Conocí a Javier Serena (Pamplona, 1982) hace poco más de un año, la noche de
un viernes en la que yo había quedado con mi amigo el poeta y narrador
mallorquín Javier Cánaves en la Casa de América. Cánaves se encontraba
en Madrid con la intención de participar en un evento poético llamado 2011 poetas por Km2. Allí
estuvimos charlando con los poetas Ben
Clark o Andrés Catalán, el
narrador Víctor Balcells Matas y el
editor de la mayoría de los anteriormente citados, Fabio de la Flor, de la editorial
Delirio. Entre este grupo de personas también se encontraba Javier Serena,
quien, cuando la conversación se trasladó a alguno de los bares de la calle del Pez, me sorprendió al contarnos
que escribía novelas y que en algún momento su nombre había estado entre los de
la long list (o short list, no estoy seguro) de una de las convocatorias del premio Herralde.
El mes pasado Javier me escribió
un mensaje en Facebook para decirme que había publicado una novela en la editorial Gadir, y me proponía enviarme
un ejemplar para que, sin ningún compromiso, si me apetecía, la comentara en Desde la ciudad sin cines. Como sabía
que Javier vive en Madrid, me parecía un poco frío que me mandase el libro por
correo, así que le propuse quedar en el café
Comercial (cada día me parece más bonito este sitio). Quedamos allí un
jueves y fue una tarde agradable de hablar de libros.
Con La estación baldía Javier
Serena ha quedado finalista del Premio
Joven 2011 de Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid, y el libro
ha sido editado gracias al entusiasmo que hacia él ha mostrado su editor.
Javier Serena nos acerca en su
novela a Ángela, joven de 23 años atrapada entre las ruinas de la posguerra
española, y no precisamente por pertenecer al bando de los que perdieron,
puesto que su familia es una de las más influyentes de Ávila; sino, más bien,
por su condición de mujer sensible. No parece casual que la ciudad en la que
Serena sitúa la acción principal de la novela sea Ávila. Los largos paseos
solitarios de Ángela por la ciudad, encorsetada entre sus muros medievales,
parecen actuar como metáfora tangible de la cárcel en la que se ha convertido
todo el país.
Será sin embargo en Riofrío,
donde la familia tiene una residencia veraniega, que usan el padre y el tío
para cazar (otra metáfora sobre la situación de violencia soterrada de la
época), donde Ángela tomará contacto con Gabriel, un soldado del bando
republicano que sobrevive, junto a otro compañero, escondido en el monte. La
escena en la que se produce el encuentro, en el sótano de la casa, parece
propia de una novela de Gabriel García
Márquez: “Entonces se apagó otra vez la fuerza de la luz, adensándose en la
noche, y aún en la súbita negrura Ángela se sintió reconfortada, como si la
hubiera tranquilizado la presencia intrusa de Gabriel. A él le sucedió lo
mismo, no exigió palabras, sabedor de pronto y con total clarividencia de que
habían quedado entreverados para siempre, confabulados por su mutua sensación
de huérfanos bajo el cataclismo de los truenos” (pág. 23).
El aislamiento frustrante de
Ángela, en medio de una familia por la que no parece sentir demasiado apego,
con unas expectativas pobres sobre su futuro, me han hecho pensar en algunos de
los destinos tristes de las mujeres de la narrativa española del siglo XX: en
Colometa de La plaza del Diamante (Mercé
Rodoreda), en Andrea de Nada (Carmen Laforet) o en Elvira y Natalia de Entre visillos (Carmen Martín Gaite). Y dentro de la
tradición que marcan las obras citadas se podrían englobar las intenciones
narrativas de La estación baldía:
mostrar el clima de pobreza moral de una sociedad, la de la posguerra española,
en la que la mujer es doblemente vencida, por su condición de superviviente de
una guerra y más sangrantemente por su condición de mujer, ya que tendrá menos
acceso a la formación intelectual o profesional, y cuyas expectativas de vida
parecen quedar reducidas a resignarse a la boda que convenga; convencionalismo
que Ángela desea saltarse tras conocer a Gabriel o a otros jóvenes sensibles (y
republicanos) que aparecen en la novela, cuya personalidad más adelantada a la
época será cruelmente contrastada con el carácter brutal o estúpido de los
jóvenes familiares de Ángela.
El lenguaje que usa Serena en su
novela es denso en metáforas y en vuelos poéticos; aunque su loable ambición
estilística le ha llevado en algunos momentos a caer en el exceso; sobre todo
al cuajar el texto de epítetos, que en muchos casos se daban en ternas de dos;
sólo en la página 21 encontramos: “una de esas tempestades (...) tan rápida y
tan imprevisible”; “un viento súbito y caliente”; “las primeras gotas, gordas y
espaciadas”; “masa burbujeante, blanca y espumosa”; “cortinas (...) magníficas
y fantasmagóricas”; “relámpagos, quebrados y refulgentes”.
