domingo, 29 de octubre de 2017

Nefando, por Mónica Ojeda

Editorial Candaya. 206 páginas. 1ª edición de 2016.

En octubre de 2016 el escritor Alberto Olmos publicó en Mala fama, su espacio semanal dentro de El Confidencial, una elogiosa crítica de Nefando («Una novela espectacular», escribía) de Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988) y yo supe entonces que más tarde o más temprano acabaría leyendo este libro. Ya he comentado más de una vez que estoy muy pendiente de las novedades de la editorial Candaya, que ahora mismo me parece una de las apuestas más serias en cuanto a novedades literarias escritas en español. Pero tampoco puedo leerme todo su catálogo, así que en principio estaba dejando pasar Nefando hasta que se lo pedí a sus editores, Olga y Paco, en diciembre de 2016 cuando los vi en la librería La buena vida, donde presenté la novela El espectáculo del tiempo del argentino Juan José Becerra. Ese día, Olga y Paco se mostraron muy entusiasmados con Nefando y el talento de Mónica Ojeda. Por tanto, aunque tenía el libro en casa desde finales de 2016, no ha sido hasta casi mediados de 2017 cuando me he puesto con él, y el detonante definitivo para su lectura fue otro encuentro en Madrid con sus editores, con motivo de la presentación de la novela El amor es más frío que la muerte del venezolano Ednodio Quintero. Paco y Olga estaban muy contentos porque, no hacía mucho, en el Hay Festival de Colombia habían elegido a Mónica Ojeda, dentro de la selección de Bogotá 39, como una de las treinta y nueve escritoras menores de cuarenta años con más talento de Hispanoamérica. Después de leer Nefando, uno entiende muy bien por qué.

Mónica Ojeda publicó Nefando cuando tenía veintiocho años, pero ya antes había conseguido con su primera novela, La desfiguración Silva, el Premio Alba Narrativa 2014 y con su primer libro de poesía, El ciclo de las piedras, el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015.

En Nefando, un «detective» (o «detectives») ‒cuya identidad el lector nunca llega a conocer‒ investiga sobre el videojuego Nefando, que los tres hermanos Terán (Irene, Cecilia y Emilio) crearon (con la ayuda de El Cuco Martínez) y colgaron en la Deep Web de internet, ese espacio profundo del mar de información mundial donde se reúnen los delincuentes (asesinos, traficantes de droga u órganos, pederastas…). Nuestro detective desconocido pregunta por Nefando y por los hermanos ecuatorianos Terán a los que fueron sus compañeros de piso cuando éstos vivían en Barcelona. El lector leerá sobre las impresiones que causaron los Terán a la mexicana Kiki Ortega, que escribía una novela pornográfica durante su estancia en Barcelona, al también mexicano Iván Herrera, homosexual torturado por sus deseos, y al español Cuco Martínez, ladrón de carteras con estudios de informática. Pero no sólo tendrá acceso a estas tres voces narrativas, sino que también podrá leer impresiones dejadas en foros sobre el juego Nefando por parte de sus usuarios, el resumen de la novela de Kiki Ortega, o podrá saber de primera mano qué les ocurrió realmente a los hermanos Terán en su infancia.

Sobre esto ya han hablado los escritores Alberto Olmos o Jorge Carrión en sus críticas de la novela (nota mental: no debería leer reseñas sobre los libros que yo mismo pienso reseñar, porque las impresiones ajenas van a influir sobre la mía), pero me gustaría volver a llamar la atención sobre un tema importante para la composición del libro: la influencia de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

En Nefando «alguien» de origen ecuatoriano (como se desprende de una entrevista de la página 33 y que podría identificarse con la propia autora del libro), al que antes me he referido como «un detective», busca las huellas de los hermanos Terán, como en la segunda parte de Los detectives salvajes se buscaba a Arturo Belano y Ulises Lima. Belano y Lima, igual que aquí los hermanos Terán, siempre (pero no en todo momento en Nefando) aparecen de forma evasiva, en la lejanía. Además, el lector de Nefando se puede acercar a las páginas de la novela pornográfica de Kiki Ortega, que actúa como una narración dentro de la narración, recurso muy del gusto de Bolaño. Algunas de las frases de Ojeda me han llamado la atención como propias de Bolaño. Pongo un ejemplo: «Los mexicanos somos el sur aunque estemos en el norte, ¿cachas? Somos como ustedes los ecuatorianos. Somos el sótano del continente. Bueno, digamos que nosotros somos las escaleras al sótano.» En la literatura de Bolaño se juega mucho con el mundo de los contrarios (norte-sur) y siempre hay abismos y sótanos oscuros.
El Cuco Martínez recoge la conversación entre dos lesbianas, enfadadas porque en las bibliotecas públicas de Barcelona no se permite el acceso a páginas porno, y que pretenden organizar una performance pornoterrorista y masturbarse en la biblioteca junto a las estanterías de filosofía política. De algún modo, esta escena me ha recordado a la descripción que hace Belano de las actividades de la secta de los escritores bárbaros en Estrella distante. Asimismo, la descripción de los crímenes pederastas en Nefando me ha recordado a La parte de los crímenes de 2666.
Mónica Ojeda, también como Bolaño, gusta del juego metafórico y sorprendente: «Los senos de su madre; dos huevos de avestruz que lo hicieron pensar en cipreses demasiado altos y en sus copas solitarias tiritando a causa de la brisa más insignificante» (pág. 61).

Cuando leo, voy haciendo anotaciones a lápiz en post-its que coloco en las páginas finales del libro. En el párrafo anterior mostraba un resumen de mis anotaciones sobre la influencia (o lo que yo considero influencia, porque algunas de las apreciaciones son subjetivas, por supuesto) de Roberto Bolaño en Nefando. En ningún caso quiero insinuar que esta influencia sea excesiva o asfixiante; más bien me hace pensar en las palabras de Enrique Vila-Matas sobre Los detectives salvajes: «Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio». Cada vez creo más (sobre todo después de leer novelas como Anatomía de la memoria de Eduardo Ruiz Sosa o Nefando de Mónica Ojeda) en el poder visionario de las palabras de Vila-Matas: Ojeda ha tomado la propuesta de Bolaño y ha escrito Nefando, una auténtica novela del siglo XXI, una novela que bucea en la Deep Web, en el internet más insoldable, donde se ocultan los peces abisales del alma humana, y habla sobre el tabú más blindado del siglo XXI: la sexualidad en la infancia. Posiblemente, sus intenciones narrativas se asemejen a las de su personaje Kiki Ortega cuando planifica la escritura de su novela pornográfica: «Su intención, la más honesta de todas, era la de explorar lo inquietante; la de decir lo que no podía decirse» (pág. 14).

En cierto modo, Nefando propone una investigación sobre los propios límites del cuerpo y de la unión cuerpo-persona. Un tema del que creo que se ocupa, en gran parte, la literatura femenina de los últimos años. Y ahora estoy pensando en los poemas de Sharon Olds.

