viernes, 16 de julio de 2010

Al compás de la rueda, por Juan Ignacio Colil


Das Kapital ediciones. 204 páginas. Primera edición de 2010.

Un amigo chileno (que suele comentar en este blog bajo el nombre de noseaszote), me ha hecho llegar el libro de relatos de un amigo, Juan Ignacio Colil, editado en Santiago de Chile por la nueva editorial Das Kapital.

Recibí el paquete postal con ilusión. Mi interés por el libro fue creciendo cuando leí en la contraportada que Colil había ganado premios en su país, como el Premio Alerce de la Sociedad de Escritores o el Premio Municipal de Santiago (éste último también lo ganó Roberto Bolaño por su conjunto de cuentos Llamadas telefónicas).

Al compás de la rueda se compone de 17 narraciones más o menos breves, desde las 3 páginas del cuento El amigo marinao hasta las 23 de La cita; el espacio geográfico que aparece reflejado en ellos suele ser el de la ciudad de Santiago de Chile (aunque con alguna excepción, como en La cita, que transcurre en Buenos Aires, o el de Encender la noche, que transcurre en un pueblo chileno); y el tiempo narrativo suele ser el del Chile actual o en algunos casos la evocación de los años de la dictadura de Pinochet.

En la página 156, Colil hace decir a uno de sus personajes: “No soy de aquellos que se dejan guiar por sus sospechas, palpitaciones, sueños y dolores puntuales”. Todo este libro se compone precisamente de esos elementos: sospechas, palpitaciones, sueños y dolores puntuales.
Cuando hace unos días comentaba el libro de cuentos, Contraluces, del peruano Leoncio Robles, hablé de varias corrientes hispanoamericanas de relatos. Yo diría, siguiendo las líneas de ese discurso, que el libro de Colil se inscribe en la corriente de escritores hispanoamericanos que, como Roberto Bolaño o Juan Villoro, siguen el modelo de construcción del relato norteamericano, con su carácter epifánico y elusivo.
Así por ejemplo en el segundo del conjunto, el titulado Azotea, alguien evoca su juventud, posiblemente en los años 80 del siglo XX, y nos hace partícipes del impacto que supuso en su vida vislumbrar a través de la ventanilla de un coche el interior de otro donde la policía retenía a una joven con los ojos vendados. El tono de amenaza es constante en este relato, como en casi todas las páginas de Al compás de la rueda. Una amenaza latente pero que no llega a verse materializada casi nunca, una amenaza que siempre aparece mostrada de forma elusiva, y aquí reside uno de los mayores logros del libros: su capacidad para inquietarnos con lo que queda contenido fuera de lo narrado.
Así, por ejemplo, en el cuento Lo cierto de la historia, un adulto evoca un episodio de su niñez que le hizo distanciarse de un amigo. Ambos espiaban las extrañas entradas y salidas de coches de una casa aparentemente vacía, y aunque de forma directa no logramos vislumbrar el interior del objeto espiado, el lector relaciona los movimientos de su interior con las desapariciones de la dictadura.
Lo comentado anteriormente me hace pensar en la influencia del también chileno Roberto Bolaño sobre estos cuentos; como Bolaño, Colil también construye sus historias creando misterios en cada párrafo que transmiten profundidad y poesía a lo narrado.
Pero no todos los cuentos de Al compás de la rueda son de corte realista, también se filtra el coqueteo de lo neofantástico en composiciones que recuerdan a los juegos de Julio Cortázar, como en los cuentos Encuentro en el Tlaloc o La cita.

Como Bolaño, Colil también usa a la figura del escritor o el poeta como protagonista de sus historias; connotando a esa figura con la idea de la locura, como en el cuento El oficio de escritor, o la recarga de ironía sarcástica como en el cuento Cuestión de actitud.

El estilo suele basarse en muchos casos en una construcción de frases cortas. Leemos, por ejemplo, en la página 79: “La calle era angosta y oscura. Los adoquines del suelo se veían húmedos. El tipo venía desde el fondo. Apenas se distinguía como una sombra en movimiento. Caminaba tranquilo, seguro. Tenía algo de misterio. Cojeaba notoriamente. Pasaban muchos autos a pesar de que no era tarde.” Esas frases cortas transmiten ritmo a lo narrado; un estilo eficiente que no elude una poesía contenida.

