lunes, 25 de julio de 2011

Formas de volver a casa, por Alejandro Zambra

Editorial Anagrama. 164 páginas. 1ª edición de 2011.

Leí, poco después de que apareciera en Anagrama, la primera novela de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), Bonsái (2006) y en aquel momento su lectura me desconcertó (En la siguiente entrada del blog hablaré de Bonsái, novela que acabo de releer hace apenas una hora).
Había leído durante los dos últimos meses buenas críticas de Formas de volver a casa y, por diversas circunstancias, me apeteció esta semana acercarme a una novela breve y elegí ésta.
Compré el libro el lunes 18 por la tarde, en la FNAC de Callao, y al salir del edificio entré en el de enfrente, el Corte Inglés. Había oído hablar de la cafetería de su última planta, la novena, una cafetería con unas espectaculares vistas sobre la plaza de Callao y la Gran Vía. Subí hasta allí pensando que nunca había estado en este lugar y al entrar y tomar sitio en la terraza, atisbando por las cristaleras las azoteas de la Gran Vía y su transito de personas y coches, después de haber pedido una coca-cola y empezado a leer el libro de Zambra, que sitúa su acción en 1985, cuando el protagonista tiene 9 años, empecé a pensar, quizás sugestionado por la lectura, que yo había estado ya en esa cafetería de niño, posiblemente acompañado por mi madre y mi abuela; en 1985, por ejemplo, cuando yo tenía 10 ó 11. Y de un modo extraño, sugerente, penetré en los recuerdos del personaje de Formas de volver a casa, lo más seguro un trasunto del propio Zambra. Ni que decir tiene que me encantaron las 30 ó 40 páginas que leí el lunes allí, recuperando las sensaciones de mi propia infancia a través de la infancia de otra persona, en otro país, pero durante los mismos años.

Formas de volver a casa comienza (quitando una breve escena que abre el libro) el 3 de marzo de 1985, día de terremoto en Chile: los adultos conversan de noche en torno a una hoguera, y los niños se pelean dentro de unas tiendas de campaña. El protagonista, un niño de 9 años, sale de la tienda de campaña, dispuesto a explorar el mundo de los adultos. Le llama la atención su vecino Raúl, que vive sólo, lo que dentro de su mentalidad de niño le parece una desgracia. Sorpresivamente ese día aparece el vecino frente a la hoguera de los adultos con una mujer y una niña de 12 años, a las que presenta como su hermana y su sobrina.
La niña, Claudia, seguirá al protagonista durante los siguientes días y le encomendará una misión: vigilar a Raúl, su supuesto tío, y una vez a la semana le tendrá que hacer un informe.
La primera parte de la narración, Personajes secundarios, evoca el mundo de la infancia: el niño mirará con inocencia y misterio hacia los adultos, y la misión que le propone Claudia le parece una aventura despreocupada. Sin embargo, en esta evocación del año 1985, el narrador va incluyendo reflexiones que pertenecen a su yo adulto; por ejemplo, cuando habla de la experiencia del terremoto, una experiencia divertida para el niño, escribe: “Si había que aprender algo, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre.” (pág 19-20)
Y también ya en estas primeras páginas de la novela comienzan las insinuaciones políticas, donde se conjuga la visión del niño con la del adulto; se habla de Pinochet apareciendo en la televisión y se dice: “Tiempo después le odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra.” (pág 20)

En la página 51 comienza una segunda parte del libro, La literatura de los padres, y se produce una quiebra en la construcción narrativa: el autor del libro (un trasunto del propio Zambra), nos habla de la escritura de las páginas que hemos leído. “Avanzo de a poco en la novela. Me paso el tiempo pensando en Claudia como si existiera, como si hubiera existido.” (pág 53). Y el autor nos expone su vida actual, la relación con sus padres o con una mujer, eme, de la que se está separando. El tono ahora es más melancólico que antes. Desde la vida adulta del treintañero se reflexiona sobre la época de la dictadura: “Crecimos pensando eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra.” (pág. 56).
Después se dice: “Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado.” (pág. 64).

En la tercera parte, La literatura de los hijos, se resuelve el misterio sobre Claudia y Raúl, planteado durante la primera parte.
Algo que me ha resultado interesante es que al describir la casa de sus padres en la segunda parte se usan frases que se vuelven a repetir casi calcadas 40 ó 50 páginas después: el autor nos implica en su juego metaficcional, está inventado una historia, pero en realidad usa a personajes como Claudia o Raúl para hablar de sus propios padres; de los que cuando es preguntado en el colegio, ya en democracia, tiene que soportar la mirada de sorna y deprecio de un profesor, porque él dice que durante la dictadura ellos se mantuvieron al margen.
En la página 77 (parte 2ª) el autor habla así de sus padres: “Gracias a esa biblioteca tu madre se ha puesto a leer y yo también, aunque tú sabes que prefiero ver películas, dijo mi padre.”
En la página 125 (parte 3ª), retomada otra vez la obra de ficción, el narrador dice hablando de sus padres: “Gracias a esta biblioteca tu madre se ha puesto a leer y yo también, aunque tú sabes que prefiero ver películas, dice mi padre. No mira a Claudia, pero es sumamente cortes, cuidadoso.” (La supuesta escena de su realidad, pág 77, es utilizada en la ficción, pág 125, donde introduce además el elemento inventado, Claudia)
El juego metaficcional resulta interesante y eleva la hondura de la novela, dándole nuevas aritas y planos.

El libro tiene una cuarta parte, Estamos bien, donde se retoma la voz narrativa de la segunda parte, y el autor quiere que la mujer, eme, lea el manuscrito de la novela (parte 1ª y 3ª del libro).
Formas de volver a casa acaba con el terremoto del 27 de febrero de 2010, y la reflexión final del autor sobre el motivo que le llevó a escoger la noche del terremoto de 1985 para comenzar su novela: “Durante esa noche tan lejana pensé por primera vez en la muerte” (pág. 163).

