domingo, 30 de septiembre de 2012

Estas ruinas que ves, por Jorge Ibargüengoitia


Editorial Joaquín Mortiz. 181 páginas. 1ª edición de 1975, ésta de 1997.

Como me gustó mucho Las muertas decidí seguir leyendo a Jorge Ibargüengoitia (1928, Guanajuato, México - 1983, Mejorada del Campo, Madrid). Estas ruinas que ves es la obra narrativa que había escrito inmediatamente antes de Las muertas. Una obra que sólo consta de 7 libros (6 novelas y una colección de relatos), debido a la prematura muerte del autor a los 55 años, en un accidente aéreo que tuvo lugar cerca de Barajas. Ibargüengoitia viajaba de París –donde residía– a Madrid, con la idea de tomar un avión que habría de llevarle a la feria del libro de Bogotá, cuando el avión que llegaba de París se estrelló al intentar tomar tierra en Barajas. Sin embargo, la obra periodística y de teatro de este autor es bastante extensa.

Estas ruinas que ves está narrada por Paquito Aldebarán, joven licenciado en Literatura que, tras vivir y estudiar durante años en Ciudad de México, regresa a su ciudad natal, Cuévano, en el estado del Plan de Abajo, contratado como profesor en la universidad. Ya escribí en la entrada correspondiente a Las muertas que el estado del Plan de Abajo no existe y que es un trasunto de Guanajuato, el estado natal del autor. Cuévano tampoco existe y sería un trasunto a su vez de la ciudad natal de Ibargüengoitia, Guanajuato. Algún toponímico más es coincidente en Estas ruinas que ves y Las muertas, como por ejemplo el pueblo de Pedrones, que ya no sé si es nombre inventado o existe, o es otro lugar al que Ibargüengoitia le ha cambiado el nombre.

Aldebarán nos hablará en Estas ruinas que ves de los que él denomina intelectuales de pueblo: las vidas de un grupito de profesores de la universidad que se van a convertir en sus compañeros de jarana por las calles y tabernas de Cuévano –“En una ciudad como ésta, tan chica y donde hay tanta gente tan chismosa” (pág. 119)–; y también de su propia persecución de mujeres jóvenes y atractivas (ante la escasez, no le quedará más remedio que fijarse en la mujer de uno de sus amigos, y en una de sus alumnas, además de vecina, comprometida con un joven ingeniero de la capital, atractivo y de prometedor futuro).

Si en la entrada del domingo pasado apunté que el tono con el que está escrito Las muertas es de distanciamiento irónico, debería decir ahora que el tono de Estas ruinas que ves es también irónico pero más cercano y gracioso, más celebrativo de lo contado.
Además, en más de una ocasión, hay una perspectiva pretendidamente ingenua de lo narrado, ya que, por ejemplo, Aldebarán se cree durante un número sorprendente de páginas un chisme de borracho que le cuenta uno de sus compañeros de universidad: que Gloria, la alumna y vecina de la que anda medio enamorado, sufre una grave enfermedad cardiaca, que hará que muera el primer día que tenga un orgasmo; así que su posible boda con Rocafuerte, el ingeniero de la capital, es una condena a muerte en la noche de bodas.
Además, buscando la complicidad continua con el lector, muchos párrafos de la novela se cierran con preguntas en las que el narrador de nuevo finge ingenuidad ante cuestiones que aparentemente le superan. Por ejemplo, leemos en la página 76:
“Es estudiante de Historia, me dice. Está escribiendo su tesis sobre el liberalismo cuevanense.
¿Tendrá Algarilla algún atractivo irresistible para las mujeres?”.

Muchas de las escenas dibujadas por Ibargüengoitia en esta novela, en gran medida provocadas por el contraste entre las grandes ideas intelectuales y el atavismo de una vida de provincias, son decididamente cómicas, y el lector no puede dejar de leer Estas ruinas que ves sin una sonrisa casi constante.

En este libro Ibargüengoitia parece jugar a la autoficción, ya que él también, tras formarse en la capital, fue profesor en la universidad de Guanajuato, y además Paquito Aldebarán nos comenta que ha decidido escribir una historia que el lector atento sabe que va a ser Las muertas. En la página 75 ya aparece una referencia al caso: “Justine ha dejado su trabajo habitual de en las noches –su catálogo de ideas fijas cuevanenses– y está absorta en la lectura de El sol de Abajo. ‘MACABRO HALLAZGO’, dice el encabezado. En el pueblo de Rinconada la policía desenterró los cadáveres de varias mujeres ‘que en vida fueron prostitutas’. El desentierro fue hecho en el corral de una casa que es propiedad de las hermanas Baladro, ‘tres notorias lenonas de la localidad’”.
En la página 135, Aldebarán narra: “Decidí escribir un libro sobre las Baladro, las madrotas asesinas que habían sido juzgadas en Pedrones y condenadas a treinta y cinco años de cárcel, y con ayuda de Justine, que había seguido el caso con atención y tenía los recortes, empecé a recopilar el material necesario: las fotos de las putas, la historia de los burdeles, las declaraciones del defensor de oficio”.

Y según nos acercamos al final del libro, el tono chistoso, de cercana ironía, parece dar cabida a una cierta nostalgia, como si Aldebarán supiera que los divertidos meses que ha pasado entre los intelectuales de pueblo van a dar pie a la repetición y a la monotonía de una vida sin demasiados alicientes.
Este paso de la celebración cómica a la nostalgia me ha recordado, en cierto modo, al Gesualdo Bufalino de Argos el ciego; aunque debería apuntar que esta última novela me parece mejor que Estas ruinas que ves (aunque también debería señalar que para mí Gesualdo Bufalino es uno de los autores europeos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, y del que siempre planeo una relectura; al menos de sus obras La perorata del apestado y de Argos el ciego).

Si bien en Estas ruinas que ves Ibargüengoitia parece elegir un tipo de narración menor, alejada de los posibles grandes temas literarios (si algo así existe), tengo que apuntar también que esta novela es un libro con mucho encanto, que su sentido del ritmo es muy preciso, que me ha mostrado con solvencia la vida en la provincia mexicana, y que me ha costado reprimir la sonrisa de la cara según avanzaba por sus páginas felices.

