domingo, 25 de abril de 2021

Reseña de mi novela Caminaré entre las ratas en Cuadernos Hispanoamericanos

El escritor y periodista Eduardo Laporte, que ya leyó en su momento mi libro de relatos Koundara, ha leído ahora mi novela Caminaré entre las ratas y ha escrito esto sobre ella para la revista Cuadernos Hispanoamericanos:

 


 

«David Pérez Vega (Madrid, 1974) atesora un puñado de títulos a sus espaldas del que cabría destacar, antes de la obra que nos ocupa, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol, 2016). En ellos sentó las bases, como ha comentado él mismo, del que luego sería su proyecto más ambicioso hasta la fecha: la novela Caminaré entre las ratas (Carpe Noctem, 2020), cuya escritura no dista mucho en el tiempo de los citados relatos.

Por señalar algunas concomitancias, en aquellos relatos, Pérez Vega dio muestras de su capacidad para aunar dos virtudes que poseen los grandes textos: la precisión y el misterio. Porque este autor criado en Móstoles confecciona su literatura mediante una observación aguda de la realidad, a veces microscópica, que podría recordar a los universos de dos autoras sutiles pero también certeras como Elvira Navarro o Eider Rodríguez, autoras ambas del sello Literatura Random House.

En Koundara, nos encontramos con algunos de los temas que se desarrollarán en la novela, así como esa querencia por los barrios poco transitados en la literatura actual, es decir, las ciudades dormitorio, y personajes que resultan atractivos por su condición de víctimas silentes, mansas, en un mundo hostil. Entornos familiares donde se cuece una vívida intimidad, y también ámbitos públicos, claustros de profesores con demasiados puntos de divergencia, que generan un cosmos propio, atravesado siempre por esa mirada penetrante y a la vez empática de David Pérez Vega. Todo ello en las antípodas de la solemnidad.

Unos mimbres de escritor con hechuras, con una prosa sobria, realista, pero no exenta de unas capas de misterio que irán surgiendo progresivamente, envolviendo esos escenarios de una fuerza magnética nueva. Pero, a diferencia del torrente de autores y, sobre todo autoras, que trabajan lo oscuro, lo turbio, con una afición a lo mórbido un tanto gratuita, en la prosa de Pérez Vega se adivina un fondo de bondad, de justicia, de rebeldía ante los abusos del sistema (o los sistemas). Huye así del relato de lo sombrío o enfermizo porque sí, lo cual agradecerá el lector cansado de cierto nihilismo resultón.

No significa esto que Caminaré entre las ratas sea una obra complaciente, un masaje para el lector. La novela de Pérez Vega pone el dedo en la llaga, en la parte sucia del mundo, en la corrupción progresiva de una sociedad –la de los años diez– con un humor desencantado que recuerda a la decepción de aquel estudiante de Medicina llamado Andrés Hurtado que Pío Baroja ideó hace más de un siglo en su novela más redonda, El árbol de la ciencia (1911).

Porque al igual que Hurtado, Domingo Ramírez, que así se llama el protagonista – alter ego del autor –la novela entera es un neto ejercicio de autoficción, con todos los elementos que definen el género–, es un desertor. No un vencido, sino alguien que prefiere no alimentar al monstruo en cuyas fauces ha ido a parar. Aunque, mientras el personaje de Baroja abandona la medicina por una desafección personal, por ser demasiado sensible (un aristócrata, un epicúreo, diría de él su tío Iturrioz) para desempeñar un oficio tan duro, el personaje de Pérez Vega reniega por una cuestión moral de las consultoras, esas KPMG y Price Water House Coopers que exprimen a trabajadores incautos como él, y buscará nuevas soluciones en las que sobrevivir económica pero también anímicamente. Un trabajo que le permita vivir y, con suerte, arañar unas horas al día para leer y escribir. Pero antes, pasará por la consultora William Golding (guiño metaliterario), donde el protagonista conoce personas «que salían de trabajar a las tres o cuatro de la mañana todos los días, fines de semana incluidos, durante meses». Todo ello por un sueldo base de 1.014 euros al mes. Surge entonces una nueva clase social, la de los «pobres y auténticos liberales», que el autor señala con acierto.

