domingo, 25 de febrero de 2018

Diarios (2015-2016), de Eduardo Laporte

Editorial Pamiela. 109 páginas. 1ª edición de 2017.
Prólogo de Miguel Ángel Hernández.

En abril de 2016 leí La tabla, la última novela de Eduardo Laporte (Pamplona, 1979). Unos meses después, Laporte leyó mi libro de relatos Koundara y escribió una elogiosa reseña de él, que se publicó en el diario El correo. Conozco a Laporte en persona, hemos coincidido en más de una presentación literaria y sigo su actividad en las redes sociales. Cuando publicó este último libro, Diarios (2015-2016), pensé pedírselo para poder leerlo y reseñarlo, pero él se adelantó (ya tenía mi dirección del envío de La tabla) y una tarde de mis vacaciones de Navidad me lo encontré en el buzón de casa. Me apeteció leerlo antes de que acabaran mis vacaciones de profesor. Entre el 6 y el 7 de enero lo terminé.


No estoy del todo seguro, pero diría que hasta el día de hoy Laporte no ha incursionado en la ficción. Los dos libros que conozco de él y que podrían ser llamados «novelas» en realidad son ejercicios del yo autobiográfico: Luz de noviembre, por la tarde, un libro de duelo sobre la muerte de sus padres, y La tabla, en el que él mismo investiga sobre un compañero de colegio que permaneció casi treinta horas perdido en el mar sobre una tabla de windsurf. Ahora publica estos Diarios de los años 2015 y 2016, aunque no tienen fechas que encabecen los párrafos y por tanto, la evolución del tiempo no queda del todo clara para el lector. En realidad, más que de diarios podríamos hablar aquí de un libro de anotaciones, que van desde el apunte biográfico y la reflexión hasta el aforismo. Desde luego, en estas páginas no existe la intención de dejar constancia de todos los acontecimientos que le ocurren al autor en su día a día.

En la primera entrada de su libro, Laporte habla del escritor de diarios Iñaki Uriarte. No he leído nada de Uriarte, pero sí alguna reseña positiva sobre su obra. Laporte reflexiona, al comienzo de sus páginas, sobre la dificultad de encontrar una voz para sus diarios, y acaba considerando que, tal vez, lo más sensato sea ir de la mano de algún autor que admira, como en este caso Uriarte. Así que presupongo (aunque no puedo saberlo con total seguridad) que este diario de Laporte guarda más de una similitud formal con el de Uriarte. En las páginas de Laporte se habla también de otros escritores de diarios, como Josep Pla («Me termina por aburrir El cuaderno gris», leemos en la página 53), José Saramago o José Luis García Martín.

Aunque con estos diarios no se podría establecer una ruta del día a día del autor, y en muchas de las entradas solamente se refleja un pensamiento y no una enumeración de hechos, acaban apareciendo temas narrativos que se van retomando con mayor o menor asiduidad a lo largo de estas páginas.
Uno de los temas más recurrentes es el de la actividad laboral de Laporte, periodista autónomo que trata de vender sus colaboraciones –artículos, reseñas o entrevistas– a periódicos. Como reseñista aficionado, me han gustado estas anotaciones. En más de una se reflejan las precariedades, vanidades y pequeñas miserias cotidianas de la vida del periodista o el escritor. Me ha resultado curiosa (y divertida) alguna maledicencia sobre algún autor más o menos reconocible; como esa en la que Laporte describe el último libro de un escritor de su misma generación como un libro «plagado de declaraciones cipotudas que ofendieron a mi ego lector con tanta pretensión aleccionadora» (pág. 68).
También se habla de la relación del autor con R., una joven a la que está unido sentimentalmente durante las páginas del diario, de forma más o menos intensa según la temporada. Me resulta curioso considerar que conozco en persona a R., y que estoy casi seguro de saber quién es en realidad. Creo que eso provoca que la lectura del libro cobre para mí un significado personal que no ha de tener para otro tipo de lector. Igual me ocurre cuando Laporte habla de su amigo DCW, al que conozco en persona.
Incluso me ocurre algo más desconcertante todavía, cuando en la página 84 Laporte habla de un escritor algo mayor que él, entrado ya en la cuarentena, al que le da pudor presentarse a los demás como escritor. En este caso me he preguntado: ¿seré yo? Podría ser, porque en las fechas (finales de 2016) que se corresponden con esa parte del diario mantuve alguna conversación, a través de Facebook, con Laporte, en la que salió un tema parecido (nota: en realidad no soy yo, Laporte me lo ha confirmado).