(Nota: esta entrada está escrita hace un mes. Entonces no estaba seguro de que RBA hubiese reeditado este libro. Por si a algún lector de España le interesa: hoy lo he visto en la Fnac de Callao. RBA lo ha reeditado en una edición muy elegante.)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Lectura conjunta de Acantilados de Howth




En julio, navegando por internet, descubrí a un grupo de internautas que realizan una actividad a la que llaman Lecturas conjuntas: unos cuantos blogueros se ponen de acuerdo para leer el mismo libro a la vez y comentarlo en sus blogs. El último libro que habían leído era de la editorial Baile del Sol, una novela que salió más o menos en el mismo momento que la mía.
Contacté con Francisco José Portela, que mantiene el blog literario UN LECTOR INDISCRETO, y le pregunté si se sería posible organizar algo parecido para mi novela publicada en 2010 Acantilados de Howth
Francisco es una persona muy afable, a la que le gusta dar cabida y voz en su blog a nuevos escritores, así que no puso ningún problema a organizar una lectura conjunta de mi libro.
Como estaba a punto de entrar ya el mes de agosto, y supusimos que la mayoría de blogueros y de lectores estaría de vacaciones, lo dejamos para septiembre.

Francisco ya ha creado la convocatoria para la lectura conjunta de Acantilados de Howth en su blog y me gustaría crear aquí un enlace por si algún lector de Desde la ciudad sin cines le apetece apuntarse (los libros serían enviados gratuitamente a los posibles lectores por la editorial o por mí).

Las características de la convocatoria están aquí:


Muchas gracias a Francisco José Portela y a todos los interesados.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Las muertas, por Jorge Ibargüengoitia


Editorial Joaquín Mortiz. 157 páginas. 1ª edición de 1977, ésta de 1998.

Para el viaje a San Francisco yo me había llevado el libro de Los cuentos completos del Padre Brown, de G. K. Chesterton, editado por Acantilado, pero, tras el cansancio del largo viaje en avión y las primeras caminatas por la ciudad, me costaba llegar al hotel y tomar el pesado volumen del Padre Brown. Sus cortas historias –unas 20 páginas– de pura trama, en las que hay que estar pendiente de cada detalle, se me acababan escapando. Además, había empezado ya este libro hacía unos 10 días y quizás leer todos los cuentos seguidos del Padre Brown, debido a la repetición de estrategias narrativas, fuera excesivo. Así que cuando, como conté en la entrada del domingo pasado, descubrí en la librería de segunda mano de Fort Mason los libros de Jorge Ibargüengoitia (1928, Guanajuato, México - 1983, Mejorada del Campo, Madrid), decidí hacer un alto con el Padre Brown y ponerme con Ibargüengoitia. De quien supe por primera vez al hojear, hace un par de años, en las mesas de novedades de las librerías de Madrid, la reedición que RBA hizo de su libro Dos crímenes, con entusiastas elogios de Javier Marías en la contraportada.

En Las muertas (1977) Ibargüengoitia, siguiendo los pasos de escritores como Rodolfo Walsh o Truman Capote, se propone reconstruir la historia de unos crímenes reales a partir de los testimonios extraídos de los juicios y de entrevistas a los implicados.
En la página 46 descubrimos el momento desde el que la historia es contada: “El resultado de estos trabajos se llamó el Casino del Danzón. Al contemplar este edificio en la actualidad (1976) cuesta trabajo creer que fue construido hace apenas quince años”. Y los acontecimientos narrativos se prolongan desde finales de los años 50 hasta la década del 60.
Para situar la acción de este libro –y para algunos otros también–, Ibargüengoitia se inventa el estado mexicano del Plan de Abajo (al leer la novela yo pensaba que sí que existía, aunque nunca hubiese oído hablar de él), que en la realidad se correspondería con su estado natal: Guanajuato.

Las hermanas Arcángela y Serafina Baladro han llegado a ser madrotas (dueñas de un prostíbulo) casi por casualidad, por haber sido la primera de ellas usurera y, ante el impago de un cliente, haberse quedado con su negocio: un burdel. Debido a la dificultad de su venta, Arcángela decide regentarlo; para darse cuenta, en breve, de las posibilidades lucrativas del negocio, en el que invitará a participar a Serafina, y de forma más secundaria a otra de sus hermanas (que acabará, sin embargo, implicada en la trama de acontecimientos). El negocio se expande y en no demasiado tiempo las hermanas Baladro regentan con éxito tres prostíbulos. Un negocio, con toda la doble moral que suele acompañarlo, no exento de un cierto reconocimiento público de ascenso social: para la inauguración de la más lujosa de sus casas las Baladro contarán con la presencia de un gran número de notables de la región.
Pero las cosas cambian con la llegada al Plan de Abajo de un nuevo presidente –Cabañas–, que, con su Ley de Moralidad, empezará a acosar a las hermanas Baladro, a las que cerrará dos de sus locales. Las madrotas se harán fuertes en su tercer burdel, fuera del estado. Y quiere la casualidad que, debido a un extraño crimen de sangre, también se clausure este negocio.
Las hermanas Baladro no están dispuestas a perder sus inversiones e iniciarán una lucha burocrática para conseguir de nuevo las licencias de sus locales. Mientras tanto, al no desear renunciar a su capital humano (las prostitutas que trabajan para ellas), concentran a sus chicas, de forma clandestina, en uno de los prostíbulos clausurados. A partir de aquí, de esta convivencia en la sombra, los acontecimientos siniestros perseguirán a los implicados en esta novela cada vez más turbia.

El lenguaje que emplea Ibargüengoitia para narrarnos esta historia tiene un profundo sabor mexicano. Por ejemplo: “A la izquierda se divisa el valle de Guardalobos, uno de los más fértiles del estado del Plan de Abajo, en el que no hay pedazo sin cultivar, en donde no hay alfalfa fresa y lo que no es milpa es trigal. Hasta los huizaches que crecen en las acequias están frondosos” (pág. 18).

