martes, 30 de marzo de 2010

El calvo del Sonora

Terminé el viernes pasado de corregir las galeradas de mi novela Acantilados de Howth, y mandé la copia a Baile del Sol. Espero que no se pierda por el camino y pueda por fin ver alguno de mis libros en papel antes de que el e-book arrase con todo esto. Finalizada esta operación he retomado el libro de poemas que tenía por acabar. Un mes sin acercarme a él ha hecho que pueda ver lo que llevo con más perspectiva y sea más fácil su corrección.
Como ahora estoy con La grande de Saer, que sobrepasa las 400 páginas, y al menos necesitaré unos cuantos días más para acabarlo y hacer la reseña, me apetece colgar un poema propio (hace tiempo que no lo hago). He elegido el que da título al libro de El calvo del Sonora. Hace dos fines de semana me preguntaron por el significado del título. Realmente es casi una broma entre amigos. Éste fue el primero que escribí para ese poemario y, en cierto modo, marcó su tono narrativo y de poemas extensos.
En la foto se ve el local que hace más de una década fue el Sonora.
Me gusta pensar que el poema está influenciado por Juan Luis Panero.







EL CALVO DEL SONORA
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.
Jorge Teillier
Mecido por el oleaje de la música y la batuta
de una copa en la mano, se acercaba
a las chicas. A su alrededor bailaba, y ellas,
a veces, le seguían brevemente el juego.
Al inclinarse sobre sus oídos los rechazos
no le hacían mella, no cambiaba el compás
ni el semblante, sostenido en el ritmo,
imperturbable a su inmóvil derrota, bailaba.
Siempre iba solo, siempre estaba borracho,
entraba en aquel único pub: el Sonora.

En el andén de Atocha, sólo un día le vi
en otra parte, como yo, esperaba el tren, al fin
sobrio –chándal y bolsa de deporte, escapado
del presidio de cualquier polígono industrial-.
Tras sentarse, su mirada hundida se dispersó
por las paredes de márgenes secos del vagón.
Tal vez, nuestro Tony Manero de los suburbios,
el Calvo del Sonora, soñase ya en ese instante
con su particular fiebre del sábado noche,
embebido de turbios escenarios propicios:
tequilas y cactus, desierto y mariachis.

Pasaba de los treinta y nosotros no alcanzábamos
los veinte. Nos sonreíamos observándole,
espectadores cruentos de sus bailes sin pareja.
Siempre estaba solo, siempre iba borracho.
Había algo patético en él y también, pienso
ahora, algo poderoso como el hierro ardiente
de la vida. Nos sonreíamos divertidos, pero,
quizás –inconfesable, subterráneo- temerosos
ya del paso del tiempo y los destinos posibles.

Fundido, otra figura más, en el mural
de folclore mexicano del Sonora y el rebullir
de aquellos días inciertos (porque yo también
tuve veinte años…) le recuerdo esta noche
como una terca imagen del fracaso, pero,
porque así lo quiere el tiempo y la memoria,
irrumpe en mí además como un icono
de cierta voluntad temeraria –boxeador
sonado que sigue en pie con las costillas
rotas-, ensalzado al fin por todas las ocasiones
en que la vida nos obligó más tarde
a nosotros, que aún podíamos comernos
el mundo, a tener que ser, persistentes
y en vano, iguales al Calvo del Sonora.

martes, 23 de marzo de 2010

Las nubes, por Juan José Saer



Muchnik Editores. 182 páginas. Edición de 2002, primera edición argentina de 1997

La Pesquisa de Juan José Saer fue posiblemente el libro que más que sorprendió de los once que me traje de mi viaje a Argentina durante el último verano. Indagando sobre el autor, leí que Las nubes, la novela que publicó después de aquélla, era en cierto modo una continuación. Esta última frase sólo es parcialmente cierta.


Saer construye sus novelas y relatos tomando como referente físico a su ciudad natal, Santa Fe, que muchas veces aparece nombrada simplemente como “la ciudad”, y en la mayoría de las ocasiones utiliza a personajes entrelazados en diferentes momentos de sus vidas.

