domingo, 31 de marzo de 2013

El año del desierto, por Pedro Mairal


Editorial Salto de página. 308 páginas. 1ª edición de 2005; esta de 2010.

En enero de 2011 colgué en el blog una entrada sobre la novela Salvatierra de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970), que terminaba con la siguiente afirmación: “Espero leer pronto El año del desierto” (ver AQUÍ); y pronto ha sido dos años después. Ya escribí entonces que había leído hacía bastante tiempo la primera novela de Mairal, Una noche con Sabrina Love (1998), que me gustó, y que Salvatierra (2008) me supo a clásico. Pedro Mairal estuvo en Madrid en 2010, invitado por la editorial Salto de página, para presentar El año del desierto. Fue una pena que me enteré del evento al día siguiente de su celebración, porque habría ido, habría comprado el libro y ahora lo tendría en casa firmado. Lo que –dada mi mitomanía libresca– me encantaría que así fuera, porque, ahora que por fin me he acercado a El año del desierto (después de haberlo sacado hace un año de la biblioteca de Móstoles para al final no leerlo en ese momento, porque no lo quería llevar a un viaje), puedo decir que El año del desierto me ha parecido una obra maestra, un libro contundente, fascinante… Uno de los mejores libros de literatura actual que he leído en mucho tiempo, y que supone que para mí, haciendo balance entre esta y sus otras dos novelas, Pedro Mairal sea el mejor escritor hispanoamericano joven (entendiendo joven como nacido a partir de 1970) que he leído.

Si bien El año del desierto comienza con un pequeño episodio, narrado por la protagonista en primera persona –María Valdés Neylan– desde un país europeo, enseguida la narración se retrotrae a unos años antes y nos acerca a una historia evocada desde el presente que, por su fuerza, parece estar vivida casi al minuto, pero que más de una vez nos recordará su condición de evocación, ya que la narradora nos hará conscientes de la imprecisión de un recuerdo o de la incapacidad para recuperar un nombre.

María Valdés tiene veintitrés años, y trabaja de secretaría en una de las más modernas torres de oficinas del centro de Buenos Aires. Cuando, en el capítulo dos, la narración comienza su verdadera andadura temporal, la metrópoli empieza a encontrarse ya amenazada por la intemperie.
La intemperie funciona como un curioso elemento fantástico dentro de la narración: vendría a ser –y disculpen la comparación adolescente–como la nada de La historia interminable, que avanza devorando Fantasía. En El año del desierto la intemperie avanza desde la pampa hacia las ciudades haciendo desaparecer las construcciones humanas; nunca su efecto o su actuación está narrado de forma explícita: donde había edificios ahora hay baldíos; quizás quedan restos de cascotes o escombros por el suelo, pero uno puede mirar el paisaje y ver una línea de edificios que al día siguiente habrá desaparecido.
No es el único elemento fantástico de la historia: algunas personas mayores quedarán postradas en un estado catatónico, aferradas a sus mandos a distancia del televisor; y se acabará aplicándoles la eutanasia con sólo apretar el botón de apagado de sus mandos a distancia. También los alimentos se tendrán que comer deprisa, pues la verdura o la carne se arruinarán a una velocidad mucho más rápida de la que estamos acostumbrados.

El avance de la intemperie traerá consigo el caos en la ciudad de Buenos Aires, la reclusión en espacios cerrados en el entorno de los edificios donde habitan las clases pudientes, y calles llenas de desarrapados de los arrabales o el campo. El enfrentamiento bélico no se hará esperar. Pero en este mundo en el que los ordenadores o los teléfonos móviles ya no funcionan, permanecer en la ciudad no parece una buena idea. Habrá que salir a campo abierto, a la pampa.

Esta novela, que se publicó en 2005, tuvo que ser escrita al menos uno o dos años antes, y es claro el juego simbólico que Pedro Mairal propone en ella: la intemperie es la crisis que asoló Argentina en 2001, la crisis del corralito (de la que yo sigo hablando en mis clases de economía), y que desestabilizó el país con revueltas en las calles y colapso económico.
Mairal toma la situación económica y política de Argentina a principios del siglo XXI y, utilizando un argumento semifantástico, que le acerca a los planteamientos de la novela apocalíptica, va haciendo desaparecer su país, en una suerte de evolución histórica invertida. Desde los modernos edificios del centro, en los que trabaja la narradora, conoceremos los primeros síntomas del retroceso: ya no funcionan los ordenadores. Después María Valdés trabajará en un burdel del puerto, que nos acercará al caos arrabalero de principios de siglo en Buenos Aires, y la llegada masiva de inmigrantes europeos, que en la novela se transforma en una inmigración al revés: ahora son los argentinos los que van a buscar una oportunidad a Europa o a Estados Unidos. Según la protagonista se vaya adentrando en el campo, el lector lo irá haciendo en la tradición de la novela gauchesca; lo que llevará a una evolución de la sociedad hacia el machismo y a una religiosidad exacerbada. Para acabar acercándonos a la novela indigenista, a obras como El entenado de Juan José Saer, por ejemplo.

La voz narrativa de María Valdés, una chica joven de la clase media urbana argentina, me ha parecido todo un acierto; una persona que conserva el sentido crítico cuando todos a su alrededor se van embruteciendo y la sociedad retrocede en un periodo de meses hasta situaciones degradantes (desaparece el voto para la mujer, por ejemplo) abolidas hace décadas. Su mirada descriptiva del horror, exenta de énfasis, realza con potencia el tono tenebroso (cómo la muerte violenta, por ejemplo, se hace cotidiana) de lo contado.

La narración es intensa en acontecimientos; aunque tardé en leerla unos siete u ocho días, cuando llegué a la parte en la que María ya ha salido de la ciudad (tras tres o cuatro días de lectura), tenía la impresión de que llevaba leyendo el libro mucho tiempo, tal era el vértigo que sentía ante la aceleración de los acontecimientos.

El pulso narrativo, gracias a su prosa concisa, me ha parecido de un ritmo impresionante. Pedro Mairal ha creado algunas imágenes muy poderosas y perturbadoras.
El año del desierto podría describir una fase previa, en la degradación social apocalíptica, a la que plantea su compatriota Rafael Pinedo en Plop, narración con la que entroncaría de forma muy apropiada.

Tanto Plop de Rafael Pinedo como El año del desierto de Pedro Mairal me parecen novelas bastante superiores a La carretera de Cormac McCarthy, y sólo una cuestión de dominación cultural norteamericana puede explicar que las dos primeras hayan pasado casi desapercibidas frente al enorme éxito que tuvo La carretera en nuestro país.

