lunes, 31 de mayo de 2010

Mi novela en la Feria del Libro de Madrid 2010

Llevo una semana tratando de recordar cuándo fue la primera vez que visité la Feria del Libro de Madrid. Sin estar convencido de que fuese la primera, he conseguido remontarme hasta mis 16 años. Acababa 2º de BUP, había ido de visita a casa de mis abuelos, tenía mucho que estudiar, acompañaba a mis padres a algún recado en Madrid y de vuelta pasamos por la Feria del Libro. Recuerdo también una exposición canina en un lugar que pienso que era una garaje, pero que no podía ser un garaje, algo que debía ser la galería de un centro comercial. Salimos de allí, avanzamos por el parque del Retiro, empezaba a atardecer.
Desde los senderos entre los árboles, desembocamos en el paseo de Coches, y en una caseta me topé con la figura de Terenxi Moix. Miraba al frente con el gesto decidido e irónico, pensé en un ave rapaz a punto de despegar. Yo no había leído a Moix entonces (de hecho, tampoco lo he hecho después, no se ha dado la circunstacia), pero recuerdo la emoción de estar ante el que considera “un escritor de verdad”, es decir alguien cuyos libros se podían encontrar en librerías, leer reseñas de ellos en prensa, alguien a quien había visto en la televisión o escuchado en la radio. Y estaba allí, cercano, a la vista de todos, dentro del cubículo de una caseta de contrachapado. Creo que esta claro que yo ya entonces deseaba ser “un escritor de verdad”.
No me acerqué a él. En realidad yo buscaba un libro de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que, en contra de mis pronósticos, encontré con bastante facilidad en el puesto de una librería especializada en ciencia-ficción.

Me recuerdo también, años más tarde, como un avezado cazador de autógrafos. Hace una década tuve que pelearme en una cola informe con un bravío batallón de mujeres de mediana edad, por acercarme a Mario Benedetti, autor que en su momento llegó a gustarme bastante. Recuerdo la mirada cansada del uruguayo cuando le dije que el ejemplar de La tregua que le acercaba para que garabatease en él su nombre, por fin me lo iba a quedar, que lo había comprado al menos cuatro o cinco veces y siempre para regalar (a chicas).

Recuerdo una conversación con Javier Cercas, sobre su novela Soldados de Salamina y sobre Roberto Bolaño. La sorpresa que le causó que le contara que en un libro de Bolaño, difícil de conseguir entonces, La Pista de hielo, había una escena similar a la descrita por él para su protagonista, y el hecho curioso de que Bolaño no le había hablado de la existencia de ese libro. Años después me acerqué a Cercas de nuevo para que me firmase La velocidad de la luz, y ya le encontré cansado, distante, acalorado de éxito y días de junio.

Recuerdo las locuras exquisitas de Leopoldo María Panero, la cercanía de Vargas Llosa, una agradable conversación sobre Tobias Wolff con Ignacio Martínez de Pisón
Recuerdo la angustia que sentí ante la elegancia de Carlos Fuentes. Entonces andaba yo por los 27 años, trabajaba en la auditora norteamericana y no podía sacar casi tiempo para escribir, y en algún lugar había leído acerca de la dedicación completa del joven Fuentes al amparo de otro escritor mexicano en sus comienzos; unos comienzos que ya empezaban a dejarme atrás y me perseguía la certeza de que la vida no iba ser como en París era una fiesta.

Recuerdo la simpatía campechana de Javier Tomeo, de Álvaro Pombo… Recuerdo a un grupo de extrema derecha montando un pifostio frente a la caseta en la que estaba Ángel González; los radicales increpaban a su vecino de firma (no recuerdo quién era), y yo, entre las voces estridentes y las banderas no democráticas, le pedía al poeta que me escribiera, en la primera edición de Otoños y otras luces, aquel verso que tanto me gusta de él: “Te llaman porvenir, porque no vienes nunca…”

Al menos tres veces me ha firmado Javier Marías, posiblemente el que para mí sea el mejor escritor español vivo.
Luis Landero me firmó también dos veces; García Montero, Luis Alberto de Cuenca

Me emocionó que alguien que había estado en un campo de concentración nazi me firmara el libro en que narra su experiencia. Estoy hablando, claro, de Jorge Semprún.