En La pesquisa, Pichón Garay regresa a Argentina tras bastantes años de residir en Francia. En su país natal se encuentra con viejos conocidos, como Tomatis, quien le presenta a uno de sus nuevos amigos, Soldi.
En Las nubes, Pichón ha regresado a París y recibe un diskette con unas memorias manuscritas que Soldi ha recibido de una anciana. Hace calor en París y Pichón está solo. Abre el texto en el ordenador y lee. Las nubes es el título del manuscrito. El juego entre los personajes habituales de Saer ha durando apenas 6 páginas. Así que en parte es cierto que Las nubes continúa a La pesquisa, y en parte es falso, ya que el grueso del libro está formado por una novela, escrita en forma de memorias, que transcurre en la Argentina de 1804.

El manuscrito de Las nubes está escrito por el doctor Real, especializado en psiquiatría, nacido en Argentina pero formado en Europa. Aquí de joven conoce al maduro al doctor Weiss, cuyos métodos para el tratamiento de los enfermos mentales admira. El doctor Weiss es una de las creaciones más notables del libro. El doctor Real (su nombre actúa como contraste frente a la realidad teatral de los locos), desde la distancia de los años (Soldi, que interviene haciendo alguna pequeña anotación en el manuscrito, piensa que se escribió en 1835), nos habla de la relación con su mentor, quien al parecer se acercó a él en Europa tras saber que provenía de Argentina, debido a que el doctor Weiss tenía un proyecto para abrir una institución psiquiátrica allí.
El doctor Real nos habla de la fundación de esa institución, llamada Las Tres Acacias, a las afueras de un Buenos Aires convulso por los movimientos independentistas y las guerras civiles (En esto me ha recordado a la recreación de la época que hacía Andrés Rivera en El farmer, excelente libro que también compré en Buenos Aires). La institución permanecerá abierta 14 años, su final también nos será narrado, y este marco temporal le sirve al doctor Real para encuadrar lo que en verdad le ha llevado a escribir unas memorias: el viaje que tuvo que realizar hasta “la ciudad” (Santa Fe) para conducir desde allí a 4 enfermos mentales (que luego serán 5) hasta Las Tres Acacias.

Como en La pesquisa las reflexiones sobre la locura y su repercusión social son constantes.

En Santa Fe la caravana permanece una temporada varada por la crecida de un río hasta que puede ponerse en marcha hacia Buenos Aires. El doctor Real demora su escritura en la descripción de los 5 locos, cuyos problemas se derivan en gran parte de su relación con el lenguaje o la escritura. “Vale la pena hacer notar que los enfermos metales, cuando poseen cierta educación, tienen casi siempre la tendencia irresistible a expresarse por escrito, intentando disciplinar sus divagaciones en el molde de un tratado filosófico o de una composición literaria”, escribe Saer en la página 94, lo que parece un juego irónico sobre su condición de escritor.

Saer se muestra como un admirador de Borges en muchas características de este libro:


1) En el gusto por los personajes gauchescos.
2) En el juego sobre las repeticiones en la percepción en un paisaje tan plano como la pampa. Así se lee en la página 136: “Las cosas que, fuera del avanzar del jinete, pueden ocurrir a menudo por ser propias del lugar, terminan adaptándose a esa ilusión de repetición, y si la primera vez que suceden atraen la mirada y aun la curiosidad del viajero, al cabo de cierto tiempo ya se han vuelto más que familiares y flotan, fantasmáticas, más allá de la experiencia, y, por momentos, incluso más allá del conocer”.
3) Y sobre todo parece desarrollar una idea de Borges que leí en algún lugar de sus Obras completas, Volumen I, cuando afirma que “para el gaucho la pampa es como el mar para los ingleses”. Así Saer en la página 102 de Las nubes dice: “Más de una vez me vi a mí mismo atravesando la llanura como Eneas el mar adverso y desconocido”, o compara a los perros que siguen a la caravana con las gaviotas que siguen a los barcos.

El uso del lenguaje de esta novela me ha parecido uno de los más brillantes con el que me encontrado en los últimos años, con el empleo de frases largas, incisivas e inteligentes, donde multitud de subordinadas van matizando a la idea principal.
Por momentos el estilo me recordaba al de Cervantes o al de Borges (es decir, al mejor estilo de nuestro idioma); he llegado a intuir también que Saer había leído y asimilado como referente a Gesualdo Bufalino, uno de los mejores autores de la segunda mitad del siglo XX, que, como apuntaba hace unos meses Iván Thays en su Moleskine literario, incompresiblemente no ha tenido nunca mucho reconocimiento en España.

