domingo, 29 de enero de 2017

La interpretación de un libro, por Juan José Becerra

Editorial Candaya. 124 páginas. 1ª edición de 2012.

Olga y Paco, los editores de Candaya, me enviaron en el verano de 2016 la novela El espectáculo del tiempo de Juan José Becerra (Junín, Argentina, 1965). Después de leerla y hacerle una entrevista al autor, les solicité su anterior novela, que también había sido publicada por ellos. Me la enviaron y la leí la semana después de que me propusieran presentar El espectáculo del tiempo en la librería La Buena Vida de Madrid, lo que yo acepté encantado.

Como ocurría en El espectáculo del tiempo con Juan Guerra, Mariano Mastandrea –el protagonista de La interpretación de un libro– también es un escritor. En este caso, la historia está contada en tercera persona y no en primera. Mastandrea es autor de una sola novela, titulada Una eternidad. Becerra nos presenta a su personaje en el momento en que ya ha publicado su obra y se dedica a recorrer Buenos Aires buscando en el metro o en las librerías de la Avenida Corrientes a un lector de su libro, un libro que ha pasado desapercibido y que languidece en las librerías de saldo del centro. Al fin, en un vagón de metro, Mastandrea descubrirá a Camila Pereyra leyendo Una eternidad. Ella sale del subte, él la sigue, y cuando ella se sienta en un banco dispuesta a reanudar su lectura él la aborda. Intercambian pareceres y teléfonos. Quedan, inician una relación y ella –que hasta entonces vivía con su madre– se muda al pequeño apartamento de Mastandrea.

Pereyra comenzará a decorar la casa de Mastandrea con cuadros de Edward Hopper en los que aparecen mujeres leyendo, o que ella considera que están leyendo.

Becerra presenta al escritor Mariano Mastandrea en el momento en que él está esperando la recepción de su obra, pero ya no se encuentra escribiendo y no parece sentir impulsos de hacerlo, mientras tanto se dedica a ver la televisión. Y también presenta a Camila Pereyra leyendo sólo Una eternidad, libro que ya se sabe de memoria, o al menos se lo sabe mejor que el escritor. Cuando ella saca el libro de otro escritor de las estanterías de Mastandrea, será tomado por éste como una traición. Casi no hay en la novela más personajes, solo se encuentran aquí una idea arquetípica de «escritor» con una idea arquetípica de «lectora». Mastandrea no parece, en este libro, haber recibido ningún comentario sobre su obra proveniente de otros colegas escritores (que no parecen existir) ni de familiares o amigos (que tampoco parecen existir): Pereyra, a la que los trabajadores del jardín Botánico –al que va a sentarse en un banco para leer– llaman «la loca de los libros», como Mastandrea ha escuchado de casualidad, además de su madre, con la que vivía, no parece relacionarse tampoco con nadie más. Ambos se encerrarán en el piso del escritor y darán juego a una relación que se irá tornando cada vez más enfermiza. Ninguno de los dos, en el tiempo de la novela (que transcurre en 2005) parece tener que trabajar para ganarse la vida.


Antes de encontrarse con su lectora, Mastandrea duda de su labor, ¿para qué escribir si no hay receptor de la obra que uno produce y ofrece al mundo? Después de sus peleas con Mastandrea, Pereyra teme abismarse en un mundo sin lectura. ¿Son la lectura y la escritura orgánicas? ¿Forman parte de la vida o de la negación de la vida? Durante su relación, el libro físico de Mastandrea, así como las ideas abstractas de la escritura y la lectura, se entremezclan con su vivencia del sexo y la evolución de su vida en pareja. Una relación que cada vez parece irse volviendo más absorbente, más invasiva para el otro y más dependiente. Pereyra preguntará a Mastandrea si la protagonista de su libro (una historia de desamor) es real, porque siente celos de ella. También recitarán fragmentos de escritura. «Por un instante están en el interior del libro, en una de sus escenas y en cada una de las palabras empleadas en la recreación que es, sobre todo, realización, sueño cumplido de la letra.», leemos en la página 66.

Además de la historia del Escritor y la Lectora –una narración que, debido al aislamiento vital de los personajes, acabará cobrando tintes cada vez más expresionistas y simbólicos–, La interpretación de un libro escapa de su cerrado planteamiento al desviarse por algunos pequeños cauces narrativos, que actúan de afluentes de la historia principal. Así, el resumen de la novela de Mastandrea (en la que su personaje, Castellanos, es descrito como «cronofóbico», una dolencia que también aquejaba al protagonista de El espectáculo del tiempo) se convierte en un relato en sí mismo, lo mismo ocurre con las interpretaciones de los cuadros de Hopper.

Me llama la atención que siendo La interpretación de un libro una novela con un personaje escritor, nunca se habla en ella de autores literarios reales. Esto mismo ocurría en El espectáculo del tiempo. Los planteamientos metaliterarios de Becerra se centran en los hechos de la escritura y la lectura en sí mismos, pero no en relación al contexto de producción creativa en el que las obras escritas actúan.

Ya lo comenté al hablar de El espectáculo del tiempo: por su prosa cuidada y densa, que incide en la forma de interpretar la realidad de sus personajes y en la percepción de los fenómenos que les rodean, la escritura de Juan José Becerra me parece emparentada con la de Juan José Saer. En este sentido, una de las escenas de La interpretación de un libro, la que se desarrolla en la página 32 y tiene que ver con la primera vez en la que Mariano y Camila cenan en un restaurante, donde se describen sus movimientos en torno a los cubiertos o la comida («Camila Pereyra unta una rodaja de pan y abre la boca para introducirla en ella; se ven sus dientes blancos y parejos, y el hueco oscuro del que sale la lengua que se extiende como una bandeja o una cinta transportadora para recibir el bocado y llevarlo al interior.»), me ha recordado mucho a algunas escenas de los libros de Saer. Por ejemplo, en este caso, a la descripción de la reunión de amigos al final de La pesquisa de Saer, donde también se describía como Tomatis, Garay, Sordi… tomaban aceitunas y bebidas de una mesa y qué venían de los otros desde sus asientos.