Si antes he hablado de la relación de Nefando con Roberto Bolaño, voy a mencionar ahora una conexión personal e inesperada, para sacar el único punto negativo que podría achacarle a una novela tan talentosa y brutal como Nefando. La voy a relacionar con Un libro para niños basado en un crimen real, la novela con la que debutó la escritora australiana Chloe Hooper en 2002, cuando tenía veintinueve años, una edad similar a la de Ojeda cuando publicó Nefando. En 2003 leí la novela de Hooper, que en España publicó Anagrama. Una de sus ideas más potentes era que la sociedad australiana se había formado por los descendientes de los presos que Inglaterra mandaba a aquel país, muchos de los cuales eran asesinos. La protagonista investigaba sobre ese tema y en su camino no dejaba de encontrarse con asesinos. Su presencia en Australia no era anecdótica, sino excesiva y real, lo que acababa por saturar las intenciones narrativas de la propuesta. En Nefando ‒como ocurre en esta novela australiana con la presencia de asesinos‒, Ojeda ha llenado la narración con personajes sufridores, siendo la fuente de su dolor ‒en la mayoría de los casos, porque esto no funciona así para el Cuco Martínez‒ la relación que se establece entre su sexualidad, su cuerpo y el mundo que les rodea. Nefando es una lectura muy intensa, sin apenas «momentos valle», que habla de la pederastia y el dolor desde la ausencia de condena explícita y de victimización de quien ha decidido no tratarse a sí mismo como víctima, quien ha decidido crearse un mundo fuera de «los estándares normativos» (pág. 154). «En todo caso es su privilegio como víctimas hacer lo que mejor les parezca», leemos también en la página 154. Y puede que esta idea sea la más inquietante que propone Nefando: ¿cuáles son los privilegios de las víctimas?


Me contaba el otro día una amiga escritora que no había podido acabar Nefando. Desde luego, no es un libro para todos los públicos. Alejada de cualquier lectura complaciente, Nefando es una novela muy bien escrita, brutal en sus planteamientos, misteriosa, poética, profundamente perturbadora. Literatura en estado puro. Sorprende el talento de Mónica Ojeda, que aún no ha cumplido treinta años.

domingo, 22 de octubre de 2017

La gran ola, por Daniel Ruiz García

Editorial Tusquets. 243 páginas. 1ª edición de 2016.

En más de una ocasión, me había encontrado con Daniel Ruiz García (Sevilla, 1976) paseando por internet; habíamos hablado, por ejemplo, de los libros de Juan José Saer a través de Facebook. Y recuerdo que Román Piña (mi editor en Sloper) alababa su dedicación a la literatura en una de las entrevistas que hizo para su ensayo La mala puta. Sin embargo, nunca nos habíamos visto en persona hasta noviembre de 2016, cuando me apeteció acudir a la presentación de su nuevo libro, La gran ola (con él que consiguió el Premio Tusquets de novela) en La Central de Callao. Después de la presentación tuve la suerte de poder tomar algo con Daniel y hablar con él en persona de libros.

Ya he comentado, más de una vez, que me interesa el ámbito laboral como escenario para la literatura. Los españoles solemos pasar muchas horas en el trabajo (en contra de los tópicos –en Madrid, al menos–, la gente pasa mucho más tiempo en las oficinas que en Francia, Alemania o Gran Bretaña) y es raro que este tema no esté presente en más obras literarias. También es cierto que hablar de los entresijos de una empresa a personas alejadas al sector al que pertenece puede ser complicado. Lo que un individuo vive como un terrible infierno puede que no tenga capacidad de transmisión artística para otro; puede que temas como el paso del tiempo, la pérdida de la juventud o el amor sean más universales que el tema laboral. O bien que la gente que lee precisamente lo hace para olvidarse de sus entorno laborales y no para recrearse en ellos. Sin embargo, desde que cada uno de nosotros debemos pasar (en algunos casos) más de diez horas diarias en una oficina, en ambientes más tensos que en la peor de las dictaduras, la oficina debería ser una extensión más (si no la primera) del campo de batalla social y literario.

La gran ola es una novela coral. Desde la perspectiva de distintos trabajadores, conoceremos cómo funciona la empresa de productos de limpieza Monsalves, en manos ahora de Monsalves hijo; mientras que el padre, casi retirado, observa con preocupación algunas de las nuevas técnicas empresariales que practica su heredero, curtido en la fe de los másters MBA.

Los personajes principales que aparecen en las páginas de la novela serían:

Julián Márquez, un jefe de división (de Cadenas Locales) de mediana edad, preocupado porque no alcanza los objetivos marcados por la directiva. Además, su hijo Rubén parece tener problemas en el colegio y su mujer está recuperándose de las secuelas de un cáncer.
Macipe es el mejor vendedor de Márquez, pese a su adicción a los porros consigue engatusas a sus clientes, en muchos casos con técnicas poco ortodoxas. Tiene una relación con Pepi (que aunque no pertenece a la empresa acabará apareciendo en más de un capítulo). Macipe verá peligrar su trabajo cuando se lie con Marta Pineda y la relación no sea satisfactoria para ésta.
Marta Pineda es la jefa de Marketing de Monsalves, además de la sobrina de Monsalves hijo, incompetente y caprichosa. Su trabajo lo suele sacar adelante Gertru ‒apodada La Monja‒ quien, desde su silencio, muestra mucho más talento y saber hacer que su jefa.
Jaime Ribera es un buscavidas que, cuando comienza la novela, está en paro y se dedica a secuestrar perros, que luego finge encontrar para cobrar un rescate por ellos.

Ribera entra en contacto con Monsalves padre, quien está dispuesto a darle una oportunidad: va a contratar a Ribera para que le informe de a qué se dedica en sus oficinas Lorenzo Estabile, un coach motivacional al que su hijo ha contratado para cambiar la filosofía de la empresa.

Los personajes que se pasean por las páginas de La gran ola no se encuentran, precisamente, en su mejor momento vital: son infelices con sus parejas (o no las tienen), sufren porque sus hijos no lo pasan bien en el colegio (o no pueden verlos tanto tiempo como quisieran), tienen miedo de perder su trabajo, o trabajan muchas horas por poco dinero (pese a las buenas expectativas creadas en la época de la universidad).
Nos encontramos en 2015 (en la televisión hablan de la ruptura de Cristiano Ronaldo con Irina Shayk) y la crisis económica española parece empezar a quedar atrás (la empresa Monsalves está ubicada en una ciudad española, pero no se especifica cuál, aunque yo pensaba en Sevilla, por ser el lugar de procedencia de Ruiz García); sin embargo, los trabajadores cualificados de Monsalves trabajan mucho, cobran poco y miran con temor hacia el futuro.
En este contexto de empobrecimiento y miedos generalizados, las corrientes de la Nueva Economía, representadas por los mensajes del nuevo directivo, el coach Lorenzo Estabile, hablan de positividad y motivación.