Saer, muerto en 2005, me está parecido uno de los mejores escritores en nuestra lengua de, al menos, las dos últimas décadas. Ricardo Piglia escribe: “decir que Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua”.

Cuando uno lleva muchos años leyendo es difícil sentir el mismo deslumbramiento ante los libros que a los 20 años, al leer este libro he sentido en múltiples ocasiones que lo recuperaba. Saer no es un autor muy reconocido en España, creo que en Argentina se le está reivindicado actualmente a nivel académico. Es posible, si esto de la Literatura sigue teniendo sentido en el futuro, que en unas décadas pensemos en él como el nuevo Borges o algo similar.

Ya he empezado a leer su obra póstula e inacabada: La grande.

sábado, 13 de marzo de 2010

El discurso vacío, por Mario Levrero


Editorial Caballo de Troya. 169 páginas. Edición de 2007, primera edición 1996.

Este libro está escrito unas dos décadas después de las novelas que componían La trilogía involuntaria. El editor de Caballo de Troya, Constantino Bertolo, afirmaba en el prólogo de París que El discurso vacío junto con La novela luminosa son lo mejor de la producción de Levrero, que por lo que he leído hasta ahora pasa por, al menos, tres etapas: la kafkiana, surrealista y fantástica de La trilogía involuntaria; la de corte rápido basada en la novela negra norteamericana de Dejen todo en mis manos; y la confesional en forma casi de diario que estaría formada por El discurso vacío y La novela luminosa.

En El discurso vacío un narrador, mucho más identificado esta vez con la figura del autor que en otras obras, nos informa que ha decidido llevar a cabo ejercicios caligráficos con la intención de cambiar su letra. Su pretensión real es modificar su carácter y su personalidad: si su letra actual, analizada caligráficamente, refleja su ansiedad y angustia, ha pensado en invertir el proceso lógico, cambiará su letra para conseguir que aflore en él una nueva personalidad.

El narrador comienza a escribir a mano. Se percata de que ante un papel en blanco sus ansias de crear un texto literario le hacen no prestar atención a la letra, así que para que su experimento terapéutico tenga éxito debe intentar no hablar de nada trascendente, recrearse en las explicaciones sobre el trazo de la letra o banalidades, es decir crear un discurso vacío. Evidentemente no va a poder ceñirse a este propósito y los pensamientos que escribe en sus ejercicios caligráficos constituyen la novela; un texto casi confesional, que se va estructurando en torno a fechas, igual que en un diario.

El narrador (Levrero) nos habla de su día a día, de sus intentos caligráficos, de sus juegos con la computadora, que le hace pensar que ha llegado a sustituir a su Inconsciente como campo de investigación (página 32), también afirma: “En mi inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esta investigación es la literatura que he escrito”, dándonos las claves de La trilogía involuntaria.
En la página 37 el narrador afirma que su esfuerzo grafológico está enfocado a convertirle en el artífice de su destino, una idea preponderante en el desarrollo de su narrativa.

Página 39: “Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes. Ese es el punto. Esa es la clave. Recuperar el contacto con el ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía”.

El discurso suele verse interrumpido por las relaciones con sus familiares: su mujer, Alicia, y el hijo de ésta, Juan Ignacio. Bastantes reflexiones sobre las interrupciones se hacen en el libro. El narrador intenta desentrañar sus relaciones familiares y la conclusión parece algo desalentadora: no quiere vivir sólo, pero sí rodeado de gente que respete su soledad. Quizás un enunciado de la distancia del escritor frente a los demás, de su aislamiento y también de su necesidad de los otros.
Las reflexiones sobre la familia se desvían al analizar las relaciones que se establecen entre los otros habitantes de la casa: un perro y un gato. En la descripción de sus hábitos y comportamientos el narrador irá encontrando claves sobre su propio comportamiento y situación dentro del núcleo familiar.

