martes, 22 de junio de 2010

Como la lluvia, por José Emilio Pacheco



Editorial Visor. 202 páginas. Primera edición de 2009.

Como ya escribí aquí, durante la Noche de los Libros estuve primeramente en el Círculo de Bellas Artes escuchando a José Emilio Pacheco. Un poco antes había comprado en la librería Antonio Machado el libro Como la lluvia, el último de los suyos. Lo había hojeado algún otro día y me había parecido interesante lo leído. Así que al final de la entrevista me acerqué al estrado y, entre grupos de escolares, le pedí que me lo dedicara, aunque le tuve que confesar que aún no había leído nada de él. “A David, este final que es un comienzo. José Emilio. Madrid. 2010”, me escribió con un rotulador que marcó la página anterior.

Este poemario ha sido el libro elegido para llevar al viaje de fin de estudios con mis alumnos a Mallorca. El año pasado también llevé poemario. No sé cuánto tiempo seguido voy a poder leer ni el déficit de sueño con el que voy a cargar, lo que acaba por ser un problema ante una lectura ardua.
Pude leer en Mallorca más de la mitad del libro. Por las tardes, mientras los alumnos tenían unas horas de tiempo libre me bajaba a la terraza del hotel, pedía un café y lo tomaba frente al mar, o más bien encima del mar, porque lo de la ley de costas no debía de existir ni por asomo cuando se construyó el hotel. Y esta irregularidad paisajística me reportó algunos momentos de lectura magníficos, con cansancio en el cuerpo, reconfortado a medias por los cafés y a medias por la belleza de las vistas y la hondura de los poemas de Pacheco.

Como la lluvia es un poemario extenso, escrito entre 2001 y 2008. A veces el lector tiene la impresión de encontrarse antes varios poemarios seguidos, resultando el conjunto armonioso y coherente. He oído a algún otro poeta criticar la obra de Pacheco encontrándola falta de verdadero trabajo literario con el lenguaje. Pero a mí me gusta la poesía que tiende a ser narrativa y de base anecdótica y he conectado plenamente con los planteamientos del poemario.

La edición de Visor en su colección Palabra de Honor es impecable, con tapa dura, guardas, páginas satinadas y gruesas, tinta a dos colores… Me llama la atención que mientras los periódicos no dejan de analizar y bombardearnos con la llegada del libro digital cada vez surgen más editoriales que eligen cuidar el libro como objeto (espero que este no sea el canto de cisne del libro).

Un pequeño detalle me ha desconcertado, sobre todo al principio, entorpeciéndome la lectura: Pacheco optan por el verso libre y sin rima, en la mayoría de las ocasiones, pero comienza cada verso con mayúscula. En la entrevista en el Círculo de Bellas Artes dijo que lo había decidido así para resaltar la importancia que da a la idea de Verso. A veces yo tenía que pasar la vista por el verso anterior para ver si había allí un punto.

El libro se divide en cinco parte y desde distintas perspectivas el autor nos muestra su visión negativa del mundo, el dolor ante el absurdo, el paso del tiempo, lo efímero de los esfuerzos humanos, la cercanía de la muerte…

La primera parte, Los personajes del drama, se abre con un poema narrativo de 7 páginas, sobre la juventud y su pérdida, que leí en el avión de ida y me pareció magnífico. En esta parte predominan los poemas largos, narrativos, con personajes fracasados, locos, marginales... Ya en la página 30 leemos: “La más amarga es nuestra condena”. El poema Pecado original, sobre la infancia del autor y la represión religiosa, me ha parecido soberbio.

En la segunda parte, Como si nada, los poemas se hacen más cortos y conceptuales. Leemos en la página 61: “El terrible milagro de estar vivos” y en la 78: “La verdad es dolorosa y no la acepto”. Los poemas cada vez se hacen más cortos e intensos en el conjunto denominado Astillas.