Los personajes suelen ser melancólicos, solitarios, asustados; el amor nunca llega a concretarse en nada productivo, representada su búsqueda frustada por la aparición en los relatos de actrices porno, bailarinas de streaptease, prostitutas… que nunca llegan a intimar con los protagonistas masculinos. El único personaje masculino cercano a una mujer, el del relato La cita, la acaba perdiendo en mitad del cuento.

Me gustaría destacar el relato titulado El gran salto, que ha resultado ser mi favorito del conjunto y en él creo ver un resumen de los elementos con los que Colil juega en este libro: un joven periodista quiere entrevistar al amigo del padre de uno de sus amigos, un norteamericano de visita en Chile, que tiene la particularidad de ser el primer hombre que pisó la Luna, Neil Amstrong. Los chilenos dejan hablar a Amstrong, que hace una evocación poética de su juventud, y en un momento dado reciben la noticia de que el hijo del amigo de Amstrong ha sido detenido y deciden acudir a la comisaría. De camino, todos serán detenidos y a la mañana siguiente puestos en libertad, junto al amigo e hijo que iban a buscar. Amstrong muestra su incredulidad, y su amigo le dice: “-Convéncete gringo, estamos en Chile”. Es decir, estamos en un relato de Colil, donde siempre, por encima de la composición poética de los personajes, flota una sutil y desasida amenaza.

Un destacado libro de relatos, escrito por un escritor con oficio. ¿Llegaremos a verlo editado en España?

lunes, 12 de julio de 2010

Las primas, por Aurora Venturini


Editorial Caballo de Troya, 189 páginas. Premio de Nueva Novela en Argentina 2007. Esta edición: 2009.

En realidad yo entré a la librería de segunda mano Ábaco, en la calle General Álvarez de Castro (Madrid), en busca de un libro de Juan José Saer que había encargado por teléfono, pero al echar un vistazo por los anaqueles acabé por llevarme también (entre otras) esta novela de Aurora Venturini, Las primas, ejemplar nuevo y al reducido premio de 2 euros.

Había leído durante 2009 sobre esta novela en prensa e Internet. Me había llamado la atención la historia que había detrás: el periódico argentino Página 12 convoca en 2007 un premio de Nueva Novela, en el jurado se encuentran escritores como Alan Pauls o Rodrigo Fresán. Entre los más de 600 libros presentados destaca éste de Las primas, que parece escrito por una joven neurótica de gran talento. Cuando el jurado abre la plica se sorprende de que la joven tiene, en ese momento, 85 años. Aurora Venturini es autora de una treintena de libros desconocidos, publicados siempre en editoriales minúsculas (no los presentaba a las editoriales grandes porque no quería que la rechazaran, leeré que dijo en una entrevista); en 1948 llegó a recibir un premio de novela de la mano de Borges; licenciada en Filosofía, llegó a ser amiga de Eva Perón; durante una de las dictaduras militares argentina se exilió a París y aquí se relacionó con Sartre o Camus.

En Las primas, Venturini nos cuenta la historia de una familia bastante disfuncional a través de la voz narrativa de Yuna; ya en la página 12 (segunda de la novela) se nos advierte: “No éramos comunes por no decir que no éramos normales”. Yuna, según nos cuenta, tiene dificultades con el lenguaje, y se expresa a través de un discurso que rompe muchas veces con la lógica de la sintaxis, prescindiendo de puntos y comas (Yuna se agobia y pierde la concentración, volando sus ideas, cuando tiene que hacer uso de esos símbolos sintácticos); sobre todo al principio, en su discurso también aparecen onomatopeyas; y para mejorar su expresión va haciendo uso del diccionario (las palabras que se escapan a su uso cotidiano y que ha aprendido con el diccionario nos serán remarcadas señalando este hecho con la palabra “diccionario” entre paréntesis).
Pero, al igual que pudo hacer William Faulkner con su Benjy en El ruido y la furia, dando la palabra a un idiota, todo es un truco, al servicio de crear una potente voz narrativa, que supone toda una original visión del mundo. A través de su discurso entrecortado, Yuna consigue transmitir una visión bastante poética de la realidad que le rodea.

