miércoles, 30 de diciembre de 2015

LAS MEJORES LECTURAS DE 2015

Como viene siendo tradicional por estas fechas, voy a dejar aquí mi lista de las mejores lecturas del año 2015. Por supuesto esto no tiene nada que ver con una lista de los mejores libros aparecidos en el 2015, tan sólo de los libros que yo he leído este año y que me parecen más destacables. El orden es el cronológico de lectura. Más o menos he leído un libro a la semana, que es el ritmo que me impone el blog. Si leo libros en dos días o así y acumulo reseñas, entonces me digo: este es el momento de leer un libro más largo, y así compenso los libros con los que estoy tres días con los que estoy tres semanas y puedo colgar una reseña cada domingo.

Esta es mi lista:

1) ROJO Y NEGRO, STENDHAL
2) EL MAPA Y EL TERRITORIO, MICHEL HOUELLEBECQ
3) TODOS LOS CUENTOS, GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
4) LA PECERA, JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ
5) EL CAPITAL, KARL MARX
6) FELICES PESADILLAS, VARIOS AUTORES DE VALDEMAR
7) LA TRILOGÍA DE AUSCHWITZ, PRIMO LEVI
8) LA MANCHA HUMANA, PHILIP ROTH
9) FABIÁN Y EL CAOS, PEDRO JUAN GUTIÉRREZ
10) EL PERIODISTA DEPORTIVO, RICHARD FORD.

Rojo y negro me pareció que tenía todo el sabor de una gran novela del siglo XIX, ingeniosa, punzante, con mucho ritmo, una delicia.

Con El mapa y el territorio volví a leer a Houellebecq después de muchos años y fue un bonito reencuentro. Disfruté mucho de esta lectura, lo que me llevó a leer también este año Lanzarote (una obra muy menor) y Sumisión, interesante, pero menos redonda que El mapa y el territorio.

El año pasado releí de García Márquez El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad, y fue un buen reencuentro. Así que este año leí estos Cuentos completos. Eran cuatro volúmenes de cuentos, y anteriormente sólo había leído uno. Tiene cuentos muy buenos.

Tuve ocasión de conocer a Juan Gracia y compartir una mesa redonda con él, y me alegré mucho luego de lo buen libro que me pareció La pecera. Uno no conoce en persona a escritores tan buenos (y tan humildes y cercanos) todos los días.

El capital de Marx me sorprendió mucho. Uno de esos libros que todo el mundo piensa que sabe qué hay dentro, pero que realmente poca gente los ha leído y lo sabe de verdad.

Me lo pasé muy bien en las playas de Mallorca con Felices pesadillas, una selección de los mejores relatos de terror aparecidos en la editorial Valdemar. Muchos eran del siglo XIX, y quizás debería decir que también leí, justo antes, Noctuario de Thomas Ligotti y también tenía cuentos muy antologables.

Releí La trilogía de Auschwitz de Primo Levi porque me comprometí a dar una charla en el colegio en el que trabajo sobre el tema, y fue un gran reencuentro también. Levi no es ya un escritor que me encante, sino que posiblemente sea la persona a la que más admiro.

Fue estupendo volver a leer a Philip Roth después de seis años sin hacerlo. Me encantó La mancha humana, sólo un poco más que Me casé con un comunista, que leí casi seguido al otro.

Me encantó que Pedro Juan Gutiérrez volviera a publicar en Anagrama, y según salió al mercado Fabián y el caos no dudé en comprarlo. He leído todo lo que Gutiérrez tiene publicado en Anagrama.

Por fin me decidí a leer todos seguidos los libros que Richard Ford ha escrito sobre su personaje Frank Bascombe. Hace más de una década leí El periodista deportivo y El día de la independencia. Ahora he acabado el primero, estoy releyendo el segundo y tengo el tercero en casa. Luego me haré con Francamente, Frank, que ha salido hace poco.


Este año no voy a hacer una lista de propósitos lectores para el año que viene, porque luego incumplo estos propósitos y esto me acaba angustiando un poco. Ya veremos por dónde sale el sol lector en 2016.

Es posible que me podáis encontrar en estos lugares:

Biblioteca de Móstoles


Biblioteca del distrito Retiro, C/ Doctor Esquerdo

Biblioteca Eugenio Trías, parque del Retiro



Felices lecturas en 2016 para todos los lectores de este blog.

domingo, 27 de diciembre de 2015

La mancha humana, por Philip Roth

Editorial Alfaguara. 413 páginas. 1ª edición de 2000, ésta es de 2005.
Traducción de Jordi Fibla

Empecé a escribir reseñas en el blog en el verano de 2009 con dos libros de Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933), El mal de Portnoy y Goodbye, Columbus. Desde que en 2002 leí Pastoral americana, una novela grandiosa que me impactó mucho, vengo considerando a Roth uno de mis escritores favoritos. Además leí de él el volumen Zuckerman desencadenado –formado por cuatro novelas del ciclo de Zuckerman-, Patrimonio y El animal moribundo (creo que no me dejo ningún título). Desde 2009 he tenido en mente leer más libros suyos, como La mancha humana, Me casé con un comunista, La conjura contra América o El teatro de Sabbath; libros que están en las bibliotecas que frecuente al alcance de mi mano. Me sobrecoge lo rápido que pasa el tiempo; desde hace seis años no había vuelto a leer un libro de uno de mis autores favoritos, lanzándome casi siempre al mercado de las novedades editoriales. Ahora que ya he pasado los cuarenta años este asunto cada vez me parece más serio: el tiempo de lectura no es infinito y debería acercarme a esos libros que siempre deseo leer pero que por alguna cuestión  -más o menos seria y que debería analizar con seriedad- siempre voy postergando.

Por un motivo u otro, llevaba un mes leyendo libros por compromiso (un compromiso del trabajo y otros compromisos con amigos y editores que me envían sus novedades) y me apeteció acercarme a un libro del que estaba seguro que iba a disfrutar, un libro de esos que siempre debería escoger a la hora de leer, pero que acabo postergando. Me habían hablado muy bien de La mancha humana, exaltándolo como uno de los mejores libros de Roth. El caso es que hace años vi la película basada en este libro y no me gustó demasiado; me pareció una historia artificiosa, pero también intuía que leer el libro iba a ser una experiencia distinta.