Algunos de los temas que se reflejan en este libro sobre la vida del autor ya los conocía a través de sus publicaciones en las redes sociales. Por ejemplo, me interesan las entradas que se corresponden con unos meses en los que el autor decidió irse a vivir a Lanzarote.

En más de un caso, el lenguaje de Laporte se ajusta mucho a una nueva terminología surgida del uso de la red: blogs, selfies, Facebooks, megustas, retuits… El uso del lenguaje suele ser culto, aunque le gusta trufarlo con más de un término coloquial. Esto no es algo que me disguste, pero sí considero que se trata de deslices literarios cuando se usa alguna expresión hecha: «Se pasaron siete pueblos en su aplicación» (pág. 26), «meter cuña» o «sueltan su chapa», en la página 52.
Es curioso también ver cómo se filtran palabras que se ponen de moda de repente en las redes sociales, como «cipotudo» o «patulea», por ejemplo, la primera de un artículo de Íñigo F. Lomana y la segunda de otro artículo de Juan Manuel de Prada. Quizás se aprecia también un abuso de la palabra «procrastinar», que se acaba convirtiendo en una de las temidas trampas de la vida que se refleja en el diario.
En cualquier caso, nos encontramos también con alguna metáfora brillante. Me gusta, por ejemplo, esta de la página 62: «Cae la pena sobre uno como un enorme piano viscoso».

Ya he comentado que en estas páginas se habla de la vida de Laporte como articulista autónomo y de su relación con R. o con Lanzarote y Madrid. Me resulta curioso que muchas de las reflexiones que se vierten aquí sobre la vida proceden de rincones pequeños, casi minúsculos, lo que hace que estos pensamientos, precisamente por huir de la grandilocuencia, brillen más. En la página 28 leemos, por ejemplo: «Mañana voy a un concurso de la tele. Puedo ganar 370.000 euros. La entrada de mañana va a ser la más importante de este diario de días difusos». Sin embargo, al día siguiente sólo nos encontramos con una reflexión sobre la forma de conducir del chófer que le lleva hasta la televisión. Esta premeditada búsqueda de un tono menor me ha recordado a las entradas del Diario de la beca de Mario Levrero. Y es precisamente aquí, en este análisis del detalle mínimo, donde se encuentran los mejores logros de estos diarios, su tono preciso y su agudeza, que hacen que el lector siempre quiera seguir leyendo.
De vez en cuando también se filtra la actualidad, con alguna referencia a los atentados de París, por ejemplo, o a la crisis española.

Las últimas páginas, con Laporte de nuevo en Madrid tras dejar Lanzarote, son especialmente melancólicas, y uno abandona la voz narrativa que le ha acompañado durante unas horas con pena, con la sensación cómplice de haber podido hurgar en la intimidad de otra persona.

Cuando comenté La tabla, novela en la que Laporte investigaba sobre la aventura en el mar de un antiguo compañero de su colegio (Xavi Pérez), acabé concluyendo que me interesaban más las páginas en las que el autor hablaba sobre sí mismo que aquellas en las que hablaba de Xavi. Bien, pues estos Diarios (2015-2016) me han dado aquello que pedía entonces: más páginas para la interesante voz narrativa de Laporte. Me han gustado estos Diarios.

domingo, 18 de febrero de 2018

Relatos 1 y 2, por John Cheever.

Editorial Emecé. 517 páginas y 495. 1ª edición de 1946-1978; ésta es de 2006.
Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea.
Epílogo de Rodrigo Fresán.