Formas de volver a casa me ha resultado un libro de una gran madurez narrativa, escrito con un lenguaje muy cuidado, evocador y sugerente; y cuyo juego entre realidad y ficción consigue múltiples matices para acercar nuestra mirada actual al pasado reciente de Chile, a su nueva sociedad y a sus silencios provenientes del ayer.
El futuro (si no ya el presente) como escritor de Alejandro Zambra resulta muy prometedor.

lunes, 18 de julio de 2011

Un americano, por Henry Roth

Editorial Alfaguara. 322 páginas. 1ª edición de 2010, ésta de 2011.

Me ha ocurrido más de una vez: cuando hablo con alguien sobre Henry Roth (1906, Galitzia, Polonia, antes Imperio Austrohúngaro -1995, Albuquerque, EE.UU.), esta persona suele pensar primeramente en el escritor judío norteamericano Philip Roth, y, en el caso de que sepa más de literatura, mi interlocutor acaba imaginando que le hablo del escritor judío austriaco Joseph Roth.
Pero no, yo me estoy refiriendo, en realidad, al escritor judío norteamericano Henry Roth, y al hablar de él estoy hablando de uno de los escritores que más me han marcado y por los que siento más admiración, aunque nunca he conocido a nadie que lo haya leído.

La primera novela de Henry Roth, Llámalo sueño, la leí exactamente en febrero de 1998, un libro de Alfaguara, que encontré de saldo en una mercadillo de libros itinerante; un mercadillo que montaba sus casetas en Móstoles, durante unas dos semanas, enfrente de la casa de mis padres, con motivo del Día del Libro (ya no estoy seguro de que lo hagan). No recuerdo de dónde tenía la referencia de ese libro, quizás de algún suplemento cultural o revista literaria; es posible que conservara el recorte de la nota necrológica de algún periódico donde se hablara de la muerte de Henry Roth en 1995. Pero sí sé que compré Llámalo sueño sabiendo lo que compraba: una de las novelas más importantes de la narrativa norteamericana del siglo XX y una de las obras literarias que mejor han sabido reflejar la infancia. Recuerdo la referencia: “Llámalo sueño de Henry Roth y Huracán en Jamaica de Richard Hughes son las dos novelas que mejor han reflejado el mundo de la infancia”.
Yo he leído los dos, Llámalo sueño (1934) y Huracán en Jamaica (1929) y, aunque ambos son grandes libros, mi favorito es el primero.

Llámalo sueño narra la vida de David, hijo de unos inmigrantes judíos de Galitzia (antiguamente imperio Austrohúngaro, actualmente Polonia), desde su llevada a Nueva York, a la isla de Ellis, posiblemente en 1909, hasta que David tiene unos 8 años (si no recuerdo mal). Una novela de 544 páginas que, después de contarnos la llegada a la supuesta “tierra dorada” de América, en el capítulo 2, en el primer párrafo, ya se nos dice: “David se dio cuenta una vez más de que este mundo había sido creado sin pensar en él” (pág. 23).
David y su familia viven en el Lower East Side de Manhattan, en el barrio judío de Nueva York a principios del siglo XX. Pocas veces las calles de una ciudad han brillado en mi experiencia de lector de la forma en que los hacen las calles del Lower East Side en Llámalo Sueño.

Llámalo sueño se publicó en 1934, cuando su autor tenía 28 años (había comenzado el libro a los 24) y en aquel momento su acogida fue más bien tenue. A veces me sobrecoge en mi imaginario de lector, o de aprendiz de escritor, el logro que supuso para Henry Roth escribir ese libro: el hijo de unos inmigrantes pobres que hablan entre sí en yídish, con un padre violento que es camarero y una madre, ama de casa, que se moriría sin hablar correctamente inglés. Y Henry Roth, el chico del gueto judío, escribe una de las más deslumbrantes novelas de la literatura norteamericana del siglo XX, en una lengua que tiene que conquistar como propia, usando como guía la prosa desacompasada y llena de rabia de su maestro James Joyce.
Me fascina, pienso en Henry Roth como paradigma, esta capacidad del arte para surgir en cualquier lugar, para elegir a sus víctimas; comprobar una vez más que el gran narrador de su tiempo es un chico cuyos padres no saben casi hablar el idioma en el que va escribir sus obras y vende perritos calientes en el estadio de béisbol; o es un inmigrante hispanoamericano que vigila un camping, vende bisutería, trabaja en el campo (Roberto Bolaño)… ese alejamiento del arte de los círculos académicos y su posibilidad de zarandearlos.

Y después el bloqueo creativo para Henry Roth: a Llámalo sueño, escrito entre 1930 y 1934, le seguirán 30 años de trabajos variopintos: leñador, profesor de un colegio, ayudante de psiquiatría en una institución mental, criador de patos, profesor particular de matemáticas o latín…, y unas mínimas publicaciones en revistas.

Llámalo sueño vuelve a editarse en 1964, 30 años después, en bolsillo, y se convierte en un acontecimiento literario, que sitúa a Henry Roth en el canon literario del siglo XX, una novela que en cierto modo acaba siendo la obra inaugural de la gran literatura judía norteamericana: Saul Bellow, Isaac Bashevis Singer, Bernald Malamud, Philip Roth

Con el dinero conseguido en 1964, tras la reedición de Llámalo sueño, Henry se traslada con su mujer Muriel a Albuquerque, y allí vivirá en una caravana hasta su muerte en 1995, intentado recomponer su carrera de escritor.
El bloqueo creativo de Henry Roth parece remitir sobre 1979, y durante los años 80, comienza a dar forma a una monumental continuación de Llámalo sueño, que se acabará llamando A merced de una corriente salvaje (aunque él lo llamaba Batch 1), y que consta de cuatro volúmenes: Una estrella brilla sobre Mount Morris Park (1994), Un trampolín de piedra sobre el Hudson (1995); estos dos primeros Henry Roth los pudo ver publicados. Murió en 1995, mientras hacía las últimas revisiones a los otros volúmenes: Redención (1996) y Réquiem por Harlem (1998). Libros a los que ha acabado de dar forma, a partir de sus notas, pasados ya sus 80 años de edad.