El narrador, de forma continua, se va adelantando a lo narrado (normalmente en tiempo presente); por ejemplo: “Serafina entra en el templo (después se supo que encendió una vela…” (pág. 10), y, cuando le faltan datos, especula: “Humberto Paredes siguió viviendo en el México Lindo, pero por instrucciones de los que lo empleaban –parece– alquiló una casa en la calle de Los Bridones, en donde en apariencia compraba y vendía semillas” (pág. 59). Además, consciente de que lo narrado es un texto escrito que él va elaborando, el narrador de vez en cuando nos lo recuerda; por ejemplo: “Emprendieron el viaje a Salto de la Tuxpana (véase capítulo 1)” (pág. 129).
En todo caso, el orden de los acontecimientos –con algún salto temporal– está distribuido en el texto con gran sabiduría narrativa.

Pero quizás lo más curioso de Las muertas sea el tono que emplea el autor para narrarnos su historia. Frente a la limpieza un tanto gélida de un libro como A sangre fría, de Truman Capote, Ibargüengoitia elige un tono marcado por el distanciamiento irónico. En la página 109, tras hablarnos de los deseos que durante más de 10 años habían tenido las Baladro de deshacerse de una de sus chicas, Ibargüengoitia escribe: “Es posible que, con la falta de lógica propia de la avaricia, Arcángela haya tenido la esperanza de que Rosa se volviera atractiva de la noche a la mañana y lograra pagarle a la familia todo el dinero que debía”.
Y en esta expresión, la falta de lógica propia de la avaricia, se esconde, parece decirnos Ibargüengoitia, la clave de esta historia tan macabra como absurda.
También la ironía de Ibargüengoitia dispara contra la corrupción de las instituciones de su país y contra la burocracia, dejando en el texto un poso de Kafka mariachi: “A partir de este momento, la averiguación sigue rutas burocráticas, se convierte en papeles que se quedarán días enteros en el cajón, que se multiplican, que regresan al punto de partida, que salen reexpedidos, que llegan a otra oficina, que se quedan otros días en el cajón de otro escritorio. En este caso no sabe uno de qué admirarse más, si de la tortuosidad o de la infalibilidad de la justicia” (pág. 131).
Y después de saber cuáles han sido las penas de prisión impuestas a todos los implicados en Las muertas, uno acaba el libro enfrentado al cuaderno de cuentas de Arcángela, sin poder reprimir una sonrisa: “La tercera parte del libro se titula Entregas. Es lo que paga Arcángela a las autoridades para estar en paz con el municipio. Por ejemplo, diez pesos diarios a los policías que estaban de turno en la cuadra, sesenta al Presidente Municipal, sesenta al inspector de policía, etc.” (pág. 153).

Me ha gustado mucho Las muertas, una de las obras maestras de la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Un libro que se sigue reeditando y leyendo mucho en México (me cuenta mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán), que ya se publicó en España en los años 80, y al que el lector español puede de nuevo acercarse gracias a las reediciones que de este autor está realizando la editorial RBA.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Visita a la librería La Central de Callao


El pasado miércoles, 12 de septiembre, acudí, junto a unos amigos, a la inauguración de la librería La Central de Callao, ubicada en la calle Postigo de San Martin (la calle paralela por la derecha a Preciados según se accede a Callao desde Gran Vía).
Semanas antes mi amigo canario Samuel Rodríguez me había reenviado la invitación que le había hecho llegar La Central a su correo electrónico. Yo, aunque estoy suscrito a la página de novedades de varias editoriales, no lo estoy a las de las librerías y no la había conseguido.
Nunca he estado en la mítica La Central de Barcelona, librería de la que me han hablando muy bien muchas veces; pero me gusta, y suelo visitar, la sucursal que tienen en el museo Reina Sofía. Una librería muy bien surtida, y con una buena colección de libros de poesía y de narrativa hispanoamericana.

Había quedado con mis amigos a las 18.30 en la puerta de la Fnac en Preciados. Había cola en la calle para entrar a su sala de conciertos o de presentaciones. No sé qué evento esperaban aquellas personas, pero la Fnac debía de haber contraprogramado algo.

La apertura oficial de las puertas de La Central era a las 19.00, y a las 18.35 ya había gente haciendo cola en la puerta. Decidimos tomar unas cañas y volvimos a la calle Postigo de San Martín a las 19.30. La cola era mayor y ya había gente dentro, que se asomaban a la calle desde los balcones del segundo piso.

La presencia en la cola de escritores, editores… cuya cara me sonaba de internet, los periódicos o la solapa de los libros era notable.
Por supuesto, había gente que no hacía la cola; por supuesto, hay gente que no ha nacido para hacer colas; no vas a ser editor y conde y vas a hacer cola.

Al acercarse a la entrada, un simpático joven catalán indicaba a los que esperábamos fuera que nos colocásemos en la zona de la derecha y así dejar salir por la izquierda. Para que entrase un nuevo grupo de curiosos debía salir otro antes, a no ser que ESTUVIESES EN LA LISTA; es decir, que fueses editor, periodista, conde… Así, había gente en la calle que agitaba su invitación a todo color o su acreditación de prensa y quien incluso exhibía su invitación impresa del correo electrónico (no, chaval; esa la tenemos todos, ¿eres conde además de tener ese folio de la impresora?); y había gente que no tenía que agitar nada (como dije): su presencia corpórea servía como invitación.



En realidad, todo no dejaba de ser un poco ridículo, ¿por qué tanta gente queríamos ser los primeros en entrar en una librería que cualquier otro día se va a poder ver mejor? ¿Por qué entrar a un espacio físico saturado de gente donde vamos a tener que estar dándonos codazos para movernos?

Conseguimos meternos dentro. Una joven obsequiaba a cada visitante con una bolsa roja con el logotipo de la librería. Según se entra al edificio, lo primero que te encuentras es el bar. También hay un pequeño patio interior con un ciprés. Tomamos hacia la derecha, siguiendo el letrero de BAÑOS; veo un futbolín y unas estanterías con chocolates, pasta y tazas; un atisbo de libros: recetarios de cocina.