En mayo de 2002 leí La geometría del amor, una antología con dieciocho cuentos de John Cheever (Quincy, 1912-Ossining, 1982), editados por Emecé, traducidos por Aníbal Leal y prologados por Rodrigo Fresán. En mayo de 2002 yo no estaba pasando un buen momento y recuerdo perfectamente la distancia con la que leía este libro, con un estado de ánimo perfectamente inadecuado para poder disfrutar de la lectura. Llegué a ser plenamente consciente de que en otro momento de mi vida habría disfrutado mucho más de esos cuentos. Desde entonces sabía que le debía una nueva lectura a Cheever, y sabía también que el día que me pusiera con ella leería, en vez de una antología, los dos volúmenes con sus cuentos completos que siempre han estado en la biblioteca de Móstoles esperándome. En los últimos tiempos creo que estoy adquiriendo demasiados compromisos con las editoriales que me envían libros para reseñarlos y, a veces, me apetece detenerme un poco y ponerme con proyectos aplazados, como esta lectura de los cuentos completos de Cheever. Así que antes de la Semana Santa (de 2017) saqué los dos volúmenes de la biblioteca y creo que he dedicado cerca de un mes a su lectura. Entre medias también he leído tres novelas cortas.

Los dos volúmenes de Relatos suman sesenta y un cuentos, que Cheever solía publicar en periódicos, sobre todo en The New Yorker. En 1978, su editor Robert Gottlieb le animó a reunir sus relatos en un volumen y sacarlo al mercado. Cheever no estaba muy seguro del proyecto, que terminó siendo un bestseller y un éxito de crítica, ganador de numerosos premios; en palabras de Fresán, esta publicación: «Terminó de apuntalar la condición de Cheever como clásico viviente». En el prólogo inicial, el propio Cheever cuenta que aquí no están todos los relatos que escribió y publicó: «Están en orden cronológico, si no me falla la memoria, y los textos más embarazosamente inmaduros han sido eliminados». En su epílogo, Fresán nos informa de que, en realidad, existen sesenta y ocho cuentos más de Cheever, aparte de los sesenta y uno que tenemos aquí, y que aún no han visto la luz por un conflicto legal entre los editores y la familia del autor. Así que tendremos que conformarnos (por ahora) con estas mil páginas de cuentos; lo que no está nada mal, dicho sea de paso.

Aunque Cheever apunta que los cuentos están en orden cronológico, el editor Gottlieb se permitió alguna pequeña trampa: situó en primer lugar Adiós, hermano mío, que no es el primero de los escritos por Cheever (de los que están aquí) y que además es una obra maestra. Nada menos que uno de los cuentos favoritos de Ernest Hemingway.
Adiós, hermano mío condensa casi todos los temas del primer Cheever, que para mí sería el de los cuentos de Relatos 1: en este cuento se muestran las miserias de una familia de clase media-alta de la Costa Este en un ambiente relajado, una casa que poseen en una isla y en la que se juntan los hermanos con la madre por primera vez desde hace mucho tiempo. En algún momento se habla de la «época de la guerra», refiriéndose a la Segunda Guerra Mundial y en cómo ésta afectó a los personajes (algo que se repite en muchos cuentos). Las apariencias de orden y normalidad son importantes para los personajes, que se sienten custodios de un legado proveniente del pasado de la familia o el país (de un periodo, en muchos casos, «anterior a la guerra»), un orden que se puede ver alterado por comportamientos extraños o por la pérdida de valor de las zonas residenciales (por ejemplo, al construir una biblioteca pública, como ocurre en un cuento cuyo tema central es el adulterio). En Adiós, hermano mío (como en muchos de los cuentos de la primera etapa), los protagonistas muestran comportamientos infantiles (que para un lector europeo, en realidad, parecen ligados al abierto y optimista carácter norteamericano), ya que les importan mucho los resultados de los juegos de mesa, los deportes o quedar bien en una fiesta de disfraces. Son personajes que añoran, casi siempre, un esplendor del pasado, y que ya están empezando a envejecer y, por tanto, su optimismo, su confianza en el futuro, empieza a tambalearse. Además son grandes bebedores. También tienen conflictos religiosos (sufrirán por el pecado del adulterio, sobre todo). «Todos estaban, en principio, perplejos y confusos, eran demasiado egoístas o desafortunados para aceptar las reglas que garantizan la supervivencia de una sociedad, como sus padres y madres lo habían hecho antes que ellos. En cambio, delegaban en sus hijos el fardo del orden, y abrumaban sus vidas con falsos ritos y ceremonias», leemos en la página 413, en el cuento El gusano en la manzana.
El estilo es ligeramente irónico y melancólico, y se hace aquí una ligera crítica de costumbres, que tiene poco de moralina vacía. Cheever no reprende a sus personajes, los muestra como son, con sus contradicciones y sus aspiraciones perdidas.

