domingo, 27 de octubre de 2024

Teatro, por Antón P. Chéjov

 


Teatro, de Antón P. Chéjov

Editorial Cátedra, 376 páginas. Primera edición de 1896-1904; esta es de 2022

Traducción y edición de Isabel Vicente

 

Ya he comentado que acabé 2023 leyendo, en diciembre, una antología de cuentos de Antón P. Chéjov (Taganrong, 1860 – Badenweiller, 1904) de casi 900 páginas. Fue uno de los libros que más que gustó de ese año. Así que consideré que, ya que había leído los dos libros con las siete novelas cortas de Chéjov, que tiene publicados Alba y esta nueva antología, también en Alba, con 60 cuentos, debía acercarme a la obra teatral de Chéjov, una parte muy importante de su producción artística y que no conocía. Estuve mirando ediciones sobre este teatro de Chéjov y la que más me convenció fue una de la editorial Cátedra que contiene sus cuatro obras más famosas: La gaviota (1896), El tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). La edición y la traducción están a cargo de Isabel Vicente, que es experta en Chéjov y en la cultura rusa y el libro me pareció atractivo. Contacté con la editorial Cátedra y ellos, muy amablemente, me enviaron el libro para que pudiera leerlo y comentarlo.

 

De entrada, debería apuntar que yo he leído muy poco teatro en mi vida. Recuerdo haberme acercado a las siguientes obras: La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, Hamlet de William Shakespeare, Calígula de Albert Camus, Luces de bohemia de Ramón del Valle-Inclán, y Esperando a Godot de Samuel Beckett. Aunque mi experiencia no fue negativa con estos libros, sí que tengo la sensación de que el teatro tiene más sentido viéndolo representado en un escenario que leyéndolo. Sin embargo, en este caso, al sentir que Chéjov se está convirtiendo por derecho propio en uno de mis escritores favoritos quería acercarme a esta parte de su obra.

 

Esta edición de Isabel Vicente cuenta con unas 80 páginas iniciales en las que se habla de la vida del autor y se analizan las cuatro obras aquí seleccionadas. Dejé su lectura para el final. Así que empecé con la lectura de La gaviota, que se estrenó en 1896. En la primera página existe una lista en la que se describe con una pincelada a los personajes que van a aparecer en la obra. Todas las obras constan de cuatro actos y una extensión bastante similar.

En La Gaviota, el joven Treplev, que quiere ser escritor, se siente ninguneado por el entorno de su madre Arkádina, una actriz famosa. En una casa de campo, junto a un lago, propiedad de Sorin, hermano de Arkádina, esta ha invitado a su amigo Trigorin, un escritor de éxito. La casa es frecuentada por Nina, hija de unos terratenientes cercanos, que desea ser actriz, y admira el ambiente alrededor de Arkádina y Trigorin. Treplev está enamorado de Nina y sus deseos de convertirse en escritor parecen obedecer al sueño de conquistar la admiración de Nina. Sin embargo, Nina parece amar a Trigorin, mientras que Masha –la hija del administrador de la finca– está enamorada de Treplev. En La gaviota hay mucho amor contrariado, amor que parece proceder de los logros que consiguen alcanzar las personas, más de lo que ellas son por sí mismas, parece decirnos Chéjov. En gran medida, La gaviota me parece emparentada con el cuento La cigarra, donde la esposa de un médico quiere relacionarse solo con artistas y deja de lado a su marido médico de profesión. Chéjov nos muestra el mundo del arte (el mundo de los escritores y las actrices) como un mundo frívolo, lleno de ególatras. Nina conseguirá convertirse en actriz de teatro y Treplev en escritor, pero ninguno de los dos será feliz. «Ahora, sé, ahora comprendo, Kostia, que en este quehacer nuestro –tanto si actuamos en escena como si escribimos–, lo esencial no es la gloria, no es la notoriedad, no es lo que constituía mis sueños, sino que es el aguante.», dirá Nina.

 

En El tío Vania (1899) nos encontramos con Serebrianov, que ha sido un eminente profesor universitario y que, ya retirado, tiene que vivir en el campo, en la que fue la casa familiar de su esposa muerta. Está casado, en segundas nupcias, con Elena de 27 años. Sonia es la hija del primer matrimonio de Serebrianov. Conviven con Vania, el tío de Sonia, y con Voinítskaia, abuela de Sonia. Como ocurría en La gaviota, también El tío Vania es una obra de amores desgraciados. Vania está enamorado de Elena, y Sonia de Astrov, un médico, algo mayor para ella, que frecuenta la casa. Astrov no parece interesado en Elena y es un hombre algo deprimido, perdido en el alcohol y la frustración que le causa la destrucción de los antiguos bosques de Rusia (el mensaje ecológico, que ya ha aparecía en alguno de los cuentos de Chéjov, me parece moderno para la época). Vania también es un hombre deprimido, que se siente viejo a sus 47 años. Además, Vania está empezando a darse cuenta de que él y su sobrina han sacrificado su vida por su cuñado Serebrianov, al que consideraban un gran hombre, y por el que han hecho el sacrificio de sacar adelante la finca en la que viven, pero este no parece haberse dado cuenta de ello y no se ha sentido agradecido. Este es también un tema recurrente en Chéjov, el de las personas con buenas intenciones, que malgastan su vida y quieren arreglar la de los demás, pero que no tienen capacidad para cambiar nada.

 

Las tres hermanas (1901) son Olga, Masha e Irina que, tras la muerte de sus padres, viven en una ciudad de provincia con el sueño de volver a Moscú, de donde proceden. También conviven con Projorov, su hermano, que se acabará casando con Natalia. La casa es frecuentada por militares, que están acuartelados en la ciudad. Projorov parecía el más preparado de los cuatro hermanos, y existían posibilidades de que llegara a ser alguien importante, pero sucumbirá al vicio del juego, mientras su esposa Natalia le será infiel a la vista de todos. Además, Natalia irá tomando posesión de cada vez más instancias de la casa hasta que consiga expulsar de ella a las tres hermanas.

 

En El jardín de los cerezos (1904) Ranévskaia regresa a su finca de Rusia, después de haber vivido seis años en París. Regresa junto con su hija Ania, de 17 años, y Varia, su hija adoptiva, de 24. La madre dejó Rusia después de haber sufrido la muerte de su marido y un hijo. Una de las cosas más extrañas de esta obra es que, a pesar del título, en realidad en la finca existe un jardín de guindos y no de cerezos. En Rusia la madre recibirá la noticia de que debe tomar una decisión sobre su casa y su finca: debido a las deudas, van a salir a subasta pública. Lopajin, comerciante e hijo de antiguos siervos de la familia, les propone un plan: talar los guindos, construir dachas de veraneo y alquilar esas casas. Pese a lo sensato de la idea, Ranévskaia no podrá decidirse, debido a los recuerdos que piensa que habitan en su casa y su jardín. En El jardín de los cerezos asistimos al empuje de una nueva clase social, frente a la inoperancia de los antiguos nobles. En una obra que, en cierto modo, adelante las crisis y revoluciones que va a sufrir Rusia a comienzos del siglo XX.

 

Al empezar al leer La gaviota –lo que se repetiría con las otras tres obras– tuve la sensación de que me costaba quedarme con los nombres de los personajes, y saber quién era quién, cuando intervenían en la obra. Esto me hacía volver de forma continuada a la página inicial de las obras para consultar la lista de los personajes. Lo cierto es que este hecho ha supuesto una ligera incomodidad a la hora de tratar de disfrutar de estas historias. Al leer los cuentos o las novelas de Chéjov –o al leer narrativa en general– tengo la sensación de adentrarme en las historias contadas de un modo mucho más natural que el que he tenido con estas obras de teatro. Imagino que si las obras se ven representadas en escena, al asociar cada discurso a un actor, será más natural conocer las relaciones que existen entre los personajes. Sin embargo, superada esta dificultad inicial, he podido volver al mundo de Chéjov, que conocía por su narrativa, ese mundo de personajes que se sienten incapaces de mejorar sus situaciones vitales, y disfrutar de esas historias. Creo que la obra que más me ha gustado ha sido El tío Vania, seguida de La gaviota. En El tío Vania me ha conmovido esa toma de conciencia del personaje de la inutilidad de su propósito, de su sacrificio por el que considera un gran hombre y al que acaba de ver como un miserable engreído, además de estar enamorado de su mujer. También es tremenda la forma de analizar el mundo del arte en La gaviota, ave que se convierte en un símbolo del desamparo vital de Nina, quien, pese a que se a convertido en actriz y, por tanto, debería sentirse feliz por haber cumplido sus sueños, se siente más infeliz que antes al descubrir que sus sueños eran una quimera y que la realidad del teatro dista mucho de lo que soñó de ella.