Me ha gustado reencontrarme con el narrador Nathan Zuckerman: La mancha humana forma parte del ciclo Trilogía americana, completado por Pastoral americana y Me casé con un comunista. Me gusta además que Zuckerman, como en otros de sus libros, hable del escritor E. I. Lonoff, el maestro (basado en la figura de Bernard Malamud) al que el joven Zuckerman se atreve a visitar.

Zuckerman es un escritor de sesenta y cinco años que vive retirado del mundo en una cabaña junto a un lago. Sin embargo entablará amistad con su vecino Coleman Silk, durante muchos años rector de la cercana universidad de Athena.
La novela comienza en 1998, cuando Coleman decide visitar a su vecino escritor para pedirle que escriba su historia. Este momento coincide en la política norteamericana con el del escándalo de Bill Clinton con Monica Lewinsky, una época en la que “de un extremo al otro de Norteamérica se desataba una orgía de religiosidad y de pureza, cuando al terrorismo, que había sustituido al comunismo como la amenaza predominante para la seguridad del país, le sucedió la mamada.” (pág. 12), o “Si no habéis vivido en 1998, no sabéis lo que es la gazmoñería.” (pág. 13).

Roth carga en esta novela contra la dictadura de la buena conciencia norteamericana. El conflicto que lleva al hundimiento y pérdida de reputación de Coleman Silk parece nimio, ridículo: en una de sus clases sobre la literatura griega al pasar lista y darse cuenta de que dos alumnos, a los que no ha visto nunca, no están en clase, dice: «¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han hecho negro humo?» Los alumnos ausentes resultan ser de raza negra y la frase de Coleman que al pronunciarla ha querido imitar la prosodia de Homero ha pasado a ser racista. La opinión pública de la universidad se volverá en su contra y quién tenía alguna cuenta pendiente con el exigente decano Silk aprovechará ahora para cargar contra él, aunque en el fondo sepa que la frase de Silk no puede tener ninguna connotación racista.

Silk, cuando las presiones ya estaban cediendo, decide renunciar a su puesto en la universidad y jubilarse. Cuando irrumpe en la casa de Zuckerman habrá muerto su mujer y él lo achacará a la tensión que propició el episodio del “negro humo”.
Además Silk, de setenta y un año, mantiene una relación con una limpiadora de la universidad de treinta y cuatro: un nuevo escándala para el exdecano que no es muy bien aceptado en la pequeña comunidad conservadora en la que vive.

Zuckerman acabará escribiendo la historia de Silk, pero no del modo en el que éste último le había propuesto, porque Silk había tratado de escribir la historia de lo que le había ocurrido en la universidad sin poder concluirla, sin poder enfrentarse al secreto que esconde ante los demás, al núcleo de su identidad: el decano Silk, que lleva años haciéndose pasar por judío en realidad es de raza negra (Roth mantiene este giro de la trama durante unas cien páginas, si no lo cuento no sé cómo enfrentarme a esta reseña). Recuerdo que al ver la película, este detalle hacía que la verosimilitud narrativa saltara por los aires, pero en la novela esto no es nada ingenuo, Silk no es un hombre evidentemente negro que se hace pasar por lo que no es. Silk en realidad es un mulato claro, algo que en una sociedad no racista resultaría solamente anecdótico, pero en la Norteamérica en la que le toca nacer, una Norteamericana con segregación racial, el detalle genético se vuelve importante: en una sociedad racista con leyes para blancos y para negros ¿cómo clasificar a alguien que es un octavo de negro, un dieciseisavo? Silk, un mulato lo suficientemente claro como para pasar por judío, decide, en la Newark de los años cuarenta, hacerse un hueco en la sociedad como blanco. Su hermano mayor Walter se convertirá, un embargo, en un luchador activo por los derechos de los negros, y renegará de su hermano.

Zuckerman nos va descubriendo a Silk y en algún momento de la novela desaparece su objetividad narrativa de vecino escritor para recrear al Silk niño que vive en Newark. En la página 249 Zuckerman nos dice: “Me enteré del secreto y empecé a escribir este libro –el libro que al principio él me pidió que escribiera, pero escrito no necesariamente como él quería.” La voz narrativa se acerca también a otros de los personajes del drama: Faunia Farley (la joven amante de Silk) o Lester Farley (el exmarido de Faunia, exmarine traumatizado por su experiencia bélica en Vietnam), en algunos casos cediéndosela hasta la primera persona.
En realidad La mancha humana juega con la estructura y la trascendencia de la tragedia griega, un arte narrativo que Silk ha enseñado a sus alumnos de Athena durante décadas: un hombre que guarda un secreto, que prefiere perder su reputación antes que hablar de él, y que se enamora en la última etapa de su vida de una mujer mucho más joven, siendo perseguidos ambos por el exmarido de ésta, un hombre decididamente peligroso. Y todo esto en el contexto de la dictadura de la mojigatería o de lo políticamente correcto que atraviesa el país; un país capaz de hacer renunciar a alguien a su familia y a su identidad para alcanzar la libertad, y años después capaz de hundir a esa persona acusándola de odiar lo que ha rechazado de sí mismo. Sobre esta esquizofrenia habla La mancha humana.
 Pero también esta novela es algo más: un ejercicio sobre los límites de la ficción; en más de una ocasión Zuckerman nos muestra que no conoce del todo la historia que nos está contando y rellena sus huecos con inventiva, con imaginación narrativa.
Y ante todo La mancha humana es un gran artefacto narrativo, una novela honda, compleja, de personajes conmovedores, que sabe aunar lo social a lo individual y entretener y deslumbrar en cada página.

No sé cómo he podido estar tanto tiempo sin Philip Roth.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Y Dios irrumpió de buen rollo, por Román Piña Valls

Editorial Sloper. 246 páginas. 1ª edición de 2015.

