 224).
En muchos aspectos, El buen salvaje es una novela muy
moderna. Diría que Alfredo Bryce
Echenique la había leído cuando escribió su divertida y melancólica novela La
vida exagerada de Martín Romaña, que se publicó por primera vez en
1981, y sitúa su acción en 1964; así que su tiempo narrativo sería contemporáneo
al de El buen salvaje. París
no se acaba nunca la publicó Enrique
Vila-Matas en 2003 y trata también de un tema parecido a El buen salvaje. Si bien Vila-Matas y
Bryce Echenique citan el mito de Ernest
Hemingway como fuente de inspiración para peregrinar a París y tratar de
ser escritor, Eduardo Caballero no lo hace.
El buen
salvaje es una novela profundamente metaliteraria. Su personaje ironiza mucho
sobre cómo se debe –o no se debe– escribir una novela. Uno de los juegos
internos del libro es que la voz narrativa opina que algo no se debe hacer en una
novela (como por ejemplo, describir el físico de los personajes) para, a
continuación, hacerlo.
También me he topado con una
referencia extraña e inesperada: El buen
salvaje me ha hecho pensar en Mario
Levrero. En libros como El discurso vacío o La
novela luminosa, Levrero apunta que, ante la imposibilidad de
enfrentarse a la escritura de una obra literaria, va a escribir sus
pensamientos o un diario en unos cuadernos con la intención de ir preparando su
mente para la escritura de una novela. En El
buen salvaje, escrita unas décadas antes, Eduardo Caballero propone esta
misma argucia creativa: su personaje escribe las notas sobre su vida, que al
final van a constituir la novela que el lector tiene en sus manos. «De un
tiempo a esta parte, desde cuando resolví escribir mi novela y tomar notas en
este cuaderno, me sucede que para pensar tengo que ponerme a escribir» (pág.
34); «¿Qué interés puede tener todo esto desde el punto de vista de mi novela?
Ninguno, fuera de soltar un poco la mano, distender y relajar la imaginación,
dialogar, ejercitar la memoria y sepultar aquello, olvidarlo y sepultarlo
dentro de mí bajo una hojarasca de palabras secas» (págs. 40-41).
Realmente, los esfuerzos del
narrador para acabar algunas de sus novelas no parecen muy serios (alguna vez
he pensado en Arturo Bandini, el protagonista de las novelas de John Fante), y la novela se va desplazando
desde la ironía de la picaresca hasta la tragedia de la enfermedad mental; de
una forma sutil, se produce el desplazamiento de temas. Lo cierto es que, más
que triunfar como escritor, el mayor deseo del protagonista es no volver a su
país, y constantemente siente la nostalgia anticipada de dejar París.
Al protagonista de El buen salvaje no le interesan mucho
los temas políticos. En una reunión con otros hispanoamericanos, todos ellos
muy politizados, «se hablaba mucho de China, de la guerra de Vietnam, de la
intervención americana en el Medio Oriente, el amor por la paz que es privativo
de Rusia, de la agresión capitalista en Cuba, del nuevo Canal de Panamá, etc.
Todos estos temas me aburren y soy incapaz de seguirlos hasta el final» (pág.
121). Esta situación me ha recordado a las impresiones que tenía Ignacio
Escolar en Sin remedio sobre sus
amigos politizados y su falta de compromiso político.
Otro de los temas de Sin remedio era la pérdida de la
juventud: el libro empieza cuando Escolar cumple treinta y un años, y este tema
también aparece en El buen salvaje, cuyo
protagonista tiene veintisiete años. Que ambos están dejando atrás su juventud
queda simbolizado en el hecho de que están empezando a perder el cabello.
Sin remedio era una
crítica mordaz a la clase alta de Bogotá, mientras que El buen salvaje es más bien una crítica a una clase media que
quiere aparentar un nivel económico superior.
El personaje de Sin remedio tenía aspectos negativos, pues se le presentaba como
caprichoso, infantilizado y machista. El protagonista de El buen salvaje es cínico, aprovechado y también algo machista pero,
sobre todo, racista; principalmente con los negros. Ambas novelas parten de
situaciones más o menos cómicas y se van haciendo más oscuras cuando caminan
hacia su desenlace.
Si Antonio mostraba la pobreza y la
sordidez de las noches de Bogotá, Eduardo muestra la pobreza y la sordidez de
París. Ambas novelas nos hablan también del proceso de creación artística.
Eduardo habla del arte de la novela y Antonio de la poesía. La literatura no parece
ser una salida vital para ninguno de los dos, sino más bien una fuente continua
de frustraciones y de desengaños.
Entre Sin remedio (1984) y El buen
salvaje (1965) creo que me quedo con la primera, la novela del hijo, sin
desmerecer a la novela del padre, que es una gran novela, y que, en más de un
sentido, sobre todo cuando realiza juegos metaficcionales con París de fondo,
se adelanta a su tiempo y crea senderos por los que transitarán otros (Bryce
Echenique, Bolaño o Vila-Matas).
Ahora mismo, de Sin remedio no existe una edición en España a disposición del
público (algo que, de nuevo, no habla nada bien de la comunicación entre ambos lados
del Atlántico), pero se puede encontrar en páginas de libros de segunda mano como
Iberlibro. De El buen salvaje se puede,
buscando en Iberlibro o en librerías como Tik Books, encontrar la primera
edición en Destino a buen precio, pero además (y esto es una buena noticia) la editorial española Ediciones del Viento
ha sacado hace poco una nueva y bonita edición.
Libros conducen a libros, eso es una verdad como un puño. No sé a quien leí que almacenar libros sin leerlos es un vicio que tiene un nombre que ahora no recuerdo, pero que me hizo mucha gracia.
ResponderEliminarLas librerías de lance tienen esa maravillosa propiedad, la de descubrirnos títulos y autores que tras leerlos nos sorprenden.
Un abrazo, David
Hola Juan Carlos:
EliminarHace tiempo que no entro en una librería de lance, me lo he prohibido. Es algo que acaba desbaratando todos mis planes de lectura. Pero sí, es fascinante encontrar libros casi por azar.
Un abrazo
Hola David!
ResponderEliminarAntes que nada quiero decirte que soy un fiel seguidor de tu blog y tus reseñas me parecen imperdibles y únicas.
Otra cosa que te quería comentar sin ánimos de ofender es que e notado que te refieres a los latinos americanos como hispano americanos.
Yo soy argentino y creo humildemente que todos los habitantes desde México a Argentina preferimos llamarnos latinos y no hispanos, creo que el término hispano nos resulta un tanto colonialista y paternalista.
David quería comentarte esto con total respecto ya que conozco tu devoción y admiración por la literatura latinoamericana.
Un abrazo desde Buenos Aires!
Hola Cristian:
EliminarGracias por tu comentario, no era consciente de que se podía establecer la diferencia de la que me hablas.
Yo consideraba, hasta ahora, que con el término "literatura hispanoamericana" me refería a los libros escritos en español en América y que cuando hablamos de "literatura latinoamericana" se hace para incluir a Brasil o a Haití. Y yo pensaba que era más preciso al decir "hispanoamericano" porque me refería al grupo de autores que escriben en español desde América.
Investigaré sobre el tema.
Un abrazo