La familia de Yuna se encuentra plagada de desgracias: un padre huido y desdibujado; una madre maestra que se jubilará para irse diluyendo en la tristeza; una hermana paralítica, que no controla esfínteres, y es retrasada; una tía loca; una prima enana y retorcida, que acabará ejerciendo la prostitución; otra prima retrasada que quedará embarazada de un vecino; un profesor de dibujo pervertido… y Yuna, aparentemente normal, pero que sabe que es mejor que no abra la boca para que los demás no se percaten de su retraso.
Yuna posee un don: sabe pintar alegorías de sus sentimientos, cuadros que pronto empiezan a llamar la atención en exposiciones, en revistas de pintura y le reportarán bastante dinero. Este es también uno de los temas del libro: el deseo de mejorar y escapar de una condición social a través del arte.

El estilo, como ya dije, es poético, retorcido en la sintaxis, irónico ante una realidad grotesca. Se narra un aborto ilegal en una mísera clínica, y la muerte de tres de los familiares, con un peculiar tono de broma. Casi todo resulta extravagantemente negro en esta tragicomedia grotesca, donde no faltan los asesinatos brutales, donde la trama se centra en las mujeres de esta familia disfuncional y los hombres representan una amenaza, donde la reacción más frecuente de Yuma, eludiendo las palabras, es la del vómito (literal).

La historia está ambientada en la ciudad de La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires), ciudad de Aurora Venturini, en los años 40 del siglo XX.

La novela es original, y aunque a veces he sentido al leerla una aprensión triste ante sus sucesos exagerados y duros, la fuerza del estilo era tal poderosa que arrastraba al lector de un capítulo a otro, incrédulo ante la palabra escrita, tan disfuncional y poética.
Como el verano pasado estuve en La Plata, aunque no visité el parque Saavedra del que habla Yuna, voy a dejar a continuación unas fotos de la ciudad:






















viernes, 9 de julio de 2010

Contraluces, por Leoncio Robles


Editorial Baile del Sol. 126 páginas. Primera edición de 2009.

Paseando entre los anaqueles de la Casa del Libro de Gran Vía me encontré con el lomo azul y rojo de la editorial Baile del Sol en una de las estanterías y, al haberse convertido ésta en mi editorial, sentí curiosidad y tomé el libro. De pie leí el cuento más corto del volumen, Torero. En apenas dos páginas (de letra apretada, eso sí, como suelen ser las ediciones de Baile del Sol), el escritor peruano Leoncio Robles perfilaba un personaje y también una voz narrativa adolescente, que era, esta última, la que posaba su mirada sobre ese torero soñador que en realidad trabajaba como acomodador de cine. Me pareció que en un espacio muy corto el autor conseguía retratar una sugerente porción de realidad.

Unas semanas después, el sábado 12 de junio, me encontraría con el autor en la caseta de Baile del Sol de la feria del Libro de Madrid. Yo pasaba de nuevo por allí para recoger al poeta, y ahora también novelista, Javier Cánaves, alojado en mi casa, que había venido de Mallorca a Madrid para firmar libros (o intentarlo) en la feria de Madrid. Ese día fue bastante lluvioso y la caseta de Baile del Sol, la 262, compartida con la editorial La Escalera se encontraba abarrotada. Con tres escritores de Baile del Sol, si no recuerdo mal, otro de La Escalera, y tres editores. Leoncio Robles se apoyaba en el quicio de la puerta, mirando hacia fuera, hacia la lluvia. Me pareció una mirada triste (una mirada que podría ser la de un personaje de sus historias, pensaría más tarde). Le dije que yo había leído uno de sus cuentos y que éramos compañeros de editorial. Intercambiamos libro.