En la tercera parte, El mar no tiene dioses ciclos y secuencias, los poemas vuelven a ser más extensos y narrativos; pero, a diferencia de los de la primera parte, ahora el protagonista suele ser el propio autor, quien sigue con sus pulsiones negativas: “La vida que es dolor y destierro siempre” (página 105). Sin embargo, destacaría en esta parte cierto juego irónico ante la extrañeza del mundo, que me ha recordado a la poesía de la polaca Wistawa Szymborska. Esto lo he notado sobre todo en los poemas titulados Nuevo viaje en derredor de mi cuarto.
El tema de la vejez y la muerte sigue estando vigente: “El áspero tesoro / De la vejez / Al fin conquistado” (página 134).
Me ha gustado el juego final de esta sección con la invención de la figura del Poeta Loco Alonso Cañedo, en esta mascarada de poetas inventados hace Pacheco compadecer incluso a Roberto Bolaño.

La cuarta parte, Celebraciones y homenajes, ha sido con la que menos he disfrutado. Aquí Pacheco se dedica a realizar homenajes a otros artistas, a veces imitando su forma de escribir, y usa rimas y versos contados para escribir emulando, por ejemplo, a Lope de Vega. Sí me ha gustado, sin embargo, el largo poema final, homenaje al pintor Juan Soriano.

La quinta parte, Los días que no se nombran, me ha parecido a medio camino entre los poemas narrativos y personales de la tercera parte, y los cortos y conceptuales de la segunda. Quizás sea lo mejor del libro. “La muerte acecha siempre, / El deterioro / Reina todos los días” (página 191). El poema Literatura y realidad me ha parecido estupendo, y quizás he detectado la huella de Borges en el titulado Aquel otro.

Un gran poemario, un gran compañero de viaje, sobre el café, sobre el mar, sobre el cansancio, sobre la vida...

Me quedé con ganas de recitar a alguno de mis alumnos de 16 ó 17 años -que creen que la poesía es eso que no se entiende y no tiene nada que ver con sus vidas- el poema de la página 82, cuando pasaban por delante y saludaban al profe raro de economía que estaba leyendo poemas frente al mar:


LA MAYORÍA DE EDAD

La mayoría de edad
No se alcanza por fecha de nacimiento
Ni consta en los archivos oficiales.

Nos graduamos de adultos nada más
Cuando alguien nos deja.

En plena juventud llega de pronto
El sabor de la muerte.

sábado, 12 de junio de 2010

Placas azules, de El calvo del Sonora

Además de la alegría que ha supuesto durante las últimas semanas ver editado mi primer libro (tras escribir unos 15), el lunes pasado me llevé una grata sorpresa más en la Feria del Libro al ir a visitar a mi otro editor, Pepo Paz, de Bartleby Ediciones. Comenté con él cómo iba la feria, compré algunas de esas traducciones de poesía norteamericana que tanto me gustan de su editorial, y él me preguntó si había visto la revista Qué leer de este mes. Le dije que no, pensando que habrían hecho algún reportaje sobre la editorial y yo no me había enterado. Y me dijo que hablaban de mí en ella. Lo que no me cuadraba. Mi libro llevaba apenas unos días en la calle, y la revista tenía que haberse impreso antes, y no creo que nadie vaya a reseñar además mi novela en esa revista. Hablaban de mi blog, aclaró.

Esa misma tarde compré la revista, sentía curiosidad. Y allí estaban, en la página 16, en una sección titulada Mundo red dos frases dedicadas a este blog, en papel satinado.
Describo: En el margen derecho de la página, una foto en miniatura de un pantallazo al blog (aprecio que en la entrada de Martín Kohan), y éste es el texto: “Sin cines, libros. Novelista y poeta, David Pérez Vega es también bloguero y, en desdelaciudadsincines.blogspot.com, nos da crítica cuenta de sus lecturas. El lema de la bitácora, por cierto, se debe a su pasado como vecino de Móstoles, urbe poco cinematográfica.”
Me hizo gracia eso de novelista y poeta asociado a mi nombre, me reí. No sé si esto cambiará en el futuro, pero me reí porque me cuesta creer que alguien me tome en serio, cuando yo aún me siento básicamente un lector con pretensiones o amagos de escritor.
Bueno, querías haceros partícipes de esta pequeña alegría a vosotros que leéis las reseñas y comentáis libros conmigo. (Por cierto, aún debo algunas lecturas que me recomendaron los habituales.)