Vamos al baño, seguimos subiendo por un lugar donde no hay nadie hasta que un guardia de seguridad nos dice en la tercera planta que allí no podemos estar. Retrocedemos y empujamos una puerta. Damos a la zona de la librería donde está hablando Mario Vargas Llosa. No consigo verle. Encuentro más estanterías con bolsos, gomas de borrar con forma de dinosaurio, me cruzo con el hermano de Jorge Herralde. Vargas Llosa ya ha acabado de hablar. Hay gente con vasos de vino blanco; conseguimos encontrar donde los sirven. Sienta bien poder tomar algo fresco, el calor es insoportable. Aunque las ventanas están abiertas no entra casi nada de fresco, hay demasiada gente.
Observo las estanterías con libros. Están separados por el idioma de procedencia. Observo la sección de literatura hispanoamericana: parece bien surtida, con muchos títulos que hacía tiempo que no veía en una librería, con libros de importación incluso. Tomo uno: Sombras, nada más de Antonio Di Benedetto, de la editorial Adriana Hidalgo. Lo había visto sólo una vez antes, en la Casa del Libro de Gran Vía, antes del verano, y me había dicho: lo compró en septiembre. Cuando llegué ya no estaba; lo que me alegró (a alguien más que a mí le interesa Di Benedetto) pero también hizo que encontrar ese libro se tornase imprescindible.

Me gusta la selección infantil de la librería: en una esquina hay una cúpula (leo en internet que era una antigua cripta del palacete de finales del XIX donde se ubica esta librería), con un suelo muy pisado, con frescos en el techo.



Y al rato no podemos más. Hace demasiado calor. Me cuesta encontrar una caja en la que pagar mi libro de Di Benedetto. De hecho, parezco el único tipo extraño al que se le ha ocurrido comprar un libro.

Nos vamos a tomar algo.
Y así puedo decir que estuve en la inauguración de La Central de Callao. Y que no me hizo falta ni invitación para entrar. Cuando salió un grupo de gente, nos permitieron entrar a los que estábamos en la puerta y ni saqué la fotocopia del correo electrónico que llevaba en el bolsillo trasero del vaquero. Entré casi como todo un conde.
Nos fuimos a tomar algo.

Volví el domingo con mi novia, que quería ver La Central y no se apuntó el día relatado. Por supuesto, había mucha menos gente que el miércoles. Pedimos una coca-cola y una caña y nos sentamos en una mesa de madera en la zona del bar. Me gustan los detalles de las paredes: partes tomadas (imagino) del antiguo palacete, una puerta, un tablero tallado…
El calor sigue siendo insoportable; pobre camarero que nos sirvió las bebidas, como sudaba…
Subimos por las nobles escaleras de madera, a la izquierda otras escaleras parecen bajar a un sótano, en el dintel de la puerta se anuncia Garito. Estaba cerrado. Me parece que el miércoles tampoco se podía entrar, aunque yo no supe de su existencia hasta que había salido del lugar (en un momento dado me separé de mis amigos por saludar a otro amigo al que hacía mucho que no veía).

Esta vez puedo observar mejor los libros. Me gusta lo que veo, tienen muchos volúmenes de cada autor, y no como pasa en otras librerías grandes sólo cuatro ejemplares de su última obra y nada de lo anterior.
Sigue habiendo un tránsito de visitantes mayor que el de una librería normal en domingo.
Puedo ver la planta de arriba. Me gusta el efecto que crea una cristalera por la que se asome el torreón (leo en Internet que se llama cimborrio) de la cripta donde está la sección de libros infantiles descrita antes.
Me gusta que los libros en el idioma original estén junto a las obras traducidas o que tengan cuatro ediciones en editoriales diferentes del mismo libro.



Quizás, como el lugar es una antigua vivienda, el espacio a veces sea raro: se forman pasillos estrechos y las personas tienen dificultades para pasar de una estancia a otra. Las cajas están abajo y los chicos que ayudan a la búsqueda de libros están con su ordenador situados en dificultosas esquinas.

Sólo un detalle negativo: imagino que La Central no habrá hecho una inversión tan grande para fallar en algo tan sencillo como la refrigeración. No basta con abrir las ventanas, en verano el calor es excesivo, y el miércoles el malestar era normal por el gran número de personas que allí había, pero el domingo el problema se mantenía.

En conclusión: la nueva librería La Central de Callao es muy bonita y está muy bien surtida. Es toda una alegría que alguien se atreva a invertir de un modo tan potente en los tiempos que corren y en un sector en plena transformación (y/o decadencia).
Intuyo que voy a visitar con frecuencia este nuevo espacio dedicado al libro. Sigo resistiéndome al e-book y a comprar los libros a través del ordenador. Me gusta ir a las librerías de primera mano y de segunda, a las bibliotecas, me gusta salir a la calle y tocar los libros…
Y me gustaría recomendar a todo aquel que se pueda pasar por Madrid y que le gusten los libros que se acerque a visitar la nueva librería La Central de Callao.

(Nota: las fotos están tomadas de Internet)

domingo, 16 de septiembre de 2012

Un paseo literario por la costa Oeste norteamericana


En realidad, mi novia y yo no pensábamos volver este verano a Estados Unidos. Pero el año pasado, al tomar el vuelo de Madrid a Nueva York, un fallo mecánico hizo que el viaje se retrasase todo un día. Al volver a casa reclamamos a la compañía aérea y ésta nos indemnizó con dos vales por valor de 500 dólares cada uno, para vuelos en esa aerolínea y con un año de caducidad. Como en septiembre los vales iban a dejar de tener valor decidimos aprovecharlos y visitar en agosto -del 8 al 23- esta vez la costa Oeste norteamericana, volando a San Francisco (buscando el vuelo más barato: conexión Dallas).
Igual que el año pasado colgué algunas fotos en una entrada que titulé Un paseo literario por la costa Este norteamericana (ver AQUÍ), este año he decidido hacer lo mismo con la costa Oeste.

Seguramente el centro neurálgico de la vida literario en San Francisco pasa por la librería City Lights, fundada por el poeta Lawrence Ferlinghetti y lugar de reuniones de la generación Beat, a la que pertenecieron escritores y poetas como Jack Kerouac o Allen Ginsberg.
Esta es una foto de la fachada de la librería City Lights, en la céntrica avenida Columbus:



 Y éste soy yo en la primera planta de la librería:



Y en la segunda:



No compré ningún libro, tal sólo una postal en blanco y negro con una fotografía de Primo Levi. El año pasado compré en Estados Unidos 4 libros en inglés y sólo he leído uno, así que en este viaje me propuse no comprar ningún libro en inglés. Y los libros en español de City Lights se agrupaban en un espacio pequeño y sin sorpresas: eran libros en español editados en Estados unidos, algo de Gabriel García Márquez, Roberto Bolaño o Isabel Allende.