Empecé a leer Contraluces el último domingo, descansando del calor y una caminata por la ciudad, en un bar del jamón, en una calle aledaña a la Gran Vía. Pronto me olvidé de la amenaza de los jamones colgados del techo y el primer relato, Se está haciendo tarde, me trasladó a los conflictos del campo peruano, a través de los ojos de un fotógrafo de ciudad. Me gustó la inteligente composición, la ordenación temporal de un relato sustentado por el ritmo narrativo y la sensación constante de amenaza. En 14 páginas Robles nos muestra un mundo primitivo, donde la mayoría de las cosas tienden a no funcionar o a estropearse, plagado de injusticias, y en el que el ciudadano de a pie no puede pedir ayuda a la policía o el ejército, normalmente una fuente de abusos. Me atrajo también de este cuento el lenguaje cuidado, poético, y la captación del detalle realista que da más entidad y presencia a lo narrado, como ese adolescente a caballo que aparece en la página 16 y que cabalga en paralelo al autobús en que viaja el protagonista con la intención de adelantarle, pero que se ve forzado a desistir.

Como ya he comentado alguna vez en este blog me gusta bastante el género del relato realista norteamericano. En este tipo de narrativa los personajes suelen estar retratados en el momento en el que van a descubrir alguna clave sobre su vida (momento epifánico) y cuyo máximo exponente sería Raymond Carver. En la nueva narrativa breve hispanoamericana ya hay autores que componen sus cuentos siguiendo esas directrices, que podríamos llamar del cuento norteamericano (aunque su origen seguramente se remonte al ruso Anton Chejov); estoy pensando en escritores como Roberto Bolaño o Juan Villoro. Una tendencia también seguida en España por autores como Jon Bilbao, por ejemplo.

Los cuentos de Leoncio Robles pertenecen a una tradición más puramente hispanoamericana, y que podría remontarse hasta Horacio Quiroga -aunque el trabajo de éste depende más de la pura narración anecdótica o de aventura-; pero sobre todo Contraluces entronca con El llano en Llamas de Juan Rulfo. Libro, este último, cuya influencia benefactora gravita sobre el de Robles. Son cuentos -los de esta tendencia que he querido identificar- que basan su fuerza en la muestra de un breve momento en las vidas de sus personajes, y el lector siente el empuje de toda una realidad detrás, así como las condiciones de vida del entorno. No son epifánicos, porque los protagonistas no están descubriendo nada nuevo sobre sus vidas, seguramente abocadas a la repetición y a la insatisfacción.

Robles nos habla de personajes principalmente urbanos, aunque en algún relato abandona Lima y se desplaza hasta el campo o la sierra. Yo, hasta ahora, conocía la ciudad de Lima a través de la narrativa de Mario Vargas Llosa o la de Alfredo Bryce Echenique. La Lima de Leoncio Robles es más pobre y caótica que la mostrada por sus dos compatriotas, y me ha recordado a La Habana decadente y en ruinas que encontramos en los cuentos del cubano Pedro Juan Gutiérrez.

Leoncio Robles posa su mirada, en la mayoría de las ocasiones, sobre personajes solitarios y marginales: borrachos, mendigos, dueñas de negocios ruinosos, viejos que viven solos, niños carcomidos por la pobreza… “En esta tierra todo se había vuelto muy duro para la gente como ellos” (p. 103), “¿en qué lugar encontrarían refugio los dañados por la vida” (p. 109), escribe el autor, como una declaración de principios sobre sus intenciones narrativas.

En sus cuentos Robles nos refleja una porción de la vida de sus personajes y entre las junturas del relato se filtra la vida de unas calles de Lima. Tiende a usar un lenguaje poético para mostrarnos la suciedad y la pobreza, y en este contraste encontramos uno de los mayores logros del conjunto de cuentos. Usa para narrar la primera persona o la tercera, lo que no es nada extraordinario, pero a veces también la segunda, con la intención de transmitir la existencia de una especie de conciencia que dicta la actuación de sus personajes; como he leído en una entrevista en Internet al autor (para leerla pinchar aquí).