Domingo Ramírez escapa de esa espiral de explotación para refugiarse en un trabajo menos considerado socialmente pero que le aleja de la angustia. Como ese Hurtado/Baroja que abandona la medicina y se hace traductor/panadero, el alter ego de Pérez Vega se coloca como teleoperador de una empresa financiera y atiende, sobre todo, a señoras a las que han robado el bolso y la tarjeta de crédito. Un sueldo precario, pero que al menos cuenta con horarios fijos; un trabajo que, como deja caer el protagonista, podría incluso plantearse como opción de futuro si las condiciones fueran un poco mejores. Es uno de los males de la España del primer tramo de siglo: la dificultad de encontrar una ocupación que no genere algún tipo de violencia. Añora Ramírez un empleo que le ocupó durante años, una «Arcadia laboral» que ofrecía nada menos que un buen sueldo, horarios que se cumplían y un trabajo digno que se podía realizar sin especiales padecimientos. Demasiado pedir en la España poscrisis.

Domingo Ramírez, si bien comparte cierta hipersensibilidad con el Hurtado barojiano, representa al español medio, procedente de una ciudad dormitorio (Móstoles), sobre el que cae el peso de un país agrietado. Sus aflicciones son las propias de una sociedad frustrada que irá alimentando monstruos populistas que saben que su electorado les dará sus votos de la catarsis, del descontento. Así, otro de los puntos fuertes del texto tiene que ver con la descripción del caldo de cultivo que desembocará en la fundación de un VOX que, en el momento de la redacción, aún no existía ni en siglas. Pérez Vega se refiere, en cambio, al Puño Patriota de un ficticio Teodoro Rivas, cuyo futuro político pronostica con aguda y misteriosa precisión. «Nos va a pegar una sorpresa en las próximas elecciones europeas. Además, tiene claro el tema de la inmigración y lo de la gente que aquí está chupando del bote», comenta un amigo del protagonista.

Desde su origen mostoleño, lugar elegido por muchos no por sus encantos naturales sino por las posibilidades de promoción personal que significaba vivir al calor de la gran ciudad, Pérez Vega retrata con audacia a una sociedad defraudada que no esperaba tener que ponerse a la cola de las oportunidades. Forman parte de esa derecha cuñada que tiene solución para todo y que en esta novela recibe su dosis de caricatura. Como ese tío Claudio, epítome de la contradicción política al que se define como un «liberal-proteccionista» y «católico-genocida», dando a entender que cierto prototipo del franquistoide avieso y tosco aún goza de predicamento. Tanto él como el primo Jaime se declaran antiabortistas, pero se alegran de que los africanos se ahoguen en el Mediterráneo. Recuerdan a aquel Pepinito, de Alcolea del Campo, al que descalifica Baroja en El árbol de la ciencia: «Era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. Cuando explicaba algo, bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal que a Andrés [Hurtado] le daban ganas de estrangularle».

Dijo Pablo d’Ors en la presentación de su El estupor y la maravilla que el boom latinoamericano no caló tanto en él como en otros autores de su generación porque esa literatura trataba de grandes colectividades, buscaba una novela social, y él prefería la novela del yo contra los elementos, en la tradición centroeuropea que coloca al hombre frente a sí mismo. La obra de Pérez Vega mezcla con equilibrio ambas dimensiones: la autoficcional y la novela de su tiempo, de su entorno, de tipo social; no en balde son cuantiosas las referencias a los escritores admirados por el protagonista, un letraherido cuyas cuitas con el mundo literario podría haber padecido el propio Pérez-Vega, y que forman parte también de ese canto amargo que tiñe muchas de sus páginas.

Haroldo Conti, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Roberto Bolaño, Antonio Di Benedetto o César Aira son algunos de los autores latinoamericanos, vivos y muertos, que aparecen como estrellas fugaces a lo largo del texto para compensar la menos agradable aparición de las ratas convertidas en leitmotiv: escritores que David Pérez Vega ha leído con profusión y comentado en diversos medios, como la Revista Eñe o Librújula, pero también a través de sus redes sociales o de su canal personal en Youtube.