Me resulta raro que Pedro Marial no haya publicado ninguna novela nueva desde 2008.
Vuelvo a afirmarlo: El año del desierto de Pedro Mairal me ha parecido una de las mejores novelas contemporáneas que he leído, y considero a Pedro Mairal el mejor escritor hispanoamericano de los nacidos a partir de 1970. 

miércoles, 27 de marzo de 2013

Searching for Sugar Man

Aunque este blog se llama Desde la ciudad sin cines, nunca he recomendado una película en él. Hoy es el día.
Ya he comentado alguna vez que en mi tiempo libre no sólo me dedico a leer y escribir. Veo también muchas series televisivas anglosajonas, escucho música, y voy al cine (y me relaciono con otras personas). La verdad es que desde que me aficioné al formato de las series, con episodios de unos 45 minutos de duración, ya apenas veo películas en casa; pero sí lo hago en el cine, al que suelo acudir, al menos, una vez cada dos semanas. Llegué a tener un periodo en mi vida en el que iba hasta tres veces a la semana al cine, cuando estaba buscando trabajo y tenía algo de dinero ganado en un premio de poesía.

Mi novia había oído hablar de un documental, que a mí no me sonaba de nada. Y el sábado pasado fuimos a los cines Verdi de Madrid a ver, en versión original subtitulada, ese documental, que ganó el Oscar en la pasada edición, una película sueco-británica titulada Searching for Sugar Man, que retrata la búsqueda, a finales de los 90, de dos fans sudafricanos -de Ciudad del Cabo- de Sixto Rodriguez. Rodriguez es un artista de la canción norteamericano del que no tienen casi ninguna noticia, y con el que sin embargo han crecido. Las canciones de Rodriguez, nos cuentas a cámara los fans sudafricanos, fueron un soplo de aire fresco en el congestionado mundo del Apartheid. En un país en que no había televisión porque se considera comunista, Rodriguez canta una canción llamada The Establishment blues y uno de los dos fans - Stephen 'Sugar' Segerman o Craig Bartholomew Strydom, no recuerdo cuál de los dos. Esta información la estoy sacando de la wikipedia- nos cuenta que él no sabía lo que significaba Establishment hasta que lo escuchó en aquella canción; o en I wonder Rodriguez habla explícitamente (para la época y el lugar) de sexo. Los discos de Rodriguez estaban prohibidos en Sudáfrica, razón de más, nos cuentan, para que todo el mundo quisiera tenerlos, para que se grabaran en cinta en los años 70 u 80.
Rodriguez es un símbolo en Sudáfrica, pero apenas saben nada de él. Incluso se comenta que tras sólo sacar dos discos se suicidó en el escenario; quemándose a lo bonzo, según unos, o pegándose un tiro en la sien, según otros.


Segerman, cuyo apodo familiar Sugar, se debe a la canción Sugar Man de Rodriguez, y su amigo Strydom deciden buscar a Rodriguez. Y como dos detectives salvajes sudafricanos empiezan a preguntar a las discográficas que distribuyen sus discos en el país, lo que les conduce a la empresa californiana Sussex Records. En Estados Unidos se intentan entrevistar con el que fue el dueño de la compañía en los 70 del siglo XX, un señor mayor que se enfadará bastante cuando los detectives salvajes empiecen a preguntar por el dinero que las compañías sudafricanas le enviaban a su compañía, y del que al parecer nunca supo nada Rodriguez ni su familia. Más de medio millón de discos de Rodriguez se han vendido en Sudáfrica, estiman.
Además como estamos en 1998 y ya existe internet, Segerman y Strydom han creado un foro sobre Rodriguez. En un cartón de leche, como si fuese un niño perdido, estos dos adolescentes cuarentones, han colocado la foto de su ídolo. La foto de un ídolo que piensan que está muerto, un ídolo de juventud misterioso y esquivo.
A través del foro de internet, alguien, que dice ser la hija de Rodriguez, contacta con ellos. Segerman no acaba de creérselo; puede que le estén tomando el pelo. A la una de la noche en Sudáfrica recibe una llamada. Su mujer toma el teléfono. Se lo alcanza: Rodriguez está al aparato. Segerman, un hombre que ha crecido con el sobrenombre de Sugar por una canción de Rodriguez, no puede creérselo. Debe ser un engaño. Toma el teléfono. Lleva décadas escuchando esa voz. Es él. Rodriguez está al aparato.




Esta es la escena clave de la película. Segerman ha encontrado a su ídolo, sus pesquisas de detective salvaje han dado sus frutos; y aún así no acaba de creérselo. Todo parece una broma. El que está al otro lado del teléfono no puede ser Rodriguez, porque para él es como si Elvis Presley estuviese al otro lado del teléfono.
En Detroit, ciudad natal de Rodriguez, la escena también es confusa. Un hombre de unos sesenta años, que en su juventud sacó dos discos de música rock-psicodélica-fokl, un hombre que es hijo de un inmigrante mexicano y que era obrero de la construcción cuando grabó sus discos, un hombre que no tuvo éxito en el difícil mundo de la música, y que volvió a ser trabajador de la construcción, está recibiendo la llamada de alguien cuyo sobrenombre proviene de una de sus canciones, alguien que le está diciendo que el Sudáfrica es más famoso que Elvis Presley. Rodriguez tampoco acaba de creérselo, alguien está gastándole una broma.
Y la idea abstracta del ídolo, del artista, flota entre ambos a través del océano Atlántico.
Rodriguez no es un artista fracasado, es un artista que no encontró su público, aunque éste sí que existe. Rodriguez no es un artista porque nadie compró sus discos en su propio país y tuvo que ser un obrero de la construcción. Rodriguez sí es un artista porque en un país del sur de África sus canciones fueron himnos generacionales.
Y Rodriguez y su familia vuela a Sudáfrica, y no pueden creer que en el aeropuerto les estén esperando cuatro limusinas. Los sudafricanos tampoco acaban de creerse que quien viene a visitarlos sea la leyenda de Rodriguez, y algún periodista piensa que esto sólo puede ser un montaje.
Y Rodriguez, treinta años después de pensar que era un artista fracasado, por fin toca para su público. No le tiembla la voz. Artista y público se han encontrado. Él es un obrero de la construcción en Detroit y también es una estrella de rock en Ciudad del Cabo. Obrero y público no acaban de creerse que él sea en realidad Rodriguez.
Cuando vuelva a Detroit, los amigos del trabajo de Rodriguez tampoco podrán creerse que él es en realidad el Rodriguez que muestran los recortes de periódico que ha traído de su viaje a Sudáfrica.

Hacía mucho que no me emocionaba tanto en el cine. Salí de los Verdi como alucinado. Fui a Malasaña a cenar con mi novia, y al volver a casa encendí el ordenador y busqué a Rodriguez en youtube. Estuve más de una hora, hasta las dos de la mañana, escuchando sus canciones. No me lo podía creer. ¿De dónde salía Rodriguez? ¿Quién es este hombre que se despide de nosotros en el documental, caminando con dificultad sobre las calles nevadas de Detroit, mientras suena su hermosa canción Street boy?