Román Piña (Palma de Mallorca, 1966) es mi editor en Sloper. De él he leído hasta ahora sus novelas El general y la musa y Sacrificio, además del ensayo La mala puta. Cuando el último verano pasé unas semanas en Mallorca, quedamos un día para cenar y me estuvo hablando de esta nueva novela, Y Dios irrumpió de buen rollo, que en aquel momento aún estaba terminando de escribir. Esta vez Román ha decidido editarse a sí mismo, e imagino que esta determinación tiene que ver con el contenido de la novela, muy fuertemente ligado a la actualidad social y política del país, y su deseo de que un escrito que glosa una realidad tan próxima debe ser puesta a disposición de sus lectores lo más cerca posible en el tiempo a los acontecimientos de los que aquí se habla.
Cuando el libro apareció en el mercado, le pedí a Román que me lo enviara para leerlo y comentarlo en el blog.

Y Dios irrumpió de buen rollo empieza presentándonos a sor Eulalia, una monja enclaustrada en un convento de Palma. Sor Eulalia es la encargada de la página web del convento, que promociona sus dulces típicos. Debido a esta función, nuestra monja se relaciona con el mundo exterior a través de internet. La novela sitúa su arranque temporal en junio de 2015, después de las últimas elecciones autonómicas: “España transitaba sin saber muy bien cómo de la dictadura a la democracia. Antes del golpe de Tejero habían pitado al rey Juan Carlos en Euskadi. Ahora, junio de 2015, habían pitado a su hijo Felipe. El pobre Felipe, que estaba portándose tan bien. Los españoles estaban asimilando la abdicación de Juan Carlos. No acababan de acostumbrarse a un rey que no anduviese con muletas ni hablase con un tarugo sobre la lengua.” (pág. 13)
La novela está escrita en tercera persona, pero continuamente, mediante el recurso del estilo indirecto libre, se va cediendo la voz narrativa a los pensamientos de los personajes. De este modo, en el párrafo anterior eran los pensamientos de sor Eulalia los que estábamos leyendo.

A sor Eulalia –que reza en catalán, pero habla y escribe en castellano- le duele España; y sufre continuos devaneos teológicos. Saber si Dios es de izquierdas o de derechas parece ser una de sus preocupaciones principales, y para la que no encuentra respuesta. Contactará, a través de Facebook, con uno de sus articulistas de opinión favoritos: Nofre Pou, personaje también palmesano, y que ha aparecido en otras obras de Román (que yo no he leído). Sor Eulalia se reunirá con Pou –fuera del convento- para analizar la realidad político-social del país y ver si pueden hacer algo por arreglarla y rebajar el clima de crispación al que estamos llegando. Esto les llevará a contacta con Susana, una mallorquina de origen peninsular, que trabaja de dependienta en El Corte Inglés, y que puede ser la clave para conseguir el deseado cambio.
Además de sor Eulalia, Nofre Pou y Susana, Román nos presenta a otros dos personajes: Elena Puig, una pastelera de Palma, que no cree en el bilingüismo, y que reclama para su tierra el uso exclusivo del catalán; y Frederic, natural de Campos (un pueblo del interior de la isla), camionero de profesión, mallorquín y españolista. Y quizás no debería dejar de nombrar que otro de los personajes de esta novela (como ya insinúa el título) es el mismo Dios, que vive cerca de Venus: “Los venusianos se peleaban entre ellos como niños, cogían sus berrinches y tenían sus facciones políticas también, pero si a alguien se le ocurría decir que Dios no existía, lo tomaban directamente por loco, porque tenían a Dios allí mismo. Dios se paseaba a todas horas por las ciudades y los pueblos de Venus. En ese planeta el amor en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. Por consiguiente, no había monjas sufriendo y orando, precisamente. En el reparto de bienes divinos, a los venusianos no les había correspondido el concepto de virginidad y, consecuentemente, no se les había ocurrido ningún estilo de vida relacionado con ella.” (pág. 30-31)

Y Dios irrumpió de buen rollo muestra diversos acercamientos a la actualidad, diversas intolerancias nacionales hacia el otro (bien sea éste un nacionalista español, catalán o mallorquín), y pretende desactivar los radicalismos mediante una mirada humorística y simpática sobre las realidades que muestra. También –Román es profesor de instituto de lenguas clásicas- se ocupa de la educación, centrándose en el caso de Mallorca, y la polémica de los últimos años sobre el modelo lingüístico apropiado para las islas (la inmersión lingüística, el trilingüismo, etc); y aquí, en la educación lingüística, puede estar en la novela una de las claves para resolver los conflictos a los que se enfrenta el país (se insinúa, por ejemplo, la necesidad de realizar a los veinte años una mili lingüística, para que unas regiones del país conozcan las lenguas de otras).
La novela está escrita con un lenguaje ágil, cuidado, pero que no deja de lado su uso coloquial con fines humorísticos. Así es posible encontrar en el texto expresiones como “liarla parda” (pág. 12), “ojo al dato” (pág. 63) o “dar el cante” (pág. 69); y, por supuesto, con esta intención humorística y desenfadada está elegido el título.

A cualquier lector español le sonarán los conflictos de los que se habla en esta novela (los tuits de Zapata, la decisión de Carmena de revisar el callejero de Madrid y hacer desaparecer las calles con referencias franquistas, los comentarios nada conciliadores del periodista de cabecera de sor Eulalia, que no es otro que Federico Jiménez Losantos…) y me pregunto, por ejemplo, si se acercara a ella un argentino de Rosario qué podría opinar de esta novela, si lo narrado aquí le resultaría de alguna relevancia, o se perdería por completo dentro de su marco referencial. Quizás podría ir más allá: no sé cómo sería la lectura de un español que cogiera esta novela dentro de diez años, pues es lógico pensar que –como ocurre, por ejemplo, al ver ahora esas películas políticas de la transición española con chistes tan cercanos al momento histórico en que fueron realizadas- de aquí a diez años los tuits de Zapata habrán dejado de ser relevantes. Y éste es quizás el mayor defecto que le encuentro a Y Dios irrumpió de buen rollo: su excesiva dependencia de la actualidad política del último verano y que en más de una ocasión parece más importante para Román apostillar la realidad periodística de última hora (él, además de profesor de instituto, también es columnista de El Mundo Baleares), que dar oxígeno y movimiento a sus personajes. Y a pesar de esto, el desarrollo narrativo de la historia y los personajes –con irrupción de lo sobrenatural incluida y surrealismo delirante- acaba llevando a buen puerto la novela.