 

Al acabar las cuatro obras, como decía, me he acercado al prólogo y al estudio de Isabel Vicente. Me ha interesado leer sobre la vida de Chéjov, y saber, por ejemplo, que la idea del desahucio de El jardín de cerezos la vivió él en su infancia, cuando la familia perdió la casa en la que vivía, debido a que el padre estaba aquejado por las deudas. Desde muy pronto, Chéjov tuvo éxito como escritor de cuentos y de obras de teatro y casi no ejerció la medicina, la carrera que había estudiado.

Creo que ahora me apetece leer de Chéjov La isla de Sajalín, donde relata un viaje que hizo a esta isla en la que había una colonia penitencia, y cuyo informe influyó para que las autoridades rusas cambiaran las condiciones de ese penal. O leer otra antología de sus cuentos, publicada por Pretextos, que tengo en casa, y cuya selección casi no coincide con la de Alba.

domingo, 20 de octubre de 2024

El limonero real, por Juan José Saer


 El limonero real, de Juan José Saer

Editorial Planeta. 287 páginas. Primera edición de 1974

 

Encontré la primera edición de El limonero real (1974) de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) en la librería de segunda mano Ábaco en el verano de 2010, y no lo he leído hasta más de una década después. Ha permanecido en mis estanterías de libros por leer durante trece años, ya que lo acabé leyendo en el verano de 2023. Y esto a pesar de que sobre 2010 yo sentía mucha admiración de la obra de Saer. Recuerdo incluso que un compañero del colegio en el que trabajo, años después de haber comprado El limonero real, me prestó su novela Nada Nadie Nunca (1980), y con ella ya solo me quedaba leer de la narrativa de Saer El limonero real. A veces ni yo mismo entiendo muy bien por qué sigo comprando libros y no me acerco a los que tengo acumulados en casa sin leer. Creo que no me gustaba la portada de la primera edición de Planeta (lo que es absurdo, porque he leído el libro quitándole la camisa), o bien no me ponía con él porque tenía miedo a que me aburriera o decepcionase (no ha sido así).

 

El caso es que a falta de una semana de mis largas vacaciones de profesor (en el verano de 2023) había acabado la extensa novela Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester, y me decidí a entrar en septiembre leyendo la última novela de Saer que me faltaba.

 

«Amanece.

Y ya está con los ojos abiertos.»

Estas son las primeras palabras de la novela, que se irán repitiendo periódicamente como un leitmotiv. Wenceslao tiene unos cincuenta años y se despierta en su rancho, construido por su padre en una de las islas del Paraná. Allí vive con su mujer, de la que no sabremos nunca el nombre. De forma más insistente que en otras obras de Saer, en El limonero real la evolución de las horas, con sus variaciones de luces y sombras sobre el mundo, va a ser un tema central de la construcción. Vi una intervención de la crítica argentina Beatriz Sarlo en el programa de televisión Los siete locos, donde afirmaba que Saer era el principal narrador argentino que ponía la poesía como centro de su construcción ficcional. Esta idea es fundamental para comprender El limonero real: muchas de sus páginas se pueden leer como poemas, en las que el autor celebra y se va fijando en elementos de la naturaleza; en el cambio de la luz según avanzan las horas del día, por ejemplo.

La acción de El limonero real transcurre en un solo día, que se corresponde con un fin de año, y Wenceslao va a acudir a celebrarlo en la casa de los familiares de su mujer, en la orilla del río. Su mujer no va a querer ir con él, a ver a sus hermanas, porque aún quiere guardar luto, después de que su único hijo muriera seis años atrás. El hijo tenía veinte años y, después de cumplir con el servicio militar, se fue a trabajar a la ciudad como peón de albañil. Un accidente laboral le causará la muerte, un hecho que marcará las vidas de Wenceslao y su mujer. Acabaremos sabiendo que Wenceslao abandonó, durante un tiempo, sus obligaciones en el rancho y cayó en el alcoholismo, pero de esa etapa ya se ha recuperado en el momento de la narración. Aunque también comprenderá, que su mujer, después de la muerte del hijo, ha pasado a ser una persona a que nunca llegó a conocer bien en realidad.

Como es habitual en las obras narrativas de Saer, no se especifica el lugar concreto donde se ubica la acción, pero, por algunas características, que se repiten de un libro a otro, se sabe que cuando habla de «la ciudad», se refiere a Santa Fe, ciudad a la que Saer y su familia se trasladaron a vivir en 1948, donde estudió y empezó a trabajar como periodista. En El limonero real aparece el «puente colgante» de otras historias, puente cercano a la ciudad, y también aparece el pueblo de Rincón, cercano a Santa Fe.

 

Wenceslao se despierta con el día, saluda a sus perros y sale al patio de su rancho. Me ha llamado la atención cómo el narrador (Saer) le va explicando al lector con qué nombres Wenceslao y su mujer se refieren a las estancias y lugares que constituyen su mundo en la isla, como si, de forma simbólica –el simbolismo es importante en esta obra–, estas dos personas fuesen la pareja inicial del alumbramiento del mundo y tuvieran la tarea fundacional de nombrar a la realidad que les rodea. Algo parecido ocurría en las primeras páginas de Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, autor por el que Saer no sentía mucha simpatía.

En estas primeras descripciones de la isla destaca una construcción lingüística que, de nuevo, se irá repitiendo a lo largo de la novela: «los árboles que nadie plantó», que están ahí desde que llegaran las personas, y que seguirán allí cuando éstas desaparezcan. Estos árboles suelen ser de una especia llamada «paraíso», y seguimos con la carga simbólica de la narración. Sin embargo, el árbol que destaca en la isla, por encima de los demás, serán el limonero real, que se evoca en el libro, y que en el texto aparece por primera vez en la página 36: «El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas sí han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso.»

 

Como he dicho, la acción de la novela transcurre en un día, en un caluroso fin de año, pero –usando el recurso de la analepsis– también se narran hechos del pasado, importantes sobre todo para Wenceslao, como el del día que fue a conocer la isla en la que vive, con su padre, siendo él un niño. O un viaje que hizo a la ciudad, junto a su cuñado Rogelio (otro de los personajes principales del libro) para vender sandias, en un carro con un caballo con una pata dañada; una historia que el lector sabrá que se contará –otra vez– durante la comilona en la casa de los cuñados de Wenceslao.

 

La expresión «Amanece. / Y ya está con los ojos abiertos.» se irá repitiendo a lo largo de la novela, y Saer, como narrador, jugará con el tiempo de su historia. En más de una ocasión, va a hacer un compendio de lo que ha contado hasta ahora, sobre el día de la novela, y contará en esta nueva ocasión un detalle que no ha sido narrado previamente. Podría mostrar la realidad desde distintas perspectivas, parece decirnos Saer, y sería la misma, pero no las sensaciones que tendría el lector sobre ellas. Además, como ocurre en otras narraciones del autor, la comida y la cena serán narradas desde distintos puntos de vista, fijándose el narrador en la mirada sobre lo que rodea a cada personaje.

Además, no solo cambiará el punto de vista sobre lo narrado, sino que también lo hará el propio estilo narrativo. En un momento dado, Wenceslao hablará con su voz narrativa, cometiendo algunos errores sintácticos propios de alguien de escasa formación, e introduciendo en su discurso casi elementos fantásticos, en unas páginas en las que el lector entiende que Wenceslao está describiendo un sueño. En otra ocasión se usa una narración que imita el tono de una fábula infantil para hablar del pasado de Wenceslao y sus dos cuñados.