Aquí estoy en la pared del bar Vesuvio, enfrente de la puerta de City Ligths, lugar de reuniones beatnik:



Y aquí está la fachada del museo de los beatniks (donde no entré):



Dashiell Hammett vivió en San Francisco entre 1921 y 1929. El restaurante John´s Grill (Calle Ellis, 63) es uno de los pocos locales mencionados en El halcón maltés que aún siguen abiertos. Al parecer existe una sala llamada Halcón Maltés, en el segundo piso, llena de objetos relacionados con Hammett. (No entramos a John´s Grill por recordar una mala experiencia -una broma cara- en el local Harry´s de Venecia, donde paraba Ernest Hemigway). Esta es la fachada del John´s Grill:



En el grande y brumoso Golden Gate Park no encontramos por sorpresa con esta estatua de Cervantes, Don Quijote y Sancho Panza:




Cruzando la bahía se puede llegar a la ciudad de Oakland, de la que la escritora Gertrude Stein (que creció aquí, aunque nació en Nueva York) dijo que en ella no había nada de interés.
También es el lugar donde creció Jack London, y cerca del puerto se puede ver la cabaña donde este escritor vivió en Alaska, que se trasladó entera hasta Oakland. Es ésta:



Además, cerca, existen dos estatuas: una del propio Jack London, ésta:



Y otra de un perro, que imagino que representa a Colmillo Blanco:




Y estando en California, en la zona de la Bahía, la verdad es que yo no dejaba de pensar en el escritor Philip K. Dick, uno de los mitos de mi adolescencia, que habitó en varias ciudades o pueblos de la región, donde situó muchos de los escenarios de sus novelas de ciencia-ficción.
Así, no pude evitar cruzar el primer día del viaje el Golden Gate a pie, para ir a al pueblo de Sausalito, pensando en una de sus últimas novelas, La transmigración de Timothy Archer (de muy reciente reedición en Minotauro), que comienza así: “Barefoot dicta sus seminarios en su casa flotante de Sausalito. Cuesta cien dólares averiguar por qué estamos en la Tierra. También te dan un sándwich, pero ese día yo no tenía hambre. Acababan de matar a John Lennon y creo que sé para qué estamos en la Tierra: para descubrir que lo que más quieres te será arrebatado, probablemente por un error en un lugar elevado y no intencionadamente”.
Este primer párrafo (que me sabía de memoria) torturó algunas de mis noches de los 18 años.

En realidad, Sausalito es en la actualidad un caro pueblo residencial. Dejo algunas fotos:



Pero, como en muchas zonas de la bahía, aún se pueden encontrar restos de su pasado hippy: existe todo un barrio de casas flotantes. Imagino que en alguna de ellas era donde Barefoot dictaba sus seminarios sobre el sentido de la vida. Dejo algunas fotos:





Por supuesto, también visité Berkeley pensado en Philip K. Dick, ciudad en la que vivió de joven, y donde trabajó en una de las tiendas del recinto universitario. Así comienza el prologo de su novela Radio Libre Albemut: “En abril de 1932, un niño y sus padres esperaban en el embarcadero de Oakland, California, el transbordador de San Francisco”. Y así empieza la primera página de esta novela: “Mi amigo Nicholas Brady, quien, a su entender, contribuyó a salvar el mundo, nació en Chicago en 1928, pero después se trasladó a California. Pasó la mayor parte de su vida en Bay Area, sobre todo en Berkeley, Se acordaba de los amarraderos de metal en forma de cabezas de caballos situados frente a las casas antiguas de la parte montuosa de la ciudad, y de los Trenes Rojos eléctricos que enlazaban con los transbordadores y, en particular, de la niebla. Posteriormente, hacia los años cuarenta, la niebla había dejado de cubrir Berkeley por la noche.”

La verdad es que no vi ni los amarraderos de metal en forma de cabezas de caballo ni ningún tren rojo, y al preguntar por Philip K. Dick a los dos amables mujeres que atendían la oficina de visitas tuve (como ya me ocurrió el año pasado con H. P. Lovecraft en Providence) un vislumbre preciso de la importancia social de la literatura: nunca habían oído hablar de él.
Pero no todo estaba perdido, en una de las numerosas librerías de primera y segunda mano de la ciudad me encontré con un estante bastante bien nutrido de sus obras. Aquí estoy yo posando discretamente con un libro de Dick en la mano:



Visitamos Carmel y Monterey, y al llegar a este segundo pueblo, en su paseo marítimo, llamado Cannery Row nos encontramos con algunos motivos que recordaban que el escritor John Steinbeck (nacido en California, en el pueblo de Salinas) había publicado en 1945 una novela titulada precisamente Cannery Row.
Existe allí este busto:



Y también la figura de Steinbeck es usada como reclamo para el museo de cera (no sé si esto es mejor que lo del olvido de Philip k. Dick):




Y antes he escrito que no pensaba en este viaje comprar ningún libro en inglés, pero no así en español. Las librerías que más me han gustado en San Francisco (dejando aparte City Lights) han sido unas de segunda mano, que vendían libros donados (no sé si todos), estaban atendidas por voluntarios (por sonrientes mujeres que sobrepasaban los 70 años) y cuyos beneficios iban a parar al mantenimiento de las bibliotecas públicas. Algunas estaban ubicadas en el propio edificio de la biblioteca (como en el caso de la biblioteca central), y al menos una más en otra clase de locales (algunos públicos), como la que me pareció la mejor, la de Fort Mason, situada en una antigua instalación militar muy cerca de la costa. En esta última tenían una interesante sección de libros en español. El primer día compré la primera edición de 1998 de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño por 8 dólares. Un libro que ya tengo, en su quinta edición, pero que compré por pura mitomanía y como inversión (consultado iberlibro.com ahora sólo se ofrece una 1ª edición de este libro a 240 euros), y también compré dos libros del escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, Las muertas y Estas ruinas que ves, en las bonitas ediciones mexicanas de Joaquín Mortiz, por 4 dólares cada una.