«Nunca me ha incomodado que me hayan clasificado de escritor social. Las cuestiones que están en mi entorno me preocupan e inquietan. En este caso la realidad está posada en el mercado laboral, efectivamente.», leemos en una entrevista que eldiario.es le hace a Daniel Ruiz García.
Desde luego se puede considerar que La gran ola es una novela social (aunque no sólo es social su intención, puesto que también es una novela de personajes bien perfilados), que sobre todo clava sus dientes en algunas de las técnicas perversas del neoliberalismo, representado por las figuras chamánicas de los coaches (vivimos en una gran época para el pensamiento mágico). En la presentación de La Central se habló bastante de este tema: Ruiz García apuntó que le parecían obscenos términos como el tan manido en la actualidad «salir de la zona de confort». Si durante la crisis el paro ha afectado a muchas de las familias españolas, que han tenido que sobrevivir con cada vez menos ingresos, decirles a estas personas que lo que tienen que hacer es «salir de la zona de confort» no deja de ser perverso. Una nueva economía que exige cada vez más a un trabajador precarizado, pero que, no contenta con esto, quiere librarse de las «personas tóxicas»; es decir, de aquellas que se quejan, o usando otro tipo de vocabulario (que el positivismo neoliberal quiere obviar) también podríamos hablar de «aquellas personas que reivindican sus derechos y no desean ser arrolladas». Además, el Nuevo Capitalismo desea acabar con las fronteras entre vida privada y laboral mediante el mantra de la «emoción» y las frases banalizadas de las grandes personalidades del mundo actual (pueden valer tanto Steve Jobs como Nelson Mandela), donde la vida y el mercado se entrelazan definitivamente.

La novela está escrita en tercera persona. En capítulos normalmente cortos, Ruiz García se acerca a sus personajes con la técnica del estilo indirecto libre, y de este modo el lector puede conocer, casi de primera mano, sus pensamientos y su forma de enfrentarse al mundo. La mirada de Marta Pineda no deja de ser simplona, evocando continuos clichés del capitalismo occidental (al fin y al cabo, Pretty woman es su película favorita). Más interesante resulta su ayudante Gertru, que tiene una mirada más mordaz, amarga e inteligente sobre todo lo que ve. Al final, el lector se compadecerá de Julián Márquez –el personaje que más aparece en el libro– y cuyo patetismo hará que se le haga más entrañable que el resto.

El lenguaje que usa Ruiz García, si bien en algún momento tiene un aire muy coloquial ‒al plasmar los pensamientos de sus personajes‒, acaba trascendiendo esta limitación con el acertado uso de metáforas y comparaciones.

La mirada de Ruiz García sobre la realidad plasmada y sobre sus personajes, en término generales, no es condescendiente, sino ácida y empeñada en mostrar el patetismo de las vidas reflejadas. Si bien la descripción de las escenas suele ser bastante aséptica hay un momento de la novela en el que Ruiz García no puede más y se sitúa por encima de sus personajes: esto ocurre cuando Jaime Ribera lee el libro del coach Lorenzo Estabile: «Se sorprendió a sí mismo pasando hojas, y una hora más tarde había leído más de la mitad del libro. Estabile, de eso no cabía duda, escribía de manera muy sencilla, cualquier otro lector hubiera dicho básica, cualquier otro lector con un mínimo de lecturas a sus espaldas habría añadido vergonzosamente elemental, y no hubiera sido ajeno a las faltas sintácticas que se esparcían por todo el libro.» (pág. 196). Aunque podríamos considerar, en sentido estricto, que Ruiz García ha roto aquí con su estructura narrativa, las páginas que siguen, dedicadas al despelleje del libro de Estabile, son de las más divertidas de la novela. Porque no lo he dicho hasta ahora, pero La gran ola además de crítica social hacia algunos de los nuevos vicios del neoliberalismo, también contiene importantes dosis de humor corrosivo. Así piensa Gertru, un personaje más crítico que los demás, sobre un coach al que ha de recoger en el aeropuerto: «La crisis no era ninguna oportunidad, la crisis sólo era eso, crisis, denigración, ir a peor, si acaso era una oportunidad para tipos como aquel, para aquel ventrílocuo del oportunismo y del vaso medio lleno que estaba encantado de sus borborigmos verbales, que disfrutaba escuchándose a sí mismo, absolutamente ajeno a la evidencia de que su discurso apestaba, tanto en el fondo como en la forma.» (pág. 213)


Me apena que en el mundo actual la literatura haya dejado de generar debate social, porque muchas personas que no llegarán a enterarse de que este libro existe podrían sentirse totalmente identificadas con su contenido y comprobar que no están tan solas como piensan. Ya lo apunté al principio: a mí los libros sobre el mercado laboral español me interesan, y La gran ola me ha parecido incisivo, sarcástico, demoledor.

domingo, 15 de octubre de 2017

Ya no estaremos aquí, por Matías Candeira

Editorial Salto de Página. 140 páginas. 1ª edición de 2017.

De Matías Candeira (Madrid, 1984) había leído hasta ahora tres relatos: el primero en la antología de Menoscuarto Siglo XXI, Los nuevos nombres del cuento español actual, otro en el libro La soledad de los ventrílocuos y otro en Todo irá bien. Durante los últimos años he coincidido más de una vez con Candeira en persona, sobre todo en presentaciones de libros de la editorial Salto de Página o de Candaya. Cuando José de Montfort, el responsable de prensa de Malpaso (grupo editorial al que pertenece ahora Salto de Página), me mandó al correo el dossier de prensa que anunciaba la aparición del nuevo libro de Candeira, se lo solicité. Ahora mismo estoy escribiendo de nuevo relatos, y me apetece conocer las corrientes actuales del género en España.

Ya no estaremos aquí es el cuarto libro de cuentos de Matías Candeira y está formado por nueve relatos. El más corto tiene siete páginas y el más largo veintiocho.
El primer cuento es Las estrellas miran hacia abajo. En él, un narrador en segunda persona se acerca al maestro de un pueblo, que acompaña a sus alumnos hasta las afueras de la población. «Es tarde, ¿verdad? La hora en la que deberías buscar la parte trasera de un muro, una trampilla metálica, un sótano; y meterte ahí abajo, tan profundo que te cueste salir». Con estas palabras, que crean una sensación de amenaza, empieza este relato. Ya en la primera página se narra el encuentro de la expedición con un lobo. La imagen es extraña, pero el cuento todavía se encuentra dentro de los límites del realismo narrativo. Este «realismo» se romperá poco después. El lector descubrirá que los padres de los alumnos han desaparecido. La tierra que rodea al pueblo se ha abierto en simas. «Es bastante profunda y cruza el campo de centeno con un diseño caprichoso. Prolongadamente, se va volviendo recta, y se ensancha cada vez más. De las paredes van cayendo puñados de tierra roja» (pág. 14). La violencia va ganando cada vez más terreno en este cuento. Las estrellas miran hacia abajo es un relato desconcertante, que juega con la extrañeza y la sensación de amenaza que transmite el clima creado.

Casa de nieve se acerca también al tema de la infancia y la adolescencia, muy presente en este libro. «No iré al instituto», es la frase que da comienzo el cuento. De nuevo nos acercamos a un escenario rural. Un adolescente se enfrenta a la posible muerte de su padre y a su indefensión ante la vida. En el pueblo nieva y los caminos desaparecen.
En la creación del relato que propone Candeira es muy importante la atmósfera, y para conseguir una atmósfera extraña y amenazante, uno de los recursos de los que se vale es el tiempo atmosférico (la nieve, las tormentas, o esa aparición fuera de lo natural de las grietas en el suelo del primer relato…). Casa de nieve es un cuento sobre la soledad, que puede acercarse al cuento fantástico o mantenerse dentro de los cauces del realismo (será el lector quien decida).