Durante la próxima semana lo más seguro es que no abra el blog ni el correo electrónico. Me voy a Mallorca de viaje de fin de curso con mis alumnos. Esperemos que no llueva y la estancia en la isla sea tan agradable como la del año pasado.

Dejo para esta semana un poema de El calvo del Sonora. Después de tener en mis manos Acantilados de Howth creo que me he sacado la espina de la que hablan estos versos (Éste es el contrapunto en el libro al poema titulado El calvo del Sonora, que ya colgué en el blog).


PLACAS AZULES

En pleno Oxford Street, supe
por qué era la academia más barata
cuando vi al profesor polaco de nivel intermedio.
Subí de piso y grado por solventar
el equívoco y me quedé cuatro semanas
en las clases del profesor anglo-hindú
que tuvo problemas para pronunciar
el nombre de Byron y cada día
llegaba tarde mientras sus alumnos
rellenaban silenciosas fotocopias

exhaustos en el calor de aquel cuarto,
un calor pegajoso y tropical tras el metro
enmoquetado de ingleses torsos desnudos.
Más tarde, desde el tráfico de Oxford Street,
con optimismo ascendía el canto babilónico
y el choque ritual de los platillos
de los Hare Krishna.

A las doce se abría en mí la mañana,
buscaba sitio en un parque o una plaza
para comer: sándwiches del Tesco, yogures
o fruta. Un mes en Londres a base
de esta dieta, dormía en el salón
de casa de unas amigas, en el suelo
de Canning Town, entre koreanos sonrientes
y ordenadores que nunca
se apagaban.

Tras agotar los itinerarios turísticos
socavé de Internet una lista de placas
azules con nombres de escritores;
con la cuadrícula de un callejero
buscaba sus paredes por el lujoso centro
u olvidados rincones,

necesité de un alegre japonés
para la casa que habitó Wilkie Collins,
frente a J. M. Barrie apretó Peter Pan
el gatillo de la cámara y el tiempo detenido,
un educado obrero me cuadró cercano
a Jane Austen, el casero del hostal
en que se había convertido el cuarto
de Cavafis bastó para retratar su encuentro
con mis ojos cansados del crepúsculo,
George Orwell, Mark Twain, Oscar Wilde…
no aparezco, sin embargo, junto
a la placa lejana de Ford Madox Ford,
en su solitaria colina…

Saboreando las aceras que visité de niño
de la cristalina mano de El Hombre Invisible,
encontraba siempre a Holmes y a Watson
a punto de abandonar un taxi
entre la neblinosa frontera del Whitechapel
de Jack y Baker Street, cuando quería descansar
me detenía ante escaparates donde Dorian
Gray admiró su rostro.
Doblaba
las paredes de ladrillo, las plazas
recónditas, con el callejero en la mano
perseguía a las placas azules
y tras su reverso una idea difusa
de mis mitos o de mí mismo,
acorazado aún de sueños y la mente
volátil.

Dos años después, aún creo
que emana una peculiar fuerza de esos días,
una voluntad temeraria de boxeador sonado,
sobre todo teniendo en cuenta que yo
seguía siendo un escritor sin ninguna
palabra publicada y que ya había traspasado
la neblinosa frontera
de los treinta.



(Imagen del año pasado en el viaje de Mallorca, junio 2009)

jueves, 10 de junio de 2010

Bajo el influjo del cometa, por Jon Bilbao


Editorial Salto de Página. 249 páginas. Primera edición de 2010.