Juan José Saer comienza a ser unos de los astros en torno a los que gira la nueva narrativa argentina, y sus herederos más claros me parecen los argentinos Sergio Chejfec y Juan José Becerra, ambos publicados en España por la editorial Candaya.


Hasta ahora conocía al Becerra más desbordado, el de la extensa novela El espectáculo del tiempo, y ahora me he acercado a otro más contenido, el de la novela corta La interpretación de un sueño. Ambas obras me confirman que estamos ante un gran escritor.

miércoles, 25 de enero de 2017

Precisión y misterio en Koundara

Ya me sorprendió hace unas semanas el escritor y periodista Eduardo Laporte cuando leyó mi libro de relatos Koundara y mostró en público su entusiasmo por él. 

Ahora ha escrito una reseña para el periódico El Correo, que leí el sábado estilo Lina Morgan: agradecido y emocionado. Compré el periódico en un quiosco de Sol, fui a comer a Móstoles, a la casa de mis padres, y se me olvidó allí (creo que andaba medio dormido). De este modo, no pude fotografiar la reseña y colgarla por aquí.
La tomo ahora del muro de mis editores de Baile del Sol.
«Imágenes cargadas de una gran fuerza poética», «Sencillez y riqueza del discurso», escribe Eduardo sobre Koundara.

Por si a alguien le apetece comprar el libro: debajo de su foto, en la columna de la derecha del blog, hay un enlace a la página web de la editorial. El libro cuesta 10 €, sin gastos de envío, y los editores de Baile del Sol son tan majos que en el paquete de envío meten otro libro de la editorial de regalo.



domingo, 22 de enero de 2017

Solaris, por Stanisław Lem

Solaris, de Stanisław Lem.
Editorial Impedimenta. 292 páginas. 1ª edición de 1961; esta de 2015.
Traducción de Joanna Orzechowska; introducción de Jesús Palacios.

Ya he comentado aquí más de una vez que yo crecí siendo un lector adolescente de ciencia-ficción y terror, y durante unos años lo fui casi en exclusiva de ciencia-ficción. A principios de los años 90 leí más de un manual sobre el género y sabía, claro, que Stanisław Lem (Lvov, Polonia, 1921-Cracovia, 2006) estaba considerado uno de los grandes maestros de la ciencia-ficción europea. Sin embargo, nunca hasta ahora le había leído. Llegué a tener uno de sus libros en casa, la novela Regreso de las estrellas. Era una edición de segunda mano muy baratera, que no me gustaba mucho, y que, al final, igual que había llegado a mi habitación desde una librería de segunda mano, volvió a otra sin ser leído. Una pena, porque ahora que por fin he leído Solaris –la novela más celebrada de Lem‒, creo que habría disfrutado mucho de Lem a los dieciséis o dieciocho años. Ahora, al leer Solaris, he tenido una sensación parecida a la que experimenté en las navidades de 2014 cuando leí por primera vez Crónicas marcianas de Ray Bradbury: tenía que haberte conocido antes. Por fortuna, este lamento no significa que no haya disfrutado ahora de esta obra maestra de Lem, porque lo he hecho y mucho.

Desde una conversación que mantuve con el escritor Juan Gracia Armendáriz en la librería-bar Tipos Infames de Malasaña –el día de la presentación de la novela Los últimos de Juan Carlos Márquez, que tuvo lugar aproximadamente en octubre de 2014–, momento en el que me recomendó con mucho entusiasmo Solaris o los Relatos del piloto Pirx, se reactivó en mí el deseo de leer a Lem. Desde entonces hojeé sus libros en bibliotecas o librerías, y no ha sido hasta la Feria del Libro de Madrid de 2016 cuando me acerqué a la caseta de Impedimenta y compré Solaris directamente a su editor, Enrique Redel. Una de las particularidades de la edición de Impedimenta (además de su bonito diseño, calidad del papel, etc.) es que se trata de la primera traducción directa del polaco que se comercializa en España, porque hasta 2011 la versión que podía conseguir el lector español era la traducida del francés. Al final me acerqué a la lectura de Solaris durante la calurosa primera semana de septiembre en Madrid y lo terminé una mañana de sábado en la librería Babel de Palma de Mallorca, tomando una coca-cola. Había dejado el prólogo de Jesús Palacios (es el segundo prólogo de él que he tenido ocasión de leer este verano, ya que también era él el autor del prólogo del libro de Valdemar Los hombres topo quieren tus ojos). Fue un momento bonito: leí las últimas páginas de la novela, leí el prólogo, dejé el libro sobre la mesa y disfruté del instante. Creo que al menos por unos segundos volví a sentirme como aquel adolescente que fui a finales de los años ochenta o principios de los noventa, que alucinaba con las novelas de Philip K. Dick o Brian Aldiss. Miraba por la cristalera de la librería-bar a la calle, miraba los libros de las estanterías, bebía de la coca-cola y acariciaba el lomo del libro, dejando reposar en mí la historia que había leído, sucumbiendo a la seducción de Solaris, a su «Sentido de la Maravilla» en términos de Jesús Palacios.