Ya no estaremos aquí es un libro de relatos que juega a romper las expectativas del lector. En el tercer cuento, titulado Detrás de la tormenta, Candeira cambia el tono y nos acerca a una narración, en principio más realista, que podría acercarse al género negro. Un criminal corso espera a sus enemigos en una barca en el mar y recibe, sin embargo, una visita inesperada.
Me gusta esta idea de la ruptura de las expectativas del lector; creo que beneficia las propuestas como la de Matías Candeira. Cuando el lector comienza a leer uno de sus cuentos, no acaba de estar seguro de hacia dónde se dirige. En un principio, es lógico que suponga que si los dos relatos anteriores eran fantásticos o trataban sobre adolescentes, el tercero siga siendo así. Pero las reglas mutan, los relatos de género (fantástico, realista negro…) se transforman en otra cosa y el libro sigue avanzando.

Las profundidades nos habla de la extrañeza y el miedo que siente un padre hacia las posibles rarezas de su hija, y se convierte en una narración simbólica sobre el salto entre generaciones. Me ha recordado a algunas de las narraciones de la escritora argentina Samanta Schweblin en su libro Pájaros en la boca.

El cuento Lar, narrado desde la perspectiva de un perro asesino de humanos, no me ha acabado de convencer; me parece que está contado con excesiva ambigüedad. Creo que los cuentos de Candeira funcionan mejor cuando muestra escenas más nítidas para el lector. El siguiente, El interior de un ojo, es de los más cortos, y al igual que Lar, de los que menos me han gustado. Basa su fuerza (insuficiente para mí) en el supuesto poder amenazante de unas tijeras sobre una pareja.

Bosques tranquilos es uno de los cuentos más largos del libro y sin duda mi favorito. Si lo comparo, por ejemplo, con Lar creo que elijo Bosques tranquilos porque, como lector, siento mucha más cercanía hacia la precisión de las imágenes trazadas que hacia la ambigüedad narrativa de Lar. Bosques tranquilos puede ser un relato simbólico sobre el miedo a la inmigración por parte de la vieja Europa, ya que nos acerca a una urbanización burguesa en un futuro de campos arrasados, que se siente amenazada por las personas que viven en el oscuro bosque cercano.

La instalación trata sobre la obra de un artista que explica el porqué de su arte a un grupo de visitantes. El artista se presenta aquí como un ser narcisista y cargante que, bajo la supuesta premisa del sufrimiento que ha padecido en el pasado, se permite más de una licencia inverosímil. Me gusta que La instalación no acaba de ser un cuento abiertamente fantástico, pero su tratamiento no es realista, porque las reacción de los personajes ante las situaciones propuestas no lo es, sino que sería más de estirpe kafkiana o expresionista, una corriente del relato neofantástico muy practicada en la actualidad en Argentina, por autores como la citada Samanta Schweblin, Federico Falco o Tomás Sánchez Bellocchio.

Por fin, Hija pródiga es un curioso relato apocalíptico, con muertos que regresan de la tumba convertidos más en monstruos que en zombis, pero que también, como otros cuentos de Ya no estaremos aquí, trata de la soledad de la adolescencia y del deseo.


Decía al principio que, hasta ahora, no había leído ningún libro completo de cuentos de Matías Candeira, uno de los jóvenes cuentistas más reputados de España, y me ha gustado hacerlo por fin. Me gustan sobre todo –como ya he apuntado– los cuentos más nítidos en sus imágenes que los que juegan excesivamente a la ambigüedad. Candeira es un escritor imaginativo, un gran dibujante de atmósferas inquietantes (en este sentido creo que podría ser un admirador del escritor de cuentos de terror Thomas Ligotti). Pero en esa habilidad puede encontrarse también una de sus debilidades: en algunos casos le cuesta, tras dibujar el atractivo escenario, crear en él una historia potente, y el relato se queda en la muestra de personajes caminando por ese escenario. Pero tampoco creo que sea éste el rasgo predominante de este autor, porque el lenguaje de Candeira es muy cuidado, y su propuesta, atractiva en la mayoría de las páginas aquí expuestas, destacando piezas tan inquietantes y logradas como Bosques tranquilos, Las estrellas miran hacia abajo o Las profundidades.

miércoles, 11 de octubre de 2017

ASESINATO, de DANIELLE COLLOBERT

El pasado 29 de septiembre presenté, en la librería Cervantes, el tercer título de la nueva editorial madrileña La navaja suiza. Me gustó poder colaborar con este proyecto. Dejo aquí el texto que escribí para la ocasión, y que usé, a modo de notas, en la presentación (las fotos son de Isabel Hernández):



Me escribió Elsa Veiga, representante de prensa de editoriales, para preguntarme si quería presentar el libro Asesinato de la francesa Danielle Collobert. Lo cierto es que era la primera vez que oía hablar de esta autora. Sí que conocía, sin embargo, a la editorial que publicaba el libro: La navaja suiza. Una nueva editorial madrileña, creada por Agustín Márquez, Pedro Garrido y Bárbara Pérez de Espinosa, y  que comenzó su andadura, hace unos meses, reeditando el libro de relatos En el corazón del corazón del país del norteamericano William H. Gass. De este libro había leído un relato en la Antología del cuento norteamericano de Richard Ford y había hojeado, en la cuesta de Moyano, la edición que sacó Alfaguara a principios de los años 80.
El segundo título de La navaja suiza es La casa grande del colombiano Álvaro Cepeda Samudio, sobre la masacre de las bananeras que ocurrió en Colombia en 1928. Creo que había leído sobre él en la relectura que hice, hace unos años, de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, en el prólogo de la edición conmemorativa de la RAE y Alfaguara, si no recuerdo mal hablaban de La casa grande. Pero, como decía, no había oído nunca hablar de Danielle Collobert, cuyo libro Asesinato es el tercer título de La navaja suiza.

En algún momento había pensado solicitar a esta nueva editorial En el corazón del corazón del país o La casa grande para poder escribir sobre ellos una reseña y apoyar así el que me parecía un interesante proyecto editorial. Pero, por ahora, me estaba conteniendo. El ritmo de libros que entran en mi casa es muy superior al de libros que puedo leer y reseñar. Sin embargo, me alegró que Elsa me propusiera poder realizar el comentario público de este nuevo libro de La navaja suiza. Quedamos en que me enviaría el libro a mi casa y empecé a buscar información sobre Danielle Collobert.

Lo cierto es que no se puede encontrar en internet mucho sobre ella. En la wikipedia leemos que nació en 1940 en Rostrenen, y se crió en la casa de sus abuelos (un dato que me hizo pensar en la infancia de Michel Houellebecq) porque tanto su madre como su tía formaban parte de la Resistencia Francesa.

En 1961 dejó sus estudios universitarios y empezó a trabajar en la Galerie Hautefeuille de París. También empezó a escribir textos que, tres años después, se integrarían en el libro Asesinato.

Collobert publicó algunos libros de poesía. En España se puede encontrar una antología de su obra poética en la editorial Kokoro, titulada Decir vivo a quién. Este libro contiene poemas en prosa parecidos a las páginas de Asesinato. De hecho, algunas de sus  páginas y las de este Asesinato coinciden. (AQUÍ está el enlace).



Collobert fue militante del Frente de Liberación Nacional de Argelia. Lo que hizo que tuviera que exiliarse a Italia.
Asesinato se publicó en 1964 en la prestigiosa editorial Gallimard, gracias a la recomendación del escritor Raymond Queneau.
Collobert se suicidó en 1978 el mismo día que cumplía 38 años en un hotel de París, de la misma forma que su admirado Cesare Pavese en 1950 (a los 42 años), 28 años antes.