A merced de una corriente salvaje comienza en 1914 (la acción de Llámalo sueño comienza sobre 1910) , cuando la familia de David, que ahora, en esta nueva ficción se llama Ira, se ha trasladado desde el Lower East Side hasta Harlem, primero a la parte judía de la calle 114, y después a la 119, a la zona irlandesa. Lo que supuso todo un problema para el joven Henry (también llamado David o Ira): sometido a las presiones ancestrales de su gran familia judía, de la que siguen llegando miembros desde el Viejo Mundo, se verá en más de una ocasión acosado por un entorno hostil, el de los pícaros chicos irlandeses de su calle. Lo que en cierto modo llevó a que Henry (o David o Ira) se convirtiera en una persona insegura y dependiente de su madre; lo que hizo que prolongara, o añorara, la infancia, que luego nos narrará en Llámalo sueño.

En A merced de una corriente salvaje existen diferencias estilísticas respecto a Llámalo sueño: la prosa ya no es tan dependiente del discurso quebrado y evasivo de la primera novela, donde el patrón era Joyce, y Roth nos narra ahora sus recuerdos, como en aquel libro también en tercera persona, pero de vez en cuando la narración de la década de 1910 ó 1920 es interrumpida por digresiones en las que un Ira (o Henry) adulto, en la década de 1980, dialoga consigo mismo o su computadora, a la que llama Ecclesias, sobre su vida actual o los problemas de la condición judía.

A merced de una corriente salvaje puede leerse como la epopeya de un joven de familia emigrante por convertirse en un ciudadano americano y en un artista, y hay un rasgo que comparte con la narrativa de Philip Roth: la visión del judío que percibe a la Norteamérica anglosajona como una comunidad más sana y feliz que la suya.
En su prosa, Henry Roth no es casi nunca complaciente consigo mismo: su narrativa parece un intento del Roth adulto por expiar los errores del Roth joven (Ira), quien parece avergonzarse de su familia judía, cuyas costumbres hunden sus raíces en ritos heredados del Viejo Mundo, y de cuyo lastre le gustaría desprenderse para ser un verdadero americano. Y la narrativa de Henry Roth será la de una comunidad inserta en una comunidad más grande; cómo los hijos de ésta intentan escapar de ella, pero, aunque se declaren comunistas o ateos o artistas, están ligados a la misma por constitución psicológica.
En pocos libros he leído de una forma tan intensa sobre el peso del sentimiento de culpa como en A merced de una corriente salvaje; una culpa paralizante, opresora y en ocasiones buscada, como si Ira, deseoso de ser un americano anglosajón, no pudiera considerarse a sí mismo fuera de ella: el pecado y la culpa regirán siempre su relación con los demás, parece decirnos.


En Un trampolín de piedra sobre el Hudson Ira, recién llegado al instituto, comienza a robar las plumas de sus compañeros: sin ánimo de lucro, sin deseo de venderlas, ni siquiera de usarlas, simplemente porque son objetos bellos que él no puede poseer, porque robarlas le hace ser culpable. Es descubierto y expulsado del instituto. Ira no puede contarles a sus padres lo que ha ocurrido, y ese trampolín de piedra sobre el Hudson será el lugar desde el que planifica arrojarse para morir y así pagar sus culpas de ladrón.
Y en este segundo volumen de A merced de una corriente salvaje, en Un trampolín de piedra sobre el Hudson, también descubrimos algunas de las claves que han llevado a Henry Roth hasta su bloqueo como escritor: Roth no puede desprenderse del “yo” como creador, Roth no inventa, toda su literatura es una glosa de su propia experiencia americana, y para continuar narrando a partir de Llámalo sueño necesitaba ocultar ciertos hechos a los que no sabe cómo enfrentarse. Y se pondrá con ellos sólo cuando sus familiares implicados hayan ya muerto, en un momento en el que el propio escritor, que empezó su carrera a los veintipocos años tiene ya 80: Henry Roth no sabe cómo contar las relaciones incestuosas que mantuvo con una hermana y una prima. Una hermana cuya existencia ha sido borrada en Llámalo sueño y en Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, y que aparece sorpresivamente a mitad de Un trampolín de piedra sobre el Hudson.

Los cuatro volúmenes de A merced de una corriente salvaje aparecieron en España publicados por Alfaguara en los siguientes años: 1999, 2000, 2002 y 2002, respectivamente (El primero traducido por uno de los más grandes de la traducción en España, Miguel Sáenz). Yo no pude leer esta novela de seguido, compraba los libros según Alfaguara los iba sacando, pero sí que recuerdo la emoción con la que espera las entregas.
Me recuerdo perfectamente en diciembre de 2000, exactamente el 28, viernes: debería estar de vacaciones pero la auditora donde trabajaba me mandó ese día a Santander para hacer un inventario en una empresa de caucho. Me recuerdo a las 6 de la mañana en una aeropuerto casi vacío, con la tensión de tener que hacer mi primer inventario en una empresa enorme y fuera de Madrid, y mientras esperaba el embarque leía Un trampolín de piedra sobre el Hudson, sobrecogido pero también reconfortado. Parafraseando a Raymond Carver, hablando de Machado: podía estar tranquilo, Henry Roth estaba conmigo.