El narrador de Solaris es el psicólogo Kris Kelvin, que nos narra sus peripecias en el planeta Solaris, a partir del momento en el que se introduce en el interior de una cápsula de la nave Prometeo para ser lanzado hasta la estación científica de Solaris. La estación está habitada por tres científicos: Snaut, Sartorius y Gibarian. Cuando Kelvin sale de la cápsula y entra en la estación, el recibimiento que obtiene por parte de Snaut no es muy caluroso. Sartorius no se presenta a saludarle y averigua que Gibarian está muerto.
Pronto, Kelvin se encontrará en la estación con personas que no deberían estar allí: primero una mujer negra de gran tamaño. y después con Harey, una mujer joven que fue su pareja años atrás y que se suicidó.

Kelvin consulta varias veces la biblioteca de la estación y de este modo introduce al lector en el conocimiento de la solarística: una ciencia que estudia a Solaris. El planeta está cubierto por una especie de mar del que únicamente emergen unas pocas islas. Además, está iluminado por la luz de dos soles, lo que en principio crearía unos problemas gravitatorios que impedirían la presencia de vida. Sin embargo, de algún modo, el mar de Solaris consigue crear una estabilidad gravitatoria. El mar de Solaris es un organismo vivo e inteligente. A partir de este descubrimiento, las teorías sobre Solaris y sobre la forma de establecer el deseado Contacto con una civilización inteligente se disparan. El mar responde o no a los estímulos de los terrestres. Sus respuestas parecen contener desarrollos matemáticos complejos, pero la idea humana del Contacto no parece verse satisfecha. La creación del extraterrestre Solaris es una de las grandes creaciones de la novela: el hombre se ha lanzado al cosmos deseando encontrar otras civilizaciones y no parece comprender que su idea de otra civilización con la que establecer Contacto no esté planteada en términos puramente humanos: deberíamos encontrarnos con unos seres parecidos a nosotros, que se encuentran en un estado tecnológico más avanzado o bien más atrasado. Solaris no es una civilización en términos humanos, es un único organismo vivo e inteligente (en términos no humanos). Más de un científico se ha convertido –nos cuenta Lem– a la religión de Solaris, pasando a ser un caballero del Santo Contacto. Entre sus múltiples explicaciones, Solaris admite una teológica: el hombre ha creado a Dios a su imagen y semejanza, pero Dios le ignora, y sus actos son incomprensibles para él.

Sin embargo, Kelvin está descubriendo nuevos aspectos de la solarística: de algún modo, la conciencia viva de Solaris puede sondear las mentes humanas y crear réplicas de personas cuyo recuerdo resulta traumático para ellas. ¿Se está vengando Solaris por algo? ¿Puede tratarse de un regalo?

Si antes escribía que Solaris puede ser un relato teológico, también puede tratarse de una historia de terror: ¿cómo puede enfrentarse Kelvin a un fantasma del pasado como es su difunta mujer reaparecida en la estación de Solaris? Además, puede tratarse también de una novela sobre la identidad: ¿cómo puede percibirse a sí misma la réplica de Harey? Solaris también es una novela de misterio: ¿será posible al fin que se produzca el ansiado Contacto?, o una novela de intriga: ¿qué esconde Sartorius en su habitación? ¿Qué fantasma del pasado le está visitando a él? Solaris puede ser una novela inagotable.

En la contraportada del libro leemos: «Lem fue miembro honorario de la SFWA (Asociación Americana de Escritores de Ciencia-Ficción), de la que sería expulsado en 1976 tras declarar que la ciencia-ficción estadounidense era de baja calidad». Conocía la anécdota gracias al libro Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía de Philip K. Dick que escribió Emmanuel Carrère. En las declaraciones de Lem sobre la literatura de ciencia-ficción norteamericana había algo más, que se puede resumir de la siguiente manera: «La ciencia-ficción norteamericana es infantil y no vale nada, excepto la de Philip K. Dick». En su prólogo, Jesús Palacios establece analogías entre la obra de Stanisław Lem y la de H. P. Lovecraft, y a mí me gustaría establecerlas con la de Philip K. Dick.

Tras leer Solaris, comprendo mucho mejor aquella admiración que Lem sentía por Philip K. Dick. En las obras de los dos encontramos elementos e inquietudes semejantes.

Al enfrentarse a las personas de la estación que no deberían estar allí, Kelvin piensa, de forma inicial, que la única explicación posible es que se haya vuelto loco, y que quizá aún se encuentre a bordo de la nave Prometeo y que lo que vive en la estación no es real. El cuestionamiento sobre la realidad o irrealidad de lo vivido es una de las constantes en la obra de Dick; por ejemplo, es uno de los temas principales de Ubik.

La idea del replicante que cobra vida es otro de los grandes temas dickianos: por ejemplo, trata de ellos en obras como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? o Simulacros; este tema está presente en Solaris cuando se habla de Harey.
Sobre todo en su última etapa creativa (La invasión divina o Valis), Dick habla de la posibilidad de un encuentro con la divinidad, otro de los temas de esta novela.

Lem, a diferencia de Dick, que practica una ciencia-ficción más poética, trata de dar a su novela una pátina científica, inventado términos y teorías; pero algunas de sus carencias o errores son similares: los dos imaginan, desde sus realidades de los años sesenta del siglo XX, que en un futuro de conquistas espaciales, la humanidad va a guardar su música o sus películas en cintas. Tal vez aquí podría encontrarse el único fallo que, dentro del disfrute de una obra tan profunda como Solaris, podía sentir al leer la novela: desde la estación no se establece casi contacto con la nave Prometeo, sus habitantes viven aislados y no se puede ver, a través de imágenes, lo que está pasando en su interior. Los científicos, dentro de la lógica de la novela, no quieren que desde fuera puedan ver a los ocupantes inesperados de la estación, pero (sin salir de nuevo de la lógica de la novela) esto, la transmisión de imágenes, parece suponer un problema técnico para la tecnología de la época propuesta. Es un detalle sin importancia, pero yo soy muy dado a plantearme este tipo de cuestiones en las obras de corte fantástico, las obras a las que les pido una mayor verosimilitud constructiva. Sin embargo, este detalle acaba por no tener importancia cuando uno se enfrenta al mundo cerrado de Solaris (el libro y el planeta), a su misterio y a sus profundidades sin respuesta.