Porque la literatura es el asidero de Domingo Ramírez en una novela que apuesta, en su primera parte, por el vitalismo, por la pulsión más o menos erótica (como el dilema del título barojiano), para llegar a esa cúspide en el capítulo cuarto, el central, que nivelará la balanza por el lado de Tánatos. Una subtrama amorosa describe de manera nítida la leyenda de la rana hervida, es decir, aquella trampa que consistiría en entregar sexo, convenientemente dosificado, como estrategia para afianzar un compromiso sentimental posterior, así como una estabilidad económica por parte de ese batracio al que se coció a fuego lento para que se abotargue y no pueda escapar de la olla. David Pérez Vega, distanciándose ahora de ese Baroja con el que hemos establecido un paralelismo, se adentra con soltura y un grato desparpajo, no exento de self-deprecation, en una subtrama erótico-romántica que, si bien ofrece algún brochazo gordo a lo Houellebecq, se mueve en la habitual delicadeza y sutileza en la disección sentimental. En unas páginas inspiradas, con esa comicidad fría marca de la casa, Pérez Vega ensarta otro desencanto para su colección particular con el relato del viaje a Canarias, donde vive ella, para caer en ese cepo que pueden esconder las redes de ligue, con la consiguiente condena en forma de humillación digital y pública que trastornará al personaje en lo que queda de trama.

Domingo Ramírez relata sus reiterados trompicones vitales sin caer en la autocompasión, logrando enseguida el favor del lector. Si bien la novela, abundante, generosa, es un gran ejercicio de autoficción, el lector no se siente desplazado sino cómplice. La prosa no es pretenciosa, pero sorprende con felices descripciones –«Es un tipo calvo y obeso, con una papada inmensa y bailarina»– que resultan adictivas. Como invita a leer más esa ironía templada, apenas perceptible, que va marcando el fluir narrativo de esta novela mayor.

Un trabajo apenas perceptible el de cuadrar los capítulos, el de pulir aquello que sobra, el de, a pesar de la magnitud del texto, mantener el equilibrio entre lo que se cuenta y lo que no, entre la precisión y el misterio, entre la denuncia social, gremial, económica, política, local y global, pero sin caer en el tono jeremías, de vuelta de todo, en la monserga pesimista de quien da todo por perdido. El protagonista no es un cenizo a pesar de que, como Andrés Hurtado, no encuentre sitio para él. Sin embargo, no hace una enmienda a la totalidad. Intuye que pueden existir intersticios en los que colarse, como ese horizonte en la educación, como profesor de Secundaria, al que aspira como un sendero del medio en el que encontrar cierta paz, sin perder de vista su pasión literaria, su pulsión creativa como antídoto contra un mundo emponzoñado. Quizá no salvará el mundo, pero puede salvarse él sin necesidad de vender su alma, su vida, al diablo. Domingo Ramírez, a diferencia del entorno que lo rodea y lo atosiga, no metamorfoseará en rata. Ese sería otro paralelismo posible con esta obra, el kafkiano, el de un Gregor Samsa que lucha contra esa conversión en bicho repelente. Y en esa resistencia de heroísmo sostenido –decía precisamente Kafka que la paciencia es la mayor virtud– encontramos la luz al final del túnel.»

 

domingo, 18 de abril de 2021

Literatura peruana, un paseo personal

 En mi canal literario, "Bienvenido, Bob", hago un recorrido por todos los libros peruanos que he leído, desde Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique o Julio Ramón Ribeyro, hasta otros más modernos como Sergio Galarza Puente o Gustavo Faverón.

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domingo, 11 de abril de 2021

Ladrilleros, por Selva Almada

 


Ladrilletos, de Selva Almada

Editorial Lumen. 196 páginas. 1ª edición de 2013.

 

Cuando hace unos meses leí Cometierra (2019) de Dolores Reyes, ya dije que Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973) había sido una de sus profesoras de taller, y que me apetecía leer alguno de sus libros. Durante los últimos años me he encontrado con su nombre, cada vez más ponderado en relación a la nueva narrativa argentina. Me pasé por la biblioteca Eugenio Trías, del Retiro en Madrid, y tomé en préstamo Ladrilleros, que es uno de sus libros más conocidos.

 

La acción de Ladrilleros se sitúa en un pueblo del norte de Argentina y nos habla de dos familias, la de los Miranda y la de los Tamai. Miranda padre proviene de una familia de ladrilleros, afincados en el pueblo desde unas cuantas generaciones atrás, y Tamai padre llegó al pueblo como temporero y se acabó asentando en él, tras casarse con Celina, una chica que trabajaba de mesera en el bar que frecuentaba. Celina organizará que Tamai empiece a trabajar de ladrillero, cuando el dueño de una de las ladrillerías de la localidad quiera dejarla y probar suerte laboral en el sur. Miranda y Tamai son vecinos y se odian. Ninguno de los dos tiene muy claro cómo empezaron sus disputas, pero probablemente tengan que ver con algún roce en alguno de los bares del pueblo, donde tuvieron algún lance jugando a las cartas. Miranda y Tamai en realidad son dos hombres bastante parecidos, incapaces de permanecer en su casa muchas horas seguidas, los dos pasan demasiado tiempo en el bar y les cuesta proveer a su hogar. Serán sus mujeres, Estela y Celina, las que saquen adelante sus hogares.