La angustia vital kafkiana también está aquí: las interrupciones, la carencia de espacio propio, el ruido amenazador, la inestabilidad económica, la esencia del artista: “Tengo ganas de escribir algo literario, no rentable”, se afirma en la página 71. “Aprendí a separarme del cuerpo y vivir en la mente”, página 75.

Como ocurría en los otros cuatro libros leídos de Levrero hasta ahora, el mundo de los sueños empieza a cobrar importancia, sobre todo en forma de sueños eróticos.

Tal vez nos encontramos ante la clave última del texto en la página 121, cuando el narrador nos dice: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar)”.

El libro me ha resultado interesante, y me hace sentir deseos de acercarme a La novela luminosa, que me parece que ha de ser un libro parecido a El discurso vacío, pero a mayor escala en su análisis del paso del tiempo y de mayor ambición.
Creo que el interés del libro es mayor una vez leídos otros libros de Levrero, y El discuros vacío debe ser tomado en este caso como unos apuntes sobre las claves del autor, sobre la intimidad cotidiana de alguien que veinte años atrás tuvo la fuerza necesaria para escribir un libro como El lugar.

sábado, 6 de marzo de 2010

El lugar, por Mario Levrero


Editorial Debolsillo (Mondadori). 159 páginas. Edición de 2008, primera edición 1984 (escrito en 1969).

Este es el cuarto libro seguido que leo de Levrero. Los tres anteriores me han parecido interesantes, curiosos, pero ninguno de ellos me permitía afirmar que este autor uruguayo fuese, al lado de los grandes, una reivindicación en firme de las letras hispanoamericanas. Hasta ahora me caía bien, me gustaba su historia personal (fue fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista, creador de crucigramas… Vio muchos de sus libros publicados bastante más tarde de lo que fueron escritos; en El lugar, sin ir más lejos, esa diferencia es de 15 años), me gustaba incluso su nombre, e imaginarlo en Montevideo, Colonia del Sacramento, Buenos Aires o Rosario indagando dentro de sí mismo para crear su propio mundo de referencias literarias.
El lugar me permite dar un paso más allá en mi apreciación de este autor: este libro no tiene un tono menor, no imita desaforadamente a un modelo, sino que con personalidad y voz propia amplia las fronteras de los referentes con los que trabaja. El lugar sí me ha parecido una pequeña obra maestra. Un libro que debería ocupar en el canon de la literatura en español un espacio similar al de, por ejemplo, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, libro que me ha recordado a El lugar en más de un aspecto.

El lugar aún conserva la estructura en capítulos numerados de La ciudad, y el texto dividido en tres partes. Estas separaciones habrán desaparecido ya en París.

En El lugar el eterno narrador en primera personal y sin nombre de Levrero se despierta sin saber dónde está, sin percibir ningún atisbo de luz. Se incorpora, abre una puerta, pasa a un cuarto similar al anterior, no puede volver al que ha dejado atrás. No sabe cómo ha llegado allí, se recuerda en una calle esperando un ómnibus que le llevará a una cita con una mujer, Ana.
Se hace la luz y el narrador puede ver la composición de los cuartos, sus mesas, mecedoras… sigue abriendo las puertas de un inacabable pasillo. Se encuentra con personas de estatura inferior a la normal que habitan esos cuartos, que le mirarán con temor. No podrá comunicarse con ellas, hablan en un idioma que no comprende. Sigue avanzando. Duerme en algún cuarto desabitado, encuentra comida al despertar sobre la mesa, se encuentra con una mujer…
La influencia de Kafka sigue presente, pero también el gusto por las paradojas de Lewis Carroll o de Borges. La narración, a diferencia de París, es más sorprendente que angustiosa.
En la página 40 creo encontrar la clave de la narrativa de Levrero, o al menos de la Trilogía involuntaria: “me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario”.