Unos días después volví a la librería de Fort Mason con la intención de comprar Putas asesinas y Amuleto de Roberto Bolaño, que también eran la primera edición (ya tengo esos dos libros en su 1ª edición) y las vendían a 4 dólares cada una, con el descabellado propósito de revenderlas en Madrid a librerías especializadas y tal vez ganarme algunos euros (y que así se note que al fin y al cabo estudié empresariales). Pero algún inversor tenaz se había también percatado del valor de esos libros y aunque sólo había tardado tres días en decidirme, las dos primeras ediciones de Bolaño que dejé allí ya habían volado. Compré, sin embargo dos libros más de Ibargüengoita, porque estaba leyendo Las muertas y me estaba encantado; los títulos son: Maten al león y La ley de Herodes, y dejé en el estante Los pasos de López, su última novela, porque el último cuadernillo estaba despegado, y Los relámpagos de agosto, porque este último libro lo tenía ya en casa –sin leer aún- comprado de segunda mano, en la misma editorial Joaquín Mortiz. Así que de las 7 obras narrativas de Jorge Ibargüengoitia tenían en la librería de Fort Mason 6, sólo faltaba Dos crímenes.
Me acabé Las muertas y también Estas ruinas que ves, empecé a leer Maten al león y, como supongo que ya habrán adivinado, volví a Fort Mason y me compré Los pasos de López. Me dije: bueno, son sólo 4 dólares y siempre puedo pegar el último cuadernillo y además no estoy seguro de si la editorial RBA (que está rescatando la obra de Ibargüengoitia en España) lo ha sacado ya. Y de paso me compré también Bestiario del nuevamente mexicano Juan José Arreola, libro que no estaba allí en mis pasadas visitas.

Dejo unas fotos de esta librería de Fort Mason. Desde lejos (es el segundo edificio, empezando por la izquierda, de la primera foto con Golden Gate al fondo) hasta llegar a su interior:






Y querría cerrar este paseo literario con una última foto que en el futuro inspirará una novela pulp al estilo de las de Mario Levrero. Queda en ella reflejado el momento clave que dará título a la novela: El ataque de las tortugas gigantes de Chinatown:


domingo, 9 de septiembre de 2012

Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, por Maximiliano Barrientos


Editorial Periférica. 127 páginas. 1ª edición de 2011.

Yo, que sigo bastante los suplementos culturales de los periódicos (consigo reunir casi cada semana los de El país, El mundo y el ABC) y unos cuantos blogs de reseñas, diría que se ha hablado más en España del libro de relatos Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer de Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1979), que de Los días más felices de Rodrigo Hasbún (Cochabamba, Bolivia, 1981). Ambos son amigos y pertenecen a una nueva y prometedora hornada de escritores bolivianos. País del que no llegaba nada de su producción literaria a España hasta que abrió las puertas Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) y nos mostró un panorama más que interesante.

Tenía anotado el nombre de Maximiliano Barrientos, y fue a raíz de colgar la entrada sobre Los días más felices que me apeteció comprar este libro para poder compararlos, para observar qué se está haciendo ahora en Bolivia. Así que salí de casa y me fui andando por la acera de la sombra para evitar el calor de Madrid (Nota: esta entrada está escrita en julio) hasta la Casa del libro de Goya. Como allí no lo tenían (aunque sé que estuvo hace unos meses), me crucé de acera y entré en El Corte Inglés. Estaba el libro de relatos y la novela de Barrientos Hoteles. Además en El Corte Inglés tienen ahora unos sillones y te puedes sentar a leer un rato. El aire acondicionado me convenció. Leí allí el cuento más corto del libro, el segundo, luego lo compré e intrépidamente volví a salir a la calle.

Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer está formado por 5 cuentos. El primero, Primeras canciones, es el más extenso y posiblemente el mejor. De hecho, me atrevería a decir que en Primeras canciones ya están sobre la mesa todos los temas sobre los que va a hablar en este libro Barrientos. El comienzo: “Si hubiera una cámara de seguridad en el baño se los vería desnudos. Chicos recién salidos de colegio, él tiene dieciocho y ella diecinueve. Ninguno de los dos sabe que se harán mucho daño” (pág. 11), me ha recordado al comienzo de la novela Bonsái del chileno Alejandro Zambra: Primeras canciones también parece una novela en miniatura (en la que se nos habla de estos dos chicos, y también de un amplio círculo de personas: padres, amigos…) y el narrador también nos va adelantando los sucesos que van a acontecer. Recordemos el comienzo de Bonsái: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia”.

El tema principal de este libro de Barrientos es el paso del tiempo, el momento en que uno empieza a entender que está dejando (o ha dejado ya) atrás la juventud; así que más o menos los personajes de estos relatos están pasando de sus 20 años a sus 30, y están empezando a dejar atrás muchos de sus sueños de juventud. Casi todos los personajes de Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer han formado parte de una banda de rock o lo han deseado.

Me ha llamado la atención de Primeras canciones cómo el narrador interviene en lo contado; por ejemplo, así presenta al personaje del chico, Saúl Hernández: “Véanlo a los dieciocho años, todavía no conoce a la chica. Véanlo en su cama dormido. Es sábado, no tiene clases, anoche bebió, y cuando despierte irá al baño y se colgará del grifo porque tendrá la garganta incendiada. Sentirá mareos, vomitará a los pies de la cama. Faltan cinco minutos para que eso suceda” (pág. 13).

Y me ha gustado también otro recurso: hacia el final una nota a pie de página nos adelanta varios años la escena contada (los saltos son constantes en el tiempo), y el contraste con la escena que transcurre en la página normal le da al final del relato un logrado toque melancólico.