 

En realidad, los protagonistas principales del libro, más que Miranda y Tamai padres, serán dos de sus hijos varones: Pajarito ­­‒hijo de Tamai y Celina‒ y Marciano ‒hijo de Miranda y Estela, una antigua reina de la belleza‒. La novela comienza con Pajarito y Marciano tirados en el suelo de la feria que se ha instalado en el pueblo. Se acaban de pelear a navajazos y los dos se desangran lentamente. La policía o una ambulancia parecen tardar en aparecer. Selva Almada nos narrará los pensamientos de estos dos jóvenes ‒que al comienzo de la narración deben tener unos veinte años‒ a través de capítulos cortos, y también nos irá informando sobre sus respectivas familias y sobre la relación que han tenido en el pasado. Cuando a Pajarito y Marciano les permitieron salir a la calle y juntarse con los otros niños por los descampados del pueblo empezaron siendo amigos inseparables (son prácticamente de la misma edad, unos pocos días separan sus nacimientos), aunque aprenderán pronto que les está prohibido pisar la casa del otro. Sin embargo, un pequeño incidente en el colegio les hará separarse y crear cada uno su propia pandilla de amigos. Los enfrentamientos vendrán más tarde, enfrentamientos que ‒en el tiempo narrativo de la novela, cuando tienen unos veinte años‒ quizás les conduzcan a la muerte.

 

Miranda padre ha muerto de forma violenta cuando Marciano tiene doce años, y Tamai padre abandonará el hogar cuando Pajarito tiene trece. Ninguno de los dos ha sido un buen padre, han sido bebedores, pendencieros, vagos para el trabajo, manirrotos, y los dos han golpeado a sus hijos violentamente. Sin embargo, aunque ha existido un rechazo de los hijos hacia sus padres, tanto Pajarito como Marciano parecen condenados a seguir sus pasos.

 

En gran medida, Almada habla en Ladrilleros del concepto de la «masculinidad tóxica», de esos hombres que se están continuamente retando para probar su hombría, pero que no consiguen sacar adelante a sus familias. También nos habla de las mujeres resignadas a estos hombres, a los que aceptan porque se han criado en entornos machistas y acaban percatándose de que los aman y de que no pueden cambiarlos. Y, sin embargo, serán estas mujeres las que tendrán que cargar con la responsabilidad de saber sacar adelante a sus hijos. Serán ellas las que realmente aporten el dinero que el hogar necesita.

Por supuesto, en este mundo violento la homosexualidad no es una opción socialmente aceptada. Y el desenlace del libro, la pelea final entre Pajarito y Marciano, tiene que ver con este tema de la homosexualidad y la hombría.

Así que el libro de Selva Almada se convierte en un manifiesto contra el machismo y la homofobia. Sin embargo, está bien construido y no es en ningún momento un panfleto.

«Mientras se invitaban copas, se aconsejaban cómo había que tratar a las mujeres para que se estén quietitas y en su sitio.», leemos en la página 39, cuando se describe la vida de Tamai en el bar con sus amigos.

«La primera vez había sido incómoda y dolorosa, lejos de los relatos de Corín Tellado que alimentaban sus fantasías de adolescente. Lo habían hecho en el medio de un baile, en la pista del Húngaro.», así se descrine en la página 21 la primera relación sexual de Celina con Tamai.

 

Como ya he comentado, en las primeras páginas de Ladrilleros nos vamos a encontrar con una pelea a navajazos; por tanto, Almada desde el comienzo conversa con la tradición literaria argentina. Debemos recordar que la figura del cuchillero se encuentra ya en El matadero, el cuento de Esteban Echevarría, publicado en 1871, y que da comienzo a la narrativa argentina.

 

Ladrilleros está construido con capítulos cortos, donde se alterna el presente narrativo (Pajarito y Marciano evocan su vida desde el suelo de la feria tras su pelea) y otros en los que se habla de ellos mismos o sus padres en el pasado. Las frases son escuetas y contundentes, y están salpicadas de ricos argentinismos: «sapucai», «rebenque», «chicotazo», «mencho», etc.