Lo mejor de Y Dios irrumpió de buen rollo, por el contrario, sería su irreverencia (se lleva a insinuar que Dios es bisexual o que los gitanos de Palma de Mallorca, por no hablar catalán, son fachas, por ejemplo), y su capacidad para hacernos sonreír con una mirada desenfada y divertida sobre la crispación política actual. Desde luego, si usted quiere leer este libro, no lo deje para dentro de un año, el momento de acercarse a él es ahora.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Los valientes, por Roberto de Paz

Editorial Salto de Página. 257 páginas. 1ª ediciones de 2015.

Conozco a Roberto de Paz (Madrid, 1982) de internet. Hemos coincidido más de una vez en Facebook o en blogs de literatura. Es cierto que nos vimos una vez en persona, en una presentación; pero yo no estaba seguro de que fuera él y no llegué a saludarte. Luego, a través de la red (nuestro medio natural para relacionarlos) ya me contó que a él le había pasado algo parecido. Hace unas semanas quedé en la librería-bar Tipos Infames de Malasaña con su editor actual, Pablo Mazo, para tomar algo y pasarle mi novela Los insignes. Pablo me regaló el libro de Roberto, recientemente publicado. A éste último también le envié Los insignes, y creo –por lo que me contó a través del chat de Facebook- que las impresiones fueron positivas.

El protagonista de Los valientes es Tirso, un treintañero que ejerce de trabajador social en uno de los últimos veranos de un Madrid ardiente. Roberto de Paz también es trabajador social e imagino que habrá usado su experiencia laboral para ilustrar más de una de las anécdotas que sobre esta profesión recorren el libro. Tirso empieza después de años a cuestionarse su trabajo: “Cómo se sienten las personas cuyos empleos están libres de consideraciones éticas y existenciales.” (pág. 21)

A Tirso le acaba de dejar su novia, y este hecho parece actuar como un motor de impulso para acercarle a su pasado. A través de capítulos que alternan el presente con la historia familiar de Tirso vamos conociendo al resto de personajes: Julia, la madre, fue una destacada licenciada en Físicas, que se casó con William Gibbons, el primer astronauta británico, que murió en 1986, en el accidente del trasbordador espacial Challenger (si bien el Challenger de esta novela se desintegrará al reingresar en la Tierra tras realizar su décima misión y no en el despegue, como ocurrió en la realidad). En la actualidad Julia ha dejado atrás su pensamiento científico y trata de encontrar la presencia de su marido en universos alternativos, a través de las continuas fotografías de los espacios de su casa. David, el hermano de Tirso, también estaba presente en la estación de Robledo de Chabela para ver en directo como su padre volvía a la Tierra cuando ocurrió el accidente. David tiene un carácter introvertido, y junto a su hermano se aficionó de niño a los grupos scouts. Esta afición le llevará a la escalada, hasta que acaba teniendo dos accidentes serios que le llenarán de culpabilidad. En el presente de la novela vive encerrado en un bajo, tratando de encontrar una máquina que consiga el movimiento perpetuo. Otro de los personajes será Helena, vecina de Rosa, la tía de Tirso y David en Alcorcón, ciudad del sur de Madrid a la que se trasladará a vivir Julia con sus hijos después del accidente en el que ha perdido a su marido. Helena es hija de un padre maltratador, y al comienzo del libro, cuando aún el lector no conoce a los personajes,  tienen lugar dos escenas claves, que cobrarán significado, una vez lo acabe: Tirso intentó en el pasado vengarse del padre de Helena, por el daño que le había causado a ésta, y en el presente vuelve a estar dispuesto a terminar el trabajo que dejó inacabado de adolescente.

Los valientes está narrada en tercera persona y en la mayoría de las páginas se acerca al punto de vista de Tirso, pero también nos narrará el pasado de Julia en la sierra de Cádiz o la importancia que tuvo para David la escalada en su formación personal. Helena, David y Tirso han formado desde adolescentes un triángulo amoroso: Tirso creció enamorado de Helena y ésta de David, quien dejó embarazada a una chica y muy joven tuvo que empezar a trabajar en la construcción.

Uno de los recursos estilísticos que más llaman la atención de la prosa de Roberto de Paz es el de la comparación. Continuamente en el texto la realidad descrita se compara con algo más, lo que le dará a la realidad propuesta su tono sensorial. En más de un caso estas comparaciones tienen que ver con el ámbito de la ciencia ficción, género literario al que Tirso parece aficionado. Así el calor de Madrid es como el de los desiertos de Dune, opina Tirso. Y un poco después se dice: “A dejar la ciudad como una maqueta de plástico achicharrada con un soplete.” (pág. 21). En la página siguiente leemos: “Las pintadas que trepan por los muros como enredaderas.”, y “Sigue caminando, y como si las aceras fueran cintas trasportadoras para acercarle de manera imperceptible a su destino, cuando quiere reaccionar está a pocos metros de casa.” En la misma página, Tirso ha pensado que se ha llegado a convertir en el Alex de La naranja mecánica. Vemos que en solo dos páginas podemos encontrarnos dos referentes muy claros de la ciencia ficción: Dune y La naranja mecánica y además tenemos en la novela ese detalle tan extraño para la biografía de un personaje que se ha criado en Alcorcón: un padre astronauta y muerto en el espacio. El tono de la novela es realista, pero no debemos olvidar estas pequeñas señales que se están sembrando en el texto: como ocurre en las novelas realistas de Michel Houellebecq, el final de Los valientes (esas personas que han descubierto que lo realmente valiente es huir) se adentra, aunque sea mínimamente, en la ciencia ficción apocalíptica, y se une así –cuando uno ya no lo esperaba- a la propuesta de otras obras del catálogo de Salto de Página sobre el agotamiento de los recursos y la necesidad de la autosuficiencia.