El año pasado, al fin siguiendo la lógica inapelable del tiempo, me firmó alguien más joven que yo: Andrés Neuman.

No mucho después de su premio Nobel, José Saramago firmaba libros. Hice cola para que me dedicase La caverna, que luego me defraudó bastante. La cola se iba renovando constantemente y no bajaba nunca de los 50 metros. Además, para llegar a la caseta de Saramago, se pasaba delante de otra donde firmaba un escritor del que nunca había oído hablar, y nadie requería sus libros. Allí estaba el hombre mirando al frente, distante y estoico, viendo pasar por delante de sus ojos la inmensa, inacabable cola de lectores de Saramago. No recuerdo quién era, ni la gloria enana de aparecer en este blog le ha sido dada.

El sábado volví a pasar por el Retiro (desde que me cambié de casa vivo al lado) y vi que estaba en una caseta Vila-Matas, fui a mi piso y cogí las primeras ediciones de sus novelas que aún me quedaban sin firmar. Hace dos años ya me firmó otros libros en una conferencia que dio con Rodrigo Fresán. Me ocurrió igual que con Cercas, la primera vez me pareció cercano y cordial, y la segunda lejano.
El sábado pasaba por la Feria para saludar a Tito Expósito, editor de Baile del Sol, y preguntarle si existía ya mi novela Acantilados de Howth en papel. Acababa de hablar con el impresor, me dijo, y si no estaba para el miércoles por la tarde se iba él mismo a la imprenta a imprimir el libro (esto contado con su acento canario tenía más gracia).
Así que este jueves 3 de junio en la caseta 262, la de Baile del Sol, estaré yo de 18.00 a 20.00 horas firmando ejemplares de una novela que aún no existe, una novela escrita hace unos 4 ó 5 años, y que he retocado al menos dos veces en este tiempo. Espero que no me toque al lado de ningún Saramago y tenga que convertirme yo en el escritor distante y estoico. Aunque como decía Henry Miller en El Trópico de Capricornio: “puede que aquel fuese el peor libro que hubiera escrito un hombre jamás, pero era mi primer libro y yo estaba enamorado de él”.
(En realidad no es mi primer libro y yo no estoy enamorado de él, pero me gusta la cita. En realidad creo que me queda mucho camino para ser “un escritor de verdad”.)
Dejo aquí la portada del libro. Esta hecha con el montaje de dos fotos tomadas por mi hermano, Sergio, en Howth:


Firma en la Feria del Libro de Madrid, Retiro, caseta 262, día 3 de junio, jueves, de 18.00 a 20.00 horas.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Madurar hacia la infancia, por Bruno Schulz

Editorial Siruela. 530 páginas. Textos originales de la década de 1930. Edición de 2008.

Hace más de una década hojeé la versión embrionaria que hizo Siruela de este libro en la biblioteca de Móstoles. Entonces las tapas eran blandas y al volumen no le acompañaban los dibujos del autor. No recuerdo qué me hizo interesarme por ese libro, imagino que la reseña leída en el suplemento cultural de algún periódico. Recuerdo, en cambio, que hizo que me decidiera a no leerlo: los títulos de los dos libros de cuentos que recogía eran Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra. No leí el libro por esta última palabra, clepsidra; pensé que si un autor metía una palabra así en el título de un libro no le quedaba más remedio que expresarse con vacuidades modernistas. No podía estar más equivocado aquel chico de los suburbios que era yo entonces, o al menos lleno él mismo de un desprecio vacuo hacia cosas que desconocía.

Me volví a encontrar con Schulz al leer mi primer libro de Bolaño, Estrella distante, en 1999. Hacia el final de esta novela, cuando Arturo Belano tiene que señalar en un bar a Romero (el detective asesino a sueldo) quién es Carlos Wieder (el nazi que le han encargado matar), Belano le dice que le esperará leyendo a Schulz. “El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático.”, escribe Bolaño en el último capítulo de Estrella distante.
Algún año después, hojeando una revista literario, leí que Bruno Schulz fue un judío polaco al que un nazi pegó un tiro en plena calle, en el gueto de su pueblo polaco Drohobycz (actualmente Ucrania), porque quería vengarse de su enemigo, el nazi que protegía a Schulz, quien le usaba para decorar las paredes de la casa de su hijo (Schulz era el profesor de dibujo del instituto de Drohobycz). Es decir, Bolaño hace que Belano esté leyendo a Schulz cuando ha de indicar a Romero quién es el nazi chileno al que debe matar, una cuidada venganza literaria.