Como mi lectura de Cometierra de Dolores Reyes es reciente, puedo ver en ella la influencia de la narrativa de Almada. Reyes, como Almada, denuncia el desamparo de los más débiles de la sociedad, un desamparo que suele afectar más a mujeres que a hombres. Reyes se servía del género fantástico para realizar sus denuncias, ya que su joven protagonista femenina tenía la capacidad de entrar en contacto con los muertos o personas desaparecidas, y Almada bordea en su novela también el género fantástico, puesto que sus jóvenes protagonistas adolescentes van a conversar, agonizantes en el suelo de la feria, con sus padres, uno muerto y el otro desaparecido.

 

Me ha gustado Ladrilleros, una novela escrita con mucha tensión narrativa y gran sentido del ritmo, y que trasciende a la mera anécdota costumbrista de un pueblo argentino, para hacerse universal y criticar la constitución patriarcal de la sociedad. Me gusta comprobar que gran parte de la mejor literatura argentina actual las están escribiendo las mujeres, poniendo sobre la mesa una problemática, que el siglo pasado, con contadas excepciones ‒como ocurría en Enero de Sara Gallardo‒, era en gran parte ignorada.

domingo, 4 de abril de 2021

Cuántas cosas hemos visto desaparecer, por Miguel Serrano Larraz


 Cuántas cosas hemos visto desaparecer, de Miguel Serrano Larraz

Editorial Candaya. 284 páginas. Publicado en 2020.

 

En enero de 2017 leí Autopsia (Candaya, 2013), la tercera novela de Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), de la que se había hablado bastante unos años antes. Me encantó ese libro, me pareció una de las mejores novelas españolas del siglo XXI, escrita por alguien nacido ‒como yo‒ en la década de 1970. Después había leído de Serrano Larraz los dos libros de cuentos que tenía publicados en Candaya, Órbita y Réplica, gustándome más el segundo, que me pareció un libro más maduro; algo perfectamente lógico, ya que Réplica (2017) se publicó ocho años después que Órbita (2009).

 

El argumento de Autopsia sería algo difícil de resumir; en esta novela un personaje, con más de una característica similar al autor, nos hablaba de su vocación por la lectura y la escritura, mientras recordaba paulatinamente un episodio traumático en el que fue atacado por unos nazis a finales de la década de 1990. Además rememoraba también otro episodio vergonzoso, en el que ‒esta vez‒ él había sido el acosador de una niña en el colegio. También hablaba de las noches zaragozanas que pasó con un músico que fue relativamente popular en los 90. Las capas de la escritura, y las reflexiones vertidas en sus capítulos sobre la vida y los recuerdos, eran muchas y sustanciales.

 

Cuántas cosas hemos visto desaparecer guarda un lógico parentesco con Autopsia. En Autopsia la avalancha de recuerdos que acosaban al protagonista venía provocada por una reunión de antiguos alumnos del colegio de EGB, que se había convocado a través de Facebook, y en Cuántas cosas hemos visto desaparecer las rememoraciones de Sonia, la protagonista principal, se activan cuando, después de bastante tiempo sin tener noticias de ella, empieza a recibir mensajes de voz en WhatsApp de Berta, que en el pasado fue su mejor amiga. Berta va a instar a Sonia a volverse a ver, después de haber dejado de hacerlo por un periodo de cinco años, debido a un episodio que no se acaba de aclarar en la primera parte de la novela y que va generando un misterio en torno a él. Así, en esta nueva novela, será la proximidad de un encuentro con las amistades del pasado lo que active la trama, igual que en la anterior. Muchas de las obsesiones vitales que Serrano Larraz mostraba en Autopsia están también presentes en Cuántas cosas hemos visto desaparecer.

 

Serrano Larraz estudió Ciencias Físicas en la universidad, y al acabar esta carrera empezó a estudiar Filología Hispánica. Aunque parezca irrelevante, este dato del paso del autor por la facultad de Físicas acaba tomando importancia en la novela, porque uno de los temas del libro será el de los viajes en el tiempo. Una idea que de niñas obsesionó a Sonia y a Berta, y que de adultas parece seguir presente en Berta.