Como lector, me resultaba reconfortante reconocer casi todos los espacios físicos en los que Roberto sitúa a sus personajes: cuando Tirso pasea por Callao, por ejemplo, y se acerca a un quiosco, puedo ver exactamente de qué quiosco está hablando. O, lo que para mí es aún más curioso, cuando habla de Alcorcón y de la estación de metro Joaquín Vilumbrales, también conozco el lugar bastante bien. Quizás este comentario no sea pertinente, o incluso absurdo, para un lector de fuera de Madrid, pero lo que reconocerá seguro cualquier lector español es el trasfondo histórico-social sobre el que la novela está escrito: los años del pelotazo y los posteriores de la crisis: “Los compañeros de obra de David se empleaban a fondo los fines de semana para dilapidar parte del maná que fluía del ladrillo. Llenaban los centros comerciales, compraban alegremente coches que sus padres sólo se habían permitido tras veinticinco años de vida laboral. España iba bien, eran buenos tiempos y todo estaba a un simple movimiento de tarjeta de crédito.” (pág. 97). “David se fija en el anuncio de la inmobiliaria y recuerda que no hace tanto formó parte de esa locura colectiva.” (pág. 106). “Suelta el aire despacio y durante varios segundos, sólo durante dos o tres, no más, se descubre de acuerdo con la facción neoliberal que tanto detesta, con los mismos que han dejado de ingresarle el sueldo, con los que perciben los servicios públicos como un despilfarro intolerable, como algo cuya gratuidad amenaza la viabilidad del sistema, incluso los valores del esfuerzo, del trabajo duro.” (pág. 111)

Entre las personas a las que Tirso ha de atender como trabajador social aparecerá Rudo, un anciano de más de noventa años que le propone contratarle (sabe que Tirso escribe o al menos lo hacía) para redactar su biografía. Rudo pone en contacto a Tirso (y más tarde a David y Helena) con un grupo de personajes curiosos, el Club de los Oficios Inútiles. Rudo irá contando su vida a Tirso, episodios que tienen lugar al fin de la guerra civil española, en el Caribe o en Israel. Esto hace que la novela se abra a más relatos, al estilo de las propuestas de Roberto Bolaño, y dé más colorido a las páginas de Los valientes.
Como posible punto flojo de la narración podría apuntar que al principio, cuando las escenas saltaban de la vida de Tirso como trabajador social, a las escenas claves de su pasado, y de nuevo a las escenas del presente en que las que se hablaba de su relación con su hermano, su madre o Helena, no tenía muy claro hacía dónde quería ir la novela. Digamos que no estaba seguro de que Roberto de Paz hubiese planteado una historia con una trama precisa que hiciera avanzar la historia -para el lector- hacia una conclusión. Es cierto que leía el libro con agrado –está escrito con un estilo ameno- pero ¿hacia dónde va  esta historia después de habernos presentado a los personajes?, me preguntaba. Según me acercaba hacia el final, y habían aparecido sobre la escena narrativa las historias de Rudo, todo comenzaba a cobrar más forma, y a tensarse los hilos que podían haber estado hasta entonces un poco sueltos, y al final los conflictos del pasado quedarán más o menos resueltos y la novela terminará –como ya he insinuado antes- con un final sorprendente, siendo Los valientes una narración agradable, levantada sobre los mimbres de nuestro pasado más reciente, pero que indaga también en pasados más remotos y nos adentra incluso en futuros aún más inciertos.


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Divina, por Inma Luna

Editorial Baile del Sol. 69 páginas. 1ª edición de 2014.

Hacía tiempo que no leía poesía. La lectura de poesía siempre me parece algo más íntimo que la lectura de prosa. Nunca dejo de tener la necesidad de leer algo, pero he de sentir una sensación especial para que ese algo sea poesía. No tengo muy claro cómo definir ese algo y no quiero ponerme cursi. Lo dejo aquí. Me apeteció leer poesía, y la fila de poemarios acumulados sin leer en mis estanterías no es tan larga como la de libros de prosa, pero no está mal. Me decidí por Divina de Inma Luna (Madrid, 1966), un libro que me firmó la autora en la Feria del Libro de Madrid de 2014. Yo había quedado con Inma en la caseta en la que firmaba su nuevo poemario (el penúltimo publicado por la autora), para que me pasara algunos de los ejemplares de autor de mi novela El hombre ajeno, que acababa de salir por entonces. Inma Luna, además de ser autora de Baile del Sol, como yo, también ha colaborado en algunos momentos con la gestión de la editorial.
Empecé a leer Divina un miércoles por la tarde, esperando dentro de un coche. Pude leer unos pocos poemas. A la mañana siguiente, al tomar el autobús de la ruta que me acerca al colegio donde trabajo, volví a empezar el libro y unos cincuenta y cinco minutos después (lo que dura mi viaje en ruta) lo había terminado (leyendo cada poema varias veces, como suelo hacer). El poemario viene acompañado de sugerentes ilustraciones de la artista Loreto Rodera. Me bajé del autobús con una agradable sensación de conquista, por haberme acabado el libro justo en el tiempo preciso, por haberlo disfrutado y con esa incertidumbre metafísica de preguntarme por qué no leo más poemarios cuando los suelo disfrutar tanto al acercarme a ellos.

De Inma Luna había leído hasta ahora algunos poemas en la antología de Baile del Sol 23 Pandoras, que apareció en 2009 y alguno más por internet.

Divina, el poemario anterior a Un vago temblor de rodillas en el corazón (2015) de la editorial Crecida. (su poemario más reciente), se divide en tres partes, siendo la primera la más extensa. En Párvulo en los nueve círculos -la primera parte-, la autora indaga en su infancia, centrándose en unos recuerdos bastante concretos: los del colegio de monjas en el que estudió. La voz narrativa de una mujer ya adulta ajusta cuentas con un pasado, cuyo tiempo narrativo es el del franquismo y el que el que la educación de la mujer (y posiblemente también la de los hombres, pero sobre todo la de la mujer) estaba basada en la represión, el rechazo del cuerpo y en el desconocimiento de los hombres. Es una poesía íntima, pero que no duda en abrirse al espacio de socialización que representa el colegio. El primer poema es bastante significativo para entender el tono del libro:

La tormenta

Truena
se ha ido la luz
nos hacen rezar a oscuras
nos van inoculando el miedo

Los versos que recuerdan la represión sufrida se suceden: “de mis tristezas pedagógicas” (pág. 11), “Imaginar convoca moscas” (pág. 12), “no se pregunta” (pág. 13), “desdibujando a las mujeres” (pág. 13), “por eso nos prohibieron / mirar por las ventanas” (pág. 24)

Me gustaría destacar el siguiente poema:

El patio

Emparejadas como bueyes
salíamos al patio.
Al principio había yerbas, amapolas,
algunas briznas insólitas de trigo,
Semillas que brotaban sin deber.
Luego, todo se hizo cemento
de aquel que lastima las rodillas.
El campo despertaba
demasiados instintos.