Y la verdad es que he de decir que en muchos tramos de la película pensaba que se trataba de un falso documental. Lo que estaba viendo en la pantalla no podía ser real. Rodriguez no podía ser en Sudáfrica más famoso que Elvis Presley o igual de conocido que The Beatles. La entrada de la wikipedia en inglés me hace ver que tenía razón, que cuanto menos había un poco de manipulación en la película, porque se ocultaba más de un dato relevante (mejor no lean antes de verla la entrada de la wikipedia en inglés sobre la película).

Y la pregunta que más me interesa es ¿alguien en España había oído alguna vez hablar de Rodriguez? Yo desde luego no. Y posiblemente la historia anterior no me hubiera emocionado tanto si la música de Rodriguez, que era la banda sonora del documental, no me hubiera parecido tan buena.
Duele pensar que Rodriguez no triunfó, en los Estados Unidos de los 70, entre otras cosas, por ser de origen hispano y por ser pobre.
El documental se abre con Segerman conduciendo por una carretera sudafricana cercana a la costa, que al principio yo pensé que era californiana, y en el coche suena Sugar Man, el primer tema del primer disco de Rodriguez, Cold Fact. Sugar Man es un clásico instantáneo, una canción de rock psicodélico setentera que habla metafóricamente de las drogas al nivel del Hotel California de The Eagles. Una canción que los marines americanos destinados en Vietnam deberían haber coreado como un himno, pero que no lo hicieron.
Dejo aquí la letra de la canción y el enlace a youtube:


SUGAR MAN

Sugar man, won't you hurry
'Cos I'm tired of these scenes
For a blue coin won't you bring back
All those colors to my dreams

Silver magic ships you carry
Jumpers, coke, sweet Mary Jane
Sugar man met a false friend
On a lonely dusty road
Lost my heart when I found it
It had turned to dead black coal

Silver magic ships you carry
Jumpers, coke, sweet Mary Jane
Sugar man you're the answer
That makes my questions disappear
Sugar man 'cos I'm weary
Of those double games I hear
Sugar man, Sugar man, Sugar man, Sugar man,
Sugar man, Sugar man, Sugar man
Sugar man, won't you hurry
'Cos I'm tired of these scenes
For the blue coin won't you bring back
All those colors to my dreams

Silver magic ships you carry
Jumpers, coke, sweet Mary Jane
Sugar man met a false friend
On a lonely dusty road
Lost my heart when I found it
It had turned to dead black coal

Silver magic ships you carry
Jumpers, coke, sweet Mary Jane
Sugar man you're the answer
That makes my questions disappear




Le comparan con Bob Dylan, pero me parece que Rodriguez tiene mejor voz que Dylan. El domingo me compré sus dos discos en la Fnac de Callao, Cold Fact y Coming fron reality, y desde entonces los escucho insistentemente.

Dejo aquí el enlace a Youtube y las letras de dos canciones que no me puedo sacar de la cabeza:

CRUCIFY YOUR MIND

Was it a huntsman or a player
That made you pay the cost
That now assumes relaxed positions
And prostitutes your loss?
Were you tortured by your own thirst
In those pleasures that you seek
That made you Tom the curious
That makes you James the weak?
And you claim you got something going
Something you call unique
But I've seen your self-pity showing
As the tears rolled down your cheeks

Soon you know I'll leave you
And I'll never look behind
'Cos I was born for the purpose
That crucifies your mind
So con, convince your mirror
As you've always done before
Giving substance to shadows
Giving substance ever more
And you assume you got something to offer
Secrets shiny and new
But how much of you is repetition
That you didn't whisper to him too






CAUSE

Cause I lost my job two weeks before Christmas
And I talked to Jesus at the sewer
And the Pope said it was none of his God-damned business

While the rain drank champagne
My Estonian Archangel came and got me wasted
Cause the sweetest kiss I ever got is the one I've never tasted

Oh but they'll take their bonus pay to Molly McDonald,
Neon ladies, beauty is that which obeys, is bought or borrowed

Cause my heart's become a crooked hotel full of rumours
But it's I who pays the rent for these fingered-face out-of-tuners

And I make 16 solid half hour friendships every evening
Cause your queen of hearts who is half a stone
And likes to laugh alone is always threatening you with leaving

Oh but they play those token games on Willy Thompson
And give a medal to replace the son of Mrs. Annie Johnson

Cause they told me everybody's got to pay their dues
And I explained that I had overpaid them
So overdued I went to the company store
and the clerk there said that they had just been invaded

So I set sail in a teardrop and escaped beneath the doorsill
Cause the smell of her perfume echoes in my head still

Cause I see my people trying to drown the sun
In weekends of whiskey sours
Cause how many times can you wake up in this comic book and plant flowers?





Creo que estas tres canciones son algunas de las piezas musicales más tristes y hermosas que he escuchado en mucho tiempo.

Vayan al cine a ver Searching por Sugar Man. Escuchen la música de Rodriguez, el Bob Dylan latino que tenía mucha mejor voz que Bob Dylan.

domingo, 24 de marzo de 2013

John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, por Jack London


Editorial Valdemar. 163 páginas. 1ª edición de 1913; esta de 1992.
Traducción de J. L. Moreno.

Al final mi informático de confianza consiguió salvar todos los documentos de mi ordenador agusanado. Aquí está la reseña que tocaba la semana pasada:

Disfruté tanto de la lectura de Martin Eden –que comenté hace dos semanas– que decidí seguir con Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen, California, 1916); y como recordaba que en la novela autobiográfica John Barleycorn. Las memorias alcohólicas el propio London afirmaba que él era Martin Eden, quise comprobar, acercándome a su obra más autobiográfica, hasta qué punto se había basado en su propia vida para escribirla.

Ya comenté en la pasada entrada sobre London que fue una sorpresa percatarme, al consultar mi archivo de lecturas, de que había leído John Barleycorn en octubre de 1993, y no después de marzo de 1994, una fecha importante para mí, ya que ese mes fue cuando descubrí a Charles Bukowski y mis intereses literarios cambiaron radicalmente; abandoné la literatura de género (ciencia-ficción y terror, principalmente) por la literatura realista. Compruebo ahora que el cambio no fue tan radical como había creído durante mucho tiempo; antes de La senda del perdedor y el mazazo en la cabeza que supuso para mí su lectura a los diecinueve años, había tenido dos amagos de acercamiento a la novela realista, fuera de imposiciones escolares: fueron El guardián entre el centeno de J. D. Salinger en diciembre de 1992 y John Barleycorn. Las memorias alcohólicas de Jack London en el citado octubre de 1993 (entre medias de las dos sólo hubo ciencia-ficción y algo de terror). Y estas dos obras ya anunciaban el cambio radical que se produjo en mí a los diecinueve años: cómo el caos personal al que había llegado no podía ser explicado con la literatura de género, cómo esas lecturas de evasión del mundo no conseguían explicarme el mundo, que era lo que yo deseaba a esa edad. Mi primeras inmersiones en el realismo me acercaron al malditismo, y a un autor como Jack London, del que había leído alguna obra adaptada al cómic en la infancia, y que por tanto representaba aún un territorio conocido, y suponía, por supuesto, no leer lo que consideraba por entonces una traición, la literatura seria de la que hablaban los profesores de lengua del instituto de los que yo desconfiaba (aunque también debería apuntar que a los doce años, por ejemplo, leí El Lazarillo de Tormes, gracias a un fragmento leído en el libro de lengua de sexto de EGB, y esa lectura me impactó mucho).