En otro momento, el lector descubrirá que los acontecimientos que había tomado como ordenados cronológicamente no han ocurrido así, y que esa percepción se ha debido a un nuevo truco narrativo de Saer.

 

Hacia la mitad del libro, los personajes visitas un almacén en el que sirven bebidas, y los clientes estarán hablando de las grandes inundaciones y sequias que han castigado a la región. De estos hechos, Saer ha hablando otras veces; en sus relatos, más que en sus novelas.

Es habitual que los personajes de Saer salten de una de sus novelas a otra, y he tenido la sensación de que aquí no ha ocurrido así. Aunque es cierto que leí las otras novelas de Saer hace ya tiempo y se me ha podido borrar alguna conexión. Hacia el final, el lector sabrá que la isla en la habitan Wenceslao y su mujer pertenece a una mujer que tuvo dos hijos mellizos. ¿Se tratará de Pichón y Tomás Garay, personajes habituales de Saer? Alguien me comentó en YouTube, cuando publique la vídeo reseña correspondiente a este libro, que así es.

 

 

Entiendo que haya lectores que no disfruten de un libro como El limonero real, en el que no ocurren demasiadas cosas, y cuya trama no contiene ningún «giro inesperado», pero, en lo que a mí respecta, he de decir que la calidad de la prosa poética de esta novela me ha resultado hipnótica, y me ha gustado mucho el virtuosismo de la ejecución, con esos cambios de puntos de vista, y esas vueltas y revueltas para narrar los mismos sucesos.

Me he encontrado ya con dos vídeos en YouTube, donde se comentaba El limonero real, en los que los comentaristas afirmaban que éste era el primer libro de Saer que leían. Imagino que esto se debe a que han encontrado, gracias a alguna lista, la idea de que El limonero real es el mejor libro del autor. Desde luego, éste es uno de los libros más ambiciosos de Saer, pero no estoy seguro de que sea el mejor; a mí hay otros, como Glosa o La grande, que me gustan más. Ninguno de los tres me parece, sin embargo, la mejor puerta de entrada a la obra del autor para un lector neófito. Como decía la crítica Beatriz Sarco, seguramente la mejor puerta de entrada es la novela Cicatrices, donde sí que aparecen algunos de sus personajes principales, y aquí el lector podrá descubrir si le interesa la propuesta de Saer o no.

Ahora mismo, en España, esta novela, y casi todo el resto de la obra de Saer, se puede encontrar en la editorial catalana Rayo Verde.

 

domingo, 13 de octubre de 2024

Luz del Este, por Pelayo Villanueva

 

Luz del Este, de Pelayo Villanueva

Editorial Trabe. 114 páginas. 1ª edición de 2023.

 

En el verano de 2023 me escribió Pelayo Villanueva (Oviedo, 1987) un amable correo electrónico proponiéndome el envío de su libro Luz del Este, una primera novela con la que había ganado el Premio Asturias Joven en su edición de 2023. Como tantas otras veces, yo le contesté diciéndole que no me puedo hacer cargo de libros como el suyo, porque para que mi canal o mi blog tengan sentido debo elegir yo mis lecturas en mi escaso tiempo libre. Sin embargo, días después tuvimos un pequeño desencuentro, a raíz de una broma que hice en mis redes sociales, y para quitarnos el posible mal sabor de boca, le ofrecí a Pelayo que me enviara su libro, que en algún momento lo leería. He tardado casi un año en cumplir con mi promesa, pero aquí estoy al fin.

 

Villanueva me contaba que se le ocurrió escribir la historia de Luz del Este después de haber leído la novela La guardia (1954) del griego Nikos Kavadías, que fue el primer título de la editorial Trotalibros y que yo también he leído. En La guardia se narran las desventuras de un grupo de marineros, que han de vivir gran parte del año en altamar y que cuando desembarcar en tierra se relacionan principalmente con prostitutas. A Villanueva se le ocurrió hablar de esa misma historia, pero desde el punto de vista de esas prostitutas que esperan en una casa del puerto a los marineros de un barco de paso. Luz del Este es el nombre del barco del que las prostitutas de la novela esperan su llegada.

 

En el prostíbulo que va a ser el escenario de la historia conviven siete mujeres, estando Casandra –una prostituya ya mayor y casi retirada– al mando de la empresa. La novela comienza hablándonos de la Niña, la más joven de todas y que, como indica su sobrenombre, ha de vestirse como si fuera una niña pequeña, un puesto que, dentro de unos años, será transferido a otra persona. «De todas ellas, era la que todavía mantenía esas ganas, esa predisposición al gesto rápido y la risa honesta, aunque al cabo de un par de años tendrían que buscar a otra que cubriese ese hueco.», leemos en el primer párrafo de la novela, que marca ya la idea de la importancia del paso del tiempo, de la vejez y el cansancio físico de las protagonistas.

 

La acción principal de la historia transcurre en el día previo a la noche en la que va a arribar al puerto de la ciudad el barco llamado Luz del Este, cuya tripulación visita el prostíbulo una vez al año. Las mujeres saben que atender a los marineros esa noche es una gran oportunidad de negocio, que puede ayudar a mantenerlas a flote durante una temporada, porque el burdel no pasa por sus mejores momentos. Durante todo ese día se mezclarán las expectativas positivas que esa extenuante jornada de trabajo puede traer para la casa, con los sentimientos funestos de los peligros, los excesos o el cansancio que también puede traer consigo. Malos presagios acechan el frío aire del día, la inminencia de la llevada se va cargando de un simbolismo fúnebre.

Nunca vamos a conocer el nombre de la ciudad en la que transcurre la historia y tampoco se dan fechas concretas; pero, en un momento dado, por la calle pasa un carro y las mujeres escriben sus cartas con tinta que ha de secarse. Estos dos detalles me hicieron pensar que nos encontrábamos en la primera mitad del siglo XX.

 

Mediante el recurso de la analepsis conoceremos las inquietudes y en algunos casos las historias, que se pueden remontar hasta la infancia, de las mujeres que conviven en la casa. El narrador, haciendo uso del estilo indirecto libre, se acerca de forma continua a la conciencia de los personajes, a su relato más íntimo. Un recurso estilístico que me ha llamado la atención ha sido el de usar preguntas, que son las que se hacen las protagonistas de la novela, en su duda existencial constante. Por ejemplo, leemos en la página 25: «Era posible que el cliente en cuestión (en el caso de la Niña, que era la más cara, siempre se trataba de gente de orden) se sintiera aún más atraído por esa señal de inmadurez que enfatizaba el candor infantil del cuerpecito del que estaba a punto de ocuparse. ¿Sería eso? ¿Debería dejar de estar pendiente la Niña y permitir que su propia naturaleza la hiciera brillar? ¿O era mejor priorizar la sensatez, es decir no dejar nada al azar, y seguir ciñéndose a las garantías del más estricto orden?»

 

El estilo narrativo de Luz del Este es eminentemente poético. De hecho, las formas narrativas a veces cambias, y algunos sucesos están contados en forma de poema, marcándose los versos sobre la página. De este modo, el capítulo tres es un poema de dos páginas. En algunas otras páginas, el narrador omnisciente, que cede su voz a los personajes, se traslada directamente a alguna de las mujeres, porque también se usa en la novela el registro epistolar. La escritura de cartas (algunas de las cuales se escriben para no ser nunca enviadas) es importante en la composición de la novela y será clave para entender, al fin, su resolución dramática.

También, en un capítulo se usa la estructura de diálogos propia del teatro, con el nombre del personaje en primer lugar y luego su discurso. En este punto, un pequeño detalle me ha sacado un poco de la novela: en una narración realista, donde el narrador omnisciente usa un lenguaje poético, cuidado y a veces con un vocabulario no usual, en la página 52 hace hablar a uno de los personajes secundarios, llamado Géricault, de un modo no realista. «Te da miedo admitir algunas verdades, porque, al admitirlas, las perderás para siempre. Te da miedo tomar decisiones valientes que harán daño a las personas a las que quieres. Te da miedo, si me permites ponerme poético, descubrir que te han mentido acerca del horizonte, porque hay algo que te empuja hacia él por mucho que trates de frenarlo. Te da miedo admitir que eres un producto de tu inercia, y te da miedo hacer algo al respecto. Te da miedo darte cuenta de que has convertido tu maldición en un palacio.»