Sin embargo, en Adiós, hermano mío hay una diferencia notable con el resto de cuentos de la primera etapa: está escrito en primera persona. En los veintinueve cuentos de Relatos 1, no son más de cuatro o cinco los que están escritos en primera persona. Lo normal es que nos encontremos ante un narrador uniforme que mira a sus personajes con ironía, pero también con piedad. El narrador suele saber de la historia contada más que los personajes que la están viviendo y, en muchos casos, conoce los motivos de sus acciones mejor que ellos mismos. También, sobre todo en las primeras páginas, el narrador se hace presente y llega a interpelar al lector. Por ejemplo, en la página 264 leemos: «Dejaron el apartamento que el señor Hatherly había alquilado para ellos, vendieron los muebles, y fueron mudándose de un sitio a otro, pero todo esto ‒las feas habitaciones en las que vivieron, los sucesivos empleos de Victor‒ no merece la pena contarlo con detalle» (del cuento Los chicos). En algunos casos, como ocurre en este cuento (Los chicos), tenemos un narrador testigo que cuenta la historia de un tercero, apareciendo este narrador de forma muy tangencial en la historia.

Al principio, los escenarios son lugares de veraneo en la Costa Este (por ejemplo, los cuentos Un día cualquiera o Los Hartley) o Nueva York. Cuando los cuentos transcurren en Nueva York, en principio los personajes no se encuentran bien integrados en la ciudad, o bien porque son personas de fuera que tratan de vivir sus sueños en la gran metrópoli (por ejemplo, en Oh, ciudad de los sueños rotos Cheever nos habla de una pareja de un pueblo que piensa que puede triunfar en el teatro de Broadway, y en Canción de amor no correspondido, de la relación entre un hombre y una mujer que se ven en Nueva York y tienen en común que proceden del mismo pueblo del Medio Oeste), o bien porque describen a la clase media alta desde fuera, como los dos cuentos seguidos en los que el protagonista es el ascensorista de unos edificios lujosos: Clancy en la torre de Babel y La navidad es triste para los pobres.

Hacia la mitad del primer volumen, Cheever parece descubrir el que será uno de sus escenarios principales y más recordados: el pueblo de Shady Hill, un suburbio de Nueva York para personas de clase media-alta que viajan en tren hasta sus trabajos en la gran ciudad. Shady Hill es ya considerado un hito en la imaginería norteamericana, y diría que en los cuentos de John Cheever se han inspirado los guionistas de la serie Mad Men cuando sitúan en las afueras las lujosas casas de algunos de los protagonistas de la serie. No estoy seguro, pero aventuro que Cheever eligió este nombre para su pueblo (que no sé si existe en realidad, lo he buscado en internet y no lo encuentro) haciendo un juego de palabras con el término shady en inglés, que podríamos traducir por «oscuro, turbio», ya que tras la aparente opulencia de la clase-media privilegiada que habita en las casas de Shady Hill, detrás de sus fiestas, sus cenas y sus eventos sociales, siempre parece ocultarse el miedo a perder la juventud, los privilegios económicos, la pasión del matrimonio… y caer en la vergüenza y la depravación de las infidelidades y los divorcios.

Para mí, los tres mejores cuentos de Relatos 1 serían: Adiós, hermano mío, El ladrón de Shady Hill y El marido rural, que prácticamente son novelas jibarizadas. Este tipo de cuentos largos, donde parece que se condensan novelas, sería el que escribe, en la actualidad, una escritora como Alice Munro, que posiblemente sea una clara seguidora de Cheever. En general, los cuentos son largos, con una medida de 20 o 30 páginas. Como ya he contado muchas veces, se trata de una extensión que a mí me gusta mucho.
El nivel general de estos cuentos es muy alto, en cualquier caso, y sería difícil decir que no he disfrutado con alguno de ellos.

Hacia el final del primer volumen empiezan a aparecer algunos cuentos ambientados en Italia. En algún momento se menciona París o Madrid (y en uno de los cuentos finales de Relatos 2 aparece Moscú), pero cuando Cheever quiere situar a sus personajes fuera de Estados Unidos, y mostrar su distancia de los europeos, elige alguna de las ciudades de Italia (normalmente Roma o Venecia). Por ejemplo, La bella lingua trata sobre un norteamericano que, por motivos de trabajo, vive en Roma, y se nos muestran sus dificultades con el idioma y la cultura locales. Sin embargo, en La duquesa los personajes (salvo una mujer inglesa) son todos italianos, y no es que se trate de un mal cuento, pero algo suena impostado en él.