El narrador (atravesando un túnel, como Alicia en el país de las maravillas) llega a un lugar en el que se encuentra con otros como él, personas del mundo habitual que han desembocado allí a través de aventuras diferentes a la suya, pero igual de extraordinarias. Un mundo social parecido al del mundo corriente parece desarrollarse.
Cada uno tiene su teoría sobre lo que les ha ocurrido: “Me llama la atención la diversidad de formas de llegar aquí, y que esas formas parecieran corresponder a la personalidad de cada uno” (página 102) o “A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar” (página 115). En estas reflexiones sobre la naturaleza de la realidad he creído percibir la influencia de otro autor al que Levrero admiraba: el Philips K. Dick de obras como Ubik o Un ojo en el cielo, con esas realidades que se creaban a partir de las particulares neurosis de la mente de los protagonistas.

El narrador seguirá su camino y conseguirá alcanzar un lugar muy parecido al que siempre había soñado en su vida anterior. Pero siente el logro como algo impostado, irreal. Se intentará distraer de sus pensamientos corrigiendo unas notas, que empezó a escribir en los cuartos, sobre todo lo que le ha ocurrido, y esta corrección constituye la novela. También se reflexiona aquí sobre el extrañamiento del escritor frente al mundo (“El extraño soy yo”, página 158), pero esta reflexión es más general: ¿por qué el mundo que conocemos, por qué bajo estos parámetros? ¿No es tan absurdo este mundo como cualquier otro que imaginemos?

Ahora empezaré El discurso vacío.

miércoles, 3 de marzo de 2010

París, por Mario Levrero



Editorial Debolsillo (Mondadori). 154 páginas. Edición de 2008, primera edición 1980.

París constituye la segunda novela de la producción de Levrero llamada la Trilogía involuntaria. Ya he empezado a leer la tercera, El lugar, y me estoy dando cuenta de que el orden de lectura no debería ser el que Debolsillo indica para esta edición. Han elegido el orden según la primera publicación, que es La ciudad 1970, París 1980 y El lugar 1984; el orden en que las escribió Levrero fue: La ciudad 1966, El lugar 1969 y París 1970.

Y sin haber acabado El lugar, ya noto éste más conectado con La ciudad que París.

Si en el prólogo de La ciudad leíamos que Levreo consideraba que su estilo no es fantástico, esa idea se podía sostener en el primer libro, donde no se rompía la lógica física de lo contado -los protagonistas hacían cosas extrañas, pero no irreales-; no ocurre lo mismo aquí, en París el narrador (tal vez el mismo que el de El lugar, tal vez el mismo Levrero) nos informa de que llega a la ciudad de París después de un viaje de 300 siglos, y según sale de la estación de tren (La ciudad finaliza con el narrador entrando en Montevideo en tren), toma un taxi conducido por un cadáver con telarañas.
“Actualmente ni siquiera sé si realmente soy”, se nos dice en la página 32.

El taxi deja al protagonista (de nuevo una primera persona innominada) en un lugar llamado el Asilo, custodiado por gendarmes que no permiten salir a nadie, y donde un cura distribuye las habitaciones y se encarga del tráfico de prostitutas que entran y salen.

“Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando” (página 42), escribe el narrador como si estuviese leyendo una novela de Philip K. Dick, uno de los autores de referencia de Levrero.
En este libro el estilo se vuelve más personal y maduro, y la influencia de Kafka sigue estando presente, pero no de un modo tan definitivo como en La ciudad.

En la página 59 al protagonista le brotan alas en la espalda y puede evadirse volando de la azotea del Asilo. Para Levrero esto sigue siendo realismo, un realismo que descubre al indagar en sí mismo e intentar descifrar sus huecos oscuros. Sin embargo, con una fuerza inevitable, a la mañana regresará al Asilo.

Los sueños cobran más fuerza que en La ciudad, pudiendo el protagonista vivir dos realidades a la vez; confundiéndose para el lector dos planos de dos mundo planteados diferentes.
En París sigue estando Kafka, pero también está Philip K. Dick, y también William Burroughs (otro de los referentes de Levrero). Muchas de las escenas me han recordado a la prosa densa y opresiva de El almuerzo desnudo.

El París de este libro es un espacio onírico y desubicado como la ciudad del volumen anterior, aunque según avanza la trama conocemos algunas referencias temporales, se cita a la Resistencia y a la entrada de las tropas de Hitler en París. Lo que no deja de parecer una broma de película de serie B.