 

 

Diría que el modelo del tono de la prosa es la obra de Juan Carlos Onetti. En Luz del Este la atmosfera que se respira es triste y siempre decadente, como en la obra del uruguayo, y los personajes siembre están a la deriva y no hay esperanza de felicitad para ellos, como ocurre en la novela de Villanueva. En la página 52 se nos hablará de la carcoma que ha invadido la casa, la obra de este insecto se convierte en símbolo de la zozobra no solo del escenario donde habitan los personajes, sino también de la propia zozobra de los personajes. «Bien, el momento de afrontar que había que varar la casa y arreglar su estructura o, en el peor de los casos, mudarse definitivamente, había llegado. La carcoma firmaba con su braille inverso cada rincón al que se dirigía la vista.»

 

Sin mucho fundamento por mi parte, jugando a imaginar las estructuras de novelas que no he acabado de leer, había pensado que una parte del libro iba a tratar de la inminencia de la llegada de los marineros del Luz del Este al burdel, y la otra mitad a describir esa interacción entre marineros y prostitutas. Pero esta segunda parte sería, en realidad, la novela La guardia de Nikos Kavadías, y no era la intención de Villanueva llegar hasta ahí; así que su novela recoge esas horas previas al choque de dos mundos muy distintos, pero que se acaban necesitando. Los primeros capítulos de Luz del Este me han causado una grata impresión por la elegancia de la prosa y la madurez de la propuesta de Villanueva. Sin embargo, según avanzaba en mi lectura sí he tenido la sensación de que al autor le estaba costando salir de su propia morosidad narrativa, de su dar vueltas en círculo sobre el dolor inamovible de sus personajes, y no conseguía hacerlos avanzar hacia un desenlace narrativo. Los siete personajes principales sí que se relacionan entre sí, pero en algún momento he tenido la sensación de que las interacciones entre ellas no conseguían hacer que la trama avanzara. Sí es cierto que, en el breve arco espacial de la historia (apenas unas quince horas), se va a desarrollar un drama de consecuencias importantes para los personajes, pero los hilos que atarán este drama le serán mostrados al lector muy al final, dejando la construcción de la novela levemente desequilibrada. Por supuesto, escribir una primera novela con menos de treinta y cinco años y que todos sus elementos funcionen a la perfección es una tarea complicada. Luz del Este muestra a un autor joven con lecturas y con talento para crear algunas escenas e imágenes notables, con capacidad para seguir avanzando en una obra solvente.

domingo, 6 de octubre de 2024

Casas muertas y Oficina Nº1, por Miguel Otero SIlva

 


Casas muertas y Oficina Nº 1, de Miguel Otero Silva

Editorial Trotalibros. 430 páginas. 1ª edición de 1955 y 1961; esta es de 2022.

Epílogo de Jan Arimany

 

En junio de 2022, con motivo de la celebración de la Feria del Libro, Jan Arimany, el editor de Trotalibros, estuvo por Madrid y aprovechó, además de para vender sus libros en el Retiro, para organizar la presentación de una de sus novedades en la librería Taiga de Arturo Soria. Acudí a esta presentación y esta fue la primera vez en la que pude hablar en persona con Jan. Si no recuerdo mal, en la presentación de estas dos novelas de Miguel Otero Silva (Barcelona, Venezuela, 1908 – Caracas, 1985), tituladas Casas muertas (1955) y Oficina Nº 1 (1961), quitando a Jan y a mí, todo el mundo (presentadores incluidos) eran venezolanos. Allí estaba, por ejemplo, el escritor Juan Carlos Chirinos, con el que he coincidido en más de un acto literario. Acabó siendo un acto curioso, literario, pero en gran medida también político. Los venezolanos comentaban que Miguel Otero Silva había sido, durante muchas generaciones, una lectura obligatoria en los colegios del país y que, con los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, ya no lo era y estaba cayendo en el olvido.

 

Casas muertas, publicada en 1955, trata sobre el pueblo de Ortiz que lleva décadas languideciendo y convirtiéndose en un pueblo fantasma. Ya en la primera página, el narrador se refiere a Ortiz con el sobrenombre de «aquella aldea de muertos» y se narra un entierro. Ortiz, que es un pueblo del interior de Venezuela, está muriendo por la dejadez gubernamental, por los periodos de inestabilidad a los que le han llevado las guerras civiles y, sobre todo, por el paludismo, enfermedad que asola la región desde finales del siglo XIX.

La protagonista principal de la novela es Carmen Rosa, una joven de Ortiz, que se aísla de la decadencia exterior cuidando el patio de su casa. Así leemos en la página 15: «El patio era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio hermoso de Ortiz. En sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había empecinado Carmen Rosa su fibra juvenil, tercamente afanada en construir algo mientras a su alrededor todo se destruía. Tan solo el tamarindo y el cotoperí, plantados allí desde hacía mucho tiempo, nada les debían, salvo el riego y la ternura, a las manos de Carmen Rosa. Nacieron para soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en la penuria, e igualmente erguidos se hallarían en el patio aunque Carmen Rosa no hubiera nacido después que ellos para regarlos y amarlos.»

Este párrafo de Casas vacías me ha recordado a otro que leí en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. Lo copio aquí: «En esta calle hay una casa grande, de piedra, con un corredor en forma de escuadra y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no corre el tiempo: el aire quedó inmóvil después de tantas lágrimas. El día que sacaron el cuerpo de la señora de Moncada, alguien que no recuerdo cerró el portón y despidió a los criados. Desde entonces las magnolias florecen sin nadie que las mire y las hierbas feroces cubren las losas del patio; hay arañas que dan largos paseos a través de los cuadros y del piano. Hace ya mucho que murieron las palmas de sombra y que ninguna voz irrumpe en las arcadas del corredor. Los murciélagos anidan en las guirnaldas doradas de los espejos y “Roma y Cartago”, frente a frente siguen cargados de frutos que se caen de maduros. Sólo olvido y silencio. Y sin embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos. Una cocina humeante y tendida a la sombra morada de los jacarandaes, una mesa en la que desayunan los criados de los Moncada.»

En Ortiz se instalará también un militar prepotente que me ha recordado bastante al militar prepotente de Ixtepec, el pueblo de Los recuerdos del porvenir.

 

Los recuerdos del porvenir se publicó en 1963, ocho años después de Casas vacías, y tengo la impresión de que Garro había leído a Otero Silva. Igual que, debería decir desde ya, estas dos novelas de Otero Silva me han parecido una influencia clara sobre la obra de Gabriel García Márquez; sobre todo en novelas como La mala hora (1962) y Cien años de soledad (1967). En la Venezuela de Otero Silva ha habido más de una guerra civil, que enfrenta a los habitantes del pueblo, como ocurría en La mala hora, o en Oficina Nº 1, una compañía petrolera norteamericana extrae los recursos de la tierra venezolana, explotando a la población local, trabajadores a los que impiden formar un sindicato, aunque sea legal según las leyes del país. El tratamiento crítico de Otero Silva a la compañía petrolera me ha recordado al de García Márquez y su empresa bananera.

Como ocurría en el Macondo de García Márquez, en Ortiz también va a haber temporadas de lluvias sin fin. En una de ellas, se producirá una crecida del río Paya y las aguas traerán un becerro muerto. En la crecida del río del pueblo de La mala hora, las aguas arrastran una vaca muerta.

Casas muertas, aunque más tenuemente que en la obra de García Márquez, contiene algunas gotitas de realismo mágico. Así, uno de los viejos de Ortiz le contará una historia a Carmen Rosa en la que un hombre ve por la calle a otros hombres que portan un cadáver, se asustará al darse cuenta de que se trata de él mismo.  En la página 43 leemos: «Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba a quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido.» (pág. 43) Este tipo de exageraciones, que invaden la realidad de lo contado, son muy propias también de García Márquez.