En Relatos 2 los protagonistas de los cuentos de Cheever han envejecido con él, y ahora suelen aparecer más padres que no entienden a sus hijos, quienes, en muchos casos, ya se han ido de casa. Los cuentos que más me gustan de este volumen son El brigadier y la viuda del golf y El nadador. El primero es un magnifico cuento de infidelidades y de miedo a la muerte, con la simbólica e inquietante presencia de un refugio nuclear en un jardín suburbano. El segundo, uno de los cuentos más recordados de Cheever (del que incluso existe una película) trata sobre un hombre maduro que quiere volver a casa, recorriendo el condado, nadando de piscina en piscina, un cuento que empieza con el optimismo y la luminosidad de la juventud y acaba con la oscuridad y la realidad de los hechos trágicos que no queremos recordar.

Aquí nos encontramos con algunos cuentos más condensados que los que había en el volumen anterior; por ejemplo, El camión de mudanzas escarlata (que abre el libro), por su intensidad y filos, parece un cuento de Raymond Carver; el siguiente, Simplemente dime quién fue, sobre las tristezas de los matrimonios maduros, los suburbios y el miedo a las infidelidades, vuelve a ser un cuento canónico de Cheever.

Aquí tenemos más cuentos ambientados en Italia: La edad de oro o Un muchacho en Roma, y alguno más sobre algún personaje italiano que emigra a Estados Unidos (Clementina).

Algo curioso: podemos leer aquí dos cuentos seguidos que se escoran hacia el género de terror, La cómoda y La profesora de música. Me gustaría saber si estos cuentos aparecieron también en The New Yorker o Cheever se los vendió a otro tipo de publicación, porque me ha resultado muy curioso el cambio de tono.

Ya he comentado que en estos últimos cuentos aparecen padres que no entienden a sus hijos. En muchos casos la brecha generacional queda latente porque los hijos se han convertido en hippies sin ambiciones que ya no anhelan mantener el esplendor de zonas suburbiales como Shady Hill, por ejemplo en El océano. En un cuento como La cuarta alarma, uno de los miembros de la pareja abraza la libertad (principalmente sexual) de los nuevos tiempos, pero el otro se ve incapaz.

Quizás en los últimos cuentos se note ya un apagamiento creativo. En este sentido, no me ha gustado mucho el experimentalismo de Tres cuentos.

Me ha llamado la atención que en Artemis, el honrado cavador de pozos (el antepenúltimo cuento) aparece, por primera vez, alguna escena de sexo explícito. Hemos dejado los recatados (en apariencia) años cincuenta del suburbio y nos adentramos en los años setenta de Hugh Hefner. Además, una parte importante de su trama (volvemos a tener aquí una novela condensada) transcurre en Rusia.

En resumen, estos Cuentos completos de John Cheever los debería leer cualquier aficionado al género del relato breve, pero también cualquier aficionado a la literatura en general, porque John Cheever es uno de los grandes creadores del siglo XX, un clásico norteamericano, que nos habla de la tristeza de las clases medias y de la vida. Si uno hace una lista que contenga a cinco grandes escritores de cuentos del siglo XX encuentro difícil pensar en excluir a Cheever.


Por cierto, estos cuentos que yo he leído los publicó Emecé, y posteriormente aparecieron en un solo volumen en RBA. Cuando los leí, hace ya casi un año, estaban descatalogados. Pero tengo una buena noticia: Random House los acaba de reeditar en España.

domingo, 11 de febrero de 2018

Tener una vida, por Daniel Jándula

Editorial Candaya. 123 páginas. 1ª edición de 2017.