Levrero da rienda suelta a sus angustias, sus fobias existenciales, su sensación de inutilidad de todo, describiendo este mundo amenazante, incomprensible, a veces de carácter onírico-freudiano: vuelven las esquivas y bellas mujeres, rodeadas de perros agresivos, acompañadas esta vez de ángeles…

Las imágenes que crea Levrero son poderosas; aunque me costaba encontrarse el humor, a ratos conseguía angustiarme bastante.
Este libro me parece una interesante curiosidad. Sé que disfruto más con el realismo, con la creación de tramas y personajes, pero, de vez en cuando me sientan bien estos aires distintos, raros, perturbadores.





martes, 2 de marzo de 2010

La ciudad, por Mario Levrero



Editorial Debolsillo (Mondadori). 160 páginas. Edición de 2008, primera edición: 1970.

La ciudad es el primer libro que publicó Levrero. Apareció en Uruguay en 1970, aunque según se puede leer en el prólogo a esta edición -a cargo de Ignacio Echevarría- fue escrito en 1966, cuando el autor contaba con unos 26 años. Junto con París y El lugar, componen la llamada Trilogía involuntaria.

Para el Levrero aprendiz de escritor, el encuentro con Kafka resultó fundamental: “Fue leer América, y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad”, cita de él Echevarría en el prólogo.

La influencia de Kafka en esta primera obra de Levrero es abrumadora. En ella un individuo que narra en primera persona, y de quien nunca se nos dice el nombre, llega a la que va a ser su casa y la encuentra vacía, húmeda… Decide ir a buscar un almacén donde conseguir kerosene y alimentos. Sale de esta casa en el primer capítulo con un sentimiento de desánimo y angustia. Y todo lo que ocurre a partir de aquí, esa búsqueda de un almacén y el cada vez más postergado regreso a la casa, constituye la novela.

El protagonista será recogido por un camionero acompañado de una mujer. El comportamiento de ambos le desconcertará…, un comportamiento muy similar al que se encuentra el agrimentor K. al llegar al pueblo e intentar alcanzar el castillo, o al de los protagonistas de América. Un comportamiento que nos despierta a la angustia o a la sonrisa frente a la sinrazón.

El camionero abandona en el camino a la mujer y al narrador, que llegarán a un lugar constituido por unas cuantas casas en torno a una gasolinera, con unos pocos comercios, y que las personas que viven o trabajan allí llaman (sin ironía, se nos informa) “La ciudad”.

Las situaciones absurdas se irán repitiendo, pero lejos de tener una lectura religiosa, como las obras de Kafka, los capítulos de La ciudad reflejan una angustia existencial ante la vida cotidiana más cercana a las obras de Camus o Sartre.

La ciudad es también el primer libro que se publicó de Levrero en España, dentro de una colección de ciencia-ficción y fantasía. Lo que realmente no parece muy adecuando, sería como incluir América de Kafka (O El desaparecido, según la última traducción que leí yo) en esta colección. Levrero se considera a sí mismo un escritor “realista”, alguien que indaga para escribir dentro de sí.
Los sueños tienen gran importancia en el avance de la novela, que a veces toca el vodevil tragicómico, con escenas que parecen sacadas de una pintura negra de Goya.

"Se me hizo claro que todo aquello era un juego, al que estaba jugando sin conocer las reglas" (página 141)


El narrador ha perdido sus gafas de miope, e intuíamos que todo ha de verlo a través de una visión desenfocada, al igual que nosotros como lectores.

En la ciudad, el narrador se va encontrando con una serie de normas extrañas impuestas por un ente llamado La Compañía. Las reflexiones sobre el absurdo o el hecho de que todo es un juego se repiten. También, como ya estoy viendo que es característico en Levrero, aparecen raras mujeres esquivas, y en su persecución el narrador empleará gran parte de sus fuerzas (como Joseph K al principio de El proceso, persiguiendo a su vecina alrededor de una mesa. Pero en Levrero esta persecución sexual será más explícita).
El protagonista podrá tomar un tren que le acerque a Montevideo. Lo que resulta extraño en una novela tan desubicada en el tiempo y el espacio como ésta.

Un primer intento literario curioso, que se lee con interés; aunque quizás sea una novela demasiado deudora de su modelo kafkiano (no eligió Levrero un mal maestro, en todo caso).