De Jon Bilbao leí en 2009 su anterior libro de cuentos, Como una historia de terror. En mi búsqueda de nuevas editoriales, me había fijado en las cuidadas ediciones de Salto de Página, y tras leer las buenas críticas que había recibido este libro, avalado además por el premio Ojo Crítico de 2008, lo compré con altas expectativas. Estas no se vieron defraudadas, incluso me llamó la atención que un libro que me pareció de una calidad tan alta no estuviese editado por Anagrama o Tusquets; lo que acabó por abrirme a nuevos horizontes: existe vida más allá de Anagrama y Tusquets; editoriales pequeñas, aguerridas y con ánimo de permanencia en el difícil mercado editorial (esperemos que la crisis no se las lleve por delante, ya he visto que Salto de Página ha disminuido los títulos que saca por mes).

Como ya he contado aquí, el día del libro (23 de abril) estuve en el centro asturiano de Madrid, y pude comprar este nuevo libro de cuentos de Jon Bilbao e intercambiar dos frases con el autor mientras me lo dedicaba.

Aunque el listón era alto, Bajo el influjo del cometa no me ha defraudado. Los cuentos siguen siendo muy buenos y las técnicas narrativas empleadas son acordes al anterior libro, sin mostrar una clara evolución (no necesaria, por otra parte); o quizás, pensándolo otra vez, sí represente el último cuento un posible nuevo camino.

Bajo el influjo del cometa está formado por 8 cuentos, de los que uno (como ocurría en Como una historia de terror) podría ser casi una novela corta con sus 50 páginas, el titulado Soy dueño de este perro.

Bilbao es un gran escritor español de cuentos norteamericanos. El territorio de su escritura (ciudades con playa del norte, islas… que uno puede identificar como españolas, aunque no se diga ningún nombre) nos remite a las páginas de Raymond Carver, John Cheever, Alice Munro, Tobias Wolff, James Salter
Considero que el recurso técnico clave en estos cuentos es el de la connotación, de objetos o la mayoría de las veces de animales. Podríamos hacer un recorrido por los cuentos buscando la figura connotada: una biblia, un zorro, una ballena, un perro, una polilla, de nuevo un perro, un niño desaparecido y una obra artística… de ellos el lector debe deducir un mensaje oculto, ominoso… que va recubriendo el relato con distintas capas de intensidad y significados. En la página 55, Bilbao le hace afirmar a un personaje: “Soy una persona que concede importancia a las señales”.

También se hace patente el gran trabajo del autor con los detalles que dan vitalidad y credibilidad a lo narrado; así como su estudio de vocabulario técnico vinculado a determinadas profesiones o regiones cercanas a los personajes (el lector se encontrará con expresiones y palabras como “masilla epoxídica”, “tolva”, “rorcual”…).

La mayoría de los cuentos son de corte realista, y si, en la entrada en la que yo hablaba de James Salter, afirmé que los narradores norteamericanos no necesitaban valerse de grandes temas biempensantes para dar hondura a sus personajes, con Bilbao parece ocurrir lo mismo, y así, por ejemplo, titula un cuento de este despojado modo: Un padre, un hijo; quizás el más destacado del conjunto desde mi punto de vista, un cuento digno de cualquier antología de relato español, hispanoamericano (o norteamericano, lo que pretende ser un elogio).
Pero también a Bilbao le gusta coquetear con el género de terror o fantástico, e, igual que hacía en Como una historia de terror, las explicaciones de las narraciones se pueden deber a alteraciones psíquicas de los personajes -y ser entonces los cuentos enteramente realistas-, o la irrupción de lo fantástico en la narración. Estoy pensando en el titulado Soy el dueño de este perro, que tiene reminiscencias góticas, incluso.

En el último -otro de los que más destacados-, el que da título al conjunto, Bilbao opta directamente por lo neofantástico y nos habla de un suceso acaecido en un ficticio 1997, cuando amplias zonas del planeta se quedaron sin corriente eléctrica o agua al paso del cometa Hale-Bop, franjas nocturnas de oscuridad que parecían trazadas con una regla. Este cuento nos hablará de los comportamientos alterados de los personajes ante estas condiciones en una narración que me ha recordado, aunque con menor intensidad dramática, a la planteada por Comac McCarthy en La carretra (y estoy hablando de oídas y voy a usar una frase rara en mí: sólo vi la película y aún no he leído el libro).