En 2008 Siruela volvió a reeditar el libro con las Obras Completas de Bruno Schulz. Esta vez en tapa dura, y con los dibujos que Schulz hizo para acompañar la edición de Sanatorio bajo la clepsidra, con el sugerente título de Madurar hacia la infancia. Y una nueva traducción a cargo de Elzbieta Bortkiewicz. He leído en Internet alguna crítica a la antigua, está me ha parecido muy buena, a pesar de algunas rimas internas, que imagino difíciles de evitar.
Por entonces leí una pequeña reseña en un Babelia donde el crítico Francisco Solano (lo acabo de buscar en Internet) afirmaba que Schulz estaba a la altura de Kakfa y Borges, pero que a diferencia de ellos “parecía condenado a perpetuarse en una devoción restringida”.
Lo compré en la feria del libro de Madrid de 2009. De algún modo nuevamente absurdo no lo he leído hasta ahora. Y sí, al fin, tras este periplo, lo puedo afirmar: Bruno Schulz es uno de los genios de la literatura del siglo XX a la altura de Kafka y Borges.

Al hablar de la obra de Schulz los críticos suelen referirse a sus dos libros principales, Las tiendas de color canela (1933) y Sanatorio bajo la clepsidra (1939), como libros de relatos. En realidad los cuentos de estos libros se vertebran como los capítulos de una misma novela, donde el autor parece recrear el mundo de su infancia alrededor de la casa familiar, unida a la tienda de telas de su padre en la plaza del pueblo de Drohobycz.
Schulz vuelve la mirada atrás y no hace emerger recuerdos a la manera proustiana, parapetándose en la evocación del detalle, sino que su labor será la de buscador de mitos, y así bucea en el inconsciente colectivo para sacar a la superficie la esencia mítica de la infancia, de un mundo anterior a los límites impuestos al adulto.
De forma reveladora leemos en la página 167: “Hay cosas que no pueden ocurrir hasta el final de forma absoluta. Son demasiado grandes y magníficas para caber en su suceso. Sólo intentan ocurrir, palpan el sujeto de la realidad: ¿aguantará su peso? Enseguida retroceden temiendo perder su integridad en la deficiencia de lo real”.

Cuando Schulz escribe, las palabras no buscan recrear la realidad, consiguen crear la realidad. La metáfora se abre camino en el discurso para ser el discurso. El niño no recuerda al padre trepando como una araña por las estanterías de la tienda, el padre es una araña que trepa por las estanterías de la tienda.

El volumen editado por Siruela se complementa con texto inéditos de Schulz, en ellos podemos leer unos breves ensayos sobre la obra de Kafka, de Gombrowicz (del que era amigo), o de sí mismo. En una autorreflexión sobre Las tiendas de color canela, leemos en la página 424: “Nuestras más sobrias definiciones y conceptos son lejanos descendientes de los mitos o historias antiguas. Entre nuestras ideas no hay una miga que no provenga de la mitología, aunque sea de una mitología transpirada, mutilada, transformada. La primera función del espíritu es fabular, crear historias. La fuerza propulsora del saber humano es el convencimiento de encontrar, al final de la propia búsqueda, el sentido último del mundo”.

En Las tiendas de color canela, Schulz nos habla de su casa, de la tienda de telas de sus padres, de la plaza del pueblo, y las personas sobre las que focaliza su atención son principalmente el padre, demiurgo capaz de animar la realidad muerta, y Adela, la sirvienta, enemiga del padre al intentar imponer orden a su caos. En este libro destacaría Los pájaros y el cuento/capítulo titulado Las tiendas de color canela, sólo estos dos textos ya hacen para mí a Schulz uno de los grandes.