En John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, Jack London hace un repaso de su vida –tres años antes de su muerte– a partir del recurso narrativo de evocar sus encuentros con el alcohol (al que personifica, y con el que llegará a conversar, otorgándole el nombre de John Barleycorn). La intención en principio parece moralista: va a explicarle al lector cómo él, un hombre sano, un joven trabajador que gracias al esfuerzo personal consigue triunfar como escritor y hacerse famoso, pudo sobreponerse a todas las trampas que le tendió en el camino John Barleycorn: “Y como cualquier sobreviviente de sangrientas guerras que grita ‘no más guerras’, yo grito: ¡No más veneno para nuestros jóvenes! Igual que se evita la guerra debe evitarse la bebida” (pág. 160). Pero la narración antialcohólica acaba siendo, cuanto menos, ambigua. Jack London sostiene que él no tiene una predisposición genética o química hacia el alcohol, lo que probaría, por ejemplo, el hecho de que cuando era muy joven, estando embarcado en alta mar, estuvo meses sin beber y no lo echó de menos (pág. 105: “Lo vengo diciendo durante todo el relato: en mí no habitaba la necesidad ni el deseo del alcohol, y ello a pesar del largo y severo aprendizaje como bebedor que hice a las órdenes y bajo la dirección de John Barleycorn”), aunque al llegar a puerto bebiera, junto con sus compañeros, hasta perder el sentido. Y el mismo hombre que lo vivió todo, que fue pobre, que a los catorce años trabajaba en una fábrica infernal, y que repasa su vida desde el confort de su rancho californiano, una vez convertido posiblemente en el escritor más popular de su país, ya cerca del final de la obra sigue sosteniendo que él sólo ha sido un bebedor social; pág. 162: “Todos los bebedores se convierten en tales por obra y gracia de las relaciones sociales (...). El alcohol tiene pues un escaso papel si se compara con el que se asigna a la relación social en que se bebe”. Y escribe esto London, en la penúltima página del libro, cuando no mucho antes ha confesado que ya no puede ponerse a escribir en la soledad de su despacho si no se toma antes algunos cócteles. El lector acabará el libro con la sensación de que, más que con un fin aleccionador o didáctico, el autor lo escribió para convencerse de que no se había convertido en un alcohólico, que él –a diferencia de los alcohólicos– conocía todos los juegos de John Barleycorn y podía lidiar con ellos. Y como el lector sabe que –aunque este libro está escrito por una persona de unos treinta y siete años– a su autor sólo le quedan unos escasos tres años de vida (una muerte que seguramente tenga mucho que ver con los excesos en su vida), la sensación que deja su lectura es un tanto amarga; lejos del aire triunfalista del párrafo con el que se cierran estas memorias: “Y, en conclusión, puedo decir, que habría deseado que mis abuelos acabaran con John Barleycorn antes de que yo naciera. Lamento que John Barleycorn florezca por doquier, en nuestra sociedad, en esta sociedad en la que nací, por lo que puedo separarme del todo de su influjo, ya que fui educado en ello” (pág. 163).

Pero, en todo caso, la lectura de estas memorias no es sólo interesante porque asistamos a la lucha, o la relación, de un hombre con el alcohol, sino porque se trata de la lucha de un hombre con la vida. Es cierto que gran parte de la biografía de Martin Eden la toma Jack London de su propia experiencia, pero también nos percatamos de que la vida de Eden está idealizada: Eden deja radicalmente el alcohol cuando decide aspirar al amor de Ruth y acercarse al mundo de las ideas, algo que el propio London no pareció capaz de hacer. Además, London otorga a su héroe la ideología individualista del superhombre nietzscheano, y en este libro él se declara socialista: “Yo era un socialista, quería salvar al mundo” (pág. 121). En estas memorias alcohólicas London elude los temas sentimentales; sabremos que se casa y en algún momento nos habla de su mujer, pero cualquier declaración sobre el amor –a diferencia de lo que ocurría en Martin Eden– no existe.

La vida de Jack London es fascinante. Pág. 45: “Yo había nacido pobre. Había vivido pobremente. En ocasiones pasé hambre. Nunca tuve juguetes como otros niños”; a los diez años vende periódicos por las calles; y los catorce esta era su situación: “Estaba a punto de cumplir quince años, y trabajaba duro, durante muchas horas, en una fábrica de frutas de conserva. Durante meses y meses trabajé durante jornadas de diez horas” (pág. 36). A los quince años decide dejar esa fábrica, pedir dinero prestado, comprar un pequeño bote y convertirse en un pescador pirata de ostras en la bahía de San Francisco, uniéndose a un grupo de hombres pendencieros, en su mayor parte fuera de la ley y bebedores. A los diecisiete años se embarca y conoce Japón y los mares del Sur. Cuando vuelve a Oakland, casi todos sus antiguos amigos, los pescadores piratas de ostras, han desaparecido. El párrafo en que habla de esto lo recordaba de mi primera lectura en 1993; no las palabras exactas, claro, pero sí la honda impresión que me produjo: “Nelson no estaba; murió borracho y resistiéndose a la justicia. Su compañero en aquel asunto estaba en prisión. Whisky Bob había muerto. El viejo Cole, y el viejo Smoudge, y Bob Smith habían desaparecido. Otro Smith, el de los pistolones del Annie, se había ahogado. French Frank, me dijeron, estaba escondido (...). Otros vestían el traje a rayas de San Quintín o Falsom. El Gran Alec, el rey de los griegos (...) había matado a dos hombres y escapado al extranjero. Fitzsimmons, con quien tanto había pescado, murió de tuberculosis. Según pude saber, por lo que me contaron a lo largo de aquel camino de muerte, John Barleycorn había sido el causante de aquellas muertes, con la sola excepción de Smith, el del Annie” (pág. 86).

Me gusta la ironía con la que London habla de la explotación laboral en las fábricas, del reverso del sueño americano, de cómo un chico pobre pero con deseos de luchar en realidad no puede triunfar en América, la tierra de las oportunidades (estas páginas, años después, las tuvo que leer con fruición el Charles Bukowski de Factotum). El joven London aspira a convertirse en electricista, pero lo contratan en la compañía de tranvías de San Francisco para echar carbón a las calderas por treinta dólares mensuales. El capataz, al observar su deseo de sacrificio y entrega, había despedido a dos hombres a los que pagaban cuarenta dólares al mes, para dejarle a él (que pensaba que su esfuerzo sería recompensado) que doblara turno por treinta. (“Pero como un muchacho americano, un muchacho orgulloso de ser americano no abandoné mi puesto de inmediato”: pág. 101). Al fin lo dejará, y el trabajo como carbonero hará que lleve las muñecas vendadas durante años.