Réquiem por Harlem, el último volumen de A merced de una corriente salvaje, acaba cuando Ira deja a su familia de Harlem, en 1927, a los 21 años, y se va a vivir con una profesora de la universidad en la que está estudiado (Edith en la ficción), una mujer 10 años más mayor que él, fuerte y decidida, que cree en el talento de Ira como escritor.
En el epílogo de este volumen, Robert Weil, editor de Roth, apunta que A merced de una corriente salvaje tenía en principio 6 partes, de las que han publicado 4, por su unidad estilística y cronológica: empieza con el traslado de la familia a Harlem en 1914 y acaba con la emancipación del hogar por parte de Ira en 1927.

En las otras dos partes (llamadas por Roth Batch 2), desaparece la voz en la que Roth conversa con su ordenador, y se produce un salto de una década. “Aún no se ha tomado una decisión sobre si se publicarán como uno o dos volúmenes”, esto está firmado por Weil en septiembre de 1997.

Un americano, publicado en Estados Unidos en 2010, y en España, de nuevo por Alfaguara hace apenas dos meses, resuelve la incógnita anterior. El material que quedaba sin publicar de Henry Roth se ha publicado en un volumen de unas 300 páginas (si descontamos epílogos). Y los editores han expurgado en el Batch 2 de Roth para armar la novela, seleccionado 300 páginas de un total de 1.900. Esto lo cuenta Willing Davinson, el editor, en un epílogo firmado en septiembre de 2009. Davinson tuvo que eliminar digresiones y repeticiones de Roth hasta conseguir ajustar el material a los parámetros de una novela.

A mí, devoto de Roth, que había desistido ya de esperar más página de él, el trabajo de Davinson me ha agradado.
En Un americano nos volvemos a encontrar con Ira, diez años después de que nos despidiéramos en Réquiem por Harlem. Ira tiene ahora 32 años y estamos en 1938. Ira ha escrito ya y publicado un libro (que un lector atento debería saber que es Llámalo sueño) y ahora se encuentra bloqueado, viviendo sin trabajar en nada, al amparo económico de Edith, la profesora universitaria con la que vive.
Ira es invitado a una colonia de artistas y allí conoce a M. en el libro (Muriel Parker en la realidad). Se enamoran y decide que tiene que dejar a Edith, y conquistar su independencia económica. Se le ocurre la siguiente idea: dejar Nueva York, para evitar caer de nuevo bajo la influencia de Edith y viajar a Los Ángeles para, con el aval de su novela publicada, intentar ser guionista de cine. Emprende el viaje, junto a Bill, belicoso obrero comunista, y pasan antes por Cincinnati, ciudad descrita de forma muy viva. Ira fracasa en Los Ángeles y ha de regresar a Nueva York sin dinero. Su viaje, haciendo autostop o abordando trenes de carga, se vive como una auténtica experiencia beatnik, como una auténtica experiencia norteamericana. Y al final del viaje le espera M., mujer sensible, profundamente anglosajona, cuya compañía puede convertir a Ira en el americano que él anhela.

En la solapa del libro, un tal James McCaffrey dice: “Un americano hace justicia al legado de Roth, y debería ser considerada una lectura esencial para los completistas.”. Estoy de acuerdo, en cuanto completista, con esta sentencia. Aunque también creo que Un americano puede funcionar como novela para alguien que no haya leído nada de Henry Roth, ya que Un americano es una novela de amor, una novela de carretera, con el trasfondo de los años 30 y la depresión en Estados Unidos y la Guerra Civil en España, con unas descripciones de Cincinnati, Nueva York o Los Ángeles muy logradas. Además podemos leer Un americano cómo un documento sobre las claves narrativas y artísticas de un escritor en crisis que busca recuperar su talento.

En la página 107, cuando Ira se acerca a unos estudios de cine de Los Ángeles en los que ha dejado su libro, al volver para hablar con los dueños judíos de la empresa, escribe: “El día previsto, Ira volvió a aparecer por el despacho. Y entonces su recibimiento estuvo totalmente desprovisto de miramientos; fue algo judío, o sin escrúpulos, o las dos cosas. No querían tener nada que ver con el libro y apenas conseguían disimular su repugnancia”. En estas palabras he sentido condensada la mitad de la obra de otro de los Roth, el discípulo: Philip Roth.



Pero sí he de recomendar algo sería que, en vez de abordar la lectura de Un americano sin haber leído nada de Henry Roth, el posible lector se acercara a Llámalo sueño, un libro esencial para el siglo XX, y después seguir con los 4 volúmenes de A merced de una corriente salvaje, y ya como epílogo de esta aventura literaria leer Un americano.
Y estoy hablando de una aventura literaria de 2.833 páginas (las acabo de sumar) o de 6 libros que apilados llegan a los 18 cm. de altura (lo acabo de medir), una de las aventuras literarias fundamentales en mi historia personal de lector.
Y por favor, recuerda, amigo lector, que no estoy hablando hoy ni de Philip Roth, ni de Joseph Roth, sino del otro Roth, del gran Henry Roth.

miércoles, 13 de julio de 2011

Oxígeno en lata, por Alberto García-Teresa

Editorial Baile del Sol. 123 páginas. 1ª edición de 2010.

Alberto García-Teresa (Madrid, 1980) fue mi compañero de firma en la caseta de Baile del Sol, durante la última Feria del Libro de Madrid. Me había encontrado ya con textos escritos por él al buscar reseñas de libros en Internet, pues colabora en varias revistas digitales. No resultó difícil que estableciéramos conversación, ya que yo conocía su querencia por la ciencia-ficción. Así mantuvimos una interesante charla sobre George R. R. Martin (al que no he leído) o Philip K. Dick (del que he leído casi todo).

Alberto es licenciado en Filología Hispánica y está realizando un doctorado que guarda relación con la llamada poesía de la conciencia: Me recomendó fervientemente la antología de Baile del Sol Once poetas críticos en la poesía española reciente, que ya descansa en la estantería de inleídos de mi biblioteca.