Ya he destacado el cuento Se me está haciendo tarde, me gustaría también resaltar el titulado Maratonista, donde un hombre malvive corriendo por las calles de Lima y pasando el platillo, pidiendo una ayuda para el maratonista; un cuento que me ha recordado bastante a los de Pedro Juan Gutiérrez. Destacaría el titulado Josefina (¿un homenaje a Josefina, la cantaora de Kafka?), donde una peluquera que regenta un pobre local se dedica a escribir lo que ella llama poesías con absoluto desconocimiento de cualquier referente. El titulado Castillo, sobre la visión de las mujeres de un latin lover. Y el titulado Dalia, cuya desesperación ante la pobreza me ha recordado a algunos de los cuentos de Juan Rulfo.

Otros cuentos me han parecido menos conseguidos, como el titulado Ishaco, sobre la pobreza de un pueblo minero, vista a través de los ojos de un niño. Aquí la necesidad de hacer un relato de denuncia ha lastrado la fuerza de la historia, que acaba por caer en el sentimentalismo. Un cuento demasiado deudor del naturalismo conductivista que practicaron autores como Émile Zola; estoy pensando en su novela sobre mineros Germinal. (Lo terrible, también, es pensar que las condiciones de los mineros de Perú en la actualidad son muy parecidas a las de los mineros franceses en el siglo XIX.) Y me han gustado menos cuentos como Día normal o Crónica de un domingo, donde se abandona la anécdota que sustentaba el cuerpo narrativo de los otros relatos y estos se basan casi exclusivamente en la posible fuerza del lenguaje poético.

En general ésta ha sido una interesante lectura, con un buen puñado de cuentos repletos de fuerza, poéticos, vitales…, que me han sorprendido gratamente y me han dado una visión del Perú diferente a la que tenía a través de otros escritores más cercanos a las clases medias o altas de este país.

martes, 6 de julio de 2010

Memorial del convento, por José Saramago


Editorial Alfaguara. 467 páginas. Primera edición de 1982, edición de este volumen 2001.

En 1998, atraído por la concesión del premio Nobel, leí de José Saramago Todos los nombres, y, aunque al principio me pareció que la historia tardaba en arrancar, la lectura me resultó gratificante: una dura y kafkiana reflexión sobre la soledad. Recuerdo también el discurso de Saramago en Estocolmo al aceptar el Nobel, lo emocionante que me pareció aquella evocación de sus abuelos analfabetos. Saramago se convirtió en un pequeño referente durante una época. Aunque no fue hasta 2001 cuando volví a leer otra novela suya, La caverna. Guardé cola para comprarlo en la Feria del Libro de Madrid y que me la firmara el autor. Guardé la cola más larga que recuerdo para que me firmaran un libro; le pedí a Saramago que me escribiera a mano las primeras palabras del libro, y él amablemente lo hizo. Para David “este hombre que conduce la camioneta” cordialmente José Saramago. 1.6.2001. Mis expectativas al leerlo eran altas aquel verano. Mi decepción también lo fue. Me costaba creer incluso la sensación que tenía de haber leído una novela muy simple, donde los buenos eran muy buenos y abnegados y los malos eran muy malos, distantes y sólo les importaba el dinero. Lógicamente cualquier lector sensibilizado con los problemas de la modernidad se ponía, sin paliativos ni dudas, de parte de aquel modesto alfarero al que el gran centro comercial desplaza y vuelve inútil. Pequeñas escenas con un perro, con unos familiares, una visita absurda al centro comercial y ésta era básicamente la novela de un mediático y reconocido premio Nobel. Y, si no recuerdo mal, las críticas de este libro fueron buenas en prensa; lo que en principio no justificaba mi impresión y me dejó algo confundido.

Ese mismo año 2001 mis amigos de la universidad me regalaron por mi cumpleaños Memorial del convento, y, tras la lectura de La caverna, el libro ha permanecido en la sección de inleídos de mi biblioteca hasta hace unas dos semanas, cuando me volví a interesar por él a raíz de la muerte del autor. Pensé que este podía ser el momento adecuado para un homenaje y una reconciliación literaria. Me apena decir que, a pesar de mi disposición, no ha sido así.