Quizás algo que lastraba la
intensidad de lo contado en algunos tramos de la novela es que Serena no
aislaba escenas claves de la historia narrada, escenas que el lector uniría con
las demás en su mente para, a partir de una parte de lo mostrado, deducir un
todo; en algunos momentos las escenas marcaban una repetición de días; es decir,
no se narra un paseo en concreto sino muchos paseos en los que ocurrían
invariablemente cosas similares (como los correspondientes al acoso del primo
Bernardo), lo que puede ser un recurso estilístico, enfocado a mostrar el tedio
repetitivo de los días, pero también crea una distancia entre el lector y los
personajes de la obra.
En este sentido no me convenció
la resolución de una escena que tiene lugar en la página 117: Gabriel y Ángeles
al fin van a consumar su pasión carnal: “Ella, derrotada en esa larga batalla
de la espera, libre ya de la necesidad de defenderse, se dejaba abrazar y
acariciar sin resistencia, sin que él se viera obligado a derribar de nuevo las
barreras ya abolidas del recato y la vergüenza, por lo que su mutua urgencia
del deseo no exigía ahora más protocolo que el de arribar lo antes posible a
los muros arruinados de molino abandonado”. Y en la frase siguiente la escena
particular, aislada, desaparece y otra vez se narra, desde la distancia, la
sucesión de días repetidos: “En ocasiones, en su apremio por llegar allí,
Gabriel trataba de colaborar descendiendo de la silla y avanzando por su propio
pie, sin muestras de dolor y de cojera, pues hacía varios días que el vendaje
no cumplía ya otra función que la de estricto carácter decorativo. Así pues, en
cuanto se adentraban en las estancias interiores del edificio, se estrechaban
con alivio y ansiedad, con calma y compulsión, zarandeados al mismo tiempo por
dos sensaciones muy distintas, alegres por el hecho de encontrarse otra vez a
solas, al calor de la penumbra, e intranquilos por saber que esa situación no
podía prolongarse así durante muchas jornadas más”.
Quizás en esta escena me ha
parecido que Serena pecaba de recato: que una novela retrate una época no
quiere decir que el narrador del siglo XXI deba tomar el punto de vista de esa
época.
Sin embargo, en el tramo final de
la novela, en las 50 últimas páginas, lo narrado sí que se centra en escenas
aisladas y la historia gana en ritmo e intensidad, hasta llegar a un final en
coherencia con el tono de lo contado.
Cuando Javier Serena escribió
esta novela aún no había cumplido 30 años, y aunque estoy seguro de que con el
tiempo acabará puliendo los excesos de su estilo algo barroco, los logros
presentados en ella –la ambición estilística y sobre todo la creación de una
atmósfera opresiva, que constituye el puntal de La estación baldía– no los considero menores.
Un tema y una época que me interesan. A pesar de los peros que le pones creo que puede merecer la pena conocer a este autor y esta obra. Me la apunto.
ResponderEliminarBesos
Hola Jara:
ResponderEliminarSí, por supuesto que el libro merece la pena.
saludos
Espero leerlo el mes que viene. No solo es de Pamplona como un servidor, sino vecino y conocido de mi familia de toda la vida. A mí me gusta mucho el barroquismo hipotáctico de Sánchez Ferlosio y Juan Benet (casi siempre) y el verbalmente deslumbrante de Mujica Lainez y Carpentier. En fin, veremos… Me ha alegrado mucho ver aquí esta reseña.
ResponderEliminarSaludos.
Hola Gonzalo:
ResponderEliminarEl lenguaje de Serena tiene bastante que ver con la tradición española. Le gusta (me contó) Paco Umbral y eso se nota.
Espero que te guste el libro de tu paisano.
saludos
Pues me llama esta novela por su argumento, así que en algún momento le daré una oportunidad, a pesar de esos fallos de los que hablas.
ResponderEliminarBesotes!!!
Hola Margari:
ResponderEliminarSí te interesa el tema de la guerra civil o la posguerra, y esos libros sobre mujeres que he nombrado (La plaza del diamante, Nada, Entre visillos) seguro que esta novela te va a gustar.
saludos
Gracias otra vez a David por la lectura y el comentario del libro, y saludos a Gonzálo Aróstegui, conocido familiar y vecino, y cuyo libro publicado en Baile del Sol espero leer también estas vacaciones.
ResponderEliminarSaludos