En Sanatorio bajo la clepsidra, volvemos al mismo mundo, pero el protagonista Josef (el mismo nombre que Josef K., el protagonista de El proceso) empieza a entrar en la adolescencia, y así en el texto llamado La primavera se enamorará de Bianca (Intenté leer páginas de este cuento el sábado pasado después de un acto social, con comilona y vino, igual que a Belano las palabras me pasaban como escarabajos incomprensibles: cómo me costaba concentrarme, que lenguaje más alambicado y hondo usa Schulz, cuya lectura en el metro no es muy recomendable.)
En el cuento titulado Sanatorio bajo la Clepsidra, el padre ha muerte pero permanece vivo o semivivo en este sanatorio que consigue viajar en el tiempo…, y esto lo cuenta Schulz sin despeinarse apenas: “ -Todo el truco consiste –añadió dispuesto a presentar el funcionamiento del mecanismo con las manos- en que hicimos retroceder el tiempo. Nos retrasamos hasta un intervalo cuya duración es imposible de determinar. La cuestión conduce a un simple relativismo. La muerte que alcanzó a su padre en su país, aquí no ha llegado todavía.” (página 298).

En dos textos finales Schulz analiza la obra de Kafka y Gombrowicz de forma muy incisiva. En el cuento El jubilado se filtra claramente la influencia de Gombrowicz y su impactante novela (la leí en 2004) Ferdydurke, ya que el protagonista de El jubilado también acaba regresando de adulto al colegio (quizás uno de los textos menos brillantes del conjunto al quedar despegado del resto y no ser Josef su narrador).
La influencia de Kafka es constante en Schulz, aunque si bien la alteración de la realidad en Kafka suele conducir a la angustia en Schulz lo hace hacia el divertimento poético.

En La última escapada de mi padre, Schulz trae a la vida a su padre muerto en la figura de una cucaracha, que según el texto debe de ser al menos del tamaño de una langosta. La madre y Josef alimentan a la cucaracha, la miman, y por error la sirvienta la hierve y la sirve de comida (la langosta es un alimento prohibido para las judíos; las referencias religiosas son constantes en el texto, algunas me las pierdo). El plato se queda sin comer cogiendo moho, hasta que la langosta cocida una mañana desaparece.
Kafka se transforma a sí mismo en una cucaracha gigante humillada por el padre, y Schulz transforma a su padre en una cucaracha/langosta que la familia se acaba sirviendo como comida no sagrada: parece un chiste metafísico de judíos contado por Woody Allen. Un chiste de judíos que en todo caso acaba estrepitosamente mal, con tuberculosis en un sanatorio, con un tiro en la cabeza…

Qué largo recorrido para encontrarme con Bruno Schulz, para admirar el poder del genio de surgir en los lugares más insospechados, en un oscuro profesor de dibujo de un instituto que no pudo nunca abandonar su pueblo, y del que dependía económicamente toda su familia tras la muerte del padre, “un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato pasa osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen”, escribe de él su amigo Gombrowicz.
La leyenda dice que Schulz tenía una novela acabada y escondida, llamada El mesías, cuando fue asesinado. Una novela desaparecida en la vorágine del siglo XX.

En muchos de sus dibujos una bella mujer desnuda es admirada por un ser retorcido, a sus pies:


jueves, 13 de mayo de 2010

Perra mentirosa y Hardcore, por Marta Sanz



Editorial Bartleby. Primer poemario: 49 páginas, segundo poemario: 45 páginas. Primera edición de 2010.

La narradora Marta Sanz realiza en Perra mentirosa y Hardcore su primera y doble incursión en el mundo de la poesía (publicada). La edición de Bartleby incluye los dos poemarios, y uno debe finalizar uno y dar la vuelta al volumen para volver a empezarlo desde el otro extremo.

Estuve, a finales de abril, en la presentación del libro en la librería/bar La buena vida, en la calle Vergara de Madrid (muy cerca del metro de Opera) y me gustó bastante el lugar, que no conocía. Aquí Marta Sanz sugirió que la lectura de sus poemarios debería comenzarse por Perra mentirosa, y así lo hice hace unos días.

Los poemas de Perra mentirosa son más extensos, en general, que los de Hardcore. Y en aquéllos, desde los primeros versos de los dos primeros poemas, (“Anoche soñé (…), página 7, y “En los sueños (…), página 8), penetramos en el perturbador mundo onírico que se nos propone. En él, la voz narrativa parece haber sido concedida a lo irracional que se esconde en el subconsciente de la poeta.
De este modo el recurso de invocar a esa “perra mentirosa” que alude el título, como ser desdoblado de uno mismo en los versos de varios poemas, parece remitirnos, en términos freudianos, al “ello” que flota en nuestro interior y que se manifiesta más intensamente en el mundo de los sueños.
Así en las imágenes de los poemas aparecen animales descuartizados, alusiones a la carne torturada o envejecida, provocando un rechazo inquietante similar al de la contemplación de un cuadro de Francis Bacon.
Significativamente en el tercer poema de Perra mentirosa la autora nos revela gran parte de sus intenciones artísticas: “De la ciencia me interesa más / el descubrimiento del endoscopio / que todos los viajes a la luna. // ¿Me explico? // Estoy hablando del cuerpo” (página 19).