De los 5 relatos he leído los 3 primeros dos veces, y esto me ha llevado a darme cuenta de que las historias estaban más conectadas de lo que pesaba. Además de los dos últimos, que comparten personajes y la relación es clara, existen otras confluencias: en Primeras canciones los protagonistas toman algo en un bar llamado Irish: “Véanlos tomando un café en el Irish” (pág. 24). En el tercer cuento, Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, los protagonistas comparten espacio: “El bar era el Irish” (pág. 63). Lo acabo de buscar en google: el Irish pub existe en la ciudad de Santa Cruz (ver AQUÍ). En esta página existe además un mapa de la ciudad que me ha hecho comprender un localismo del texto que no tenía nada claro: los personajes se mueven del “primer anillo” al “segundo anillo”, y ya veo en google esas carreteras que van recorriendo la ciudad y que por lógica se han de llamar allí anillos.

Así que, como ocurre con Juan José Saer y su Santa Fe, en las historias de Barrientos existe también una unidad de lugar, que sería su ciudad natal, Santa Cruz de la Sierra.
Además diría que la clase social reflejada es la media-alta o alta de la ciudad. Así queda descrita una casa en el primer cuento: “La casa tiene una piscina enorme donde la mayor parte de los invitados terminará la fiesta cuando amanezca. Véanlos ahora mientras bailan. A nadie se le ha muerto la hermana o ninguna novia les ha susurrado que ya no los quiere. Nadie ha tenido que cambiar de ciudad o dejar la universidad. Muchos ni siquiera trabajan, viven en las casas de sus padres, duermen hasta el mediodía, almuerzan con resaca” (pág. 34).
Otra conexión temática (además de retratar a la clase media-alta o alta de Bolivia) con el libro de Hasbún es la de la idea de los personajes de abandonar el país: “¿Vos crees que algún día me vaya de este país de mierda?, preguntó” (pág. 67).

Existe otra extraña conexión entre la primera historia y la cuarta: en Primeras canciones al describir el pub Insomnio, se habla de pasada de un tal Esteban Olivares: “Afuera del bar, apoyado en su Toyota Corolla, está Esteban Olivares. Todavía estudia medicina, es novio de Margot” (pág. 20). En el cuento Los adioses Barrientos propone un interesante recurso narrativo, empieza a abrir notas a pie de página que desdoblan el cuento en dos, haciendo un juego metaficcional: el escritor tiene dudas sobre lo escrito (lo que podría recordarnos de nuevo a Zambra) y el nombre de este escritor que está escribiendo el cuento no es otro que el de Esteban Olivares: “Debería comenzar escribiendo mi nombre. Escribiendo Esteban Olivares está en un cuarto oscuro con la laptop encendida” (pág. 85).

El segundo cuento, Suerte, me parece que repite lo contado en el primero, pero en menos páginas y a una escala compositiva menor. Es un cuento que queda bastante anulado tras haber leído el primero. Sería un buen cuento, en todo caso, si uno lo descubre en una antología sin haber leído antes el otro.

El tercero, Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, me gustó más al leerlo por segunda vez, lo que creo que habla a su favor. Quizás me pareció la anécdota un poco exagerada o no acabada de desarrollar: la depresión que sufre la joven Ingrid tras la muerte de su padre.

Me gustaron más los cuentos enlazados Los adioses y Las horas: un hombre tiene una relación con una mujer casada. En Los adioses la perspectiva es la del hombre y en Las horas la de la mujer (unos años después) que decidió quedarse con el marido.

Voy a describir a continuación algunos elementos narrativos que considero que hacen que éste no sea un libro de relatos redondo, que hacen que entre Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y Los días más felices de Hasbún me quede con el segundo:

1) En Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer se repiten con demasiada insistencia las ideas compositivas de un relato a otro –o más bien una idea principal que sería el cambio personal que supone dejar atrás la juventud– que, expresadas de modo genérico, e intercambiables para describir a los personajes de un cuento o de otro, hacen que se conviertan en clichés que tienden a la grandilocuencia:

 Cuento 1, pág. 40: “¿Serías capaz de identificar el momento en el que cambiamos, en el que nos convertimos en esto?”.
Cuento 1, pág. 18: “Editan la vida, la adaptan a sus propias conveniencias, la asemejan a esa que siempre quisieron tener y no pudieron”.
Cuento 2, pág. 48: “Pensé (…) en todo lo que quisimos hacer juntos y no pudimos porque no tuvimos suerte o porque fuimos diferentes o porque simplemente nos faltó paciencia”.
Cuento 3, pág. 62: “Entró en el baño y miró su cara maquillada. ¿Cuánto de eso que vio era lo mismo que veía antes, cuando tenía trece o catorce años? No lo sabía, no podía precisarlo”.
Cuento 4, pág. 88: “Con el tiempo todo será menos importante”.
Cuento 5, pág. 109: “Envejecer, para todos ellos, es ser lo que son, lo que siempre han sido, pero de forma menos intensa”.

2) Había algo que hace 15 años no me gustaba cuando leía la nueva narrativa española representada, por ejemplo, por el Ray Loriga de La pistola de mi hermano o el Benjamín Prado de Raro: los diálogos o las descripciones se asemejaban demasiado a letras de canciones o a guiones de cine pretenciosos y acababan sonando poco naturales. Así se desarrolla un diálogo de Barrientos en la página 96:
“¿En qué película te gustaría vivir?, pregunta Susy.
En Días en el cielo, contesta Sebastián.
Yo quisiera vivir en la cámara de seguridad de una gasolinera, dice Susy.
¿Quisieras volver a vivir algunos fragmentos de tu vida? ¿Quisieras vivirlos nuevamente sin cambiarles siquiera un ápice?”.

3) He tenido la impresión de que algunos cuentos no tenían tanta fuerza como podrían porque Barrientos dibuja una situación (una pareja va a cambiar), la describe de un modo poético, y le falta capacidad anecdótica para hacer avanzar y poder resolver la historia con más intensidad.

Y a pesar de los puntos señalados antes considero que Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer es una muestra notable (con temas por madurar) de la nueva literatura que se está haciendo en un país, hasta no hace mucho desconocido literariamente en España, como es Bolivia. Y su logro principal, saber describir la melancolía del paso de la juventud a la edad adulta, con imágenes sugerentes, no voy a considerarlo menor.
De todos modos, si alguien está interesado, la editorial permite el acceso al último de los cuentos del volumen. Si algún lector de esta reseña no ha leído el libro y quiere juzgar por sí mismo los cuentos de Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, puede hacerlo pinchando AQUÍ.