Bajo el influjo del cometa es un gran libro. Es una pena que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, aquí el género del relato breve no sea lo suficientemente apreciado y los lectores potenciales que podría tener esta obra se queden detenidos bajo el influjo de la novela.

martes, 8 de junio de 2010

Mi experiencia como autor en la Feria del Libro de Madrid 2010


El miércoles 2 de junio me paso sobre las 7,30 de la tarde por el Retiro, por la caseta 262 -Baile del Sol y La escalera- para ver si el libro que tengo que firmar al día siguiente existe ya o no (creo que éste es el típico dilema de autor que Arturo Pérez-Reverte no debe de tener), y mi editor, Tito Expósito, me dice que deje de preocuparme que el libro ya se acabó de imprimir esa mañana y que tiene una caja con 30 unidades preparada para traerla a la feria al día siguiente.
Pienso que, después de todas las personas que he tratado de movilizar, quizás 30 ejemplares sean pocos. Se lo digo a Tito. Hace una llamada para averiguar que el impresor no va a abrir más ya el almacén (creo que estaba en Getafe), tuvo que trabajar el fin de semana anterior y no quiere tener que hacerlo de nuevo en festivo –el jueves-. Hace otra llamada y consigue otra caja con 30 ejemplares de la distribuidora. Él piensa que no se van a vender 60 ejemplares ni de coña. Yo no estoy seguro. Aquí tengo que enfrentarme a dos corrientes de pensamiento: si vienen todas las personas que pueden venir, quizás 60 sean pocos y no me gustaría que alguien se tomara la molestia de acercarse a la feria y que se quede sin el libro; por otro lado, puedo equivocarme y fallar en mi previsión y entonces quedar delante de Tito y su compañero de caseta, Daniel, el editor de La escalera, como un fantoche. Esos serán los ejemplares que estarán al día siguiente en la feria: 60.

Antes de irme a casa (ahora vivo muy cerca del Retiro) paseo por la feria, y recaigo en la caseta de literatura argentina. Me aborda uno de los vendedores. Empezamos a hablar de Juan José Saer, de Kohan, de Levrero, de Felisberto Hernández (uruguayos asimilados)…, me saca libros de literatura argentina actual. En algún momento siento que ya no estoy en una caseta de la feria del libro de Madrid, y creo que estoy en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, o en Puerto Madero (donde según un taxista todos los billetes que llevaba en la cartera, durante el pasado verano, eran falsos); durante un momento no sé si estamos hablando de libros, o estoy dentro de la película Nueve reinas. El librero me habla maravillas de un tal Néstor Sánchez, que no me suena de nada. Me dice que de literatura argentina deje todo y me ponga con Néstor Sánchez. Me convence de que esas estampillas son las Nueve reinas, me compro uno de sus libros. Cuando a la mañana siguiente lea en internet sobre él, no podré dar crédito a la figura de Néstor Sánchez, parece la caricatuta excesiva de un escritor inventado por Roberto Bolaño (ya hablaré de él cuando lea el libro).

El jueves por la mañana me acerco otra vez por la caseta 262 y puedo tener mi libro en las manos. Es un momento extraño, solemne. He soñado con eso desde los 10 años, más o menos; han pasado 26, como diría el Coronel de García Márquez, minuto a minuto. Tito sonríe, Daniel sonríe, yo sonrío. Me llevo uno a casa.

Leo después de comer el primer capítulo. No encuentro ninguna errata y pienso en una frase que le oí a Cansado de la pareja cómica Faenino y Cansado: para hacer reír a la gente necesitaban lo que él llamó el “verosímil cómico”. Es decir, los comienzos en la calle (en el Retiro, precisamente) fueron duros, la gente no se reía con ellos con facilidad. Cuando se hicieron más famosos y salían por la tele, sólo su aparición en escena ya conseguía hacer reír (recuerdo esta época, yo también me reía sólo con verlos), porque el público ante el que se exponían ya los consideraba graciosos aunque no dijeran nada, habían ganado el “verosímil cómico”. Así que yo leí el primer capítulo de Acantilados de Howth y pensé que el libro era mejor que antes. Ahora lo leía como si fuese un libro, sin buscar erratas, ni rimas internas, ni expresiones mal sonantes, ni comas que habría que cambiar por puntos y comas…, era como si hubiese ganado el “verosímil literario”. (Estoy seguro de que si el formato fuese el de Anagrama, el libro me parecería mejor.)