Respecto a los poemas de Inma Luna que había leído anteriormente, los de Divina me han parecido más certeros, más esenciales. Inma ha dejado atrás algunas expresiones y acercamientos más coloquiales a lo retratado en sus poemas y dentro de la búsqueda de la sencillez el nudo del poema -la sensación de la infancia que quiere evocar- se ha vuelto más precisa, más luminosa. El vocabulario empleado es siempre próximo, sin ser llano.

Muestro aquí otro poema de esta primera parte:

El tejado

Aprendí a subir al tejado,
un pie sobre la lavadora, un salto a la ventana.
Sentada allí, sobre el saliente,
dejaba entrar el vértigo
que me hacía cosquillas.
Así me fui haciendo resistente
a cualquier superficie resbalosa.

El último poema de Párvulo en los nueve círculos nos introduce en la temática de las siguientes partes del libro:

Prohibido jugar

No me dejaban jugar con los chicos
así que nunca supe
cómo relacionarme con los hombres.
Mi matrimonio fue un fracaso
que se gestó en la infancia.

La segunda parte se titula En la selva, el extravío, y después del colegio de monjas, nos acercamos a la vida familiar (y más adolescente) de la autora. La voz poética nos habla ahora de la madre o el novio, pero su forma de enfrentarse al mundo, después de la experiencia limitada del colegio de monjas, parece pobre y basada en unos principios –como el del sacrificio- insuficientes o erróneos para enfrentarse a la vida:

Tocamientos

Mi novio quería tocarme
y yo siempre decía que no,
le apartaba las manos,
me escabullía.
Me habían cercenado los deseos
y todos mis rincones eran fríos y angostos
como la esquina recta de una losa.
Nada de generosidad,
nada de resplandor ni de deseo,
ni un atisbo de vida entre las piernas apretadas.


En la tercera parte –Y del cielo, la luna- la protagonista de nuestros poemas se ha quedado embarazada de forma no deseada y se ve (como en épocas del pasado que se debían de resistir a desaparecer) obligada a casarse. Lo expresa así en el primer poema de esta parte:

El tema

Quisieron hablarme de sexo
al enterarse de mi embarazo
y ni siquiera entonces
supieron cómo hacerlo
así que me obligaron a casarme
para evitar el tema.


En algunos poemas se ahonda en la descripción de las funciones del cuerpo femenino como tema poético. Ese mismo cuerpo que había sufrido la represión de ser sublimado en la infancia se revela ahora como una realidad más que tangible. En este sentido, la sencillez esencial de la poesía de Inma Luna en este poemario me ha recordado a la forma compositiva de la poeta norteamericana Sharon Olds, una de las voces más potentes de la nueva poesía norteamericana y con la que encuentro conexiones con la forma compositiva de Inma Luna en Divina.

Dejo aquí uno de los últimos poemas del libro, que me ha gustado especialmente:

Una gota de leche

Las seis de la mañana,
el niño duerme,
la facultad espera
con su fachada de hormigón y su voz fría.
El autobús está aparcado
cerca de la gasolinera
esperando por mí.
Una gota de leche
ha manchado mi camisa blanca,
el blanco sobre el blanco
y todavía no amanece.
Tengo el examen de comunicación social,
aprieto la carpeta contra el pecho repleto
y le entrego mi tique al conductor.


Con este poema en el que la protagonista toma un autobús, leído dentro de un autobús, dejo este comentario, y me reitero: disfruté mucho de la cercanía de lo contado en este poemario sincero y hondo. Tengo que dejarme anotado que he de volver a la poesía con más frecuencia.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Nuestro hogar es Auschwitz, por Tadeusz Borowski

Editorial Alba. 220 páginas. 1ª edición de 1948, ésta es de 2004.
Traducción e introducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg y Sergio Trigán
Al final del libro hay un glosario muy útil de términos que en el original están en otro idioma (en el idioma del lager)

Después de releer seguidos cuatro libros de Primo Levi y documentarle así para la charla que me había comprometido a dar en el colegio en el que trabajo, decidí releer también Nuestro hogar es Auschwitz del escritor polaco Tadeusz Borowski (Zhitomir, Ucrania, 1922 – Varsovia, 1951). Tengo anotado en la primera página que lo leí en noviembre de 2004, y el libro apareció publicado en Alba en octubre de 2004. Si no recuerdo mal lo compré en la Fnac de Callao. Leí el título, lo tomé de la mesa de novedades, vi que lo publicaba Alba (editorial altamente fiable), leería –imagino- algo de la introducción y decidí comprarlo. La verdad es que he leído bastantes libros testimoniales sobre los campos de concentración y el periodo nazi de Alemania. Un tema que no deja de sobrecogerme.
Recordaba la especial crudeza del libro de Borowski, que he vuelto a revivir estos días.

Borowski estuvo dos años en Auschwitz, pero sin portar el doble triangulo amarillo que formaba la estrella de David (el símbolo destinado a los judíos), el suyo sería el triangulo rojo (propio de los presos políticos). En la Polonia ocupada por los nazis se impedía  a los polacos acceder a la educación secundaria y universitaria. Pero Borowski, tras acabar el bachillerato comenzará a cursas estudios de Filología polaca en la universidad clandestina. En 1942 publica su primer libro de poemas, que fue elogiado por Czesław Miłosz. La Gestapo detuvo a la novia de Borowski, María Rundo, y él no se escondió, siguió frecuentando los mismos lugares. Fue detenido y acusado de crímenes políticos, aunque en realidad no se había implicado en tareas subversivas (lo que le provocaba un sentimiento de culpa).