London ha descubierto que el trabajo físico en América no conlleva al éxito; lo respetado es el trabajo intelectual, y para poder acceder a él toma la decisión de prepararse para ingresar en la universidad (algo que Martin Eden no hace).
La parte del libro en la que London narra sus esfuerzos para convertirse en escritor es la que más se parece a Martin Eden; aunque queda claro que Eden, en su decisión de eludir completamente el trabajo físico, se muestra más radical –y posiblemente menos sensato– que el propio London. En la página 113 leemos: “Fuera ya de mi ciudad, en la Academia Belmont, comencé a trabajar en una pequeña lavandería, entre máquinas de vapor”. Esta experiencia de la vida de London es incorporada a la vida de Eden.
En la página 117: “La situación era desesperada. Empeñé mi reloj, mi bicicleta, y el traje del cual tan orgulloso se sentía mi padre”. Esto también se incorpora a la biografía de Eden.

En la página 120 Jack London escribe un párrafo que recordaba perfectamente de la primera vez que leí la novela –en 1993– porque me emocionó, y lo ha vuelto a hacer ahora con renovada intensidad: “Los críticos han mostrado reparos ante la educación alcanzada por uno de mis personajes, Martin Eden. En tres años, llevándole desde la mar hasta una educación escolar, había hecho de él un éxito editorial. Los críticos decían que aquello era imposible. Pues bien, yo soy Martin Eden”.
Me encanta esa afirmación rotunda: “Yo soy Martin Eden”, igual que Gustave Flaubert era Madame Bovary.

He entrado en la página de la editorial Valdemar; y veo que además de la edición que yo tengo (colección Avatares), comprada hace veinte años, también sacaron el libro en la colección de bolsillo El club Diógenes. Ambas ediciones se encuentran “no disponibles”. Lo que es una pena, porque Las memorias alcohólicas de Jack London es un gran libro; y creo que Valdemar debería pensar en su reedición, aunque eso sí, recomiendo que lo haga con una letra un poco más grande que la del libro de Avatares.

Yo soy Martin Eden.

jueves, 21 de marzo de 2013

Reseña de Acantilados de Howth en el Blog En el rincón de una cantina




En el blog En el rincón de una cantina, la regidora, que firma como Norah Bennett, ha escrito una reseña de mi novela Acantilados de Howth, donde dice cosas como las siguientes: “El punto fuerte de la novela es el personaje, real, de carne y hueso. Un ser humano. Lo confieso, siento debilidad por este tipo de personajes. Es una persona que siente, sufre, se enamora, comete errores, de vez en cuando acierta y en definitiva, vive. Le van a rodear todo un grupo de secundarios muy bien perfilados.
También saca punta a algunos aspectos que le han gustado menos de mi libro. Su punto de vista me ha resultado muy interesante.
La reseña completa pinchando AQUÍ.

Gracias por tu atenta lectura, Norah

domingo, 17 de marzo de 2013

Seguro que esta historia te suena, por Karmelo C. Iribarren



Editorial Renacimiento. 313 páginas. 1ª edición de los poemarios de 1985-2012, ésta de 2012.

Tenía escrita desde hace unas semanas la entrada de John Barleycorn. Las memorias alcohólicas de Jack London, que fue la lectura que siguió a Martin Eden, y que me tocaba publicar en el blog este domingo. De las entradas del blog, que acumulo en una carpeta del ordenador, no realizo copia de seguridad –como hago con casi todo lo demás- y mi portátil dejó de funcionar el jueves. Mi informático de confianza (le acabo de llamar esta mañana de sábado) me dice que mi ordenador estará listo para el martes; tiene que reformatearlo, aunque es posible que salve los documentos (Y destaco este detalle: mi informático de confianza tiene una tienda de venta y reparación de ordenadores y resulta que es aficionado a la poesía, y sobre ella hablamos a veces, mientras me cuenta que le ha tenido que hacer a mi portátil). Si mis documentos se pueden salvar, espero poder rescatar las entradas correspondientes a John Barleycorn y la de El año del desierto de Pedro Mairal, las dos que tenía adelantadas. Si no, espero al menos poder escribir una versión resumen de lo que sé que dejé dicho allí.

Escribo ahora, en el ordenador de mi novia, sobre Seguro que esta historia te suena, la poesía completa de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959). Creo que supe de Iribarren navegando por Internet en 2007 o 2008, un poeta realista, con una obra que guardaba características similares a la de David González o la de Roger Wolfe, dos poetas a los que he leído y cuya obra me interesa. Recuerdo que en el verano de 2008, una calurosa tarde de julio, me acerqué a la librería Visor, de Moncloa, especializada en poesía, donde compré la antología La ciudad, editada por Renacimiento. Empecé a leer el libro esa misma tarde, caminando solo por la ciudad, iba entrando a bares para tomar una café o algo más fresco. Me recuerdo andando deprisa por Madrid, sudando, agradeciendo el aire acondicionado de los bares y leyendo los poemas cortos, pero en la mayoría de los casos contundentes, de Karmelo Iribarren.

Hace unas semanas, en una tarde que llovía y que había quedado por el centro, compré Seguro que esta historia te suena en la Casa del Libro de la Gran Vía. Me gusta que la poesía haya vuelto al pasillo de la planta principal al que se accede gracias a unas escaleras y desde el que uno se asomada a la primera planta de la librería como si estuviese en un puesto avanzado de vigilancia. Allí estaba también mi poemario Siempre nos quedará Casablanca. Creo que es la misma única unidad que llegó en el verano de 2011, y que me parece que voy a acabar comprando yo para guardar el libro con la etiqueta, y poder recordar en el futuro, cuando las librerías desaparezcan, que en aquella época del papel, en aquella época preapple, yo tuve a la venta un libro (aunque no lo compró nadie) en la librería más grande de Madrid.

Seguro que esta historia te suena está formado por siete poemarios y un conjunto final de poemas inéditos. No sé si será un error, pero en principio algo llama mi atención: la portada afirma que este libro es la poesía completa de Iribarren (1985-2012), pero la contraportada nos informa de que su primer libro fue Bares y noches (Ateneo Obrero de Gijón, 1993), título no incluido en Seguro que esta historia te suena, que comienza con el poemario La condición urbana (Renacimiento, 1995). Imagino que Iribarren no se sentía cómodo con su primer poemario, Bares y noches, y ha decidido excluirlo de sus obras completas; pero lo que me tiene intrigado de verdad es el por qué de la acotación temporal de la portada: 1985-2012, si Bares y noches (libro no incluido aquí) es de 1993 y el primero del volumen es de 1995.