Se acercaban las 6 y notaba como me crecía el nerviosismo. Me tomé un gelocatil preventivo, baje a la calle y compré dos botellas de agua en el local chino de la esquina. Esto último fue una gran idea porque el calor en la caseta era como el de una sauna griega.
Vendí mi primer libro a una compañera del colegio. Empezaron a llegar familiares, amigos de familiares, compañeros de trabajo, amigos (muchas de estas categorías no son excluyentes), alumnos, ex alumnos… Empecé a firmar libros con un pilot verde comprado para la ocasión. Me sentía como ante un temido examen de la carrera, en el que el tenaz miedo a equivocarnos provoca que nos equivoquemos. Empecé a temer escribir dedicatorias con faltas de ortografía, olvidar nombres… lo segundo sé seguro que ocurrió (de nuevo pido disculpas a las personas de las que conozco su nombre y dos apellidos y ese día una parálisis congelada hacía que no me saliese el nombre).

Algunos de mis ya ex alumnos habían llegado a imprimir publicidad de la novela y la repartían por la feria. Llegó una mujer con uno de estos papeles propagandísticos (se nota que les enseño las asignaturas de economía y empresariales) y dijo algo así: “Te voy a comprar el libro porque yo también soy profesora, y si alguna vez escribo un libro me gustaría tener unos alumnos como los tuyos". Lo que creo que es algo bastante emotivo.
Me habla alguien con acento sudamericano y me pregunta si yo soy Fortaleza. Me quedo extrañado, ese era el nick que usaba hace algunos años en un foro en que se hablaba de Bolaño y otros autores. El hombre se presenta como amigo de la infancia de Noseaszote, otro de los participantes en aquel foro, él desde Santiago de Chile, y me manda un saludo de su parte. Noseaszote, después del foro, sigue participando en este blog. Le mando yo ahora otro saludo.

En algún momento se llegó a formar revuelo en la caseta, y había desconocidos que se paraban para ver quién estaba allí firmando. Hubo gente que así hojeó el libro y lo compró (esto en economía se llama la Ley de Sachs: toda oferta crea su propia demanda). Creo que vendí 5 ó 6 a desconocidos. Llegaron una detrás de otra dos desconocidas llamadas Inés para que las firmara, y entonces yo ya me sentía dentro de un cuento de Cortázar.
Me fijé en que algún paseante me veía firmando libros, miraba el cartel pegado a la caseta con mi nombre, mi foto, y la foto de la novela… titubeaba, llegué a oír: “uhhhmmm David Pérez… pues no me suena…”. Y a mí me entraba una risa nerviosa, claro.

Se vendieron los 60 libros y aún llegaron más conocidos que no pudieron comprarlo.
Tito estaba contento, y yo estaba contento y exhausto de nerviosismo contenido. Quedé con Tito para volver el domingo por la mañana.

El domingo llegué allí ya más tranquilo y con menos calor pude vender 11 libros. Entre ellos uno a un desconocido, que se interesó por la foto de la portada y el título. Era un español que había estado 3 años viviendo en Dublín. El protagonista de mi novela estuvo allí viviendo 2 años y medio. Hablamos de los lugares de Irlanda. Se sintió identificado con el pasado de mi personaje y compró el libro. También intercambié libro con el autor que firmaba en el territorio de la editorial La escalera, en el otro extremo de la caseta -es decir, a dos metros-, el venezolano Juan Carlos Chirinos, su novela El niño malo, que fue finalista del premio Rómulo Gallegos y tiene muy buena pinta.
Este domingo ya pude charlar más distendidamente con la gente que se acercó.