Los cuentos que aparecen recogidos en Nuestro hogar es Auschwitz (en total doce) aparecieron en dos libros de 1948, algunos habían sido publicados previamente en periódicos.
El relato más extenso es el primero, el que da título al conjunto. Tras leer a Primo Levi y ahora, seguidamente, a Tadeusz Borowski aprecio de forma clara las diferencias que hay entre los dos escritores. Si esto es un hombre era un testimonio sobrecogedor por su sencillez de exposición, la narración de la experiencia era directa: Levi cuenta sus impresiones individuales del campo de concentración sin valerse de la rabia o el énfasis. Además no deja que su relato se contamine con conocimientos posteriores. Y como contaba Antonio Muñoz Molina en su prólogo Levi escribió su primer libro intentado copiar el estilo claro de los informes de la fábrica de pinturas en la que trabajaba. Levi era un hombre culto y un químico de formación.
Borowski es un poeta de formación y eso se deja notar en el aliento con que escribe los cuentos recogidos en este libro. Nuestro hogar es Auschwitz recrea las experiencias del autor en el campo de concentración pero no es un libro puramente testimonial, porque existe en estos relatos un tratamiento literario. Así el primer relato está formado por las cartas clandestinas que escribe el narrador a su novia prisionera, como él, en otro de los pequeños campos de concentración dependientes del complejo de Auschwitz. Los dos personajes parecen un trasunto más o menos próximo al autor y a su novia, pero observamos que las cartas del narrador quieren comunicarle a su amada sus experiencias en el campo y también una sensación de optimismo, un decirle “no desespero, no estoy tan mal”, y este tono es el que hace que el relato pase de ser testimonia (Levi) a literario (Borowski).
La experiencia de Borowski en Auschwitz está un poco más alejada del fondo que representaba el preso que ha perdido toda esperanza y se deja consumir (llamado “musulmán” en la jerga del campo) hasta la selección y la muerte en la cámara de gas, que la de Levi: cuando Borowski llega al campo se ha suspendido el uso de las cámaras de gas para los no judíos. El narrador de Borowski está mejor alimentado que Levi (“En el campo, todo aquel que come y duerme suficiente habla de mujeres”, pág. 30) y puede disfrutar de algunas ventajas de la que Levi, que vivió la experiencia del judío en Auswichtz (es espelúznate en Si esto es un hombre el episodio de la última gran selección para la cámara de gas en el campo en octubre de 1944), no pudo hacerlo más que al final, cuando puede trabajar a cubierto en el laboratorio por ser químico (lo que posiblemente, entre otros sucesos afortunados, le salvó la vida).

Es posible que lo que he comentado antes -la mejor alimentación de Borowski, sus trabajos menos duros- hagan que aún conserve muchos de sus rasgos humanos y sobre su experiencia se pose una mirada más depresiva que la de Levi; así sus páginas se van tiñendo de una melancolía mayor. También sus cuentos se centran muchas veces en narrar lo más crudo y macabro de su experiencia, algo por lo que Levi suele pasar más por encima. Borowski escribe: “Hay, sin embargo, otros métodos mortíferos: el palo de una pala utilizado para estrangular diariamente a un centenar de personas.” (pág. 36)
En las cartas a la amada a veces  el narrador describe la extraña sensación que tienen los presos -algunos con historiales de hasta ocho años en campos de concentración- de pertenecer a Auschwitz, el gran campo con avenidas y edificios de ladrillos, en vez de barracones de madera. “Nuestro hogar es Auschwitz” dicen, asumiendo haberse convertido en esos seres que Primo Levi llamaba “hombres de Lager”, acostumbrados al trabajo duro, a la infraalimentación y a insensibilizarse ante todo lo que ven. Uno de los temas más potentes de los relatos de Borowski es esa insensibilidad de los presos ante el dolor ajeno, en este sentido destaca el tremendismo del cuento Pasen al gas, señoras y señores, el tercero del libro, que describe la llegada de trenes cargados de judíos para las cámaras de gas. Este es el mejor y más duro cuento del conjunto. Los presos del bloque se alegran por la llegada de trenes con judíos al campo, han de acercarse para ayudar a descargarlos y dejarlos limpios. Es una de las actividades más lucrativas del campo: dejan en un montón el dinero, el oro y las joyas para los nazis y ellos pueden quedarse con la comida o algo de ropa (“En el campo, quien tiene la comida tiene la fuerza.”, pág. 118). Los judíos son conducidos con educación a la cámara de gas, es importante que no se pongan nerviosos; facilitará la tarea que piensen que van a una ducha y que iniciarán una nueva vida en el campo. Muchos lo creen y avanzan a la muerte inminente y desconocida con dignidad, con alivio tras bajarse del tren atestado y sin aire (“Ésta es la ley del campo: a los condenados a muerte se les engaña hasta el último momento. Ésta es la única forma de compasión permitida” pág. 127). Pero los judíos polacos sí que saben. Una vez que queda despejada la rampa hay que limpiar los vagones. En su interior, además de excrementos, se van a encontrar cadáveres de ancianos y bebés, y, por ejemplo, preciadas latas de mermelada. Los cadáveres se lanzan a un camión que irá directamente al crematorio, sin pasar por la cámara de gas, pero también: “En el camión de los cadáveres echan también a los lisiados, a los paralíticos, a los agonizantes y a los que se han desmayado. La montaña de cadáveres se mueve, aúlla y grita.” (pág. 138)
En el horror destaca una imagen: aparece en un vagón una chica con una sola pierna, que no puede seguir a las personas que confiadas van a la cámara de gas. “La arrojan al camión de los muertos. La quemarán viva con los cadáveres.” (pág. 139). El narrador se siente débil, con ganas de vomitar, no puede compartir la alegría por la rapiña de sus compañeros. Poco antes ha tenido lugar este diálogo con uno de sus compañeros, un francés llamado Henri:
“-Henri, escucha, ¿crees que somos buena gente?
-¿Por qué haces esas preguntas tan estúpidas?
-Sabes, amigo, siento en mí un odio creciente e incomprensible hacia esas personas, pienso que si estoy aquí, es por su culpa. No siento compasión porque los vayan a gasear. Que los trague a todos la tierra. Me liaría a puñetazos con ellos. Mi comportamiento debe ser patológico, supongo, no lo puedo comprender.
-Oh, no, al contrario, es lo normal, lo previsible. La rampa te agota, te rebelas contra lo que has visto; lo más fácil es descargar la ira sobre el más débil. Incluso es aconsejable que te descargues. Es de sentido común, compris?” (pág. 131).
En cualquier caso me cae mejor el narrador de este cuento que el del anterior, el titulado Un día en Harmeze, envuelto en intrigas y delaciones en el campo.