“Y yo no escribiría una línea / si no fuera por la perra que me lame la mano”, nos dice Marta Sanz en la página 38 del primer poemario, siguiendo con el juego literario de dar rienda suelta a su subconsciente.

En Hardcore la voz narrativa parece atar a la perra que lleva dentro (al “ello” freudiano), y ser retomada por la parte más consciente de la autora. Así, en este poemario, leemos pequeñas anécdotas o reflexiones, siguiendo una línea de poesía moderna muy apegada al discurso directo y narrativo.
En Hardcore, los versos llegan a adquirir un aire más melancólico que en Perra mentirosa; por ejemplo, podemos leer en la página 12: “Hubo una vez / un hombre con gafas de sol / barbilampiño / que me escribía cartas y postales. / Ahora sé / que si le hubiera devuelto / las palabras que / quizá / él presentía, / hoy / yo tendría un tiznajo en la frente, / un hijo / y, casi con toda seguridad, / estaría muerta”.

En la página 32 nos encontramos con los que quizás sean los versos más reveladores para entender la intencionalidad de ambos poemarios: “Enciendo el ordenador / y la sinceridad / se me esconde / ante la inquietud / de poder ser / provocadora”.

Si ser provocadora era el empeño poética de Marta Sanz en este doble poemario, su objetivo ha sido alcanzado eficazmente.

sábado, 8 de mayo de 2010

Cuentas pendientes, por Martín Kohan


Editorial Anagrama. 177 páginas. Primera edición de 2010.

De Martín Kohan leí en 2007 Ciencias Morales, novela galardonada con el premio Herralde de ese año. Me resultó interesante la reflexión que hacía sobre las secuelas de la dictadura en Argentina, desde la perspectiva de una joven que se encarga de vigilar la disciplina de los alumnos en un colegio de carácter militar. El lenguaje austero reflejaba la personalidad constreñida de la protagonista, su tendencia a un orden obsesivo y enumerativo de una realidad que no osa cuestionarse.

El domingo atravesé el Retiro para tomar el tren en Atocha y comer en casa de mis padres. Sucumbí a echar un vistazo a las mesas con libros expuestos en la cuesta de Moyano, aunque no tenía intención de comprar ninguno (de hecho, llevaba uno en una bolsa para empezar a leerlo en el tren). Pero dio la casualidad de que me encontré con esta novela de Martín Kohan, Cuentas pendientes, que salió en marzo de este año y estaba a mitad de precio y sin ningún deterioro. Sé, por otras veces, que este puesto en concreto vende novedades a mitad de precio porque se las pasan a ellos algunos críticos de periódicos que se deshacen de los libros según los despachan. Y justo antes de salir de mi nueva casa, camino del Retiro, había hojeado El cultural (suplemento del periódico El mundo) de hace unas semanas y, de pie, había leído una crítica positiva de este libro. (Es posible que el crítico y yo hayamos leído el mismo ejemplar, él sin pagar y yo a mitad de precio).

El caso es que tras unos instantes de vacilación -de por medio mi disgusto ante el atasco interminable de libros en la sección de inleídos de mi biblioteca y por otro la satisfacción consumista de adquirir un nuevo ejemplar a mitad de precio)-, me hice con él, y lo comencé a leer en el andén de Atocha, esperando al cercanías.

En Cuentas pendientes Kohan nos presenta a Lito Giménez, de casi ochenta años, un militar jubilado que vive solo, aunque su ex mujer y su ex suegra (casi centenaria) viven tres pisos por encima de él, que lo hace en el bajo. De vez en cuando ellas requieren su ayuda, o se reúnen todos en el tercero para fingir una idea de matrimonio convencional ante las visitas de la hija de ambos.

La novela empieza con un ligero tono sarcástico en torno a los accidentes domésticos de Giménez, y sus pequeñas tragedias, como la basura que no deja de caer a su diminuto patio interior desde los demás pisos del edificio.