En la wikipedia podemos encontrar un interesante artículo sobre la poesía de la conciencia (ver AQUÍ). En la primera línea de este artículo leemos: “Poesía de la conciencia es una de las etiquetas con las que se alude a las poéticas que practican una oposición al capitalismo en su fase global y postmoderna”.

Oxígeno en lata de García-Teresa se divide en tres partes, y la primera, Cadena de montaje, es la más extensa de ellas, ocupando al menos las dos terceras partes del libro. Cadena de montaje podría inscribirse en esta corriente poética por la que su autor siente tanto interés, la poesía de la conciencia. La mayoría de los versos de estos poemas: “Hemos olvidado el tacto del agua” (pág. 21, dentro del primer poema de Cadena de montaje), “Malditas estas gentes de hormigón y chimeneas, / maldito su utilitarismo de votos y euros” (pág 23)… pretenden ser una toma de conciencia frente a una idea del progreso humano que García-Teresa entiende como insostenible y errónea.
En estos poemas la idea del “yo” casi desaparece frente a un “nosotros” genérico: la voz poética se erige en conciencia colectiva, por ejemplo: “Aspiramos a conquistar el placer / saqueando y envenenando fuentes” (pág. 26), “Arde la tierra, / y pensamos / que sólo el presente nos juzga” (pág. 29).
También, entreverados con los poemas que llaman al “nosotros”, se encuentran otros donde se interpela a un “tú” culpable; por ejemplo, en la página 32 leemos: “Tu apariencia / de superioridad / en una sociedad injusta / sólo delata tu crueldad, tu afán / por remarcar cuánta explotación insuflas”
Y de forma minoritaria en esta primera parte del libro también aparece la figura del “yo”. En la página 62 leemos: “¿Cómo justificar el abandono de las ilusiones // Fui yo; yo inhalé sus larvas. / Yo me arropé con sus laberintos”, que suele ser un yo desencantado, derrotado.

He leído a algún otro poeta de la conciencia, y debería decir que, aunque sus presupuestos básicos me parecen interesantes, a veces el nivel artístico de las obras no me satisface del todo porque hacen predominar la contundencia y claridad del contenido frente a la propuesta estética del lenguaje.
Esto no me ha ocurrido al leer a García-Teresa, ya que Oxígeno en lata apuesta por un lenguaje metafórico cuidado, que a veces se deja llevar hasta el surrealismo: “Una vaca azul se estrelló contra la autopista. / Le siguió un tentáculo de rosal” (pág. 40); y a veces (a diferencia de casi todos los poetas de la conciencia) hace uso de la rima –casi siempre, cuando existe, en asonante-. Transcribo a continuación un poema de tan sólo 4 versos (pág. 25) donde se puede apreciar esta tendencia, que no es la más significativa, del conjunto, en el que predominan poemas más largos y sin rima:

FRONTERA

Hay un abismo entre tu cama y mi techado,
una sima entre mi cemento y tu adobe
de sólo unos centímetros de noche
y de unos bulliciosos brazos cerrados.

En la segunda parte del libro, La arena en el engranaje, el “nosotros” o el “tú” da paso a un “yo”, que, no exento de angustias existencias, se deja llevar hasta la conquista de un territorio donde protegerse de la intemperie: el amor (“Te debo cada gota de mi sangre, / cada inspiración que hincha mi costado”, pág. 78) o la práctica de la poesía (“De nuevo, la poesía, en su excavación te salva”, pág. 79).

En la tercera parte, Poemas de Ignacio Sombra, García-Teresa dialoga con la figura de un personaje poético: “Nos creíamos poderosos / por permanecer tristemente solos” (pág. 118).


Copio aquí un poema de Oxígeno en lata (pág. 36) que puede resultar significativo:

TANTO CUADRO, TANTO poema,
tanta película, tanta filosofía
de paño, agua tibia y cera
cuando la auténtica indagación que encuentra
nuevas puertas que atravesar
se halla al alcance de nuestras manos.
Tan sólo hay que girar la cabeza,
despegar los labios, deslengüetar corazones
para recuperar la esencia;
aquélla desalojada de lo común
a golpe de televisión, subsidio
y tres por dos en el IKEA.

Qué huecos debemos de estar
para que nos colmen sus promesas
y qué sometimiento tan total
para tolerar ver vacías las calles
mientras millones y millones de luces
catódicas nos encierran.


Ha sido agradable leer este libro y creo que Alberto García-Teresa es un poeta aún bastante joven con una interesante proyección.

jueves, 7 de julio de 2011

Stoner, por John Williams

Editorial Baile del Sol. 242 páginas. 1ª edición de 1965, ésta de 2010.

La novela Stoner ha sido redescubierta hace unos pocos años en Estados Unidos, dando pie a encendidos elogios: “Un retrato magistral de un hombre virtuoso y verdadero” (The New Yorker) o “El mejor libro que he leído en 2007 fue Stoner de John Williams. Es quizás el mejor libro que he leído en años” (Stephen Elliott, The Believer).

En España se ha hecho con los derechos Baile del Sol, y conseguir esto para una editorial pequeña, con poca capacidad para realizar adelantos o pujas por derechos, debe ser entendido como todo un triunfo de la perseverancia y el olfato. En la pasado feria del libro pude oír la historia –una historia que tiene que ver con la admiración hacia la obra de la escritora francesa Anna Gavalda- acerca de la adquisición de los derechos para España de Stoner de boca de sus editores. Y pude comprobar cómo muchas de las personas que se acercaba hasta la caseta 198 –la de Baile del Sol- lo hacían buscando directamente esta novela, de la que se había colocado en la caseta un cartel de la portada casi de tamaño humano.