Al final del cuento inicial hay otra escena terrible: el narrador saluda a un hombre perteneciente al Sonderkommando (de los que habló Levi en Los hundidos y los salvados: los judíos a los que los nazis obligaban a conducir a la cámara de gas a otros judíos y luego a llevar los cadáveres al crematorio). Este hombre le dice: “Hemos descubierto una nueva forma de quemar en la chimenea. ¿Sabes cómo es? (…) Lo hacemos así: cogemos a cuatro niños que tengan pelo, juntamos sus cabezas y les prendemos fuego. El resto arde por sí solo y gemacht, listo. (…) Aquí en Auschwitz tenemos que divertirnos como podamos. ¿Cómo, si no, íbamos a aguantarlo?” (pág. 73)
Casi todos los cuentos empiezan con una bella descripción de la naturaleza, pero acaban con otro apunte como el anterior.

Los cuentos del final son más cortos. Algunos se corresponden ya con el periodo de liberación del campo y su tutela bajo el ejército norteamericano. Destaco el titulado Silencio, sobre el deseo de venganza de los presos, que han podido atrapar a un kapo y a escondidas de los norteamericanos le matan a golpes.
 El último cuento, titulado Un mundo de piedra, nos habla de la vuelta al hogar, del reencuentro con la familia. Sólo se relata un paseo aquí y este cuento, pese a las atrocidades leídas, no deja de ser terrible: “Algunas veces me parece, incluso, que mis capacidades sensitivas se han coagulado y cristalizado en mi interior hasta convertirse en resina.” (pág. 210)
Uno lee este relato final y sabe que está ante las palabras de un depresivo, las palabras de alguien que no tiene optimismo, ni ilusión por la vida. Alguien con tendencias suicidas. Borowski se suicidó en 1951 –a los veintinueve años- metiendo la cabeza en el horno de su apartamento de Varsovia; imitando así, de forma grotesca, la muerte de la que se libró en Auschwitz.


Los libros de Auschwitz de Borowski no tuvieron una buena acogida en la Polonia comunista, pues no ensalzaban la fe en el futuro del trabajador soviético. Ahora son clásicos de aquel país, leídos en el colegio. Lo que debe ser una experiencia terrible, pero que al menos debería inocular al lector contra la barbarie nazi, un libro que deberían leer con calma todos esos jóvenes españoles que se declaran “nazis” porque es una palabra que impone o que da miedo. ¿De verdad, joven español que te declaras nazi, crees que hay algo que mola en esas personas que arrojaban viva a una chica coja a un camión de cadáveres para quemarla viva?

jueves, 3 de diciembre de 2015

Reseña de "Los insignes" en la revista digital "La caja negra"

El poeta Eugenio Navarro ha escrito una reseña de mi novela Los insignes para la revista digital La caja negra.



La dejo aquí:

«David Pérez Vega acierta a abrir los “Los insignes” con una cita de Saul Bellow en la que entre otras cosas el escritor canadiense dice que a los poetas se les ama porque sencillamente no pueden salir adelante. ¿Y qué es esta novela si no un homenaje a los poetas como el Quijote lo era a los libros de caballería? Por supuesto para decir esto hay que entender de antemano que el autor ha escrito el libro en coordenadas de sátira y queriendo censurar y/o ridiculizar la escena poética nacional, la misma en la que Pérez Vega está (aunque solo sea por el mero hecho de publicar) inmerso de alguna manera y por tanto también se está riendo –qué sano es siempre- de él mismo. Uno de los errores en los que se suele caer al hacer sátira suele ser el de abandonar momentáneamente el tono mordaz del relato para incurrir en la impostura de la trascendencia, tentación a la que en ningún caso, el autor se ha dejado vencer, y para bien. Así la novela transcurre flotando sobre el monólogo de Ernesto Sánchez (el protagonista), poeta, bloguero y funcionario del estado español en este orden, que entabla una relación de amistad cibernética con la poesía como telón de fondo con el líder norcoreano y también poeta Kim Jong-un. Esta relación le sirve como excusa a Ernesto para enlazar un discurso sobre los poetas, su mundillo circundante y su intríngulis, que a ratos llega a convertirse en perorata y a ratos en diatriba. Ernesto haciendo uso de una verbosidad excesiva (Kim Jong-un asiste como un alumno aplicado hasta casi el final) desgrana sus experiencias frustrantes de letraherido con editores, autores, lectores, premios, politiqueos y jurados, moviéndose siempre entre una ternura y un patetismo que a los que en algún momento nos hemos visto envueltos en algún affaire parecido, nos hace reír y sonrojar a partes iguales. El libro avanza hacia la entrega por parte de Kim Jong-un a Ernesto de un poemario que ha escrito sobre la muerte de su padre, con la intención de que el protagonista le dé su opinión como crítico de poesía. Ernesto dudará -igual que dudaba entre hacerse un hueco entre los poetas burgueses o acomodarse entre los poetas aguerridos y sociales- entre por un lado ser fiel a sus principios y a su rigor crítico y probablemente estropear su amistad con Kim Jon-un, y por otro mentir, ser como ellos (los insignes), acceder a ser un actor más en el teatro, y conservar su relación. Creo que estamos ante un libro, me atrevo a decir, que generacional, al que todo poeta que se precie (y todos creo que lo hacemos) debería acudir a descargarse no sólo de egos sino también de gravedad, abrirse la bragueta y soltar como ha hecho David Pérez Vega, “una larga y reconfortante meada”.»

Dejo AQUÍ EL ENLACE a la publicación original.

Muchas gracias, Eugenio.