Solaris, y no digo nada nuevo, más que un clásico de la ciencia-ficción es simplemente un clásico del siglo XX.

domingo, 15 de enero de 2017

Los diarios de Emilio Renzi (Años de formación), por Ricardo Piglia

Editorial Anagrama. 358 páginas. 1ª edición de 2015.

Escribí esta reseña el 5 de enero por la tarde. Menos de veinticuatro horas después supe de la muerte de Ricardo Piglia. Hoy no me tocaba publicar esta reseña, pero he querido adelantarla como una forma de homenajear al maestro.

Había comprado Blanco nocturno (2010) y El camino de Ida (2013), las dos últimas novelas de Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1940), según salieron al mercado (muchos años antes había leído libros como Respiración artificial y Prisión perpetua), y en las dos ocasiones acudí a las presentaciones de Madrid que tuvieron lugar en la Casa de América. Sin embargo, cuando apareció en el mercado Los diarios de Emilio Renzi, aún sabiendo que los acabaría leyendo tarde o temprano, no los compré de forma inmediata. Quería poner orden en mi montaña de libros por leer, cada vez más caótica, y además, me decía, sabiendo que estos diarios estarían formados tres volúmenes, podía esperar a que saliera el tercero y leer así todo el conjunto de un golpe. Al final acabé comprando este libro cuando vi que apareció en las librerías la segunda edición, porque, claro, yo, como gran fetichista de libros que soy, quería leer los tres libros de los diarios de Piglia, pero quería que todos fuesen su primera edición, y que estuvieran firmados por él, a ser posible. Estuve atento, pero en esta ocasión no acudió a la Casa de América de Cibeles a presentar su nuevo libro (he sabido que había enfermado). Ya que estaba, cuando apareció el segundo tomo lo compré también. Durante las pasadas Navidades he leído Las memorias de Emilio Renzi.

Cuando empezaron a aparecer reseñas sobre este libro, algunas señalaban que resultaba raro leer los supuestos diarios de Ricardo Piglia, pero que, cuando el narrador hablaba de sí mismo, se llamase «Emilio Renzi». Igual que Mario Levrero para escribir tomó su segundo nombre y segundo apellido (su nombre completo es Jorge Mario Varlotta Levrero) parece que Ricardo Piglia ‒cuyo nombre completo es Ricardo Emilio Piglia Renzi‒ ha hecho lo mismo pero al revés, trasvasando su segundo nombre a su álter ego. En las propias memorias podemos encontrar algunas explicaciones a este fenómeno. En la página 328 leemos: «A veces pienso que tendría que publicar el libro con otro nombre, cortar así del todo los lazos con mi padre contra el cual, de hecho, he escrito este libro y escribiré los que siguen. Dejar de lado su apellido sería la prueba más elocuente de mi distancia y mi rencor.» Está hablando de su libro de relatos La invasión. Su padre era un médico peronista, que deseó que su hijo siguiera sus pasos y Ricardo Piglia se rebeló contra aquella imposición.
En la página 281 podemos leer: «También a mí me subyuga la presencia de un narrador que observa los acontecimientos, lejanamente implicado (como en Henry James, en Conrad y en Fitzgerald): me gustaría que él fuera el autor de estos cuadernos con un estilo claro y eficaz reseña los hechos de mi vida, desde afuera, y podrá existir por las referencias ambiguas de mis conocidos que hablarán también de él (cuando se refieran a mí).»
Así que por un lado tenemos a un Piglia que desea distanciarse de su apellido paterno, y que además anhela que sus diarios estuvieran escritor por otro que hablara de él; en este sentido, se puede entender el juego de la diferencia de nombre en el diario. Quizás algo que me ha sorprendido más ha sido que en la página 317 se señala que Emilio Renzi ha nacido el 24 de noviembre de 1941y en la contraportada del libro se dice que nació en 1940 (aunque lo cierto es que podría ocurrir que sea la fecha de la contra del libro la que esté equivocada, porque en la wikipedia se señala también el 24 de noviembre de 1941 como fecha de nacimiento de Piglia y las referencias a la edad en el diario siempre nos remiten a 1941 como fecha de nacimiento).
En cualquier caso, aunque se llame el narrador de estos diarios Emilio en vez de Ricardo uno lo lee como si hablara de sí mismo (Emilio Renzi es un personaje de sus novelas, que al fin y al cabo no deja de ser un trasunto del propio autor).

El diario transcurre entre 1957 y 1967. Cuando Piglia comienza con él tiene dieciséis o quince años (si doy por buena la fecha de nacimiento de 1941) y lo que sorprende es que no observamos en ellos ningún titubeo juvenil. La prosa de Piglia es precisa y adulta desde el principio. Piglia empieza a escribir en sus cuadernos cuando la familia ha de abandonar su Adrogué natal y trasladarse a Mar de Plata porque el padre, médico de profesión, teme volver a ser encarcelado por su militancia peronista. Unos años después, Pligia-Renzi se trasladará a La Plata para acudir a la universidad. Entre Adrogué, Mar de Plata, La Plata y Buenos Aires transcurren estos diarios.