Me parece muy significativa, para entender con qué nos vamos a encontrar al pasar estas páginas, la cita de Raymond Chandler que Iribarren sitúa al comienzo del libro: “La frase con alambre de púas, la palabra laboriosamente rara, la afectación intelectual del estilo, son todos trucos divertidos, pero inútiles”.

La condición urbana (1995) es un poemario de tono bronco y vocación metaliteraria, cuya intención inaugural parece ser la de desacralizar la poesía. Veamos un poema de la página 19:

«POETAS»

Hay poetas que escriben
sus poemas
como si fuesen a pasar directamente
a las páginas amarillas
de la eternidad.
En cada verso echan el resto
y, claro, lo poco que les queda
no lo pueden echar en ningún sitio
porque les da una pájara.
La verdad es que apestan a Literatura.
Y que de allí a donde ellos entran
todo dios sale por piernas.


Normalmente los poemas de Iribarren están escritos en primera persona y reflejan anécdotas o estados de ánimo del poeta; pero también nos podemos encontrar, de forma ocasional, con poemas en tercera persona donde aparecen personajes, cuya visión del mundo -angustiada, derrotada y con breves momentos de felicidad- no se aleja mucho de la del propio autor.
El humor, un humor cortante y desangelado, cargado de ironía, también está presente en los poemas de Iribarren. Transcribo uno de la página 15:

OJO AVIZOR

Ojo avizor,
poeta.
          No vayas a caer
en la vulgaridad
de escribir
un poema divertido;
esto es muy serio,
a este club sólo acceden
las eminencias
en martirología.

No vegas ahora tú
a jodernos el invento
con la vida.


Y como la vida (la suya propia) es lo que reflejan los poemas de Iribarren, en más de una composición nos encontraremos con las palabras de un hombre que observa el mundo desde detrás de una barra de bar, pues la profesión del poeta es la de camarero. Poema de la página 30:

ALGO, LO QUE SEA, PERO YA

Si al menos
sucediese algo
distinto.
Si, por ejemplo,
alguien tuviera la feliz idea
de subirse a la barra
y recitar a Homero.
O me pidiese fuego
una mujer,
mirándome a los ojos,
fijamente.
Algo, no sé.
Que el camarero
me confesase al fin
entre sollozos
que es maricón perdido.


En Serie B (1998) el tema del amor y de las relaciones comienza a hacerse más presente que en el poemario anterior. Poema de la página 52:


LA MUJER DE MIS SUEÑOS

En todas las ciudades
que he pisado,
me ha parecido verte:

un autobús que arranca
y que no cojo,
o un ascensor cerrándose,
o doblando una esquina hacia
la noche,
o al fondo,
entre humo y voces,
de un bar de madrugada…

En cualquier sitio, siempre,
tu imagen que aparece
y que desaparece.


Y la metaliteratura y el deseo de desacralizar la poesía, siguen presentes, en un tono que en muchos casos me recuerda a la poesía de Charles Bukowski. Poema de la página 96:

FAX A LOS POETAS

No se preocupen.
Ustedes sigan
adornando
sus jodidos arbolitos
de Navidad.

Yo haré
el trabajo
sucio.


En Desde el fondo de la barra (1999) el tema del paso del tiempo y la pérdida de la juventud empieza a hacerse más presente. Poema de la página 107:

SE ACABÓ EL CUENTO

Se acabó el cuento,
amigo: esto es la vida.
Todos los grandes sueños
con los que hasta ahora
te has entretenido,
puedes dejarlos a la entrada.
Aquí no sirven de nada.


En Seguro que esta historia te suena lo individual siempre se sitúa por encima de lo colectivo, y la política parece quedar abolida de sus páginas. La política es el terreno de las visiones cerradas y férreas de la vida, parece decirnos Iribarren, y su visión del mundo es más irónica, más rabiosa, más lúcida. De este modo, si pensamos en la complejidad política del País Vasco, en el que Iribarren vive, cobran una mayor relevancia versos como los que encontramos en la página 117:

LO DEMÁS SON HISTORIAS

Mi mujer y mi hija,
estas paredes y estos libros,
un puñado de amigos
que me quieren
-y a los que quiero de verdad-,
las olas del cantábrico
en septiembre,
tres bares, cuatro
con el garito de la playa.
Aunque sé que me dejo
algunas cosas, puedo decir
que, de ser algo, ésa es mi patria.
Lo demás son historias.


En La frontera y otros poemas (2000-2005) la constatación del paso del tiempo se empieza a asimilar desde una perspectiva irónica. Poema de la página 155:

TRAGAME TIERRA

El semáforo cambia a ámbar
no me va a dar tiempo
a pasarlo,
acelero,
pero es inútil,
rojo.

        Freno,
y me entretengo mirando
a una deliciosa pelirroja
que empieza a cruzar
la calle,
y que me mira
a su vez,
que no me quita ojo,

y que resulta ser
-trágame tierra-
una amiga de mi hija.


Destaco de este poemario esta composición (página 165):

COSAS DE LA VIDA, COSAS DE LA LITERATURA

Es de Madrid (bueno,
se ríe, para ser más exactos,
de Alcorcón), da clases
de literatura en la universidad
y ha venido a San Sebastián
a pasar el puente. Dice
que le gusta mucho mi poesía.
Dice que me conoció por Internet.
Dice que también le gusta Roger Wolfe.
Luego se calla. Luego sólo me mira.
Yo sigo con los cafés del personal.
Ella sigue callada. Veo cómo
se apaga su sonrisa. En su rostro
una mezcla de tristeza y decepción.


En los poemas del libro Ola de frío (2007) la mirada de Iribarren se ha vuelto más contemplativa, más resignada. Me llamaba la atención leer poemas de esta parte del libro y de vez en cuando volver atrás y releer algunos de La condición urbana; en los de Ola de frío los versos se empiezan a acercar casi a la tradición oriental, ya que se fija mucho en elementos climáticos como la lluvia, el viento, la luz… y el lenguaje bronco y callejero del principio también se ha suavizado. Página 228:

PEQUEÑA RÁFAGA

Llega el viento
a la plaza
               levanta
un pequeño remolino de hojas secas
tuerce el humo del fumador del banco
arranca algún gemido mínimo
al columpio…
                       y se va –herido
en su orgullo
ante tanta indiferencia-
                                      añorando
a su hermano mayor
el huracán.


En sus últimas composiciones, Iribarren se ha alejado definitivamente de los excesos de su juventud. Página 277:

COSAS DE POETAS

Un joven poeta que quiere
conocerme. Quedamos
en un bar. Hablo yo,
él me mira y escucha:
no bebo, no fumo, no creo
en la salvación del mundo…
Y luego un poco de literatura.
Pasan las horas. La euforia
inicial languidece. Le acompaño
hasta su hotel. Me ha encantado
conocerte –dice-, aunque… no sé…
te imaginaba de otra forma.
No pasa nada –le digo-,
hace unos años yo también.