Ya he comentado más de una vez que suelo estar pendiente de las novedades de Candaya, una de las pocas editoriales que apuestan por el mercado de alto riesgo de la nueva narrativa en español. Por eso me llamó la atención ver en su página web una novela con un gran título, Tener una vida, y escrita por un desconocido para mí, Daniel Jándula (Málaga, 1980). ¿Quién es Daniel Jándula? ¿Me he topado con él en algún rincón de internet? ¿Somos amigos en Facebook? ¿Está Candaya apostando por un total desconocido? En realidad, Tener una vida no es la ópera prima de Jándula, que ya publicó en 2009 otra novela titulada El Reo pero, teniendo en cuenta la distancia entre 2009 y 2017, es casi como si hubiera vuelto a empezar en el mundo de las letras.

Ya he comentado también más de una vez, a la hora de escribir mis reseñas, que no quiero leer constantemente novedades editoriales, que mi intención es regresar a los clásicos de forma frecuente. Aunque las novedades siempre están ahí, delante de mis narices, tentando al crítico literario aficionado que llevo dentro. Al final me animó a solicitar este libro a sus editores, Olga y Paco, un artículo que escribió Alberto Olmos sobre él en Mala Fama, su sección de El Confidencial con el sugerente título: ¿Quién soy yo para decirte que debes leer obligatoriamente este libro?, donde le dedica grandes elogios.

Me encontré con Tener una vida en el buzón de mi casa el miércoles 3 de enero, después de un día complicado (diez horas en un hospital) y, según lo tomé y saqué del sobre, me apeteció sentarme a leerlo. Al fin y al cabo había acabado, unas horas antes, un libro de Cátedra y estaba con las notas iniciales, que bien podían aguardar unos días. Empecé Tener una vida el 3 de enero y lo terminé el 4. Podría haberlo acabado el 3, pero estaba un poco agotado del hospital y me dejé un tercio para el día siguiente.

Tener una vida arranca con una gran frase: «En la pared del salón de mi casa hay un agujero que no deja de crecer». Un narrador innominado y que el lector, por las referencias que se van acumulando, entiende que debe de ser de la edad del autor –nacido en 1980– nos habla con una voz que parece débil o que nos llega desde la distancia. El narrador se ha despertado tarde la mañana que comienza su historia y esto hace que pierda un vuelo que le iba a llevar hasta el otro extremo del mundo, a las islas de la Patagonia en Chile. El vuelo que pierde, sabrá horas después, ha desaparecido sobre el océano Atlántico con todos sus tripulantes.

Los elementos fantásticos se suceden en la novela: el agujero de la pared se va agrandando y atrayendo hacia su interior los objetos de la casa, hasta un punto en que una mesa queda suspendida con dos patas en el aire. Tal vez Héctor, vecino del narrador y físico de profesión, pueda ayudarle a saber qué pasa.
Además, el narrador acaba de cortar una relación de ocho años y medio con su novia Lidia. Muchas de las páginas de esta novela breve, que en realidad no alcanza las 120 páginas, son una reflexión acerca de la relación del protagonista con su exnovia. Y el lector puede acabar pensando también, que los elementos fantásticos de la realidad son simbólicos, que la novela es más a lo Franz Kafka que a lo Ray Bradbury, por ejemplo. Leemos en la página 61: «Me frustra también no ser capaz de cubrir el agujero, de impedir la sensación de vacío que me provoca perder mis pertenencias». El narrador está perdiendo su pasado y su vida de forma literal por un agujero metafórico mientras que en la realidad está perdiendo sus pertenencias físicas por un agujero real en la pared de su casa. El juego planteado entre la realidad y su representación es uno de los logros de esta novela.

Ya he comentado que la voz del narrador parece débil o que nos llega atravesando un espacio indefinido. El lector pronto empezará a sospechar del narrador: ¿por qué asume de forma tan sencilla la realidad increíble de lo que le sucede? ¿Es ésta una historia de fantasmas? ¿Quién es el fantasma?
Las páginas de la novela, además de contar con la presencia inquietante de ese agujero que crece en la pared, contienen pequeñas reflexiones o historias del narrador sobre su pasado o procedentes de su imaginación. En estas páginas el tono es más poético que en las restantes, escritas de forma más bien sobria. Por ejemplo, el narrador evoca los paisajes que pensaba visitar en la Patagonia (y que hasta entonces conoce gracias a guías de viaje que consulta en la biblioteca) y dice: «Las fotografías no hacen justicia a un entorno que no cabe por los ojos, pero sí permiten intuir que en aquel lugar viven gigantes. El viento bate el silencio del destierro (donde van a comer manzanas los locos y los caballos salvajes) y hace olvidar todas las utopías, hasta las de las sociedades más enfermas que han trastornado la realidad» (pág. 15).