Sobre todo al comienzo, las anotaciones del diario son muy breves y Piglia no sigue ningún orden claro; puede escribir varios días seguidos y también puede estar más de una semana sin anotar nada. Diría que le interesa más registrar hechos que sentimientos («Vivir sin pensar, actuar con el estilo sencillo y directo de los hombres de acción», pág. 72). En muchos casos, más que hacer anotaciones propias de un diario las entradas se dedican a analizar textos literarios: muy interesantes sus reflexiones sobre la construcción narrativa en los libros de William Faulkner y Ernest Hemingway.

Para dar mayor unidad y coherencia a este volumen, Piglia ha añadido un prólogo y una coda que, formalmente, no serían parte del diario. Así en las primeras diecisiete páginas un Emilio Renzi, mayor y algo borracho, le cuenta al narrador (que sería Ricardo Piglia) su relación primera con la literaria, ese contacto primigenio que cubriría desde que a los tres años en Adrogué sale a la puerta de su casa con un libro del revés y se sienta en la calle a ver pasar a la gente que viene de la estación de trenes y un señor le señala que tiene el libro del revés, y el Renzi mayor piensa que ese señor sólo podía ser Borges (me encantó esta anécdota), hasta los dieciséis, cuando comienza el diario (de este modo se habla de sus primeras lecturas de Verne o Camus). Siguiendo una técnica similar a ésta, al final del libro nos encontramos con veinte páginas que están escritas, como las primeras, en 2015 y en las que Renzi le habla a Piglia sobre la muerte de su abuelo, también llamado Emilio Renzi, que combatió en la Primer Guerra Mundial. Se cuenta aquí una anécdota sobre por qué el abuelo mandó a su mujer a Italia, para que el padre de Piglia naciera en suelo europeo, cuando ya había comenzado la Gran Guerra, que yo le escuché contar al propio Piglia en 2013, en la presentación de El camino de Ida de la Casa de América.

Durante los primeros años, Renzi nos hablará de sus amoríos, sus amigos, sus lecturas, y la relación con su abuelo. Hacía la segunda mitad del diario, las entradas se hacen más largas y creo que más interesante también, sobre todo cuando sus amistades empiezan a ser también literarias, y las personas retratadas aquí llegan a ser Juan José Saer, Daniel Moyano o Haroldo Conti.

Renzi estudiará Historia, huyendo de la vocación impuesta por su padre hacia la Medicina, y eludirá estudiar Filología o Literatura porque quiere ser él quien elija sus lecturas. Su vocación literaria parece clara para él desde el principio: «¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).» (pág. 16)

En algún momento, Renzi parece tener alguna duda sobre qué motiva la escritura del propio diario: «La suprema impostura está en el hecho mismo de escribir estos cuadernos. ¿Para quién los escribo? No creo que sea para mí y tampoco me gustaría que alguien los leyera.» (pág. 58); pero, en general, se muestra como una persona muy segura de sí misma, alguien que ha decidido jugárselo todo a una carta, la de la literatura. Me ha hecho gracia reconocer una frase del diario que tenía anotada en mi cuaderno de citas como perteneciente al libro Prisión perpetua: «Ni siquiera a la carta equivocada. Se jugó la vida a una carta que nadie había visto nunca en la baraja.» En la página 170 del diario leemos: «Soy alguien que se ha jugado la vida a una sola baraja.» y en la 176: «Se trata de una existencia mal congeniada y esto hace poco que lo he llegado a comprender. Mal congeniada quiere decir haber aceptado el riesgo de jugar todo a una carta y no saber si realmente ese naipe existía en la baraja.»

Siguiendo la máxima de Faulkner, Renzi se convierte en un observador que no desea juzgar lo que ve. Así, uno de los temas más curiosos de estas páginas es la descripción de su relación con Cacho, amigo de juventud y ladrón profesional, que trabaja (entra a robar en las casas de los barrios buenos) sólo los sábados por la noche. Quizás, pero no estoy seguro, en la relación que establece con este amigo se encuentre el germen narrativo de la novela Plata quemada.

La primera mujer con la que vive le acabará señalando su distancia de las cosas, pero Renzi parece entender que éste es el peaje que tendrá que pagar para cumplir con su sueño de ser escritor. Escribe cuentos, tratando de escapar de la órbita de Borges y Cortázar, sobre la que parecen dar vueltas sin salida sus contemporáneos.
Se ganará la vida como profesor universitario, sin sentir mucho apego por el trabajo. Renunciará a la estabilidad económica al dimitir de sus cátedras como protesta por la dictadura de Onganía, algo que el lector descubrirá bastante después de que ocurra (un pequeño problema del diario, a veces, son los saltos de escenarios sin que el lector sea avisado de ellos). Renzi pasará más de un apuro económico, pero esto sólo parece fortalecer su vocación.

Hacía el final de estas páginas se hablará en gran medida del proceso creativo de los cuentos de La invasión, que fueron presentado al premio Casa de América en Cuba, resultando mencionados, y publicados en Cuba y Argentina. Tanto Renzi como el lector, tienen la sensación de que Piglia va a triunfar con sus cuentos desde el principio. En más de un caso, alguna anotación da cuenta de la seguridad (y la arrogancia juvenil) que Renzi tiene en su talento: «Me siento a la vanguardia de los escritores de mi generación» (pág. 299); hablando de su libro de cuentos: «Estoy seguro de que el volumen está a la altura de lo mejor que se ha publicado en el género en estos tiempos» (pág. 317), o en la página 321: «En diez años seré el mejor escritor argentino.»