En el futuro me gustaría poder seguir publicando libros y que estos sean cada vez de mayor calidad. Me gustaría tener alguna vez lectores que deseasen leer mis libros porque la lectura de uno previo les agradó.
Por ahora me he dado cuenta de que tengo mucha gente que me aprecia y esto es, en definitiva, algo bastante más importante que lo anterior.

Gracias de nuevo a todos los que estuvisteis por allí.

domingo, 6 de junio de 2010

Alfabeto de cicatrices, por Ana Pérez Cañamares


Editorial Baile del Sol. 110 páginas. Primera edición de 2010.

De la poeta Pérez Cañamares había leído en 2008 su anterior poemario, La alambrada de mi boca, un primer libro que se vertebraba en torno a tres temas principales: la relación de la autora con su madre y su hija, la relación con su pareja, y la relación consigo misma enfrentada a un entorno ante el que siente que no le queda más remedio que tomar el camino de la resistencia.

En Alfabeto de cicatrices, Pérez Cañamares retoma los temas de su anterior poemario, pero se pueden percibir algunas diferencias de tonos y enfoques.
Si en La alambrada de mi boca la mayoría de los poemas eran extensos (casi siempre por encima de una página) y el tono muy directo y narrativo, transmitiendo al lector un impacto inmediato y contundente, en Alfabeto de cicatrices el tono se torna más sosegado, aunque no por ello menos reivindicativo frente a una realidad que no acaba de agradar a la poeta y ante la que de nuevo debe tomar una actitud resistente. Así, por ejemplo, leemos en la página 55: “Pelear no estaba escrito / en mi carácter / -ese guión escrito por otros. // Estas patadas al aire / que llevo dando toda la vida / sólo pretendían desprender / las etiquetas pegadas a las suelas del zapato. // Ahora que lo necesito / tengo al menos / aprendido el gesto.”

En Alfabeto de cicatrices, a diferencia de en La alambrada de mi boca, el poder sugestivo de la metáfora acaba tomando el cuerpo principal de muchos poemas, dotando a los versos de una realidad simbólica, que hace ganar profundidad y belleza a la obra de Pérez Cañamares. Esto se puede observar en poemas como el titulado Al aire, página 63: “Amo tanto mi intimidad / que la arranco de cuajo / y la muestro / la muestro / aun sabiendo que sus raíces / como peces que bucean en el lodo / no aguantarán mucho al aire // si no recuerdo a tiempo / que sólo la alimenta / el aire envenenado de mis galerías / tendré que darle un buen entierro / buscarle plañideras / entre nuestros conocidos // así que la tapo y la guardo deprisa / sin tiempo de mecerla / antes de hundirla en mi vientre // en un parto sin sorpresas / ni alegrías / aquel en que te pares a ti mismo.”

La vida cotidiana y urbana (metros, autobuses, vecindarios, ascensores que conducen a la oficina…) siguen siendo el soporte físico de la geografía poética de Pérez Cañamares, pero en Alfabeto de cicatrices me ha parecido observar una influencia de la poesía oriental más contemplativa y deudora de la naturaleza; y es en esta mezcla de temas antiguos y nuevos donde considero que el poemario alcanza sus mayores logros. Dentro de esta tendencia destacaría el poema Los árboles, en la página 23, uno de mis favoritos del conjunto y que transcribo aquí:

LOS ÁRBOLES
Somos inocentes, gritan los pinos
Adam Zagajewski


El autobús que nos lleva al metro
pasa en su trayecto por un parque.
A cada lado de la carretera
nos escolta una fila de árboles
que cada día asisten a la misma escena:
mi hija desayunando las galletas
yo viendo con la misma tristeza
cómo mi hija desayuna
frente a extraños, en un autobús.

Giro la cabeza y ahí están,
los árboles. Tristes y dignos
como profesores prejubilados
que han de callarse lo que saben.
No conozco sus nombres
ni cómo se llaman los viajeros
con los que coincido cada día.
Sólo sé que los árboles
con su tronco negro por el humo
me están susurrando:
nuestro sitio no es éste.