En el blog Lost in Marienbad podemos encontrar la traducción de tres poemas de Collobert:

añade sin cesar
construye
tenacidad del aliento
acumula
persigue
ávido
sin cesar
del aliento a la palabra
el mismo camino
el regreso aún
la repetición evidente
frágil
incierta
alargar la traza – prolongar
en alguna parte
en otro lugar
no borrar – borrarse
palabras además
la sangre – aún acuñar
palabras aún
trazar
para retrasar el acercamiento
fuera del alcance del silencio
blanco infinito
lucha – con la palabra – necesaria
única necesidad
lucha vana
agotamiento
sin salida

***

Siempre movimiento
De lo violento a lo imperceptible –lo inmóvil – lo inmóvil
Nunca – fingiendo fijeza, a lo sumo – fricción
Invisible en todo su cuerpo
Invisible – para no ver
Nunca visto desde donde él ve
No visto – el temblor
Sin presa – liso – sin derrame
Sin lágrima – ni sudor – estallido – ni estremecimiento – el
Frío
Inanimado – no – en algún lugar el nervio del dolor –
En algún lugar la respiración.

***

entre los muros blancos – la misma angustia cien veces encontrada – bloqueada en el instante – el tiempo denso –fugitivo – tras el que hay que caer de nuevo – cada vez –en la confusión – el magma – el trayecto perdido de un pensamiento al otro – en todos los sentidos – lo cotidiano real – el ensamblaje incierto del mundo – en la mente o al fondo-
en algún lugar

en alguna parte – ese lugar buscado desde hace tanto – tantos intentos – viajes al interior – la mayoría de las veces con ideas de agresión – tomar por asalto ese lugar - aplastarlo destruirlo de una vez por todas – que sólo quede una superficie lisa – aflorando a la mirada – a los labios – dócil a la voz aplacada – dormida – nada que pueda interrumpir el sueño – atascada – o el entumecimiento – esta vez las manos podrán transcribir con dulzura las palabras – sin crispación repentina – sin desgarramiento imprevisto

Asesinato me llegó a casa y comencé su lectura. Lo cierto es que al principio había pensado que se trataba de una novela. Elsa Veiga me había hablado de “nuevo título” de La navaja suiza y yo había considerado, por los dos anteriores libros de la editorial, que se trataría de una novela o un conjunto de relatos. Después de leerlo señalaría, más bien, que se trata de un libro de poemas en prosa. O un libro de microrrelatos fuertemente poéticos, o tal vez de una novela alucinada. En su web los editores de La navaja suiza se presentan así: «LA NAVAJA SUIZA nace con el ánimo de ofrecer a los lectores propuestas literarias inéditas y recuperadas del olvido, tanto en español como en lenguas extranjeras, no adscritas a géneros o nacionalidades, y asentadas en la búsqueda de nuevas formas literarias y que contribuyan a generar una conciencia social.»



En una entrevista concedida a El país, el editor Agustín Márquez apunta: «A veces, la buena literatura necesita un poso que no encaja con la lectura de metro, sino de sofá.» Creo que a la lectura de Asesinato, como apunta Agustín, le conviene más el tiempo detenido del sofá que la velocidad del metro. Asesinato se lee desde el desconcierto y el desasosiego.

En una primera instancia nos encontramos con una doble mirada: exterior e interior. «Es extraño este encuentro entre el ojo interior, detrás de la cerradura, que ve, y que descubre al ojo exterior, atrapado en flagrante delito de visión, de curiosidad, de incertidumbre.», así empieza el libro en la página 11.
En la página 13 aparece la idea premonitoria del suicidio: «El irrealizable y continuo suicidio de a pedazos.»

La idea de la muerte recorre el libro. Se insinúa la idea del asesinato en más de una ocasión: el asesinato de uno mismo, del otro, el asesinato por parte del otro: «Soy suyo, soy visto, descubierto, la boca entreabierta mientras duermo, y no estamos tranquilos, pues aparece poco a poco, en la pared, el hombre al que, desde hace unos días he decidido matar. Y me gustaría hacerlo por sorpresa, así que espero que no esté prevenido, por ello me pregunto por su presencia aquí en la casa. Lo mataremos de mil maneras. Sé mucho sobre el asesinato. Invento algunos cada día. Hago morir a distintas personas, en su mayor parte ancianos, no sé por qué exactamente.» (pág. 17-18)

El libro comienza con una voz narrativa ensimismada en sí misma, con esa doble visión interior y exterior, que parece contemplar el mundo desde el dolor del ser. Poco a poco el narrador irá saliendo de casa y verá una fábrica, obreros, el mar, los barcos… Aunque también apunta que le cuesta salir de «su laberinto», una expresión que me lleva a pensar en su mundo interior, su inmovilismo. El narrador también perseguirá a una «sombra», que quizás sea un trasunto de él mismo.



Durante una primera parte que identifico como la que está contada con una voz narrativa masculina (pág. 11-52) la narración me parece más intimista. De hecho, creo que el estilo de estas páginas es muy lírico, con una poética de la desesperación que me ha hecho pensar en Una temporada en el invierno, una de las obras en prosa del gran poeta Arthur Rimbaud. «Ya no amo el hastío. Las rabias, los desenfrenos, la locura cuyos arranques y desastres tan bien conozco, –me he despojado de toda esa carga. Valoremos, pues, sin vértigo, la amplitud de mi inocencia.», leemos en la página 35 de Una temporada en el infierno (edición de Hiperión). «En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no…, realmente no puedo. Soy demasiado evanescente, demasiado débil. La vida florece gracias al trabajo, –vieja verdad. Pero la mía, en concreto, no tiene suficiente peso, alza el vuelo y se aleja flotando por encima de la acción, ese amado apoyo del mundo.»
«¡Bah, hagamos todas las muecas imaginables. Decididamente, estamos fuera del mundo. Ningún sonido ya. Mi sentido del tacto ha desaparecido.» (pág. 45)
«¡Por el momento, estoy sumida en el fondo del mundo.» (pág. 51)
«Me acostumbré a la alucinación pura y simple: veía, con toda claridad, una mezquita donde había una fábrica, una escuela de tambores compuesta por ángeles, calesas por los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil erguía espantos ante mis ojos.»

Se puede considerar Una temporada en el infierno, publicado en 1873 el testamento literario de un joven-viejo Rimbaud de 19 años. Leí este libro hace ya más de veinte años. Acabé pensando que Rimbaud decidía dejar la literatura porque su pureza, su deslumbramiento, iba a conducirle a la autodestrucción del suicidio.

Danielle Collobert decidió seguir esta senda hasta el final. Me parecen, en cuanto a esta idea de Rimbaud, significativas las páginas 41-43 de Asesinato. Así empiezan: «Tengo un mar interior, no muy grande, pero me llena por dentro. No es un agua tranquila, remansada, como suele decirse. Según los días, las horas, se expande, me sacude.» En estas páginas Collobert habla de su condición de artista. De ese mar interior, que a veces parece un pozo, donde se ahoga y que a la vez, paradójicamente, le sustenta.