Como ya he comentado, me han gustado mucho las páginas que hacen de introducción y de coda del volumen, escritas en 2015, y el diario, que al principio me parecía demasiado escueto y disperso, me ha ido ganando según las entradas en él se hacían más extensas y se reflexionaba más sobre literatura (a veces se introducían cuentos escritos en la época y destacaría un texto, publicado en una revista, sobre El oficio de vivir de Cesare Pavese que me ha parecido realmente brillante), además de empezar a desfilar por sus páginas muchos de los escritores que admiro (Saer, Conti, Moyano…). Algunas de sus frases son auténticas joyas de lucidez.

En definitiva, Los diarios de Emilio Renzi gustará a los seguidores de Ricardo Piglia y presiento que voy a disfrutar bastante con el segundo volumen, Años felices. Ya hablaré de ellos.

domingo, 8 de enero de 2017

Qué vergüenza, por Paulina Flores

Editorial Seix Barral. 291 páginas. 1ª edición de 2015, ésta es de 2016.

Hace unos meses, empecé a leer elogios ‒tanto en prensa como en las redes sociales‒ hacia la escritora Paulina Flores (Chile, 1988), palabras celebrativas que hablaban de «la nueva voz de la narrativa chilena» y, a mí, que me gusta mucho la literatura del Cono Sur, me apeteció acercarme a su libro. Se lo solicité a la editorial y ésta me lo envió a casa, junto con un trabajado dossier de prensa, que contenía reseñas aparecidas en Chile e incluso alguna entrevista, además de las novedades del nuevo trimestre. Muchas gracias.

Qué vergüenza está formado por nueve relatos, aunque en el caso del último, con sus 86 páginas, bien podemos hablar de novela corta. El primer relato, el que da título al conjunto, ganó en 2014 el premio Roberto Bolaño. En 2015 este libro apareció en la editorial chilena Hueders y, tras su positiva recepción en Chile, lo ha publicado en 2016 Seix Barral en España.

Al ir leyendo los cuentos de este libro y sentir que cada vez me iban seduciendo más sus historias y propuestas, había empezado ya, de forma medio inconsciente, a pensar que iba a repetir un esquema que he utilizado más de una vez para hablar de un libro de relatos: decir que el primero no me parece el mejor y que el conjunto me conquistó a partir del tercer cuento (en este caso). Pero, después, al estar a punto de acabar el último cuento, decidí, ahora que ya había conectado de forma clara con la propuesta narrativa de Paulina Flores, volver a leer el primero y reconsiderarlo, para dejar ahí mi lectura, en este conato de acercamiento circular. Ha ocurrido lo que sospechaba que iba a ocurrir: el primer cuento de Qué vergüenza (el titulado igual que el libro) me ha gustado más en su relectura y no creo que desentone, para nada, con los logros del conjunto. Qué vergüenza habla de un padre joven (veintinueve años) y la relación con sus dos hijas (de nueve y seis). La historia está contada, principalmente, desde el punto de vista de la hija mayor, Simona. Lo que me descolocó en la primera lectura era que la historia, contada en tercera persona, dejaba de vez en cuando suspendida la mirada del punto de vista de Simona y se la cedía a otros personajes. De este modo, me estaba pareciendo que el relato perdía misterio, ya que el lector recibía demasiada información sobre lo que estaban pensando, en cada momento, todos los personajes, o sobre su configuración psicológica proveniente del pasado. Creo que, de forma inconsciente, estaba pensando en la perfección constructiva de un relato de Raymond Carver, en la descripción física de las acciones de los personajes y en cómo el lector ha de ir descubriendo, o suponiendo, lo que está sintiendo ese personaje en cada momento, y esto va generando una sensación de amenaza inminente. Este primer cuento de Paulina Flores no funciona así: lo que le interesa a la autora es mostrar la distancia que hay entre las diferentes miradas que confluyen en la narración, contar sobre todo la incomprensión que siente Simona del mundo de los adultos, y cómo puede acabar desmoronándose la mirada idealizada que deposita sobre su padre.

En el segundo cuento −Teresa− también nos encontramos con un padre de unos treinta años y una hija de unos seis. Ahora la historia está contada desde el punto de vista de una mujer joven a la que le gusta resultar seductora. Esta vez el juego de miradas no se queda así, y acompañará al padre y a la hija al apartamento de ambos. El cuento tiene tensión, pero me ha defraudado un tanto su final, en exceso ambiguo.

Talcahuano es el tercer cuento, y el primero del conjunto escrito en primera persona. Me ha gustado mucho, es uno de los mejores del libro. Abandonamos los escenarios de Santiago de Chile, y el cuento empieza así: «Vivíamos en una de las poblaciones más pobres de una de las ciudades más feas del país: la Santa Julia, en Talcahuano.» (pág. 51). Estamos en 1997 (muchos de estos cuentos que tratan de niños y adolescentes se desarrollan en la década de 1990) y el protagonista de esta historia tiene trece años. El narrador no parece estar muy pendiente de lo que ocurre en su casa entre su padre y su madre, porque durante el verano del que se habla aquí pasa casi todo su tiempo con su pandilla de amigos, que parecen empeñados en perpetrar un robo de instrumentos musicales en la iglesia del pueblo, que no promete acabar bien. Aquí asoma un poco el pasado dictatorial del país, pues el padre del narrador es un militar retirado, por el que el resto de vecinos parecen sentir un temor innato. Este tipo de historias sobre el fin de la infancia y la comprensión del mundo de los adultos las he leído más veces. Estoy pensando, por ejemplo, en el cuento de Tobias Wolff titulado Intrépidos pilotos, con el que éste de Paulina Flores guarda más de un paralelismo compositivo; o, por no salirme de Chile, en el cuento Noche de reyezuelos de Marcelo Lillo. La propuesta no es nueva, por supuesto, pero sí efectiva. Como ya he dicho, Talcahuano es un gran cuento.