En Memorial del convento Saramago recrea el Portugal del siglo XVIII a través de la historia del convento de Mafra. La novela comienza en 1711 cuando el rey Don Juan V hace la promesa de construir un convento en Mafra si la reina le da descendencia en menos de un año, y la narración se extiende hasta 1730, cuando se consagra el convento, con un apéndice hasta 1739, cuando sabemos qué ocurre por fin con los protagonistas principales.

La novela nos habla de la vida de los reyes, pero también, y sobre todo, del pueblo a través, de dos personajes principales, Baltasar, un soldado de 26 años en 1711, que ha quedado manco de la mano izquierda en la guerra contra España, y de Blimunda, una joven de 19. Ambos se conocerán en un proceso de la Santa Inquisición donde se expulsa de Portugal a la madre de Blimunda por brujería, y se enamorarán a primera vista.

Otro de los personajes será el padre Bartolomeu Lourenco de Gusmao, apodado el Volador y basado en un personaje histórico; obsesionado con la idea de volar, para lo que intentará construir un artefacto parecido a un avión, llamado passarola. A construirla dedicarán gran parte de su tiempo Baltasar y Blimunda. Además de alas y conceptos aerodinámicos, la passarola necesita para elevarse del suelo, según el padre Lourenco, voluntades de hombres. Y a atraparlas según salen de los cuerpos que van a morir dedica Blimunda sus poderes extrasensoriales, pues cuando está en ayunas puede mirar en el interior de los hombres y la tierra y descubrir así tumores o corrientes de agua. Aquí la novela me ha parecido deudora del realismo mágico de Gabriel García Márquez, que tantos epígonos tuvo en la década de los 80 del siglo XX.
También el juego que lleva a cabo Saramago con la voz narrativa me ha traído a la cabeza a García Márquez y su novela El otoño del patriarca. En Memorial del convento Saramago da paso a diferentes voces narrativas: la principal es la suya, una voz de finales del siglo XX que mira con una ironía humanística al siglo XVIII, a veces la voz narrativa es un “nosotros” genérico, que bien puede ser un grupo social o todo el pueblo de Portugal, y también diferentes personajes secundarios o anónimos toman la palabra.

En más de una ocasión se recrea un vocabulario de época, así leemos, por ejemplo, en la página 68: “Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en el lar, puso sobre la trébede una cacerola…”, y en otros momentos se juega a introducir en la historia vocabulario de finales del siglo XX; así se lee en la página 330: “y son ellos quienes pagan el voto, que se jeriguen, con perdón de la anacrónica voz”.

En esta novela aprendemos cosas: lo cruel que era la Santa Inquisición en el siglo XVIII; lo cruel que era el espectáculo de los toros; lo sucio que era Lisboa; cómo se contrataba al personal en Mafra para la construcción del convento (a veces a la fuerza); sabremos que las chinches no sólo atacaban al pueblo, que también lo hacían a los reyes; sabremos lo salido que estaba el rey, que se quería acostar con cuanta monja veía; sabremos también cómo de salidos estaban los curas y las monjas (esto da mucho juego, y provoca más de una risa)… Es decir, Saramago, al igual que hacen los escritores de bestsellers profesionales se ha estudiado una época y nos la cuenta, centrando su atención en los chascarrillos más divertidos y llamativos: la crueldad, el absurdo de un mundo regido por una religiosidad que vista ahora tiene tintes ridículos, el sexo como motor de los hombres, el contraste entre la riqueza de los gobernantes y la pobreza del pueblo… cosas con las que un lector sensible ante el sufrimiento de los demás no puede dejar de estar de acuerdo.
Yo alguna vez he hojeado, y poco después cerrado, libros como Los pilares de la Tierra, El código Da Vinci, y el nivel de lenguaje empleado por Saramago es netamente superior, aunque he de decir que muchas veces acaba por caer en la frase hecha al darle la voz a algún personaje anónimo de la época, y si bien, él lo hace desde una perspectiva irónica, no consigue superar el lugar común de la sabiduría popular. Así abriendo el libro al azar podemos encontrarnos con la transmisión de este tipo de conocimientos: “No hay vida peor que la del soldado” (p. 46), “la mayor sabiduría del hombre sigue siendo el contentarse con lo que tiene” (p. 458), “son tiempos que no volverán jamás” (p. 231). Las invocaciones irónicas a Dios también son constantes “alabado sea Dios que tiene que aguantar estas invenciones” (p. 106), “Dios sabe cuántos cadáveres se llevó la marea” (p. 283).
Digamos que el juego principal de la voz narrativa rompe con aquella misiva que leí en las primeras páginas de El lobo estepario de Herman Hesse donde se afirmaba (cito de memoria) que ninguna época debe cometer el error de juzgar a otra con la perspectiva de sus valores.