A partir de la página 53 la voz narrativa pasa de ser la de un hombre a la de una mujer. Desde esta página, los cortes de la narración se vuelven más dinámicos. Collobert juega a la disolución del sujeto: masculino, femenino, un nosotros, un «él», una sombra.
En esta página 53 una mujer comienza a seguir a una anciana que ha visto en un café.

Página 53 de Asesinato: «Entré en el café y la vi inmediatamente al fondo delante de mí. Me quedé quieta enseguida».
Relación con poema Pensamientos de Deola, de Pavese, página 33: «Deola pasa la mañana sentada en el café / y nadie la mira»

En estas páginas en las que la poeta sale de sí misma y contempla a los otros  (las gaviotas en la playa, los viajeros de los trenes, los obreros, los bebedores del café…) he sentido de forma más acusada la influencia de la poesía de Cesare Pavese.

En la página 89-90 podemos leer dos páginas sobre un anciano que me han recordado a algunos de los poemas de Pavese. El poema de Collebert comienza así: «En la otra orilla vive un hombre viejo. Creo que es necesario que hable de él un día. Su casa es grande y puedo divisarla desde mi puerta. Lo veo a veces, sentado delante de la suya en un banco de piedra, inmóvil.»
En poema Pasa el tiempo de Pavese, pág. 104: «En cierta ocasión, aquel vejete, sentado en la hierba, /aguardaba»

Estas páginas se pueden relacionar con poemas como Pensamientos de Deola de Pavese (pág. 33 de la edición de Poesías completas de Visor), Manía de soledad (pág. 55), Pasa el tiempo (pag. 104) o La paz reinante (pag. 120)

En Asesinato, en la página 71 leemos: «Somos cuatro en torno a él. Está muerto. En pleno campo, extrañamente, en pleno campo, a pleno sol, con delicadeza.
No ha sido nada trágico. Los ruidos de la campiña no se detuvieron, de repente. Cayó de rodillas y después se desplomó a un lado.»



En las Poesías completas de Pavese, página 96, tenemos el poema Revuelta, que también habla de un muerto y comienza así: «El muerto está retorcido y no mira las estrellas: tiene los cabellos pegados al adoquinado. La noche es más fría. Los vivos regresan al hogar, todavía temblando.»


Las últimas páginas de Asesinato (119-126) parecen retomar la voz narrativa en primera persona y masculina del principio. Vuelven aquí los espacios interiores, la reflexión antes que el movimiento. Collobert retoma la idea de la muerte: «Uno no muerte solo, lo matan, por rutina, por imposibilidad, obedeciendo a su inspiración. Si todo el tiempo he hablado de asesinato, a veces de forma velada, es debido a eso, a esa manera de matar.» y acaba así: «Camino tambaleándome, y la habitación negra no se vacía aún del eco incesante de mis pasos – mis pies inseguros, que buscan, buscan en la arena, lentamente, el fin.» (pág. 126)

domingo, 8 de octubre de 2017

Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, por Diego Sánchez Aguilar.

Editorial Balduque. 153 páginas. 1ª edición de 2016.

A finales de febrero de 2017, me escribió Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) a través del chat de Facebook para proponerme el envío de su libro de relatos Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, sin compromiso alguno. Me decía Diego que encontraba afinidades entre sus lecturas y las mías. Ya he comentado más de una vez que suelo rechazar este tipo de ofrecimientos, porque necesito tiempo para elegir yo mis propias lecturas, pero en este caso acepté porque Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino ganó en 2016 el Premio Setenil de cuentos (otorgado por el ayuntamiento de Molina de Segura al mejor libro de cuentos publicado durante el último año) y tenía curiosidad por él, de que ya había oído hablar. Al final quedamos en que él me enviaría su libro de cuentos y yo el mío, Koundara. Diego leyó mi libro antes que yo el suyo, y escribió una reseña muy generosa para la web El coloquio de los perros. De nuevo a través de Facebook, Diego me contaba que había encontrado más de una afinidad entre sus relatos y los míos. Ahora que he leído su libro entiendo por qué. Ambos hemos nacido en el mismo año, 1974, y hablamos de la clase media española de la misma generación.

Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino está formado por siete relatos con una extensión media de veinte páginas. Ya he comentado también, más de una vez, que me gustan los libros de relatos, pero no cuando los relatos son muy cortos. Esta extensión de 15-30 páginas suele ser la que más me satisface como lector (sin ser ésta, tampoco, ninguna regla fija, claro).
El primer cuento se titula Cena de empresa y en él ya están recogidas todas las obsesiones temáticas del volumen: el protagonista tiene treinta y nueve años y, junto a los compañeros de la sucursal bancaria en la que trabaja, celebra, en las fechas previas a la Navidad ‒como el título ya anuncia‒ una cena de empresa. Los compañeros de trabajo no mantienen verdaderas relaciones de amistad (mientras que a los que fueron los amigos de verdad ya apenas los ven), pero en este ambiente de alegría un tanto forzada puede surgir el deseo hacia la joven chica nueva que lleva dos semanas de prácticas. El relato avanza desde lo social (relaciones interpersonales en el trabajo) hasta lo más íntimo (las relaciones sexuales). De fondo nos encontramos con la crisis económica que ha atravesado (o sigue atravesando) el país, donde los personajes han de sufrir sus bajadas de sueldos.

Casi todos los personajes de estos relatos tienen una edad similar, que suele rondar los cuarenta años (aunque los de los dos últimos se alejan algo de ella y tienen treinta), y pertenecen a la empobrecida clase media española. El hilo conductor de los mismos es su relación con el sexo. Si bien el personaje del primer cuento, como ya he apuntado, tiene treinta y nueve años y está casado, pero durante la noche del relato fantasea con su joven compañera de trabajo, también mantiene una intensa relación con la pornografía de internet, sobre todo con la web Youporn, que aparece de modo recurrente en varios relatos.
La distancia entre el deseo sexual y las fantasías eróticas y el sexo real es el nexo temático que une a los cuentos aquí mostrados.

En el segundo cuento, el titulado Gemidos, nos acercamos a un cuarentón solitario, que trabaja de cartero. Anselmo no practica sexo real con nadie, pero cree que al fin se ha enamorado de una artista sexual de internet a la que no puede ver, ya que tan sólo puede escuchar el sonido de sus orgasmos. Creo que éste ha sido uno de los dos cuentos que más me han gustado del libro. El otro es Vecinos, en el que una pareja de cuarentones, con un hijo, vive una sexualidad que no es todo lo satisfactoria que al hombre le gustaría. En la página 83 podemos leer un párrafo que podría resumir el espíritu del cuento Gemidos y de todo el libro: «Francisco estaba resignado a esa rutina sexual consistente en hacer el amor dos o tres veces al mes, generalmente los domingos por la mañana antes de que se despertara el niño, siempre en la posición del misionero, que era la que le proporcionaba a Marta el orgasmo de manera más rápida y efectiva; se había acostumbrado a suplir con la masturbación y la pornografía el excedente sexual que él aportaba al matrimonio. Ese componente de sexo por compasión llegó a molestar mucho a Francisco, sobre todo tras el nacimiento de su hijo. Ahora echa de menos a esa Marta que hacía el amor para complacerle a él. En cierto modo, Francisco estuvo convencido (sin pensarlo nunca explícitamente, pero ahora se empezaba a dar cuenta de que ese pensamiento estaba ahí) de que Marta sería absolutamente feliz viviendo sin sexo, eliminando totalmente esa faceta de su vida». Los conflictos surgirán cuando el piso de arriba (que había estado deshabitado por la dificultad de venderlo durante la crisis económica) sea ocupado por una pareja joven y los sonidos de sus intensas batallas sexuales se filtren hasta su dormitorio. Las fantasías de Francisco se dispararán.