En alguna ocasión, los cuentos de Paulina Flores me han hecho pensar en los de Marcelo Lillo, de los que se habló también bastante hace ahora un lustro. Quizás mi relación entre ambas propuestas era más sentimental que real: ambos son chilenos y hablan de Santiago de Chile, de los años 90, y, lógicamente usan expresiones chilenas (como, por ejemplo, «tomar once» por nuestro «merendar»). El estilo de Lillo es más parco, más duro que el de Flores, que tiende más a la introspección poética. Pero, en muchos casos, los dos tratan de reflejar a un tipo de personas similares: la clase media baja de Chile.

En Olvidar a Freddy, sobre una joven que ha regresado a la casa de su madre tras una ruptura sentimental, se mezcla la tercera persona con la primera, gracias al uso narrativo de un diario. Es un cuento hermoso, poético, trabajado con gran profusión de detalles psicológicos.

En Tía Nana una joven recuerda el tiempo en el que tenía siete años y la relación con una tía de su madre que la cuidaba. En este cuento, como en otros del libro, las protagonistas femeninas se han ido pronto de casa (sobre los dieciocho años) y han tenido que aprender a ganarse la vida, mientras estudian, desde muy jóvenes; algo que estas protagonistas de los cuentos comparten con la propia escritora.
En este cuento, como en otros del libro, también se usa la expresión «padre cesante», que en el español de España sería «padre en paro». En muchas de estas narraciones, los hijos, niños o adolescentes, posan su mirada sobre sus padres, y empiezan a comprender que no son las personas que tienen todas las respuestas, acechados por la incertidumbre económica y que, en la mayoría de los casos, también acaba siendo sentimental.

Espíritu americano es otro de los cuentos que más me ha gustado del libro. Dos chicas que fueron compañeras de trabajo en un Friday´s se reúnen, gracias a Facebook (las nuevas tecnologías están incorporadas de forma muy natural en estos relatos) en su antiguo lugar de trabajo y hablan de los viejos tiempos, descubriendo algunas zonas oscuras tanto de la otra persona como de sí mismas. Éste es un gran relato sobre las claudicaciones diarias.

Laika sobre una niña que recibe en la playa tocamientos de un familiar joven (en el último curso del instituto), acaba generando en el lector una gran tensión, puesto que está contado desde la inocencia de la niña, y no se sabe hasta dónde va a llegar el abuso. Es un relato tan poético como escalofriante.

Últimas vacaciones, sobre un adolescente cuya familia está en riesgo de exclusión social y que pasa un verano con unos familiares a los que les va mejor económicamente, también me ha gustado mucho. En cierto modo, su temática entronca con la del fin de la infancia propuesta en Talcahuano, pero aquí se añade el tema de las diferencias sociales, una de las fuentes de conflicto presentes en este libro.

Ya apunté que Afortunada de mí, la última narración de Qué vergüenza, con sus 86 páginas, más que un relato es una novela corta. En ella confluyen dos planos narrativos: una niña recuerda, en primera persona, un episodio de su infancia, que tiene que ver con la relación con una amiga (en la que las diferencias sociales y los conflictos que generan entran de nuevo en juego) y el descubrimiento de la verdadera naturaleza del mundo de los adultos; con la narración de la misma niña, convertida en adulta, parte que está contada en tercera persona. Por un momento llegué a pensar que estas dos narraciones que se van dando paso en la historia podían haber sido separadas en dos cuentos independientes y habrían tenido completo sentido. Hacia el final descubrí que Flores crea un nexo, mediante una explicación psicológica, para relacionar lo que ocurre en el pasado con el presente. Este nexo, del que hablo, me resultó un tanto forzado, la verdad; pero en estas 86 páginas podemos apreciar que Flores tiene actitudes que apuntan hacia la escritura de novelas en el futuro.

En resumen, Qué vergüenza me ha parecido un conjunto de relatos destacable, que retrata a la clase media baja chilena, poniendo su énfasis en la mirada de los niños o adolescentes sobre sus padres, con acierto y poesía, con un gran cuidado de detalles y coherencia formal.  Vi en las redes sociales que Seix Barral va a sacar ya la cuarta edición de este libro. Que un libro de relatos se venda en España es ya un hecho para celebrar, porque el mercado prefiere las novelas, pero que además los relatos sean de una escritora joven hispanoamericana (más difíciles de vender aquí), con una propuesta tan atractiva como ésta, merece una doble celebración.

Qué vergüenza es un debut narrativo que cualquier persona interesada por el cuento en España debería leer y celebrar.

domingo, 1 de enero de 2017

Diario de un canalla / Burdeos, 1972, por Mario Levrero.

Editorial Random House. 181 páginas. Primer libro escrito entre 1986 y 1987; en 2003 el segundo. Edición de 2016.
Prólogo de Marcial Souto.

Tenía en mi casa sin leer tres libros de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004): Fauna / Desplazamientos, La máquina de pensar en Gladys y el libro de entrevistas Un silencio menos, cuando recibí una invitación para participar en una revista ‒que siempre he admirado‒. En su número de 2017, varias personas interesadas en el escritor uruguayo hablaríamos de él. Esto me llevó a releer (o leer) gran parte de la obra de Levrero. Lo primero que hice fue encargar en La Central de Callao dos libros que el día que fui a visitarlos no tenían: Diario de un canalla / Burdeos, 1972 y un conjunto de estudios sobre él, titulado La máquina de pensar en Mario Levrero. Más tarde me escribieron para decirme que ya tenían el primero, lo hojeé, me pareció que me lo iba a pasar muy bien con él y empecé a leerlo.