En la página 412, la descripción de uno de los personajes de Oficina Nº 1 me ha recordado de nuevo al estilo de García Márquez: «Matías Carvajal, maestro de escuela positivista, filósofo materialista, revolucionario de ideas concretas, veterano de cinco cárceles, peregrino de tres destierros, no se avergonzaba de las ganas de llorar que llevaba por dentro.» Es un párrafo que, en su construcción, me ha recordado a aquel tan famoso de García Márquez en Cien años de soledad: «El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo.»

En el Ortiz de Otero Silva hay niños que comen tierra, un detalle que también tendrá el Macondo de García Márquez.

 

De hecho, el primer párrafo de Casas vacías ya me ha hecho pensar en el estilo de García Márquez: «Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones.»

Sé que Gabriel García Márquez y Miguel Otero Silva eran amigos, así que doy por seguro que el primero había leído al segundo. No puedo asegurar que Elena Garro leyera a Otero Silva, pero me parece plausible.

 

Casas vacías se publicó en 1955, el mismo año que Pedro Páramo de Juan Rulfo. No creo que ninguno pudiera haber leído previamente al otro a la hora de publicar sus novelas, pero las dos tienen ideas confluyentes, y el Ortiz de Otero Silva también me ha recordado a la Comala de Rulfo. En Ortiz, los agonizantes acaban hablando con los muertos y, de forma continua, Otero Silva se refiere a su pueblo como un lugar de muertos o de fantasmas.

Dentro de toda esta corriente de influencias literarias, he llegado a pensar que no fue una casualidad que Otero Silva llamara al jefe de la empresa petrolera Mister Taylor, título (este de Mr. Taylor) del primer cuento del conjunto de relatos Obras completas (y otros cuentos) de Augusto Monterroso, que se publicó en 1959 y es, también, una crítica al poscolonialismo norteamericano.

 

El estilo de Otero Silva es bello y cuidado, aunque es, sin embargo, un poco menos recargado que el de García Márquez. Usa un vocabulario muy autóctono, sobre todo a la hora de hablar de la flora o la fauna locales, con términos como «cotoperí», «ñaragato», «bejucos», «pencas» o «cujíes».

 

En Casas vacías, los protagonistas principales, que regentan una tienda, acabarán tomando la decisión de abandonar el pueblo y dirigirse hacia oriente, hacia el mar. Seis años después de acabar este libro, debido a su gran éxito, Otero Silva publicó una segunda parte, titulada Oficina Nº 1 (1961), que trata del surgimiento de un pueblo. Oficina Nº 1 empieza donde terminó Casas vacías, y Carmen Rosa, su madre doña Carmelita y Olegario, un antiguo ayudante de la tienda, van a llegar a un campamento petrolero donde está empezando a crecer un pueblo. Se quedarán allí y montarán de nuevo su tienda. Oficina Nº 1 es una novela más coral que Casas vacías, donde el narrador nos va a describir la vida de un grupo de venezolanos que convive con otro grupo de norteamericanos en un pueblo que se acabará llamando Oficina Nº 1, porque en este enclave será donde surja el petróleo de la tierra por primera vez. Un elemento que me ha llamado la atención de Oficina Nº 1 es que ha sido más fácil para mí rastrear aquí en qué momento histórico está situando Otero Silva sus historias, porque se habla por ejemplo de la invasión de Checoslovaquia por los nazis, que tuvo lugar en 1938. También se dice que Carmen Rosa había llegado al pueblo seis años antes, así que la acción de Casas vacías debe de ubicarse a principios de la década de 1930. Además de sobre la Segunda Guerra Mundial la radio de la tienda de Carmen Rosa también dará noticias de la guerra civil española. En realidad en Casas muertas se habla del gobierno de Juan Vicente Gómez, cuya dictadura se extendió desde 1908 hasta 1935. Contra Gómez se alzó el mismo Otero Silva, antes que sus personajes, lo que le hizo tener que vivir en el exilio. Existe una intención política en la obra de Otero Silva, en contra de la dictadura, los abusos poscoloniales de Estados Unidos en su país y contra las malas condiciones laborales de los trabajadores. Sin embargo, la fuerza de sus personajes prevalece sobre las premisas políticas de la composición. Sin embargo, hay un momento extraño en Casas vacías (quitando las breves escenas que podrían recordarnos al realismo mágico) donde se rompe el realismo de lo narrado y un grupo de estudiantes, que pasan presos en un camión, camino de una cárcel cercana, empiezan a hablar como si recitan poemas o sentencias del país en el que viven, «Yo no vi las casas ni las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres» o «Una casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un cadáver.»

 

Diría que Miguel Otero Silva es un escritor latinoamericano bastante olvidado en España, aunque me han comentado también, en las redes sociales, que fue popular en la década de 1980, cuando lo publicaba Seix Barral. Quizás sus libros estén un peldaño por debajo de los otros escritores del boom o el preboom latinoamericano que he citado aquí, como Gabriel García Márquez, Elena Garro o Juan Rulfo. Pero que nadie me entienda mal, ese peldaño por debajo le sigue dejando en una posición muy alta dentro de la narrativa latinoamericana del siglo XX y es un autor que gustará, sin duda, a todos los admiradores de los escritores citados, como a mí me ha gustado. Miguel Otero Silva es un autor por redescubrir.

domingo, 29 de septiembre de 2024

Duro como el agua, por Yan Lianke


Duro como el agua
, de Yan Lianke

Editorial Automática. 488 páginas. 1ª edición de 2001, esta es de 2024.

Traducción y prólogo de Belén Cuadra Mora

 

Unas semanas antes de la Feria del Libro de Madrid 2024, leí una entrada en Facebook de la escritora Txani Rodríguez, diciendo que para esta edición iba a venir a Madrid Yan Lianke (Henán, China, 1958), un autor que le parecía muy bueno. Este fue el momento en el que volví a releer la información de prensa de Automática Ediciones sobre esta novela. Decidí acudir a la presentación de Duro como el agua el 2 de junio, que tuvo lugar en uno de los pabellones de la Feria del Libro de Madrid en el parque del Retiro. Compré ese día la novela El sueño de la aldea Ding (2005), y le solicité a la editorial Duro como el agua (2001) para poder reseñarla. Decidí empezar a leer a Yan Lianke por esta última obra, que se acaba de traducir en 2024, pero cuya escritura es anterior a El sueño de la aldea Ding.

 

Aunque yo suelo dejar la lectura de los prólogos de los libros para el final, en este caso recomiendo que se lea antes que la novela. El prólogo está escrito por la traductora Belén Cuadra Mora y resulta bastante esclarecedor del contexto histórico chino que refleja la novela. Así sabremos que Duro como el agua está ambientada a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 en China, en los años más intensos (y oscuros) de la Revolución Cultural. El presidente Mao pretendía luchar contras las voces críticas a su poder en el Partido Comunista y contra los intelectuales y revolucionarios acomodados; todo esto desencadenó un periodo de violencia social y de destrucción del patrimonio histórico.

Belén Cuadra nos contará también que en la novela se parodia un tipo de teatro político y propagandístico de la época y que hay numerosas citas de los textos de Mao o de autores clásicos chinos que una persona de aquel país conoce, pero no así un lector occidental. Por ello, ha tomado la decisión de marcar estos textos citados, o modificados para adecuarse a las vivencias de los personajes de la novela, en cursiva, aunque no están así en la novela original. Mediante este sistema de cursivas y citas a pie de página, el lector sabrá, en todo momento, a qué texto clásico (o de propaganda) chino se refiere, o parodia, el autor. No solo nos encontramos en Duro como el agua con la difícil tarea de verter un texto literario de un idioma a otro tan diferente, sino con la labor añadida de contextualizar todos los subtextos y lecturas de la obra. Aunque el trabajo de Belén Cuadra Mora me ha parecido excelente (estaba presente en día de la presentación de la novela en el parque del Retiro), creo que para el lector español, algunas de estas páginas en las que se parodian textos clásicos o propagandísticos de la cultura china y de la Revolución de Mao pueden llegar a ser las más tediosas del libro. Y no me gustaría con esta última frase desmotivar al posible lector de esta novela, porque realmente –pese a estas dificultades contextuales que comento– he acabado disfrutando mucho de ella.