En Cuba, el tercer cuento, tres amigas viajan a un resort de Varadero. El cuento recoge principalmente lo acontecido durante una excursión de un día que hacen a La Habana. La protagonista se ha divorciado hace poco y las amigas quieren que se alegre practicando el sexo con algún cubano. Cuba refleja bien la falsa alegría de los viajes. Así empieza este cuento: «Aurora siempre siente lo mismo cuando baja de un avión y pone un pie por primera vez en un país extranjero: una profunda e inexplicable decepción» (pág. 43).

En Injusticia, el quinto relato, Sánchez Aguilar emplea el recurso de usar dos tiempos narrativos: cuando la protagonista Paula tiene diecisiete años en 1990 y cuando tiene cuarenta en 2013. Predomina la visión más actual de sí misma, pero la evocación juvenil le sirve al lector para comprender sus frustraciones vitales (que, como en todos los cuentos de este libro, son sexuales). Me llama la atención que el motivo narrativo de este cuento sea un encuentro con los antiguos compañeros del colegio que se organiza a través de Facebook. Algo que empieza a ser un rasgo generacional de la nueva narrativa española: esto mismo aparece en la novela Autopsia de Miguel Serrano Larraz y en Edad Media de Leonardo Cano.

Si Injusticia trata sobre una posible infidelidad que la mujer de una pareja va (o no) a cometer, el siguiente cuento, Anunciación de María, nos habla del miedo de un marido a que su mujer le esté siendo infiel durante el tiempo del relato, que es una noche en la que ella ha salido para celebrar el comienzo de las vacaciones de Semana Santa.

El último, titulado El perfume, trata sobre un fotógrafo publicitario y su particular técnica para mejorar la sensación de ensueño que desea aportar a las fotos de su trabajo: cambiar la cara de las modelos que fotografía por esa misma cara en el momento de tener un orgasmo. Quizá sea este cuento el que más se aleje de la unidad temática planteada, al hablarnos en él de una persona a la que le va mejor económicamente que al resto de protagonistas de los otros cuentos, y cuya relación con el sexo no es de frustración, sino de plenitud. Aunque, a tenor de lo precedente, el lector intuye que sus privilegios no van a durar mucho.

Los siete cuentos de este libro están escritos en tercera persona y aunque, en muchos casos, se usa la técnica del estilo indirecto libre para acercarse y reflejar los pensamientos de los protagonistas, existe en ellos la voz común de un narrador que, a veces, parece conocer mejor a los personajes que lo que ellos se conocen a sí mismos.

Sánchez Aguilar, sin descuidar el lenguaje, no apuesta fervorosamente por el juego metafórico. Su prosa es cuidada (no he detectado ni una sola errata en todo el libro), pero prefiere la disección psicológica de sus personajes frente al vuelo poético. En este sentido, Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino contiene reflexiones muy finas sobre la generación de españoles que en 2013-2014 rondaba los cuarenta años. Existe también en estos cuentos una sutil crítica social, pues la idea de «la crisis» ‒el miedo a perder los trabajos, la dificultad para pagar las altas hipotecas, las bajadas de sueldos...‒ están aquí presentes como telón de fondo.
En la composición de los cuentos llama la atención el uso de la lista con enumeraciones separadas por a), b) c), etc. y el uso de notas a pie de página. En las conversaciones que he tenido con Sánchez Aguilar a través de Facebook, me señalaba que uno de sus escritores de cuentos favorito es David Foster Wallace. Así que lo lógico es considerar que estos dos recursos, y sobre todo el último, son una influencia del autor norteamericano. Las notas inciden en muchos casos en explicar la psicología de los personajes, e, incluso, en una de ellas se adelanta el fin de la historia (la pareja acabará divorciándose), que en la propia narración tan sólo queda sugerido.

«La idea del libro es que el sexo, con su componente de insatisfacción perpetua, reflejara la eterna insatisfacción de la clase media», declaró Sánchez Aguilar en una entrevista para el Diario.es.

Los siete cuentos de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino mantienen una unidad temática y compositiva tales que el lector puede tener la sensación de estar leyendo una novela. Cuando he leído a algunos de mis escritores de cuentos favoritos (Antón Chéjov, Raymond Carver o Tobias Wolff), siempre he considerado que un mérito de estos escritores era la variedad de temas y de personajes diferentes: en un cuento hablaban de una persona de mediana edad, en otro de un niño, de un anciano, etc. y en la diferencia de temas (los celos, el miedo a perder el estatus, las relaciones familiares, etc.) y enfoques. Me gusta cuando el escritor es capaz de crear la voz narrativa de una problemática adolescente y más tarde la de un estirado ejecutivo de sesenta años, por ejemplo. En este sentido, los cuentos de Sánchez Aguilar me parecen poco variados (aunque sabe acercarse con igual pericia a personajes masculinos o femeninos), lo que provoca, al acercarse a los dos últimos, una ligera sensación de repetición. Y no es que los dos últimos sean malos cuentos, que no lo son (leídos en una antología de varios autores serían cuentos destacables), pero el lector tiene la impresión de que lo que se narra en ellos ya ha sido transmitido en otros cuentos anteriores. A cambio, los mejores cuentos de este libro son magníficos, por ejemplo Gemidos y Vecinos, y los podría incluir en mi lista de mejores cuentos leídos en los últimos años. Además –y para mí esto es un mérito–, hablan de mi entorno urbanita más cercano y reconocible, son cuentos que me apelan de forma absolutamente directa, cuentos cuyo desarrollo y final me han dejado seco.


Diego Sánchez Aguilar me parece un gran escritor de cuentos, al que me gustaría exigirle mucho (al fin y al cabo soy profesor de bachillerato y la deformación profesional está en mí), me gustaría pedirle que, después del magnífico libro de relatos que es Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, se pida a sí mismo elevar el reto y aceptar la dificultad de variar los puntos de vista e incrementar la variedad de personajes. Soy profesor y me gusta incitar a los mejores a superarse.

domingo, 1 de octubre de 2017

La hija de Jezabel, por Wilkie Collins

Editorial Alba. 405 páginas. 1ª edición de 1880.
Traducción de Catalina Martínez Muñoz

De Wilkie Collins (Londres, 1824 – 1889) había leído hasta ahora dos novelas: La dama de blanco (1860) y La piedra lunar (1868). El primero es un libro entretenidísimo, una novela de misterio de la que es difícil dejar de pasar páginas. Con la segunda pasa algo similar, pero con el aliciente añadido de que sentó las bases de lo que iba a ser el moderno género de detectives. De hecho, Arthur Conan Doyle fusiló gran parte de las características de dos de los personajes de La piedra lunar para alumbrar a sus conocidas creaciones Sherlock Holmes y John Watson.
Cuando en la editorial Alba anunciaron que sacaban una nueva novela de Wilkie Collins me apeteció leerla. Se la solicité y ellos, muy amablemente, me la enviaron a casa.