 

Autopsia, en gran medida, realizaba un recorrido sentimental por la Zaragoza de las últimas décadas del pasado siglo, desde los barrios nuevos surgidos tras el desarrollismo hasta las calles de los bares de copas noventeros. Y en gran medida, Cuántas cosas hemos visto desaparecer pone su mirada en un espacio, no tratado en Autopsia, pero conviviente con él, un espacio acallado en Autopsia, y que se desliza hasta el primer plano en la nueva novela: el pueblo de procedencia de los padres o abuelos y al que los jóvenes de la generación de Serrano Larraz volvían en verano desde sus centros urbanos de emigración; en este caso, principalmente, desde Zaragoza y Barcelona.

 

El pueblo se llama Ardés. Lo he buscado en internet y no existe un pueblo con este nombre en España. Sonia acude a él durante los veranos desde Zaragoza y Berta desde Barcelona, allí serán amigas de otros jóvenes que viven todo el año en el pueblo, y que en el tiempo narrativo de la novela se comunican principalmente por un grupo de WhatsApp al que se alude en el libro como «el grupo de WhatsApp de los amigos del pueblo». La obsesión de Berta y Sonia por construir una máquina del tiempo cuando sean mayores en este entorno rural es uno de los puntos clave de la novela, que crea una extrañeza muy lograda entre el mundo de los sueños adolescentes y el de la vida adulta.

 

«La vida no tiene trama, solo interpretación.», leemos en la página 156 de la novela, y es una cita que se adecua muy bien al contenido de Cuántas cosas hemos visto desaparecer. El libro no se divide exactamente en capítulos, ya que entre un bloque textual y el siguiente no empezamos una nueva página. Los «capítulos» o «cortes» se suceden unos a otros y el lector sabe que empieza uno nuevo porque sus primeras palabras aparecen en mayúscula. En estos «cortes» se suceden y entremezclan los tiempos narrativos, aunque de forma predominante se avanza desde el pasado (la adolescencia de 1993 en el pueblo), hasta el presente, de tal manera que las dos líneas temporales principales (el presente narrativo y el pasado evocado) acabarán confluyendo hacia el final de la novela.

La vida de Sonia en el presente narrativo, cuando tiene ya cerca de cuarenta años y trabaja como profesora de Lengua en un instituto de Zaragoza, no parece muy alentadora; quizás su vida fue más divertida en el pasado, cuando era la amiga de Berta, y, como queda claro en muchos pasajes del libro, vivía a su sombra. Las dos formaban una pareja de amigas en la que Berta era la más lanzada y la que más personalidad tenía, aunque también puede ocurrir que Berta siempre haya estado un poco loca. Las paradojas temporales que obsesionan a Berta y la constatación que quiere hacer de ellas en la realidad dan a la novela un aire misterioso y melancólico, que hace que la narración se eleve sobre el retrato de costumbres de la juventud que vuelve al pueblo desde las urbes españolas a finales del siglo XX.

 

Como ocurría en Autopsia y en sus cuentos, el lenguaje de Serrano Larraz es envolvente, más inteligente que poético, sin querer decir con esto que no contenga poesía. Las frases se van dando paso, conteniendo reflexiones y pensamientos sobre los personajes densos y ampulosos; en este sentido, Serrano Larraz tiene un aire de escritor centroeuropeo.

Cuántas cosas hemos visto desaparecer ha sido escrita, en gran parte, en la universidad de Iowa, donde Serrano Larraz ha disfrutado de una beca de escritura creativa, con el gran escritor centroamericano Horacio Castellanos Moya como director del proyecto. Sin duda se ha merecido este privilegio, ya que Serrano Larraz es uno de los escritores más destacados dentro de la narrativa española de los nacidos en la década de 1970 y Cuántas cosas hemos desaparecer, aunque me ha sorprendido menos que Autopsia (el listón estaba muy alto) así lo atestigua.

viernes, 2 de abril de 2021

Un poeta nacional, de C. E. Feiling (vídeo reseña)

 UN POETA NACIONAL, de C. E. FEILING


El escritor argentino C. E. Feiling murió en 1997 a la edad de 36 años. En los 90 le dio tiempo a escribir tres novelas: una de aventuras, otra policiaca y otra de terror. Murió cuando estaba empezando una cuarta fantástica.
En cada novela quería usar un género literario, aparentemente menor, para contar sus historias.
Ahora se le está rescatando en Argentina y mi idea es leer sus tres novelas.

En mi canal publico un vídeo con la primera, "Un poeta nacional", la de aventuras, con un trasunto del poeta Leopoldo Lugones de protagonista. Si quieres verlo PINCHA AQUÍ.
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