(Nota final: creo que he tardado más tiempo en escribir esta reseña que en leer el libro. Y considero que me ha merecido la pena: yo también escribo relatos y descubrir lo que funciona mejor o peor, reflexionar sobre ello, es una parte fundamental del proceso de aprendizaje y de creación.)

domingo, 2 de septiembre de 2012

Cicatrices, por Juan José Saer


Editorial El Aleph. 294 páginas (481-775 de este volumen). 1ª edición de 1969, ésta de 2012.

Estoy de acuerdo con la entrada de la wikipedia sobre Juan José Saer (Serodino, Santa Fe Argentina, 1947 - París, 2005), cuando afirma sobre Cicatrices (1969) que “la crítica la considera su primera novela madura”, pero ya difiero cuando dice: “Cuatro historias narradas por cuatro protagonistas de cuatro capítulos diferentes que giran en torno a un hecho común: un obrero metalúrgico que mata a su esposa el día del trabajador” (ver AQUÍ).

Sí es cierto que tenemos aquí cuatro historias, narradas en la primera persona del protagonista de cada una de ellas, pero que no creo que giren en torno al obrero que asesina a su esposa.

Me parece la primera novela madura de Saer porque en ella ha encontrado su cauce de expresión real: ya no hay titubeos, ya no juega, como en La vuelta completa, a narrar hechos y no pensamientos. En Cicatrices la primera persona que narra cada historia nos va a llevar hasta el fondo de sus inquietudes a través de su particular visión del mundo.

La primera parte, Febrero, marzo, abril, mayo, junio, está protagonizada por Ángel Leto, joven de 18 años al que ya conocimos en la novela anterior, que convive con su madre y que trabaja en el periódico local, donde coincide con Carlos Tomatis. Leto es un joven lleno de rabia, que se desahoga bebiendo, leyendo hasta tarde en su cuarto o caminando sin cesar por la ciudad. Su voz narrativa juvenil está marcada por expresiones como la siguiente: “Al tipo no lo había visto en su perra vida” (pág. 528).
Tomatis, el personaje donde se ha querido ver representado a Saer con más fuerza, vuelve a expresar alguna de sus teorías sobre la novela: “Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo” (pág. 537).
En esta novela aparece por primera vez el juez Ernesto López Garay (la verdad es que no estoy seguro de cuál de los dos hermanos López Garay es: si el que murió asesinado por los militares o el que vive en París), obsesionado por realizar una nueva traducción de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde.
Quizás lo más llamativo de esta primera parte es su trasfondo metafísico: cómo Leto cree encontrarse en las calles de la ciudad con su doble e intenta perseguirlo.
Esta primera parte termina con una frase que podría ser la que justifica el título del libro: “Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza” (pág. 581). Y dejamos a Leto enfrentado a su doble.

La segunda parte, Marzo, abril, mayo, está narrada por Sergio Escalante, abogado que no ejerce, porque se dedica a dilapidar su dinero –y el heredado de su familia– en el juego. Y en los intermedios entre una timba y otra escribe ensayos sobre filósofos mezclados con cultura popular, con títulos como El profesor Nietzsche y Clark Kent (en realidad, todos los títulos de ensayos que aparecen en esta novela de 1969 podrían ser las novedades de fin de año de la editorial Blackie Books).
Y si en la parte de Leto, gracias al tema del doble, ya habíamos pensado en Dostoyevski, aquí se cita expresamente su novela El jugador, libro que aparece en la trama. Y en algún momento, Escalante dice algo que yo también pensé cuando leí El jugador, que Dostoyevski presupone la adicción y no penetra en ella más que al final de su novela. La narración de la obsesión por el juego es agobiante aquí, y si Saer hubiese publicado esta segunda parte como novela corta independiente, creo que a día de hoy sería recordaba como una de las mejores novelas cortas de la literatura hispanoamericana.
Hay unas páginas un tanto asfixiantes, cuando se describe el juego de cartas favorito de Escalante y se afirma: “De modo que en el juego de punto y banca la repetición es imposible” (pág. 596); en estas palabras creo que Saer dialoga con Borges, cuando en el poemario Fervor de Buenos Aires, éste describe el juego del truco y escribe: “Una lentitud cimarrona / va demorando las palabras / y como las alternativas del juego / se repiten y se repiten”.

Me llama la atención de Saer la capacidad que tiene para narrar sobre la vida, para reflexionar sobre ella, y a la vez para evadirse, para hacer difícil (o irrelevante) el resumen de los hechos. Y también cómo hace propio el mundo de sus protagonistas, donde las referencias al lugar parecen más trascendentes que las propias personas: en la segunda parte, por ejemplo, descubrimos como de pasada que César Rey, uno de los personajes de La vuelta completa, ha muerto en Buenos Aires atropellado por un tren.

La tercera parte, Abril, mayo, está narrada por Ernesto López Garay, el juez con el que se relacionaba Leto en la primera parte, y ahora, 200 páginas después, leemos sobre un encuentro entre López Garay y Leto, narrado desde el punto de vista del juez. Quizás esta parte se hace algo más tediosa que las anteriores porque López Garay está lejos de los hombres (a los que llama dentro de sí gorilas) y para remarcar su distancia, Saer se sirve del recurso de narrar sus largos paseos en coche, describiendo cada calle o peculiaridad del camino.
López Garay sueña, y sus sueños, una orgía caníbal de hombres primitivos o el incendio de una llanura, parecen anticipar las novelas de Saer El entenado y Las nubes.

La cuarta parte, Mayo, es la más corta del libro y en ella se nos narra el último día de la pareja Fiore, cómo van a cazar patos a una laguna por la mañana y a la noche él le pega a ella un tiro mortal en la cara. Una narración costumbrista, con gran profusión de diálogos, cuyo suceso tremendo –del que no podemos escapar– ha afectado ya a los personajes de las otras tres narraciones.

Las dos primeras partes son las más largas y las mejores del libro, y unas novelas cortas estupendas. El único punto de conexión entre ellas es el asesinato del obrero del que hablaba la wikipedia, además de algún personaje secundario aislado, pero lo narrado no gira en torno a este hecho, sólo une débilmente las narraciones.