Una especial melancolía me ha causado el poema de la página 276:

AQUÍ

Aquí,
Junto a la barra,
como todas las tardes.

Viendo
a través
de los barrotes
de la lluvia
el mundo.

Puede
que incluso
esperando aún algo,
o a alguien.

Pero no estoy seguro.


Destaco de Ola de frío este poema, uno de mis favoritos del libro, de la página 252:

LA CALLE

He recorrido esta ciudad
de punta a punta
casi todos los días
durante más de treinta años.
Abriéndome paso a codazos
en las vísperas de fiesta,
o a través de las madrugadas
fantasmagóricas
de los días laborables de invierno,
o solo y borracho y mojado
hasta los cuernos,
o en compañías que mejor ni recordar.
Estas calles no guardan secretos para mí.
Conozco sus plazas, sus antros,
sus mujeres, el brillo
de una navaja al doblar una esquina,
el calor de una mirada
desde el fondo de un bar.
Hubo un tiempo en que el cielo
se miraba en ellas.
Yo formé parte de aquello.
Eso ya nadie me lo puede arrebatar.

Obsérvese en ese “hasta los cuernos” el homenaje a la poesía de Jaime Gil de Biedma.

Quizás los últimos poemas inéditos acaben de una forma triste, con el poeta solo, recordando a una mujer amada. Pero voy a señalar un poema de este último conjunto que me hizo reír una mañana cuando lo leía en el autobús que me acerca al colegio donde trabajo:

ASÍ ES LA PUTA VIDA

Yo también, como Baroja,
hubiese preferido
ser un hombre de acción:

no sé…
pilotar un mercante,
por ejemplo,
o atracar bancos,
o montar una guerrilla en algún sitio,
o, en fin, cualquier cosa,
salir en la tele
con el Wanted debajo.

Pero no:
ni guerrillas ni bancos
ni mercantes ni guantes ni hostias.

Padre de familia, camarero y poeta.

Así es la puta vida.


Así que Seguro que esta historia te suena nos muestra una poesía antirretórica, sin grandes exploraciones lingüísticas o metafóricas, pero vitalista y combativa, con celebraciones sencillas del amor o de lo cotidiano, con tristezas irónicas y reflexiones sobre lo real y el paso del tiempo… muy apegada al día a día y que genera una gran empatía con el lector.
Una poesía que le encantaría a mi informático de confianza.

jueves, 14 de marzo de 2013

Un poema de Siempre nos quedará Casablanca





Mis editores de Baile del SolÁngeles Alonso y Tito Expósito- comenzaron 2013 con una nueva iniciativa en su blog: cada día pretenden colgar el poema de un autor vinculado a su editorial. Para el día 59 del año eligieron un poema mío, del libro Siempre nos quedará Casablanca, el titulado A oscuras soñándonos, que pertenece a la primera parte del poemario, titulada Días de cine (mi particular homenaje al mundo de las películas). A oscuras soñándonos lo considero un poema atípico dentro de mi producción, ya que mis composiciones poéticos casi siempre parten de una anécdota concreta e individualizada, y en cambio este poema fija su mirada sobre una acumulación de días.

Dejo aquí el poema (en el blog de Baile del Sol, AQUÍ):



A OSCURAS SOÑÁNDONOS

Fuimos al cine, como tantas veces
fuimos al cine, con nuestros carnets
falsos de estudiante, acumulando
tarjetas selladas (cada diez películas una gratis)
o estirando las monedas ganadas
en dudosos premios literarios, en las salas oscuras,
igual que niños de la posguerra, de la poscrisis,
del neoliberalismo. De todos los momentos
posteriores o demasiado nuevos,
cuando ya no había posibilidad
de reconstruir los caminos equivocados,
los puentes rotos, cuando habíamos decidido
abandonarnos dulcemente pálidos,
vivirnos en las vidas de otros,
con grandes guiones, a veces escasos presupuestos
y hermosas ideas, donde los gestos honorables
tenían cabida e incluso recompensa,
películas de Adolfo Aristarain, de Ken Loach...
emocionaban, la vida te hacía más sabio
y no más amargo en el cine.
Allí a oscuras, solos, soñándonos.

domingo, 10 de marzo de 2013

Martin Eden, por Jack London


Editorial Alba. 426 páginas. 1ª edición de 1909; esta de 2007.
Traducción de Marta Salís.

La primera vez que me encontré con Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen California, 1916) debió de ser leyendo alguno de mis libros de Grandes novelas ilustradas, que –como ya he comentado en el blog– eran esos volúmenes de tapa dura que contenían diez adaptaciones de textos clásicos (normalmente de literatura juvenil) en treinta páginas de formato cómic. Eran los años 80 y las novelas adaptadas debían ser posiblemente Colmillo Blanco y La llamada de la selva. No fue, sin embargo, hasta 1995 cuando leí alguno de los relatos de London, concretamente los dos contenidos en uno de aquellos pequeños volúmenes de Alianza 100, titulado Por un bistec. El chinago. Y yo, que era entonces –1995– gran admirador de Ernest Hemingway, los disfruté bastante.
Tras el pequeño libro de Alianza 100 busqué más libros de London. Si no recuerdo mal, quería comprar para las vacaciones de Navidad de 1995 el de Martin Eden, pero en aquel momento sólo encontré la edición de Alianza de El lobo de mar (1904). Ahora, tras haber leído Martin Eden (un libro que siempre tuve pendiente), sé que fue una pena que a mis veintiún años leyera El lobo de mar, un libro del que tengo un recuerdo grato, y no Martin Eden; porque si hubiese leído entonces Martin Eden, ahora, a mis treinta y ocho años, ese libro habría crecido conmigo como un referente absoluto. Leerlo en 2013 me ha gustado mucho y me ha emocionado profundamente, pero si lo hubiera hecho en 1995 lo habría convertido en un mito personal.

Acaba de ocurrir algo extraño: para escribir el párrafo anterior estaba consultando el archivador en el que llevo anotando los libros que leo desde 1986; y para buscar a Jack London me he ido directamente a las anotaciones posteriores a marzo de 1994, cuando me encontré con Charles Bukowski y su novela La senda del perdedor, lo que me llevó a abandonar la ciencia-ficción y el terror y a leer novelas más adultas. Y estaba convencido de que mi lectura de London era posterior, y por eso he escrito, en el párrafo anterior, que mi primera lectura de alguno de sus libros fue ese volumen de Alianza 100. Ahora sé que estaba equivocado, aunque he decidido dejar tal cual lo escrito más arriba: tras anotar la lectura de El lobo de mar he tratado de encontrar la referencia a John Barleycorn. Las memorias alcohólicas (1913), y, tras pensar que me había olvidado de anotarlo en su día, me he percatado de que lo leí en octubre de 1993, cuando pensaba que sólo leía ciencia-ficción o terror. Me ha resultado raro encontrarlo ahí, en esa etapa de mi vida, porque fue un libro que me impresionó mucho, un libro que aleja definitivamente a Jack London de la literatura juvenil, y que posiblemente prefiguró el camino para encontrarme con Bukowski. (No quiero hablar aquí de John Barleycorn, porque lo he releído tras Martin Eden y será la reseña de la próxima semana).