Semanas antes me agradó poder enviar un correo a los editores (que son los de mis libros) para comentarles que en la FNAC de Callao, en Madrid, había visto, más de medio año después de que la novela fuese editada, varias pilas de “Stoners” en la sección de novedades y en las mesas expositoras. Lo que me pareció todo un logro para esta pequeña editorial que tiene su sede en Tenerife.

¿Y por qué venían los lectores a la caseta 198 en busca de este libro y en la FNAC se habían decidido a colocar en las novedades toda una montaña de ejemplares, como si se tratase de una novela de otra editorial con muchos más medios? La respuesta es simple: sin que haya ocurrido de un modo apabullante, sino más bien como un lento goteo secreto, Stoner ha estado recibiendo muy buenas críticas en prensa. Y quizás el espaldarazo definitivo se lo hayan dado los elogios de Luis Antonio de Villena: “quiero recomendarles una estupenda y a la par muy sencilla novela de un escritor norteamericano del que yo sólo he sabido hace muy poco” (ver AQUÍ), y, quizás, sobre todo las encendidas palabras de Rodrigo Fresán, siempre interesado en la literatura norteamericana, y del que no recordada tanto entusiasmo para recomendar un libro. Así empieza Fresán su reseña de una página en el ABC Cultural: “Stoner es una obra maestra. Y punto”, y un poco más abajo escribe: “Repitan y tomen nota en sus cuadernos: Stoner… es… una… obra… maestra…” (ver AQUÍ).

¿Y qué tiene esta novela de 1965 de un escritor desconocido en España para que levante tantas pasiones?

John Williams (Texas, 1922- Arkansas,1994) escribió 4 novelas y Stoner es la tercera de ellas, y al igual que el protagonista de este libro también fue profesor universitario en Columbia.

Williams Stoner nace en 1891, en una pequeña granja de Missouri, y su padre, tras escuchar a un representante del condado, le propone acudir 4 años a la universidad para estudiar en la Facultad de Agricultura y poder así desenvolverse mejor como granjero en el futuro. Stoner acude a la universidad y allí, durante su segundo año sufre una transformación: ocurrirá durante una clase que sus estudios comparten con otros: Lengua Inglesa impartida por el profesor Sloane. Stoner abandona sus estudios de Agricultura y durante los siguientes 2 años estudiará Lengua Inglesa y Literatura. “Tomó conciencia de sí mismo como nunca antes” (página 19).
“No tenía amigos, y por primera vez en su vida era consciente de su soledad. (…) Tristán e Isolda la Justa, desfilaban ante él; Paolo y Francesca giraban en la ardiente oscuridad; Helena y el brillante Paris, con la amargura en sus rostros por las consecuencias de sus actos, surgían en la penumbra. Y estaba con ellos de un modo en el que nunca podía estar con sus compañeros que iban de clase en clase, con quienes compartía techo en una gran universidad en Columbia” (pág 20-21).

Y Stoner no conseguirá salir al mundo real y se quedará dando clases en la universidad. Los hechos históricos desfilan por el libro como un eco lejano: la 1ª Guerra Mundial, la Gran Depresión, la 2ª Guerra Mundial, y su engarzamiento en la historia de Stoner y los personajes que le rodean me ha parecido muy bien trabado.

En la contraportada del libro hay una cita de The Times Literary Supplement: “Una sencilla pero vibrante obra”.
Se podría entender Stoner como una novela sencilla si pensamos que cuenta la vida de un hombre usando una tercera persona desapasionada y que el relato es lineal. Pero Stoner es una novela de una sencillez engañosa, puesto que en ella no hay artificio, no hay información oculta revelada al final, no hay una trama policiaca en el campus universitario. Stoner cuenta la vida de un hombre, que iba a ser granjero y acabó siendo profesor de literatura, gracias al deslumbramiento que sintió en una clase hacia la lengua escrita; un hombre que va a conocer la desgracia en su matrimonio, pero también el amor, la amistad y la pena por el amigo muerto, el placer de dar clases, además de la frustración de ser injustamente tratado en el trabajo.
Stoner nos cuenta la vida de un profesor sencillo, honesto, y es la historia de un hombre normal, que es sobre lo que me parece más difícil escribir. El desconocido en España John Williams era un escritor que tenía que saber mucho de la vida para conseguir emocionar de esta manera. Un escritor lacónico que puede escribir párrafos como éste: “En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra”. (pág. 171), y además consigue llenar su libro de bellos momentos.
La emoción de las últimas páginas es intensa y uno, después de unos días de lectura en los que ha penetrado en las claves de toda la vida de otro ser humano, se despide de Stoner con la pena del que deja a un viejo amigo.

Me uno a Rodrigo Fresán: “Repitan y tomen nota en sus cuadernos: Stoner es una obra maestra”.

viernes, 1 de julio de 2011

Mares tenebrosos. Una antología de cuentos de terror en el mar, por VV. AA.

Editorial Valdemar. 624 páginas. Esta edición en bolsillo de 2011.

En las dos ocasiones pasadas que acompañé a mis alumnos del colegio donde trabajo a su viaje de fin de estudios en Mallorca, ante el posible escaso tiempo, me llevé para esa semana libros de poemas. Esta vez me apeteció más la prosa, y me pareció que estos Mares tenebrosos. Una antología de cuentos de terror en el mar era el libro perfecto que debía acompañarme a una isla.
Casi todos los años suelo visitar, durante la Feria del Libro de Madrid, la caseta de Valdemar, una de mis editoriales favoritas por su dignificación del género de terror y sus cuidadas nuevas traducciones anotadas de los clásicos. En esta ocasión un aguacero nos sorprendió (iba con mi novia) al acercarnos hasta allí, y tuvimos que permanecer casi media hora guarecidos debajo del toldo de la caseta de Valdemar, hojeando sus libros. Todo un placer.
Además sé que cuando se acerca el verano, y las vacaciones de profesor, me apetece volver a los géneros literarios con los que crecí: la fantasía, la ciencia-ficción o el terror, como una vuelta a la primera juventud.

