A contraluz, de Raquel Cusk
Editorial Libros del Asteroide. 218 páginas. 1ª edición de 2014; ésta es de 2016.
Traducción de Marta Alcaraz
La primera vez que oí hablar de Raquel Cusk (Canadá, 1967) fue en un
artículo de Alberto Olmos. En una de
sus columnas de Mala fama, escribía sobre literatura femenina y destacaba la
trilogía de Raquel Cusk, formada por A contraluz, Tránsito y Prestigio,
publicadas en España por Libros del
Asteroide.
En septiembre del 2020 visité la biblioteca Eugenio Trías, ubicada
dentro del parque del Retiro en Madrid, y al ver que estaban disponibles los
tres libros los saqué en préstamo.
Una escritora inglesa recibe una
invitación para impartir un curso de literatura creativa en Atenas. Sobre este
viaje a Grecia y los encuentros que va a tener con diversas personas trata esta
novela. Rachel Cusk nació en Canadá en 1967, pasó su infancia en Los Ángeles, y
en 1974 su familia se trasladó a Reino Unido, donde ha seguido viviendo hasta
la actualidad. Así que la experiencia vital de Cusk es más la de una escritora
inglesa que canadiense. Al leer A
contraluz el lector puede pensar que la escritora protagonista de la novela
es la propia autora. Diría que Cusk juega a este equívoco. Durante la mayoría
de las páginas del libro, sin embargo, la narradora no desvela su nombre, pero
en la página 186 –ya cerca del final– se revelará que se llama Faye, y que, por
tanto, se marca así una distancia entre escritora y narradora.
Alberto Olmos llamó a esta trilogía
de Cusk «autoficción del otro». En gran medida, la apuesta de Cusk es la de
ocultar la vida y los pensamientos de su narradora para dar voz a las personas
con la que se encuentra.
Faye toma en Londres un avión camino
de Atenas, y su «compañero de vuelo» (así será designado en toda la novela) le
empieza a contar su vida. Proviene de una familia griega, que cuando él era
niño emigró a Inglaterra y se educó allí. Ahora, de nuevo, vive en Grecia. El
compañero de vuelo le empezará a narrar su vida a una desconocida hasta unos
grados de intimidad desconcertantes. Principalmente, le hablará de sus
exmujeres y procesos de divorcio. En algún momento la narradora se cuestionará,
ante sí misma, por la verosimilitud de lo que está escuchando, presuponiendo
que su compañero de vuelo está adornado alguna historia, para quedar mejor él
que sus exmujeres. En los días que va a pasar en Grecia, y que van a constituir
el tiempo narrativo de la novela, el compañero de vuelo llamará a Faye más de
una vez para sacarla a navegar en su barco, y seguir contándole la historia de
su vida.
Al principio, durante los primeros
capítulos de A contraluz, la
propuesta de Rachel Cusk me estaba pareciendo un tanto artificiosa. Ella no
cuenta casi nada de sí misma, pero en cambio nos describe de forma detalladas
las conversaciones que tiene con las personas que se va encontrando, y estas
conversaciones –muy lejos de estar constituidas por banales conversaciones de
ascensor– siempre son a corazón abierto, y tratan principalmente de las
relaciones de pareja y su final, y de los hijos.
En Atenas, Faye quedará con Ryan, un
amigo escritor irlandés, con el que hace tiempo que no se ve, y éste también le
contará sus intimidades y los altibajos de sus relaciones. En este caso, al
tratarse de un escritor, que además comparte idioma materno con la protagonista
de la novela, la propuesta parece tener más sentido lógico: Ryan sí posee la
profundidad de reflexión y la capacidad lingüística para expresarse como lo
está haciendo; algo más dudoso en el caso del compañero de vuelo.
En realidad, se dinamitan en A contraluz algunos de los principios
lógicos de la construcción de una novela: si nos fijamos en la historia de
Faye, en el avance anecdótico de lo contado, esta novela carecería de tensión
narrativa. Además, los personajes con los que se encuentra la narradora se
sinceran con ella de un modo muy rápido, y con una gran capacidad de análisis
sobre su vida, algo que no parece muy realista.
En el curso de escritura creativa,
los alumnos de nuestra escritora también contarán historias sobre ellos mismos.
Me estaba extrañando que, siendo estos alumnos griegos de diversas edades y
condiciones, ninguno tuviera problemas con el inglés, idioma en el que se
imparte el curso. El compañero de vuelo, que se ha educado en colegios
ingleses, sí comete algún error con el idioma, algo que queda registrado para
el lector, pero no lo hacen los alumnos griegos del curso literario. Hacia el
final de la novela, Faye se encuentra con otra escritora que también ha acudido
a la ciudad para impartir un taller literario y saca este tema; dice la nueva
escritora: «No estaba muy segura de cómo iría lo de la barrera lingüística:
escribir en un idioma que no era el tuyo se le hacía extraño. Ver a la gente
obligada a utilizar el inglés casi te hacía sentir culpable, pensar en esa
parte de ellos que perdían con la traducción, como quien, expulsado de su
hogar, debe llevarse solo lo imprescindible.» (pág. 203) Me ha gustado leer
esta reflexión, porque hasta entonces (en la página 203 solo quedaban 15 para
el final) esta barrera del idioma no parecía existir. Faye queda con personas
griegas y con ellas se establece una conversación en inglés con total
naturalidad; de hecho, parecía hasta extraño cuando, estando en un restaurante,
nos cuenta Faye que su interlocutora se pone a hablar en griego con un
camarero, cuando lo lógico –según alguna implacable lógica anglosajona– sería
que cualquier persona, de cualquier rincón del mundo, pudiera expresarse, con
un gran nivel de hondura, en inglés.
La narradora, sin embargo, bajará la
guardia en algún momento y nos dejará ver algunos de los problemas de su vida
personal: ha sufrido un proceso de divorcio no hace mucho, y se ha tenido que trasladar
con sus dos hijos del campo a Londres. En la gran ciudad, tiene problemas para
poder comprar una vivienda.
He señalado algunos de los
artificios de la construcción novelística, que han hecho que me costara aceptar
la propuesta. Sin embargo, en algún momento he aceptado el pacto narrativo que
debía establer con Cusk, me he relajado y he acabado disfrutando de A contraluz. Rachel Cusk podía haber
elegido escribir un libro de relatos, cuyos cuentos fuesen las historias que ha
puesto en la boca de los interlocutores de Faye en la novela. Estas historias
son buenas en su mayoría, tienen profundidad y fuerza, y están contadas por una
gran narradora. Pero, quizás resulte más difícil, como ya he apuntado, hacerle
creer al lector que alguien puede cruzarse en un viaje de varios días con un
número azaroso de personas y que todas hablen (más de la mitad en un idioma
además que no es el suyo) con tanta coherencia y hondura de sus relaciones
personajes o sus hijos. En algunas narraciones se entra de refilón la mala
situación económica de Grecia, pero éste no parece un tema que le interese
mucho a Cusk, cuyas obsesiones se vuelvan sobre las relaciones de pareja y la
evolución de los hijos.
A contraluz, tras
alguna reserva sobre su construcción, y lejos de parecerme una novela perfecta
o revolucionaria, me ha acabado gustado cuando he decidido rebajar mi capacidad
de análisis sobre su verosimilitud, y me he dejado seducir por la fuerza de las
pequeñas historias que contiene. Ya estoy con Tránsito, la segunda novela de la trilogía. En unos pocos días os
cuento qué tal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario