Hace unos meses, empecé a leer elogios ‒tanto en prensa como en las
redes sociales‒ hacia la escritora Paulina
Flores (Chile, 1988), palabras celebrativas que hablaban de «la nueva voz
de la narrativa chilena» y, a mí, que me gusta mucho la literatura del Cono Sur,
me apeteció acercarme a su libro. Se lo solicité a la editorial y ésta me lo
envió a casa, junto con un trabajado dossier de prensa, que contenía reseñas
aparecidas en Chile e incluso alguna entrevista, además de las novedades del
nuevo trimestre. Muchas gracias.
Qué vergüenza está formado por nueve relatos, aunque en el caso
del último, con sus 86 páginas, bien podemos hablar de novela corta. El primer
relato, el que da título al conjunto, ganó en 2014 el premio Roberto Bolaño. En 2015 este libro apareció en la editorial chilena Hueders y, tras su
positiva recepción en Chile, lo ha publicado en 2016 Seix Barral en España.
Al ir leyendo los cuentos de este libro y sentir que cada vez me iban
seduciendo más sus historias y propuestas, había empezado ya, de forma medio
inconsciente, a pensar que iba a repetir un esquema que he utilizado más de una
vez para hablar de un libro de relatos: decir que el primero no me parece el
mejor y que el conjunto me conquistó a partir del tercer cuento (en este caso).
Pero, después, al estar a punto de acabar el último cuento, decidí, ahora que
ya había conectado de forma clara con la propuesta narrativa de Paulina Flores,
volver a leer el primero y reconsiderarlo, para dejar ahí mi lectura, en este
conato de acercamiento circular. Ha ocurrido lo que sospechaba que iba a
ocurrir: el primer cuento de Qué
vergüenza (el titulado igual que el libro) me ha gustado más en su
relectura y no creo que desentone, para nada, con los logros del conjunto. Qué vergüenza habla de un padre joven (veintinueve
años) y la relación con sus dos hijas (de nueve y seis). La historia está
contada, principalmente, desde el punto de vista de la hija mayor, Simona. Lo
que me descolocó en la primera lectura era que la historia, contada en tercera
persona, dejaba de vez en cuando suspendida la mirada del punto de vista de
Simona y se la cedía a otros personajes. De este modo, me estaba pareciendo que
el relato perdía misterio, ya que el lector recibía demasiada información sobre
lo que estaban pensando, en cada momento, todos los personajes, o sobre su
configuración psicológica proveniente del pasado. Creo que, de forma
inconsciente, estaba pensando en la perfección constructiva de un relato de Raymond Carver, en la descripción
física de las acciones de los personajes y en cómo el lector ha de ir
descubriendo, o suponiendo, lo que está sintiendo ese personaje en cada
momento, y esto va generando una sensación de amenaza inminente. Este primer
cuento de Paulina Flores no funciona así: lo que le interesa a la autora es
mostrar la distancia que hay entre las diferentes miradas que confluyen en la
narración, contar sobre todo la incomprensión que siente Simona del mundo de
los adultos, y cómo puede acabar desmoronándose la mirada idealizada que
deposita sobre su padre.
En el segundo cuento −Teresa− también nos encontramos con
un padre de unos treinta años y una hija de unos seis. Ahora la historia está
contada desde el punto de vista de una mujer joven a la que le gusta resultar
seductora. Esta vez el juego de miradas no se queda así, y acompañará al padre
y a la hija al apartamento de ambos. El cuento tiene tensión, pero me ha
defraudado un tanto su final, en exceso ambiguo.
Talcahuano es el tercer cuento, y el primero del conjunto
escrito en primera persona. Me ha gustado mucho, es uno de los mejores del
libro. Abandonamos los escenarios de Santiago de Chile, y el cuento empieza
así: «Vivíamos en una de las poblaciones más pobres de una de las ciudades más
feas del país: la Santa Julia, en Talcahuano.» (pág. 51). Estamos en 1997
(muchos de estos cuentos que tratan de niños y adolescentes se desarrollan en
la década de 1990) y el protagonista de esta historia tiene trece años. El
narrador no parece estar muy pendiente de lo que ocurre en su casa entre su
padre y su madre, porque durante el verano del que se habla aquí pasa casi todo
su tiempo con su pandilla de amigos, que parecen empeñados en perpetrar un robo
de instrumentos musicales en la iglesia del pueblo, que no promete acabar bien.
Aquí asoma un poco el pasado dictatorial del país, pues el padre del narrador
es un militar retirado, por el que el resto de vecinos parecen sentir un temor
innato. Este tipo de historias sobre el fin de la infancia y la comprensión del
mundo de los adultos las he leído más veces. Estoy pensando, por ejemplo, en el
cuento de Tobias Wolff titulado Intrépidos
pilotos, con el que éste de Paulina Flores guarda más de un paralelismo
compositivo; o, por no salirme de Chile, en el cuento Noche de reyezuelos de Marcelo Lillo. La propuesta no es
nueva, por supuesto, pero sí efectiva. Como ya he dicho, Talcahuano es un gran cuento.
En alguna ocasión, los cuentos de Paulina Flores me han hecho pensar
en los de Marcelo Lillo, de los que se habló también bastante hace ahora un
lustro. Quizás mi relación entre ambas propuestas era más sentimental que real:
ambos son chilenos y hablan de Santiago de Chile, de los años 90, y,
lógicamente usan expresiones chilenas (como, por ejemplo, «tomar once» por
nuestro «merendar»). El estilo de Lillo es más parco, más duro que el de
Flores, que tiende más a la introspección poética. Pero, en muchos casos, los dos
tratan de reflejar a un tipo de personas similares: la clase media baja de
Chile.
En Olvidar a Freddy, sobre una joven que ha regresado a la casa de
su madre tras una ruptura sentimental, se mezcla la tercera persona con la
primera, gracias al uso narrativo de un diario. Es un cuento hermoso, poético,
trabajado con gran profusión de detalles psicológicos.
En Tía Nana una joven recuerda el tiempo en el que tenía siete
años y la relación con una tía de su madre que la cuidaba. En este cuento, como
en otros del libro, las protagonistas femeninas se han ido pronto de casa
(sobre los dieciocho años) y han tenido que aprender a ganarse la vida,
mientras estudian, desde muy jóvenes; algo que estas protagonistas de los
cuentos comparten con la propia escritora.
En este cuento, como en otros del libro, también se usa la expresión
«padre cesante», que en el español de España sería «padre en paro». En muchas
de estas narraciones, los hijos, niños o adolescentes, posan su mirada sobre
sus padres, y empiezan a comprender que no son las personas que tienen todas
las respuestas, acechados por la incertidumbre económica y que, en la mayoría
de los casos, también acaba siendo sentimental.
Espíritu americano es otro de los cuentos que más me ha gustado
del libro. Dos chicas que fueron compañeras de trabajo en un Friday´s se
reúnen, gracias a Facebook (las nuevas tecnologías están incorporadas de forma
muy natural en estos relatos) en su antiguo lugar de trabajo y hablan de los
viejos tiempos, descubriendo algunas zonas oscuras tanto de la otra persona
como de sí mismas. Éste es un gran relato sobre las claudicaciones diarias.
Laika sobre una niña que recibe en la playa tocamientos de un
familiar joven (en el último curso del instituto), acaba generando en el lector
una gran tensión, puesto que está contado desde la inocencia de la niña, y no
se sabe hasta dónde va a llegar el abuso. Es un relato tan poético como
escalofriante.
Últimas vacaciones, sobre un adolescente cuya familia está en
riesgo de exclusión social y que pasa un verano con unos familiares a los que
les va mejor económicamente, también me ha gustado mucho. En cierto modo, su
temática entronca con la del fin de la infancia propuesta en Talcahuano, pero aquí se añade el tema
de las diferencias sociales, una de las fuentes de conflicto presentes en este
libro.
Ya apunté que Afortunada de mí,
la última narración de Qué vergüenza,
con sus 86 páginas, más que un relato es una novela corta. En ella confluyen
dos planos narrativos: una niña recuerda, en primera persona, un episodio de su
infancia, que tiene que ver con la relación con una amiga (en la que las
diferencias sociales y los conflictos que generan entran de nuevo en juego) y
el descubrimiento de la verdadera naturaleza del mundo de los adultos; con la
narración de la misma niña, convertida en adulta, parte que está contada en
tercera persona. Por un momento llegué a pensar que estas dos narraciones que
se van dando paso en la historia podían haber sido separadas en dos cuentos
independientes y habrían tenido completo sentido. Hacia el final descubrí que
Flores crea un nexo, mediante una explicación psicológica, para relacionar lo
que ocurre en el pasado con el presente. Este nexo, del que hablo, me resultó
un tanto forzado, la verdad; pero en estas 86 páginas podemos apreciar que
Flores tiene actitudes que apuntan hacia la escritura de novelas en el futuro.
En resumen, Qué vergüenza me
ha parecido un conjunto de relatos destacable, que retrata a la clase media
baja chilena, poniendo su énfasis en la mirada de los niños o adolescentes
sobre sus padres, con acierto y poesía, con un gran cuidado de detalles y
coherencia formal. Vi en las redes
sociales que Seix Barral va a sacar ya la cuarta edición de este libro. Que un
libro de relatos se venda en España es ya un hecho para celebrar, porque el
mercado prefiere las novelas, pero que además los relatos sean de una escritora
joven hispanoamericana (más difíciles de vender aquí), con una propuesta tan
atractiva como ésta, merece una doble celebración.
Qué vergüenza es un debut
narrativo que cualquier persona interesada por el cuento en España debería leer
y celebrar.
También es bastante recomendable el libro de relatos "Hermano Ciervo" de Juan Pablo Roncone. Tuvo bastante difusión en Chile y Argentina hace un par de años. Y en España ha sido publicado por Marbot.
ResponderEliminarHola Sebastián: gracias por la recomendación. No me sonaba el libro, a ver si en algún momento me cruzo con él.
EliminarSaludos