 

El protagonista principal de la novela es Gao Aujin, un joven que en 1964 ha ingresado en el ejército y que, cuatro años después, se licencia con el deseo de regresar a su pueblo, Chenggang. Por tanto, nos encontramos en 1968, durante el periodo más oscuro de la Revolución Cultural. Aujin está casado con Cheng Guizhi, con la que tiene dos hijos. Para Guizhi el sexo con Aujin no parece una fuente de placer o de diversión, sino que lo considera solo como una herramienta para procrear. En realidad, ha sido el padre de Guizhi, secretario del Partido Comunista en Chenggang, quien ha creído conveniente que Aujin se casase, a sus dieciocho años, con la menos agraciada de sus hijas. «La primera vez que la vi fue el día que la casamentera me llevó a rastras como a un burro hasta el salón de la casa del secretario (…). Cuando la vi sentí que una bola de algodón me oprimía la garganta y me entraron ganas de vomitar, aunque no me atreví a hacerlo» (pág. 62). Sin embargo, Aujin aceptará casarse con Guizhi porque su padre le prometerá que, después de darle un nieto y pasar por el servicio militar, tendrá para él reservado un puesto de funcionario en el pueblo.

Dos hechos van a cambiar la vida de Aujin al regresar a su pueblo: cerca de las vías del tren se va a encontrar con Hongmei, una joven que admira su traje militar y que le empezará a hablar con consignas del Partido Comunista. Aujin se quedará prendado de Hongmei y, ya en este primer encuentro, aunque no llegan a copular, tendrán un acercamiento sexual. Como segundo asunto, cuando Aujin va a visitar a su suegro, este no parecerá recordar las promesas que le hizo en el pasado sobre buscarle un puesto de funcionario en Chenggang. A partir de aquí, dos obsesiones van a dirigir la vida de Aujin: hacerse con el poder en el pueblo y mantener relaciones sexuales con Hongmei, que está casada con el hijo del alcalde de Chenggnag y tiene una hija.

 

Una escena importante del libro es el primer encuentro en las vías del tren entre Aujin y Hongmei. De fondo, por los altavoces del pueblo suena música propagandística del Partido Comunista y Aujin cae rendido ante la belleza de Hongmei, quien, como él, usa de forma habitual consignas políticas en su conversación. La escena del embelesamiento de Aujin (narrador de la historia) por Hongmei es muy larga para un lector acostumbrado a los modos de narrar occidentales. Yo, hasta ahora, no había leído ninguna novela china y, tras leer esta escena, me acordé del prólogo de Kokoro del autor japonés Natsume Soseki, a cargo de Carlos Rubio. En este prólogo, Rubio afirmaba que la novela japonesa, tal y como la conocemos en Occidente, es un fenómeno moderno, asociado al siglo XX y al contacto de los escritores japoneses con países europeos, de los que toman sus formas para hacer novelas. De este modo, las novelas japonesas de los últimos cien años son, en esencia, similares a las occidentales.

Sin embargo, en esta escena del primer encuentro entre los dos protagonistas de Duro como el agua he sentido que las formas novelísticas no eran similares a las occidentales, y no solo por la extensión de la escena, sino porque acaba siendo no realista, en el contexto de una novela realista. Así, por ejemplo, los animales del bosque se irán acercarán también para admirar la belleza de la mujer. Yan Lianke está parodiando aquí –sabremos por el prólogo– las formas clásicas de la novela china.

 

Aujin describirá esta escena iniciática diciendo: «No hay mayor sentimiento en el mundo que el sentimiento revolucionario. La amistad revolucionaria es más alta que las montañas y más honda que el mar.» (pág. 41). A partir de aquí, Aujin va a perseguir sus objetivos –ascender como representante político en la región y mantener relaciones sexuales con Hongmei – sin preocuparse demasiado por las consecuencias de sus actos. En realidad, siempre se va a justificar ante sí mismo sus miserias y tropelías porque considera que las hace en nombre de la Revolución y no de sus propios intereses. Para la Revolución, habremos de saber, el adulterio sigue siendo un delito grave.

 

Desde la primera frase del libro, el lector ya sabe que todo va a salir mal: «Cuando muera y descanse, repasaré mi vida: mis palabras, mis actos, mi postura al andar y la revelación de aquel amor que acabó como mierda de perro y heces de gallina.» (pág. 23). En realidad, la novela es la larga confesión de Aujin ante lo que el lector entiende que debe ser un jurado (real o imaginario). Averiguar cómo ha sido el periplo vital del personaje va a ser el viaje que nos proporciona Lianke.

 

Un mes antes que Duro como el agua, había leído Una carpa bajo el cielo (2011) de Ludmila Ulitskaya –también de la editorial Automática– que, igual que la novela de Lianke plantea una crítica a la dictadura comunista de China, nos muestra una crítica a la dictadura comunista de la URSS. Sin embargo, la novela de Ulitskaya estaba contada desde el punto de vista de las víctimas, de las personas que deseaban para la URSS una apertura democrática y sufrían la persecución del poder; y la de Lianke está contada desde el punto de vista de uno de sus victimarios. Duro como el agua es la historia de un arribista, de alguien que usa todos los instrumentos que el nuevo régimen deja a su alcance para mejorar su posición social, sin importarle mucho el daño que pueda causar a su alrededor, un daño que siempre se justificará, ante sí mismo, como hecho por los valores de la Revolución. Así, por ejemplo, el lector sabrá que Aujin, huérfano de padre, ya que este murió en la invasión japonesa de China, se ha sentido siempre apartado de la vida de Chenggang, un pueblo donde casi el 90% de la población se apellida Cheng y desciende de los dos hermanos Cheng que fundaron el lugar hace siglos. Uno de los sueños revolucionarios de Aujin es destruir el arco de los Dos Cheng, que hace de entrada al pueblo y también el templo de los Dos Cheng, donde se guardan sus escritos y reliquias. Aujin alegará que ese arco y ese templo son símbolos del pasado burgués y feudal del pueblo, pero en realidad alberga dentro de sí un rencor de clase, porque él no es de apellido Cheng. Aunque el alcalde le advierta de que la destrucción de esos símbolos sería una ofensa para sus vecinos, Aujin no quiere darse por vencido. «La Revolución carece de sentimientos», afirmará en la página 326.

 

Un elemento no realista, y que acaba siendo divertido en el libro, es que Aujin ha unido en su psique su deseo por Hongmei a sus deseos revolucionarios. De este modo, no parece encontrar excitación sexual si no suenan de fondo las consignas o canciones revolucionarias por los megáfonos de la vía pública, como en su primer encuentro.

Hay algunos detalles en el libro que le harán conocer al lector occidental la locura a la que llegó el régimen de Mao. Así, por ejemplo, leeremos en la página 191: «Hay uno que estaba proyectando una película y se equivocó al montar la cinta, de modo que el líder salía cabeza abajo. Lo han condenado a veinte años de cárcel.». Otro ejemplo: cuando Aujin llega a su casa, después de los cuatro años de servicio militar, les entrega a sus hijos unos caramelos, envueltos con un papel donde iban impresas consignas políticas. Aujin tiene que apresurarse a recoger los papeles del suelo, donde los tiran sus hijos, porque eso puede considerarse un gesto reaccionario.

 

En cuanto al estilo, Duro como el agua abunda en el recurso de la comparación, y la mayoría de estas comparaciones son de orden rural (comparaciones con plantas, animales, accidentes geográficos, etc.), entorno del que proviene tanto el narrador de la novela, como su autor.

 

Cuando he leído novelas que hablaban sobre regímenes dictatoriales, lo habitual ha sido hacerlo bajo el prisma de las víctimas y, por esto mismo, que Duro como el agua esté narrada desde el punto de vista de un arribista amoral la convierte, a mis ojos, en una novela original y valiosa. Pese a algún pequeño bache, como ese ya comentado exceso en algunas páginas de parodias de textos que el lector desconoce, mi primera incursión en la novelística china ha sido una grata experiencia.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Confesiones asiáticas, por Augusto Rodríguez

 


Confesiones asiáticas, de Augusto Rodríguez

Editorial Huerga & Fierro, 110 páginas. Primera edición de 2023.