El deseo de encontrarme por fin con Martin Eden creo que se gestó en un hotel de Boston. Cuando en el verano de 2011 viajé a Estados Unidos, me llevé conmigo la Antología del cuento norteamericano, editada por Richard Ford; y una noche en Boston leí de un tirón el relato El fuego de la hoguera: un gran relato que releí el verano de 2012, al encontrármelo de nuevo en la antología Pioneros, Cuentos norteamericanos del siglo XIX. Cuando en este mismo verano de 2012 viajé a California, y visité la Oakland natal de London, la lectura de Martin Eden fue inevitable. Me regalé por Reyes el libro a mí mismo en la cuidada edición de Alba.

Martin Eden es un joven de veinte años, marinero de profesión, que de forma casual conoce a otro joven de clase social superior a la suya  porque le salva de una pelea. Este último le invitará a cenar en su casa, donde Eden, sintiéndose profundamente torpe, se encontrará con la hermana del joven, Ruth. Ruth es una joven de veintitrés años, muy culta, de la que Martin Eden se enamorará perdidamente. Con la idea secreta de ser digno del amor de Ruth, Eden toma la decisión de conquistar el mundo de la cultura y de las ideas que le ha sido negado por su entorno pobre: es huérfano y empezó a trabajar a los once años. “Allí estaba la vida intelectual, pensó, y allí estaba la belleza... mucho más cálida y maravillosa de lo que él nunca había soñado. Se olvidó de sí mismo y miró a la joven con ojos hambrientos. Allí había algo por lo que vivir, algo que ganar, algo por lo que luchar...” (pág. 19).

Martin Eden, a pesar de su tosquedad, es un joven inteligente y decidido, que ya ha disfrutado de los libros de la biblioteca pública. Allí seguirá acudiendo para intentar mejorar su formación en campos como la literatura, la ciencia o la filosofía.
Gran parte de la trama nos describirá esto: la lucha titánica de un chico inteligente de la calle, un trabajador manual de escasa formación, por conquistar el mundo de la palabra y las ideas. Martin Eden, tras sus primeros acercamientos a la cultura, sucumbe al descabellado sueño de convertirse en un escritor de éxito para ser digno de la refinada Ruth.

Quizás se pueda acusar al estilo de Jack London de poco sutil; los contrastes en los que quiere que el lector se fije están remarcados de forma obvia. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con el siguiente párrafo: “A la mañana siguiente, despertó de sus felices sueños para encontrar una atmósfera de vapores que olían a jabón y a ropa sucia, y en la que vibraba el ruido y el ajetreo de una vida de sacrificio. Al salir del dormitorio, oyó el chapoteo del agua, una exclamación de ira y un bofetón con el que su hermana desahogaba su irritación en uno de sus numerosos hijos. El alarido del niño le atravesó como un cuchillo. Era consciente de que todo, incluso el aire que respiraba, era repulsivo y mezquino. Cuán diferente, pensó, del ambiente de belleza y serenidad que reinaba en la casa donde vivía Ruth. Allí todo era espiritual. En casa de su cuñado todo era material, groseramente material”. Aunque las ideas sobre las que London quiere incidir estén muy claramente remarcadas, la propia fuerza de lo contado y la vehemencia con la que lo expresa acaban superando el escollo de un posible error narrativo y hacen de este uno de los rasgos más representativos de la obra. No hay aquí espacio para la sugerencia: una mano poderosa está depositando palabras verdaderas sobre la página en blanco, y es tanta la fuerza de lo contado que en muchas ocasiones es difícil no estremecerse ante ello (y sobre todo un aprendiz de escritor. Como dije antes, qué pena no haber contado con la compañía de Martin Eden a los veinte años).

El libro tiene un halo profundamente romántico: el amor guía a Eden en el sacrificio, en el camino hacia la lejana cumbre a la que aspira. “Abajo, donde él moraba, se hallaba lo más innoble, y Martin deseaba purificarse de toda la vileza que había manchado sus días, y alcanzar aquel reino sublime donde habitaban las clases altas” (pág. 75).

Pero, lógicamente, Martin Eden no podría ser un gran libro, un clásico de la literatura norteamericana, si sólo nos hablase de un chico de la calle que consigue convertirse en un escritor de éxito espoleado por el amor. La historia nos ofrece un giro más interesante cuando Martin Eden se alza verdaderamente hasta alcanzar el mundo de las ideas y de la belleza, donde creía que habitaban los burgueses, para darse cuenta de su error: “Así pensaba y continuó pensando Martin hasta que cayó en la cuenta de que la diferencia entre aquellos abogados, oficiales, hombres de negocios y cajeros de banco que había conocido y los miembros de la clase obrera radicaba en los alimentos que comían, la ropa que llevaban, los barrios donde residían. Desde luego, en todos ellos faltaba ese algo más que encontraba en sí mismo y en los libros” (pág. 269).

Para un joven con aspiraciones literarias, este libro debería ser como una biblia: “Vencerás a los directores de las publicaciones, aunque te cueste treinta y tres años conseguirlo. No puedes detenerte aquí. Tienes que seguir. Saber que hay que luchar hasta el final” (pág. 149).

Martin Eden se encontrará muy solo en el triunfo, rodeado de admiradores: “Valgo lo mismo que cuando nadie me quería. Y lo que me desconcierta es por qué me quieren ahora. Está claro que no es por mí, pues soy exactamente el mismo que antes repudiaban” (pág. 429).

Me gustaría finalizar esta entrada con el siguiente apunte: resulta sorprendente pensar en la gran influencia que ha tenido la figura de Jack London en la mítica literaria norteamericana. Como el chico humilde de Oakland, el trabajador manual atado a los catorce años a una máquina infernal, el joven delincuente (el pescador pirata de ostras a los quince años), el marinero, el buscador de oro, el autodidacta... marcó una de las líneas más claras de la narrativa de su país: para ser escritor debes primero acumular experiencias, vivir, salir ahí fuera y luego hablar sobre lo vivido. Una estela que han seguido escritores como Ernest Hemingway, Jack Kerouac, Charles Bukowski, Tobias Wolff, o incluso escritores latinoamericanos como Roberto Bolaño. Todos ellos son deudores de la obra de London, que conoció las esclavitudes de la pobreza y la riqueza, que lo vivió todo y que murió a los 40 años, dejando uno de los más bonitos cadáveres de la historia de la literatura.
Da igual que vaya a cumplir dentro de poco treinta y nueve años, el adolescente que hay en mí opina que Martin Eden ha sido una lectura impresionante.