Giménez, además de con su ex mujer, ex suegra e hija, se relaciona muy superficialmente con el portero del edificio, el camarero de un bar cercano, con una prostituta derrengada, con el temido Dueño de la casa -al que debe ya cuatro meses de alquiler- y con Vilanova, un militar también jubilado de más alta graduación que él. Vilanova encarga a Giménez pequeñas pesquisas en los periódicos en busca de determinadas marcas de coches de segunda mano. Por esta actividad, Giménez recibe un dinero que entendemos como turbio.
Y a través de esta vida solitaria y anodina, cargada de una minuciosa descripción acumulativa de pequeñas tragedias y mezquindades -problemas digestivos, compras en el supermercado de los artículos más baratos…- el lector va atisbando el pasado ominoso de la dictadura en Argentina. Sabemos, casi de pasada, que Giménez le debe a Vilanova el gran favor de haberle hecho padre al entregarle una niña (su hija) proveniente de una madre desaparecida. La moralidad de ambos ex militares sólo se altera ante el incremento de la delincuencia en el país y las movilizaciones de los jóvenes que no saben mirar hacia el futuro y sólo revuelven en el pasado.

El estilo es enumerativo, trabajado en su parquedad, eficiente.

Quizás al avanzar por las páginas de la novela tenía la sensación de que Kohan había conseguido crear un personaje interesante, Lito Giménez, pero no alcanzaba a darle movimiento. Es decir, una cosa es dibujar con precisión a Don Quijote y a Sancho y dejarlos en su estancia, y otra distinta, y más valiosa, es lanzarlos al mundo, en busca de una peripecia, de una lucha contra molinos o gigantes…
Las páginas avanzaban y la salida al mundo de Lito no llegaba; hasta la página 122, donde la construcción literaria se fractura y gana en profundidad, pues aquí es cuando descubrimos quién es el narrador de la historia, quien empezó en la página 9 a imaginar la vida del personaje: “Tengo para mí que Giménez, tarde en la noche (…)”. Prefiero no revelar quién es, aunque en la crítica de El cultural lo señalaban y eso me chafó parte de la sorpresa, del interesante giro constructivo.

Ciencias morales me parece un libro más valioso, pero Cuentas Pendientes es una novela meritoria de la nueva narrativa argentina.

(p.d. me estoy dando cuenta de que leo los libros de Argentina como si fueran la literatura de mi país. El otro día se me escapó en una conversación una construcción lingüística argentina en vez de española. Creo que sólo yo me di cuenta.)

lunes, 3 de mayo de 2010

El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, por Patricio Pron


Editorial Mondadori. 217 páginas. Primera edición 2010.

Me había encontrado en Internet el nombre de Patricio Pron como autor argentino seguidor de la estética de Roberto Bolaño, y sentí curiosidad por comprobar hasta qué punto era cierto.

He leído durante la semana pasada este libro, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, un conjunto de cuentos escritos, al parecer, sin afán de que funcionasen como un volumen, sino que se trata de diversas colaboraciones en revistas…

El libro se compone de 18 cuentos, aunque 2 pueden ser leídos como el mismo cuento visto desde perspectivas distintas.

Empezaré a comentar el libro, más o menos, por la mitad, por el cuento titulado Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo, la pieza más extensa del conjunto, unas 40 páginas. Su lectura me ha remitido de forma inmediata a La literatura nazi en América de Bolaño. Aquí Pron nos habla de la literatura (aunque también de la pintura) expresionista alemana, y usando la técnica de crear un diccionario de autores, pensé que iba a escribir breves relatos, como hace Bolaño en el libro citado. Leyendo las vidas inventadas de este cuento, pronto empecé a darme cuenta de un detalle: algunos de los nombres del diccionario no eran inventados, reconocí a artistas como Otto Dix, Alfred Döblin, Otto Gross, Ernst Ludwig Kirchner… como se ve en su mayoría pintores, que conocía de las exposiciones temporales del Thyssen, aunque también me sonaba algún escritor. Buscando por Internet me he dado cuenta de que no debe de haber en la lista ningún escritor inventado, todos son reales y el 90% de ellos están olvidados. La vuelta de tuerca a La literatura nazi en América de Bolaño me ha parecido muy ingeniosa. Si Bolaño quería mostrarnos la poca importancia social de la figura del escritor creando toda una literatura inventada, Pron le devuelve la pelota mostrando lo mismo desde una perspectiva más cruda: los escritores de los que él habla también son ridículos, también tuvieron su viaje al abismo y la calamidad y, además, son reales, aunque el lector sepa de ellos por primera vez. El primer autor, por ejemplo, Balduin Bählamm se propone la absurda tarea de reescribir Fausto sin ser Goethe; es decir, en primera instancia pensé que además de un homenaje a Bolaño se trataba de otro a Borges, y su Pierre Menard, pero la propia conclusión de que Bählamm había tenido la misma idea de Borges, pero 30 años antes, me hizo pensar que la historia era verdadera, y el afán de Pron consistía en querer enseñarnos al monstruo real.