Durante las primeras semanas de junio, aprovechando las vacaciones de profesor, me puse con lecturas que tenía atrasadas y que suponían para mí un compromiso, porque eran libros que me habían enviado las editoriales o los autores. Después de estar más de una semana leyendo casi un libro al día y escribiendo, también, una reseña al día, necesitaba un descanso y fue entonces cuando tomé de los altillos de mis estanterías La hija de Jezabel, que con sus 405 páginas no iba a poderla leer en un día.

El narrador de la primera parte de la novela es David Glenney, quien se sienta a escribir en 1878, siendo ya un anciano, para recordar unos acontecimientos («el caso de la hija de Jezabel», lo llama) que tuvieron lugar exactamente cincuenta años antes, en 1828, cuando era un joven que estaba comenzando a trabajar en la empresa de su tío político. Ya desde la primera página, David le informa al lector de que en su historia va a hablarle de dos viudas: la señora Wagner, tía carnal de David, y viuda del comerciante Ephraim Wagner; y de la señora Fontaine, viuda del doctor Fontaine, un investigador químico de venenos y antídotos.

«Lo que dispongo a relatar, lo vi con mis propios ojos y oí con mis propios oídos.», nos dice David en la primera página. La señora Wagner quiere dar continuidad a las ideas de su difunto marido: le apetece que entren a trabajar más mujeres en la empresa en puestos de responsabilidad y quiere llevar a cabo sus ideas sobre cómo tratar a los locos, consistentes en acercarse a ellos de forma más humana que como se hacía hasta entonces. David señala que estás ideas, aceptadas en 1878, eran muy novedosas en 1828. Para llevar a cabo sus propósitos, la señora Wagner contacta con los conservadores socios de su marido, unos alemanes de Fráncfort, a los que tiene que informar sobre la contratación de un número mayor de mujeres en la empresa; y también visita el manicomio de Bedlam, allí conocerá al interno Jack Straw, al que liberará de su encierro y llevará a su casa para convertirse en su tutora.

La novela se desarrolla entre Londres y Fráncfort. A Londres llegará el joven alemán Fritz, hijo del señor Keller (uno de los socios de la señora Wagner), que se hará de forma inmediata amigo de David (que sabe hablar perfectamente alemán). Fritz sufre de mal de amores: su padre no le deja casarse con Minna, la hija de la señora Fontaine, que no es otra que la «Jezabel» del título. En la página 35 la traductora Catalina Martínez Muñoz deja una oportuna nota: «Jezabel, mujer del rey Ahab de Israel, indujo a su marido a abandonar el culto a Yahvé por la adoración de deidades paganas como Baal. La tradición bíblica la asocia con los falsos profetas y las prostitutas.»
Jezabel es el sobrenombre con el que conocen a la señora Fontaine (de origen francés y noble) en la ciudad de Wurzburgo, donde se rumorea que ha precipitado la muerte de su marido al dejarle en la ruina. También los rumores apuntan hacia el hecho de que cuando murió el doctor desapareció su botiquín, repleto de venenos y antídotos. Se sospecha que la señora Fontaine es la responsable.
El señor Keller se opone a la boda de su hijo Fritz con Minna, «la hija de Jezabel», por la mala reputación de su madre. Al señor Keller le repugnan aquellos que no pagan sus deudas.

David tendrá que dejar al afligido Fritz en Londres porque su tía le envía a Alemania para que medie por ella con los socios de Fráncfort. Aquí ocurre algo que me hizo sonreír: Fritz ha recibido la noticia de que Minna y su madre han dejado la ciudad de Wurzburgo por sentirse allí acosadas y no sabe dónde están. Lo primero que le ocurrirá a David al llegar a Fráncfort es que se va a encontrar con Minna por la calle. Es aquí cuando el lector tiene que asumir que lo que está leyendo es un folletín sobre bodas complicadas, casualidades imposibles, malas malísimas, venenos mortales y detalles góticos… El folletín fue, durante mucho tiempo, todo un género literario, y las «casualidades imposibles» (algo con lo que luego se han divertido mucho escritores posmodernos como César Aira) formaban parte de sus convencionalismos. No es ésta la única «casualidad imposible» con la que nos vamos a encontrar: John Straw, el loco al que la señora Wagner ha sacado del manicomio en Londres (Gran Bretaña), averiguaremos que en realidad trabajó como ayudante del doctor Fontaine en Wurzburgo (Alemania) y su traslado a Fráncfort, junto con la señora Wagner, va a tener una importancia fundamental en la trama.

Como buen folletín que, antes de ser libro, apareció por entregas en varios periódicos del Reino Unido, en La hija de Jezabel Collins maneja con soltura la técnica del «cliffhanger» (no sé si existe un término equivalente en español); es decir, el cierre de cada capítulo siempre contiene alguna pequeña intriga que hace que el lector quiera seguir leyendo.

En la segunda parte, David se ha tenido que trasladar a Londres y así comienza ahora la narración: «En la parte previa de esta narración he hablado como testigo presencial. En esta segunda parte, mi ausencia de Fráncfort me obliga a depender de las pruebas documentales aportadas por otras personas. Estas pruebas consisten (primero) en cartas dirigidas a mí; (segundo) declaraciones que se me hicieron personalmente; (tercero) fragmentos de un diario descubierto tras la muerte de su autor. En todos los casos, los materiales puestos a mi disposición dan prueba de la veracidad de los hechos.» (pág. 229)

Así, esta segunda parte está escrita en tercera persona. Durante algún tiempo tuve la impresión de que Collins estaba cometiendo un error: en algunos momentos parece que puede leer la mente de al menos uno de sus personajes. Al acabar el libro, vi que este detalle estaba justificado porque precisamente de este personaje era del que existía un diario al que David puede tener acceso.

Durante la lectura, notaba como Collins, mediante sus descripciones, me predisponía para que me pusiera en contra de algún personaje (no quiero contar de cuál para no desvelar demasiado las costuras de la trama). Al principio pensé que sería un truco, que habría una vuelta de tuerca: Collins quiere predisponerme en contra de este personaje, pero al final, aunque parezca que es negativo, va a ser alguien injustamente juzgado. Lo curioso es que la vuelta de tuerca funcionó para mí en un sentido inesperado: creía que había truco y, bueno, resulta que no lo había, que quien es mostrado como personaje negativo (tachan, tachan…) es, en realidad, un personaje negativo.


Como he comentado antes, si alguien se acerca a La hija de Jezabel debe saber que va a leer un folletín «sobre bodas complicadas, casualidades imposibles, malas malísimas, venenos mortales y detalles góticos…», que funciona con la técnica del «cliffhanger» y debe saber también que va a leer un libro muy divertido. Porque Wilkie Collins no era sólo alguien que escribía folletines para periódicos, sino que era todo un profesional del folletín y La hija de Jezabel es un perfecto pasapáginas, en el que los personajes están siempre bien perfilados y donde el narrador (David) se hace muy agradable. Si alguien no ha leído nada de Wilkie Collins le recomiendo que empiece con La dama de blanco y La piedra lunar (una novela muy admirada por Borges) y si alguien ha leído estos libros y le han gustado, imagino que con La hija de Jezabel se lo va a volver a pasar muy bien.