Diario de un canalla está escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987. En el prólogo, el primer editor de Levrero y su amigo, Marcial Souto, nos hace un necesario acercamiento al momento personal en que se encontraba Levrero al escribir estas páginas: a principios de 1985 el escritor, que está agobiado por problemas económicos, decide trasladarse de Montevideo a Buenos Aires y acepta la dirección de un par de revistas de crucigramas. Por primera vez en su vida, Levrero acepta un trabajo con un horario normal y un sueldo decente. Además, en Buenos Aires conoce a escritores que han leído su obra. Pero arrastra dos problemas: el trauma que le ha dejado su reciente operación de vesícula y el no haber podido acabar lo que sería el germen de su «novela luminosa». En diciembre de 1986, después de casi dos años de bienestar económico, Levrero se da cuenta de que lleva también dos años sin poder ocuparse de su novela, o lo que es lo mismo, «de su lado espiritual», lo que le hace sentir como un «canalla». De modo que decide usar sus días de vacaciones para reflexionar sobre la situación y poner en orden su vida. Una de las primeras medidas que tomará será volver a escribir; de este impulso nace Diario de un canalla: «Cierto que me hice un canalla como único recurso para sobrevivir, pero lo triste del caso es que me gusta lo que estoy haciendo, y que sólo me cuestiono en ratos perdidos y sin mayor énfasis» (pág. 19). En la página 20 podemos leer: «Hago ahora un esfuerzo por conseguir una letra mejor, y sigo escribiendo sólo con una finalidad caligráfica, sin importarme lo que escriba, sólo para soltar la mano». Destaco este último párrafo porque este impulso hacia la escritura que Levrero confiesa en su diario de 1986 es el mismo que le moverá a escribir en 1996 El discurso vacío, y en 2003 La novela luminosa. Como apunta Souto, en Diario de un canalla Levrero descubre una forma de escribir que será clave para la evolución de su obra: la escritura, en apariencia sencilla, de un diario: «Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción», dice Levrero en la página 25.

Si bien este Diario de un canalla comienza como una reflexión sobre el hecho de escribir, como un diario intimista, en el que lo que ocurre a su alrededor no parece tener mucha importancia, hay un momento en que la anécdota narrativa irrumpe en sus páginas: la narración empieza a articularse en torno a determinados animales; un pichón de paloma, una rata, y finalmente una cría de gorrión que ha caído al pequeño patio al que da su casa bonaerense. Uno de los temas fundamentales de La novela luminosa, lo que ocurría con las palomas que Levrero ve desde su ventana de Montevideo, aparece esbozado aquí de forma embrionaria.

Levrero observa que la cría de gorrión –a la que llamará Pajarito– no ha sido abandonada a su suerte por el universo, puesto que otros gorriones adultos, y que posiblemente serán sus padres, se acercan a él para alimentarlo. El Diario de un canalla avanzará para dar cuenta de las evoluciones de Pajarito. Éste no es un tema menor para Levrero, que siente que la presencia viva de esta cría de gorrión, precisamente en su patio, es una manifestación del Espíritu. Que Pajarito sobreviva a los envites del clima o la soledad renovará (o no) la fe de Levrero en el «Espíritu».

Sé que Levrero (igual que su amigo Elvio E. Gandolfo), además de ser un lector de novelas policiacas, lo era también de ciencia-ficción. Esta relación suya con las palomas me ha recordado a una entrevista a Philip K. Dick, en la que éste hablaba de una rata que había entrado en su casa y había caído en una trampa. El hecho de que un ser vivo que sólo buscaba comida encontrara la muerte le sirve a Dick para reflexionar sobre su relación con el universo. Es posible que estas anécdotas dickeanas le sirvan a Levrero de inspiración.

En cualquier caso, la «experiencia espiritual» está contada con mucho humor y ternura; al final, el lector descubre que lo que Levrero parece necesitar es la cercanía de una mujer.

Burdeos, 1972 está escrito en septiembre de 2003, después de haber acabado El diario de la beca, que forma la primera parte de La novela luminosa. Además de la fecha de escritura, Levrero anota la hora: muchas de estas páginas están escritas entre las 2 y las 5 de la mañana, en una época final de su vida en la que el autor tenía serios problemas para dormir. En su prólogo, Marcial Souto nos pone al corriente del contexto en el que se escribe este nuevo diario en 2003: Levrero está recordando algo que tuvo lugar en 1972, cuando conoce en Montevideo a una mujer francesa y decide irse a vivir con ella y su hija a Burdeos. Allí no puede trabajar, no comprende bien el francés y empieza a sentirse aislado, lo que le llevará a volver a Montevideo después de pasar unas últimas semanas en París. Después de treinta años, Levrero pone al corriente al lector de sus problemas de memoria para reconstruir ciertas escenas; de hecho, al tratar de explicar ciertos sucesos, éstos parecen transmutarse continuamente y convertirse en la transcripción de sueños. Levrero está en Burdeos pero, desde las primeras anotaciones de sus recuerdos, parece que siempre se está yendo de la ciudad. Burdeos, 1972 es una narración nostálgica, cargada también de humor y ternura.


Hacía tiempo (desde octubre de 2013) que no leía nada de Levrero y ahora (acuciado por la fecha límite para escribir mi artículo sobre él para la revista de la que hablaba antes) estoy pensando en leer y releer bastantes de sus obras. Me ha gustado mucho este reencuentro. Levrero ha sido uno de los autores que más me ha fascinado en los últimos años y me gusta comprobar que lo sigue haciendo. Diario de un canalla / Burdeos, 1972 me ha resultado una lectura muy agradable, y para alguien que no conozca nada de la obra de Levrero, podría ser una buena manera de empezar. Ahora estoy con Fauna / Desplazamientos y me lo estoy pasando también estupendamente.