Mares tenebrosos está compuesto por 19 cuentos (aunque dos o tres de las composiciones podrían casi considerarse novelas cortas). Hay dos autores representados con dos piezas: William Hope Hodgson y Robert E. Howard, y por el contrario hay dos piezas en cuya composición han intervenido dos autores: La noche del océano por H. P. Lovecraft y por Robert Barlow, y El pecio de la muerte por Simon Clark y John B. Ford.
El antologador José María Nebreda nos cuenta en la introducción que ha tratado de que su selección sea significativa, pero ha huido de las referencias en principio más evidentes (no hay ningún cuento de Edgar Allan Poe, por ejemplo), primando a escritores y cuentos menos conocidos.

Ya he hablado en este blog de al menos dos formas de construir un relato breve: contando una historia en primer plano y dejando sentir en segundo plano una historia secundaria que es realmente la que da fuerza al cuento (Raymond Carver) y otra que consistiría en mostrar una realidad en un número limitado de páginas, y esa estampa nos hace comprender un entorno mucho más amplio, como si gracias a la fotografía de un edificio o una calle pudiésemos tener una intuición de cómo es una ciudad (Juan Rulfo). Los relatos de un libro como Mares tenebrosos siguen otro esquema compositivo: lo importante es la propia evolución de la trama, desarrollada de una forma imaginativa; y en la tensión que genera la aparición del buque fantasma o el monstruo de las profundidades recae la fuerza poética de lo narrado.

Antes de cada relato aparece una pequeña ficha que presenta al autor. La primera sonrisa me la produjo la semblanza que acompaña al primer cuento, La noche del océano, donde se habla de la admiración que Robert Barlow sentía por Lovecraft y cómo el primero irrumpió en la casa del segundo, tras la muerte de éste, para apropiarse de sus escritos; lo que fue impedido por Derleth y Wandrei, otros dos escritores del círculo de Lovecraft. La noche del océano es posiblemente el relato de toda la antología que está escrito con un cuidado mayor del lenguaje. Aquí nos encontramos con los párrafos sugerentes, exagerados y envolventes que suele usar Lovecraft para crear una atmósfera. La noche del océano se puede leer como un relato mediocre de Lovecraft o un imitación, pues está escrito en principio por Barlow (siguiendo la estela de su maestro) y corregido por Lovecraft durante una vista a aquél en su casa de Miami.

De otras fichas biográficas me ha llamado la atención el misterio que la identidad del escritor plantea en sí mismo. En el tercer relato, Un barco maldito, el antologador Nebreda sabe que está escrito por Joshua Snow, pero desconoce las fechas de su nacimiento y muerte, ni ha conseguido tampoco ninguna referencia biográfica. El relato lo ha tomado de una vieja antología inglesa de cuentos de misterio y eso es todo: la literatura como un viaje a la desaparición y a la calamidad. Y Un barco maldito es un muy interesante cuento de terror, compuesto con la clásica técnica del hombre que narra una historia a otros en un bar, en un salón o, aquí, en un barco; en este caso un habitualmente callado marinero narra a sus compañeros de travesía, durante un momento de calma chicha en el mar, cómo en otro viaje avistó a un barco fantasma. “Los barcos fantasmas están gobernados por esqueletos” apunta un marinero en este relato, y otro le contesta: “No es cierto. Los barcos fantasmas no llevan tripulación. Vagan por siempre flotando en el mar, sin rumbo fijo.”, y el narrador concluye: “En realidad, yo creo que se trataba de un barco maldito, uno de esos cascarones que nacen con mala estrella” (página 99).
Y también habría que destacar algunas biografías que sí han sido encontradas, como la del último autor, Richard Middleton (1882-1911); “personificación poética del estereotipo romántico”, le llama Nebreda. Middleton escribía, fue pobre, no tuvo suerte en el amor, y se suicido a los 29 años, a las puertas del éxito y el reconocimiento por sus cuentos de fantasmas. Su relato El buque fantasma se sale un poco del conjunto, ya que es más irónico que terrorífico, con un toque melancólico, y esto le hace ser interesante.

Una de las reflexiones más interesantes a las que nos conduce la lectura de un libro como Mares tenebrosos es a la de darnos cuenta de cómo los miedos sociales cambian a lo largo de las épocas. El temor al mar era un miedo con una presencia total para un europeo del siglo XIX: cualquier viaje largo conllevaba tener que utilizar un barco y enfrentarse, en consecuencia, a un naufragio y a la muerte. Un miedo que el hombre del siglo XX fue perdiendo cuando sus desplazamientos pasaron a depender del avión.
Y el miedo da lugar a la superstición, supersticiones que tuvieron que circular por el mundo durante siglos y que ahora casi se han perdido. He constatado la existencia de más de una durante la lectura de Mares tenebrosos: por ejemplo, cualquier marinero del siglo XIX sabía que uno no debe navegar con un cadáver a bordo, que el cuerpo debe ser arrojado al mar y deshacerse de él (una superstición que partiría de un hecho real: el miedo a los contagios de enfermedades en un espacio cerrado).

Uno de los valores añadidos que tiene una antología es la de encontrar nuevos nombres que apuntar para lecturas futuras: me quedo con el nombre de William Hope Hodgson (1877-1918), un escritor de terror reconocido en el mundo anglosajón y que aquí ha empezado a ser conocido gracias al trabajo de Valdemar. Sus dos cuentos seleccionados son de los mejores de la antología.
También me ha apetecido retomar a Robert E. Howard, sus dos cuentos también me han parecido destacables.