La poesía de Pérez Cañamares está creciendo, y cada vez se acerca más, desde una perspectiva propia, al trabajo, a la vez íntimo y reivindicativo, de artistas como Sharon Olds; poeta a la que Ana admira. Creo que a diferencia de lo que Pérez Cañamares afirma en un verso de la página 92 de este libro donde escribe que “Ahora el hueco es otra cosa. / Es un vacío conquistado”, su “hueco” se está llenado de hondura y verdad poética.

jueves, 3 de junio de 2010

La última noche, por James Salter



Editorial Salamandra. 156 páginas. Edición original 2005. Ésta edición: 2007.

Del nombre de James Salter tomé nota, en un papel que encontré en la cartera y guardé en la funda del abonotransporte, la noche del 23 de abril –la Noche de los Libros- en el Centro Asturiano de Madrid. Allí asistí a una charla en la que narradores asturianos recomendaban alguna lectura a los oyentes, y tanto Jon Bilbao como Ignacio del Valle hablaron con entusiasmo de este autor norteamericano. Me sorprendió que no me sonase, no suele ocurrirme.

Decidí empezar con él a través de este conjunto de 10 relatos, La última noche, que la editorial Salamandra vende con una banda roja cuajada de encendidos elogios; tras acabar el libro, considero que merecidos.

Los relatos de este libro se vertebran principalmente gracias a un tema común: la infidelidad. Es decir, son relatos que hablan del alma humana. Y esto es quizás lo que más me llama la atención de la tradición cuentística norteamericana: no tratan de elegir grandes temas, el abuso de poder, la inmigración, la lucha de géneros, la lucha de clases… simplemente hablan de la relación de una mujer y un hombre, de un padre y un hijo… Es decir, los cuentistas norteamericanos confían en la historia que tienen que contar y no necesitan apoyarse en lugares comunes. Gracias a su precisión, economía de medios y trabajo de orfebre consiguen piezas exquisitas sobre la condición humana.
Salter no es ajeno a esta tradición, más bien consigue a través de estos cuentos magistrales situarse en el centro de la narrativa breve norteamericana, junto a Raymond Carver, Tobias Wolff, Richard Ford, Ernest Hemingway, Sherwood Anderson

Su estilo es sobrio, a veces parco. Las concesiones son pocas, durante las breves páginas que dura cada relato el lector debe permanecer muy atento a la lectura, si no lo hace en algún momento no sabrá a qué personaje se refieren las escuetas descripciones, que pueden cambiar de escenario o de tiempo en unas breves líneas de texto.

En la página 35 una actriz decadente afirma ante un posible amante que puede acabar la noche siendo infiel a su mujer: “Uno nunca tiene la compañía humana que desea. Siempre es algún sustituto”. Quizás esta frase demoledora marque el tono del libro, donde hombres y mujeres, en su mayoría maduros, han de enfrentarse a extraños momentos en los que estarán dispuestos a echarlo todo por la borda (matrimonio, hijos, casa, trabajo, seguridad…) por lo efímero de un deseo instantáneo. O se pasarán la vida recordando el momento del pasado en el que saborearon las mieles de ese deseo y han de vivir sabiendo que ya nunca podrán vivirlo de nuevo.
En el relato titulado Palm Court, un hombre maduro acabará rechazando a la mujer que de joven le rechazó a él, tras descubrir que nunca podrá conseguir aquella compañía humana deseada: la mujer madura que ahora tiene enfrente no podrá ser ya más que una sustituta de la que ella misma fue en el pasado.

Salter nos enfrenta a nuestros propios temores ante el envejecimiento, la pérdida del deseo, lo irrecuperable de la felicidad pasada, lo acomodaticio de una vida convencional a salvo de la verdadera pasión ante la vida. Incidiendo en esta última idea, en dos relatos toma la figura del poeta como símbolo de la persona pasional, capaz de una vida más honda, pero inadaptado a la cotidianidad.

El anterior libro de ficción de Salter había aparecido en Estados Unidos en 1988, tras 17 años entrega al editor este conjunto de apenas 150 páginas. La sabiduría humana contenida en ellas bien merecen 17 años de reflexiones y trabajo artístico.