 

De Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979) había leído, hasta ahora, la novela corta El fin de la familia, publicada en 2019 por la desaparecida editorial Nana Vizcacha. Conozco a Augusto desde hace unos años, primero a través de las redes sociales y después en persona. Augusto es profesor universitario en Guayaquil y suele venir, al menos, una vez al año a España para acabar un doctorado. Cuando pasa por Madrid, quedamos y tomamos algo. En una de sus últimas visitas estuve en la presentación de su libro de cuentos Confesiones asiáticas (antología de 2011-2021), que tuvo lugar en la librería de la editorial Huelga & Fierro.

Además de ser escritor, Augusto es el editor de la editorial El Quirófano.

 

Confesiones asiáticas está formado por diez cuentos. El primero se titula Fast food y empieza con las siguientes dos frases: «Voy a matar a mi tía, la loca. La mataré porque asesinó a mi abuela.», que me ha remitido a la novela El fin de la infancia, porque una situación similar se reflejaba en esa novela. El personaje de este cuento, narrado en primera persona, es alguien que trabaja en casa, sin tener mucho contacto con los demás, y que está desarrollando unos pensamientos cada vez más violentos. Según me explicó Augusto en persona, su cuento conversa con una novela del escritor uruguayo Rafael Courtoisie (autor sobre el que Augusto está realizando su doctorado). El cuento se desarrolla en Guayaquil, la ciudad del autor, una ciudad también, como el personaje, cada vez más violenta. Es un cuento correcto, pero considero que pierde un poco su tensión narrativa cuando el personaje acaba hablando sobre muchos grupos sociales –como pueden ser los psiquiatras o los políticos–, y sobre ellos vierte opiniones que no dejan de ser lugares comunes. Por ejemplo, en la página 18 leemos: «Fui al psiquiatra. No me gusta visitar psiquiatras. Creo que están más locos que una cabra; con perdón de las cabras.»

 

Confesiones asiáticas es el segundo cuento y está contado en tercera persona. Aquí cambia bastante el tono narrativo frente al primer cuento, ya que con mucha más delicadeza nos habla de dos chinas, madre e hija, emigrantes en París. Es un cuento que no está construido con la premisa norteamericana que tanto me gusta, aquella en la que se cuentan dos historias, y la más importante es la que se encuentra más sumergida, sino que está construido con la técnica de la sorpresa final, que me resulta un recurso un tanto anticuado.

 

Manual para pervertidos habla de las relaciones sexuales de un grupo de amigos promiscuos y de sus juegos con la homosexualidad o la prostitución. Está escrito con la técnica del narrador testigo, pues uno de los amigos más tranquilos del grupo es quien habla de los excesos de los otros.

Me gustan, por ahora, estos cambios de perspectivas que nos propone Augusto en sus narraciones.

 

La piscina es, con sus veinte páginas, el cuento más largo del conjunto y también el que me ha gustado más. En él se habla de las seis casas de una pequeña comunidad de vecinos, a la que cohesiona la existencia de una piscina comunal. Es un relato coral en el que se habla de los avatares de las seis familias que habitan esas casas. El lector asistirá a sus pequeños dramas y sentirá la melancolía poética del paso del tiempo. Es un cuento logrado.

 

El siguiente cuento se titula La llaga y –aunque de forma vaga– está relacionado con el anterior. En La piscina uno de los personajes era una mujer que leía novelas y que termina decidiendo escribirlas. Acabará publicando una novela corta titulada La piscina, que (parece indicarnos el narrador) habla sobre los personajes que asoman en este relato. Hacia el final de la narración, esta mujer empezará a escribir otra novela corta que se va a titular La llaga, como el siguiente cuento al que el lector se va a acercar. La llaga es un cuento muy duro sobre una persona que sufre un accidente de coche incapacitante, y cómo esto afecta a su vida cotidiana. Está narrado sin concesiones, pero en su dureza encuentro mucha poesía. Junto con La piscina, La llaga y el siguiente cuento (La fiesta) son, a mi entender, las piezas más logradas del libro.

 

La fiesta es un relato original, porque habla de los problemas de una pareja cuando a él le diagnostican una enfermedad degenerativa, a través de los sentidos, que se van evocando en sus pequeños capítulos (El olfato, El gusto, El tacto, etc.). El nivel de nuevo es alto.

 

El regreso de Drácula es un cuento de solo dos páginas sobre un actor que llega a Hollywood y, gracias a su físico, se acabará especializando en el papel de Drácula. Ya he contado alguna vez que no suelo conectar con los cuentos demasiado cortos o los microrrelatos, y este caso no ha sido una excepción.

 

El hombre blanco de mis pesadillas es un relato algo más largo que el anterior y también más largo que los que le van a seguir y cerrar el libro. Un narrador que es encerrado en un manicomio narra la historia como si los locos fuesen aquellos con los que ha de tratar, doctores, enfermeros… Me ha parecido que no era muy original.

 

El libro acaba con dos relatos de dos caras cada uno: Memorias de fútbol y Adrenalina y fuego. El primero es sobre la afición al fútbol y el segundo sobre una relación de sado-maso que acaba de forma violenta. De nuevo, son cuentos demasiado cortos para mi gusto.

 

Confesiones asiáticas es un libro de relatos solvente, que contiene tres buenos relatos: La piscina, La llaga y La fiesta; siendo el resto no desdeñables. Según me dijo Augusto, los tres que más me han gustado formaban originalmente parte de un mismo libro, titulado Al otro lado de la ventana, con el que ganó en 2011 el Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara en Ecuador.

 

 

 

domingo, 15 de septiembre de 2024

Una carpa bajo el cielo, por Liudmila Ulítskaya


Una carpa bajo el cielo
, de Liudmila Ulítskaya

Editorial Automática. 750 páginas. 1ª edición de 2011; esta es de 2023.

Traducción de Yulia Dobrovólskaya y José María Muñoz Rovira

 

En 2006 me acerqué a la novela Sinceramente suyo, Shúrik (2003) de Liudmila Ulítskaya (Urales, Rusia, 1943), de la que había leído, por entonces, grandes críticas en las revistas y suplementos culturales, un libro que se llevó el Premio a la Mejor Novela del año en Rusia en 2004. Aunque he olvidado casi todos sus detalles, sí recuerdo que Sinceramente suyo, Shúrik me dejó un gran recuerdo, una novela que hablaba de la segunda mitad del siglo XX en la URSS y que era una digna heredera de la gran tradición rusa del siglo XIX. Por este motivo me interesó la información de prensa de Automática ediciones que me llegó al correo electrónico, hablándome de la última novela de Ulítskaya traducida al español, Una carpa bajo el cielo (2011). Fue una de mis compras en la pasada Feria del Libro de Madrid 2024. Además, hacía un año me había estrenado con la editorial Automática leyendo Ellos de la inglesa Kay Dick, que no me convenció, y quería sacarme la espina, porque intuía que había obras en el catálogo de Automática que me iban a gustar mucho más.

 

Los tres protagonistas principales de la novela serían Iliá, Sania y Misha, que el lector conocerá cuando aún son unos niños de diez o doce años en el Moscú de principios de la década de 1950. Sin embargo, la novela no comienza mostrándonos una escena en la que aparezcan ellos, sino con un prólogo en el que las niñas Tamara y Olga –cada una en sus respectivas casas– van a recibir, al despertarse, la noticia de que ha muerto Stalin, hecho que tuvo lugar en marzo de 1953. Después de estas escasas cuatro páginas iniciales, llegaremos al primer capítulo, titulado Maravillosos años escolares, donde Iliá y Sania, que han ido a la misma clase en el colegio desde primaria, van a conocer a Misha, que llega nuevo al colegio. La historia ha retrocedido un par de años, y no será, hasta muchas páginas más tarde, cuando vuelvan a aparecer en la novela Tamara y Olga. La sensación, por tanto, al adentrarse en el libro es extraña. ¿Por qué ese prólogo dedicado a dos personajes que no van a aparecer durante las decenas de páginas que tenemos por delante? Lógicamente, Ulítskaya no es una escritora primeriza y con este detalle, en principio no esperable, le está dando pistas al lector sobre las premisas con la que ha escrito su libro. Una carpa bajo el cielo no es una novela lineal, centrada en la evolución de tres personajes masculinos, que conocemos desde que son niños; no es, por tanto, una novela que vaya a repetir los esquemas clásicos del siglo XIX. Una carpa bajo el cielo acabará siendo una novela coral, donde un gran fresco de personajes irá entrando y saliendo de escena. El tiempo tampoco será lineal aquí. Me llamó bastante la atención, en este sentido, un capítulo en el que se habla de la relación sentimental entre dos personajes y se narrará también su muerte; algo que ocurre antes de llegar al ecuador de la novela. Sin embargo, que el lector tenga ya esta información no será ningún impedimento para que la narradora no le vuelva a hablar de la vida de esos mismos personajes en los siguientes capítulos. La novela, por tanto, a veces se acelera y en un capítulo avanza décadas para unos personajes, y luego retrocede en el tiempo para hablarnos de algún detalle de la vida de esos mismos personajes o, al hablar de otros, se verá a los anteriores desde una perspectiva externa. Mediante el recurso del estilo indirecto libre, la narradora cede su voz a los personajes, y por tanto, de este modo, podremos acercarnos a ellos desde ángulos distintos, ver cómo se ven ellos y también cómo los ven los demás.