Un hecho curioso, algo que se puede desprender con naturalidad del mundo de revistas pulp anglosajonas, es que el cuento que sigue a Una voz en la noche (el segundo de Hodgson) es tomado por el siguiente autor, Philip M. Fisher, como los mimbres con los que va a construir su historia, y podría leerse incluso como una segunda parte; es el titulado La isla de los hongos: unos marineros naufragan en una isla de extraña y amenazante vegetación. Una novela corta que es otra de las composiciones que más me han gustado.

En Mares tenebrosos hay una triple representación española: en primer lugar aparece un tal Julio F. Guillen, del que Nebreda tampoco ha conseguido datos biográficos, y cuyo relato Superstición está escrito con un lenguaje arcaico (al menos para un español del siglo XXI) que contrasta con el empleado en las traducciones del ingles de la mayoría de los relatos, unas traducciones átonas en el español actual. De hecho este relato está escrito (o así parece) desconociendo la tradición del cuento de fantasmas anglosajón, puesto que no contiene sucesos sobrenaturales, sino que más bien es una estampa sobre las supersticiones marineras.
Algo parecido ocurre con el cuento de Vicente Blasco Ibáñez, Hombre al agua, que lejos de la tradición del relato de fantasmas es un cuento naturalista sobre la pobreza y la falta de oportunidades.
En cambio, el cuento de Óscar Sacristán (1971), El misterio del Vislateck, está escrito desde un presente muy contemporáneo conociendo la tradición del cuento anglosajón en la que se inscribe. En realidad El misterio del Vislateck es una novela de unas 100 páginas que casi consigo leer en una playa de Mallorca, mientras acompañaba-vigilaba a mis alumnos, de una sentada, protegido del sol por unas rocas. Pero cerca de la una de la tarde la sombra desapareció y tuve que enfrentarme al fuego del día y dejarme sin leer 20 páginas, a las que no me pude acercar hasta dos días después en el aeropuerto, aquejado de falta de sueño, y desafortunadamente ya había perdido un poco el hilo de una trama envolvente y compleja. Aún así disfrute mucho de su lectura, protegido del sol en la sombra de las rocas playeras.

Destacaría también la novela corta Al otro lado de la montaña, de Michel Benabros, por la crudeza de su primera parte, donde el terror es más humano (marineros sádicos) que sobrenatural, y con una segunda parte fantástica, imaginativa y sugerente.

Me gustó bastante también La llave de los tres esqueletos, de George G. Teudouze, por su uso de la trama visceral y pulp sin complejos, con sus tres vigilantes de un faro atacados por un ejercito de ratas.

Quizás ha habido algún cuento que me ha resultado algo repetitivo y carente de fuerza, al compararlo con otros de la antología, como Fuego en el brasero de la cocina de William Outerson.

Otra reflexión que me surge al leer estos cuentos de terror es la fuerza que tiene el género para crear una realidad autónoma y cómo ésta se puede desmoronar al no atender bien a los pequeños detalles. He leído 600 páginas de cuentos donde que aparezcan barcos llenos de esqueletos que reman, monstruos de las profundidades, islas con plantas malignas, ratas de medio metro que arriban en barco a faros solitarios y los atacan… eran la realidad más normal y divertida del mundo dentro de su contexto literario, y me han saltado como increíbles o problemáticos dos sucesos de dos relatos:

En El misterio del Vislatek de Óscar Sacristán en la primera página de la novela (pág. 252) el capitán (la narración es el diario de a bordo de este hombre) nos cuenta que les han telegrafiado desde Boston para advertirles que otro barco va a sufrir un retraso. Y yo volvía a releer el párrafo: están en un barco de vela en alta mar, en un relato ambientado en 1897, y les telegrafían ¿cómo es eso?, ¿el telégrafo no iba con cables?,  ¿cómo se puede telegrafiar a un barco en alta mar? O yo no tengo algún conocimiento de los avances científicos de 1897 o aquí hay un error que me hacía leer la historia -una buena historia, por otra parte- como si caminara por un agradable paisaje con una piedrecita en el zapato.

En Fuego en el brasero de la cocina, de William Outerson, un barco se ve atacado por unos monstruos de las profundidades marinas, con forma de pulpos gigantes. Se establece una lucha en la cubierta con hombres que son machacados y devorados, hay tentáculos que son amputados… Hasta aquí bien, estas son las reglas del juego. Pero al final, cuando los pulpos gigantes se comen a todos los marineros, el barco navega a la deriva hasta que le encuentra otro barco, cuyos tripulantes suben a bordo del primero y resulta que “las cubiertas estaban limpias y ordenadas, excepto por unas manchas de café que había quedado en la cubierta de proa y aún estaban húmedas” (pág. 523). Así que no mucho antes se ha producido en cubierta una lucha feroz, a hachazos contra la invasión de unos tentáculos de pulpos gigantes de las profundidades, se han cortado miembros, ha salpicado la sangre… y tras el festín ¿los pulpos gigantes han limpiado la cubierta?, ¿son así de considerados los monstruos marinos? ¿En qué pensabas Outerson? Este final me sacó totalmente del relato.

Esta edición cuenta además con unos versos iniciales, de diferentes autores, sobre el miedo al mar, y al final tiene un apéndice con el esquema de un barco y un diccionario con términos marineros. Me ha encantado conocer la palabra derrelicto (buque u objeto abandonado en el mar).
Además el autor Óscar Sacristán también ha enriquecido el libro con unas interesantes ilustraciones.

Me había interesado hace unos años por Mares tenebrosos porque al buscar en google información sobre la editorial Valdemar, en muchos foros más de una voz apuntaba que este libro era uno de sus favoritos de la casa. Valdemar tiene en Internet fans muy entusiastas, en la mayoría muy jóvenes, y a su recomendación juvenil me voy a unir yo desde mi madurez inmadura.