La novela, además de reflexionar sobre las relaciones de pareja y su pérdida, también plantea un debate entre la generación del narrador y la de sus padres. No se dice en qué ciudad está ubicada la historia, pero en algún momento se habla de Madrid como de la capital, así que el país ha de ser España y la ciudad se describe como una con costa. Sobre los conflictos generacionales podemos leer, por ejemplo:
«Para nuestros progenitores, el viaje no formaba parte de su ocio, aunque la memoria del lugar de origen, aun siendo el paraje más yermo y desierto, era terreno sembrado para la melancolía, el anhelo, o un refugio para el alma» (pág. 95).
«Me abruma la facilidad con que la gente de mi generación se refugia en los libros de superación personal y culpa al sistema de su propio fracaso» (pág. 120).

No falta tampoco aquí la frase sentenciosa o subrayable: «Lo peor de esta vida sin sobresaltos es que el aburrimiento encuentra pronto espacios en los que asentarse» (pág. 68); o «Sabes que tienes una edad cuando el mundo te parece un rompecabezas irresoluble» (pág. 89).

 No quisiera contar nada más que pueda revelar el argumento. En realidad, gran parte del encanto de Tener una vida se encuentra en la tensión que crea el hecho de no saber desde qué posición vital está narrando el protagonista. Tener una vida me ha parecido una novela inquietante, que en sus pocas páginas abre muchos interrogantes y juega con la rotura de moldes y cauces narrativos conocidos. Tener una vida es una narración madura e inteligente, una buena novela.


domingo, 4 de febrero de 2018

Los adioses, por Juan Carlos Onetti

Editorial Seix Barral. 123 páginas. 1ª edición de 1954; esta de 2003.
Prólogo de Antonio Muñoz Molina.
Epílogo de Wolfgang A. Luchting.

Compré este libro en la librería Ábaco, situada en la calle Raimundo Fernández Villaverde de Madrid, una de mis librerías de segunda mano favoritas. Me costó 4,5 €. Lo compré ya hace tiempo, creo que no mucho después de leer el magnífico volumen de Alfaguara con los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994). Acabo de comprobar, consultando mi blog, que este último libro lo leí en 2012, así que desde no mucho después llevaba descansando Los adioses de Juan Carlos Onetti en los altillos de mis estanterías del Ikea. En esos altillos debería poner más interés para que desciendan los libros que tengo por leer y a los que no me acerco por razones que a mí mismo se me escapan y que, en gran medida, creo que tienen que ver con ciertas teorías de Sigmund Freud: siempre me apetece leer el libro que no tengo, y como no lea de forma inmediata el que acabo de comprar, me apetece siempre menos que otro que no tenga.

Sin embargo, hace unas semanas (nota: entre la lectura del libro y la aparición pública de la reseña ha pasado casi un año) tuve que pasarme por la estación de avenida de América para comprar unos billetes de autobús, y antes de acercarme busqué en internet en qué portal estaba la casa de Onetti en Madrid, porque sabía que había vivido en la zona de avenida de América, pero no dónde. Al final encontré su casa en el portal de avenida de América 31y me fui hasta allá para sacarle una foto a la placa de la entrada, que rememoraba al escritor, y buscar con la mirada el posible lugar donde se ubicaría la terraza en la que se ve a Onetti en muchas de sus fotos madrileñas.

Para las vacaciones de Semana Santa me apeteció leer los dos volúmenes de Emecé con los cuentos completos de John Cheever. En Jueves y Viernes Santo, tras 342 páginas de relatos de Cheever, decidí cambiar un poco y tomé de los altillos de mi habitación esta novela corta de Onetti.

Empecé directamente con la novela, dejando para el final el epílogo de Wolfgang A. Luchting y el prólogo de Antonio Muñoz Molina.

Los dos primeros párrafos del libro son muy cinematográficos y significativos: «Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara ‒sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años‒ hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
Quisiera no haberle visto nada más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse».