 

A Iliá le interesa la fotografía, a Sania la música y a Misha la poesía. Los tres quedarán subyugados por el joven profesor Víktor Iúlievich, que les transmitirá su pasión por la literatura rusa. Víktor empezará a quedar con sus jóvenes alumnos fuera de clase para hablar de literatura y realizar recorridos por Moscú en los que buscar los lugares por los que pasaron o vivieron los grandes escritores. A este grupo se unirán también algunas chicas y acabarán llamándose «los Lurs». Durante un gran número de páginas, la narradora va a centrar su atención sobre Víktor, excombatiente de la Segunda Guerra Mundial al que le falta un brazo, uno de los pocos supervivientes masculinos de su clase del colegio. De hecho, a los tres protagonistas principales les van a cuidar figuras femeninas, madres y abuelas, porque los padres o han muerto en la guerra o están ausentes. Iliá, Sania y Misha comporten esta característica vital con Shúrik, el protagonista de Sinceramente suyo, Shúrik. En la primera parte de Una carpa bajo el cielo, la narradora deja caer más de una crítica hacia el absurdo de la guerra, y su gran número de víctimas mortales. De forma brusca, dejaremos de recibir información sobre Víktor que, esporádicamente, volverá a aparecer en la narración. Lo mismo ocurrirá con otros personajes.

 

Luidmila Ulítsakaya nos va a hablar de unas cuatro décadas de la historia de la URSS; más o menos desde 1950 hasta 1990. Al final del libro, en sus últimas cuatro páginas, hay un índice cronológico con los hechos históricos más importantes que ocurrieron en la URSS durante esos años. El telón de fondo sobre el que quiere contar la autora es el de la resistencia antisoviética, en la era del poststalinismo. De un modo más directo o tangencial a esta resistencia antisoviética, van a formar parte (o va a afectar a sus vidas) Iliá, Sania, Misha y el resto de personajes que van a orbitar a su alrededor.

En gran medida, Una carpa bajo el cielo también es un homenaje a la historia de la literatura rusa. Constantemente se citan a los clásicos de su literatura, y también aparecen los libros de los autores contemporáneos a la historia, que estaban en el exilio o presos y cuyos libros se encontraban prohibidos. En este sentido, destaca la figura de Borís Pasternak (conoceremos a sus primeros y asombrados lectores rusos), pero también las de Anna Akhmátova, Joseph Brodsky, etc. Iliá, en su vida adulta, además de acumular un archivo de fotografías de artistas disidentes, se va a dedicar a traficar con obras literarias samizdat, donde se reproducen, en máquinas de escribir caseras y fotocopias, obras prohibidas. En la página 567, Iliá define el fenómeno del samizdat: «Veamos el samizdat. De por sí, es un fenómeno asombroso e insólito. Es una energía viva que trasciende de un foco a otro, se tienden unos hilos creando una red, una especie de telaraña que une a las personas. Se establecen conductos por los que circula la información en forma de libros, revistas, poemas copiados una y otra vez, desde los más antiguos a los más recientes, o los últimos números de La Crónica de Actualidades. Circulan torrentes de literatura sionista publicada en Odesa antes de la Revolución, o en Jerusalén el año pasado, se leen obras religiosas, producidas por los emigrantes o de factura local… El proceso es, en parte, espontáneo, pero no del todo.»

Además del circuito samizdat, también se hablará aquí de la literatura tamizdat, que eran libros rusos, prohibidos en el país, que se publicaban en el extranjero (Berlín o París, principalmente) y que circulaban por la URSS de forma clandestina. También se hablará de los libros que salen del país hacia el extranjero, algunos sacados en microfilms, dentro de una vagina, por ejemplo.

 

 

No solo de literatura se habla en Una carpa bajo el cielo, porque también sabremos aquí de la música en la URSS y de sus nuevas corrientes, sobre todo al ceder la voz narrativa a Sania, que se convertirá en un teórico musical. Me han sorprendido los conocimientos musicales de Ulítskaya en la novela. Los artistas plásticos de la URSS organizarán exposiciones clandestinas en pisos.

 

Muchos de los protagonistas de la novela, a los que unen los libros, querrán una apertura democrática para el país y defenderán los derechos humanos. En la página 304, la narradora hablará del tipo de personas que se han convertido en los protagonistas de su novela: «No eran ni un partido, ni un círculo, ni una sociedad secreta, ni tan siquiera una comunidad de personas de ideas afines. Posiblemente, el único denominador común era su aversión al estalinismo. Y por supuesto, la lectura. Una ávida, irrefrenable, maniática lectura: una afición, una neurosis, una droga. Para muchos, el libro, más que un eventual amparo, magisterio o una guía de la vida se convertía en un sucedáneo de la vida.»

 

También se denunciará la situación de los judíos en la URSS (Misha, Tamara y, en parte, Iliá son judíos), que tenían prohibido el acceso a algunos lugares públicos y eran invitados constantemente a irse del país. O también se reivindicará la situación de los tártaros de Crimea, expulsados injustamente de sus tierras.

 

La novela está escrita con cierto desapego irónico, con el uso, puntual, de expresiones coloquiales, como «darse el piro», «cortar el bacalao», «aquella peña», etc., que se emplean cuando la narradora cede la voz a sus personajes. En este sentido, me ha recordado más el estilo a los narradores norteamericanos del siglo XX, que a los rusos del XIX. La prosa de la novela es bella, pero no recargada, y basa su fuerza, más que en un potente uso metafórico del lenguaje, en la abundancia de detalles narrativos sobre la vida de su gran cuadro de personajes. En una entrevista escuche a Ulítskaya decir que ella era más de Tolstoi que de Dostoievski. Es cierto que se acerca de un modo más elegante y poético a sus personajes ­­–al estilo de Tolstoi o Chéjov– que como lo hace Dostoievski, con su estilo torturado, a pesar de que alguno de los personajes acabará en alguna situación límite, sufriendo años de cárcel. En general, Ulítskaya no se recrea en la experiencia de la cárcel, y narra más el tiempo de la persecución política, la huida, los registros domiciliarios, los interrogatorios… En este sentido, Una carpa bajo el cielo recrea un mundo similar al de la Praga de Milán Kundera, en libros como La insoportable levedad del ser, La broma o El libro de la risa y el olvido, con sus chivatazos, sus espías, sus delaciones falsas o verdaderas, sus manifiestos firmados y sus requerimientos de retractaciones públicas, etc.

 

Liudmila Ulítskaya ha sido traducida a más de veinte idiomas y suele aparecer en las listas de candidatos al Premio Nobel de Literatura. Ella es de origen judío y, desde la invasión rusa de Ucrania, vive exiliada en Alemania. Tenía, como dije, un gran recuerdo de Sinceramente suyo, Shúrik, que se ha confirmado con la gran impresión que me ha vuelto a causar Una carpa bajo el cielo. Espero que su popularidad, al menos en España, aumente si recibe el Premio Nobel de 2024. Se lo merece.