Además de tener en común con los bestsellers el estudio de una época y contárnosla desde una perspectiva irónica, también Memorial del convento comparte con este tipo de narrativa otra característica preocupante: para contarnos la lección de historia el escritor se sirve como vehículo de personajes sin entidad. Baltasar y Blimunda son un estereotipo de pareja del pueblo sometida a los vaivenes del destino, enamorada por encima de todo. El padre Lourenco está representado casi en exclusiva por su obsesión voladora. En algún momento aparece en escena un músico italiano que ameniza las tardes de construcción del avión y cuya relación con el resto de personajes tampoco es desarrollada. Del rey y la reina sólo nos serán presentadas sus características más risibles.

Lo mejor del libro han sido los episodios relacionados con el realismo mágico deudor de García Márquez, concretados en la construcción de la passarola y el vuelo de este artefacto de Lisboa hasta el norte de Mafra; pues aquí se deja de lad0 el manual de historia y el escritor es forzado a crear. Y un capítulo hacia el final (basado en estudios de manuales) en que se narra cómo los trabajadores tuvieron que arrastrar una gran piedra de siete metros de un lugar a otro para que el altar del nuevo convento fuese de una sola pieza, porque aquí la voz narrativa se va pasando de un obrero a otro dando lugar a una coral de voces.

Como reflexión final me gustaría apuntar la siguiente: en 1998 el jurado del premio Nobel decide otorgar este galardón a un autor de lengua portuguesa, idioma marginado hasta ahora en estos galardones.
Y aquí está José Saramago, polémico con la Iglesia, que ha decidido vivir fuera de su país tras la publicación de un libro que choca con sus doctrinas, que se afilió al clandestino partido comunista durante la dictadura de Salazar; un hombre afable, modesto, que puede opinar de todo, en consonancia a las ideas predominantes en la academia sueca.
Y aquí está también Antonio Lobo Antunes, con una obra incómoda, centrada en la miseria humana, de su patria y muy crítica con la guerra de Angola; un tipo antipático y huidizo de la prensa…
Yo de Lobo Antunes he leído un libro de cuentos muy corto y una novela de considerable tamaño, Esplendor de Portugal. En ella se habla de una familia de blancos portugueses que vivieron en Angola, y quienes tras la guerra y la independencia de este país han regresado a Lisboa y sufren la decadencia propia y del país, que además no quiere saber nada de ellos. Un país en crisis económica y de valores, con un fuerte sentimiento de derrota y de racismo (una época no muy distante al 1982 en que está escrito Memorial del convento). Unos personajes sufrientes, duros, que nos retratan una realidad incómoda, un Portugal feo, racista, decadente, con un lenguaje poético, descarnado…, que nos cuentan algo que, al menos yo, no sabía, algo que trasciende a una lección de historia, que se atreve a cuestionar los valores de su propia época y no la de dos siglos y medio atrás.

Memorial del convento es un bestseller histórico, de los que están tan de moda últimamente, con un lenguaje cuidado, aunque lleno de lugares comunes; Esplendor de Portugal es una obra maestra, pura literatura capaz de desjarretar a una sociedad y una época, con personajes angustiantes, escrita con un lenguaje duro y poético.
Sin necesidad de premio Nobel ni de opinar sobre cualquier cosa en la prensa, el gran escritor portugués de las últimas décadas es Antonio Lobo Antunes.