Todos los cuentos de este libro están ambientados en Alemania, o bien en otros lugares pero los protagonistas provienen de Alemania (en muchos casos extranjeros perdidos en este país, donde Pron trabajó de profesor). Aunque más bien tienden a la deslocalización de la historia, que puede ocurrir en la RDA en 1981, o en un pueblo cualquiera de Alemania en 1961 (un recurso muy típico del arte fabulador de Bolaño).

En muchos de ellos los protagonistas son escritores o aspirantes a ello, como en la mayoría de las historias de Bolaño; aunque en este último el escritor, aunque fracasado en su cometido en cuanto a artista y también en cuanto a hombre (finito, mortal, intrascendente…), contenía cierta épica romántica o suicida que le sostenía, y en Pron la condición de escritor se vive más como una condena ridícula. Esto se ejemplifica bien en el cuento que para mí es el mejor del conjunto: Es el realismo, donde el tono poético y melancólico de otras composiciones da paso a un humor sarcástico sobre las bajezas del mundo literario. Por este relato Pron recibió el premio Juan Rulfo de 2004.

He leído dos veces el cuento La visita al maestro (por cierto, este título es el del primero de los libros de la serie de Zuckermann de Philip Roth), la segunda para confirma la sospecha de que uno de los protagonistas del mismo era Roberto Bolaño. En él una veinteañera alemana se baja de un autobús en un pueblo con playa, que tal vez sea Blanes, para visitar a un escritor chileno que conoció en Alemania. En la playa se encuentra casualmente con el hijo del escritor, quien le cuenta una anécdota sobre el padre que bien podría estar protagonizada por uno de los personajes de Bolaño o más bien por él mismo. Un cuento muy conseguido.

También en el estilo, Pron sigue bastantes de las directrices de Bolaño: usando un lenguaje poético lleno de ambigüedades, de posibles significados que se van negando y abren el párrafo al misterio. Así en la página 122 se lee: “lo que explicaría muchas cosas o, tal vez, ninguna”. En la página 18: “sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada”.

Me han parecido más rotundos los cuentos de la última parte del libro, con piezas como Abejas, muy cercanas al realismo minimalista norteamericano; de hecho, éste parecía un cuento de Charles Baxter.
En algunos cuentos de la primera parte me ha dado la impresión de que, con talento, Pron crea a un personaje melancólico, y nos describe algún recuerdo o situación, pero sin conseguir hacer avanzar la historia, ni plantear ninguna dicotomía al personaje, y de esta forma la intencionalidad y la identificación del lector con el cuento queda un tanto desdibujada. Esto ocurre en piezas como Una de las últimas cosas que me dijo mi padre o Tu madre bajo la nevada sin mirar atrás; escritos con un poético y eficiente estilo, por otra parte.

También me ha parecido detectar la influencia benefactora de Julio Cortázar en cuentos como El estatuto particular, donde una pareja juega a visitar la misma ciudad por separado y tratar de encontrarse. Cortázar tenía un cuento parecido, donde una pareja se encuentra en un hotel y finge que no se conoce. A Cortázar podría achacarse también la presencia de lo neofantástico en cuentos como Las ideas, el primero del conjunto y uno de los mejores.

En general, un interesante conjunto de cuentos, que me hace desear leer de la biblioteca de Móstoles la novela El comienzo de la primavera, con la que Pron obtuvo el premio Jaén. Pron es aún un escritor muy joven, cargado de talento y tengo la impresión que va a darnos a los lectores más de una alegría en el futuro (además de la alegría que han supuesto la mayoría de las páginas de este libro).