Un hombre innominado durante todo el relato llega a un pueblo de montaña (que parece más situado en Argentina que en Uruguay) famoso por sus sanatorios para tuberculosos. El hombre es alto, delgado, de unos cuarenta años. Fue una estrella del baloncesto nacional, y parece no querer saber nada de los demás enfermos que comparten con él alojamiento en el hotel (aunque el médico le ha recomendado que se interne en el sanatorio), como si, marcando esa distancia de los otros enfermos, consiguiera alejarse de su destino de tuberculoso.

La historia está contada por el almacenero del pueblo, antiguo tuberculoso («hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón», pág. 18), quien desde su mostrador observa las andanzas del hombre por el pueblo. Además, el almacén funciona como una estafeta de correos y allí tiene que acudir el hombre a recoger los dos tipos de cartas que recibe, ambos con sobres escritos por mujeres, unos a mano y otros a máquina. Estas dos mujeres (una adulta acompañada por un niño y otra muy joven) visitarán al hombre en el pueblo. Para vivir con la chica joven el hombre alquilará una casa a las afueras, aunque sigue pagando las cuentas del hotel.

El almacenero va reconstruyendo la historia del antiguo jugador de baloncesto, desde algún punto indeterminado del futuro. Además de los acontecimientos de los que él mismo ha sido testigo directo, nos contará algunos más que le han narrado a él otros de los personajes de la novela: el enfermero y la mucama Reina, principalmente; aunque al final ya se hace eco también de las murmuraciones de todo el pueblo (en esto me ha recordado al ambiente acusativo y miserable de Juntacadáveres, otra de las novelas de Onetti que he leído).

El almacenero, el enfermero, Reina y todo el pueblo especulan sobre la relación entre el exjugador de baloncesto y las dos mujeres. Tanto en el prólogo como en el epílogo, Muñoz Molina y Luchting citan a Henry James y su Otra vuelta de tuerca para hablar de Los adioses. Los dos comentan la importancia del punto de vista en la novela de Onetti. Además, Luchting hace una interesante reflexión sobre la condición de personaje de la novela que acaba adquiriendo el lector pues, contaminado por la mirada sucia y pesimista del almacenero, que en gran medida refleja la del pueblo de montaña, el lector de Los adioses se dejará llevar por el punto de vista desde el que recibe la historia y juzgará a los protagonistas de la novela, cuando –parecerá decirnos Onetti al final– ninguno de nosotros tiene derecho a juzgar nada de lo que está viendo, o cree que está viendo, ya que las dos últimas páginas del libro lo abren a nuevas interpretaciones sobre lo contado.

En la edición que he leído de Seix Barral se comenta que el epílogo de Wolfgang A. Luchting se solía colocar, en ediciones anteriores, como prólogo. Aunque lo cierto es que es un prólogo que destripa toda la novela y que es mucho mejor leerlo cuando ya se ha finalizado la lectura del libro.

Había leído en 2012 el entusiasta prólogo que escribió Antonio Muñoz Molina para los Cuentos completos de Onetti, y me ha gustado leer también este prólogo. De hecho, compré este libro porque en la primera página del su prólogo afirma que esta novela es para muchos la obra maestra de Onetti y que también el propio autor solía decir que era su novela preferida. Muñoz Molina acaba así su prólogo: «He leído Los adioses muchas veces, desde que tenía veinte años, y estoy convencido de que es una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han escrito en español».

El estilo de Onetti, denso y oscuro, como se puede apreciar en los dos párrafos iniciales que he reproducido antes, me parece magistral. Me ha gustado leer algunas páginas varias veces para empaparme de ellas y poder saborearlas. Leer a Onetti es como leer poesía. Es cierto que en algunas de sus novelas (por ejemplo me pasó con El astillero o con Cuando ya no importe) el ritmo es algo lento y la propia densidad de la prosa acaba ahogando la historia contada, pero en Los adioses todo parece conjugarse de un modo perfecto. Los adioses es una novela corta maravillosa, y cualquier aprendiz de escritor cuyo idioma sea el español debería leerla.


De Onetti he leído los Cuentos completos y las novelas El pozo, Juntacadáveres, Dejemos hablar al viento, Cuando ya no importe y creo que Para una tumba sin nombre (pero tendría que consultar mis archivos). No sé por qué no he leído aún La vida breve y sus otras novelas cortas, cuando es uno de los escritores que más admiro. Debería tomármelo como una prioridad.