domingo, 28 de octubre de 2018

Mundo cruel, por Luis Negrón.


Mundo cruel, de Luis Negrón.

Editorial Malpaso. 102 páginas, 2016. Primera edición: 2010.
Prólogo de Ignacio Echevarría.

No suele ocurrirme que le pida un libro a una editorial para reseñarlo, que la editorial me lo envíe y que este libro se quede demasiado tiempo sin leer. Si la editorial decide enviarme libros que no le solicito, no me puedo hacer cargo de ellos, pero al revés soy muy responsable. Sin embargo, no estaba cumpliendo mis propias reglas con Mundo cruel de Luis Negrón (Guayama, Puerto Rico, 1970), que me fue enviado (tras yo pedirlo) por José de Montfort de Malpaso y tras un año o dos seguía sin leerlo. Y todo esto de un modo absurdo, porque una vez que decidí tomarlo de las estanterías lo acabé en un solo día y me pareció un libro bastante bueno.

De Mundo cruel me habían hablado bastante bien en alguna reunión literaria y me había apetecido leerlo. Como acabo de contar, encontrar tiempo dentro del desbarajuste de mis lecturas empieza a ser un problema serio.

Mundo cruel es el debut narrativo de Luis Negrón, que trabaja como librero en Puerto Rico. La verdad es que uno de los motivos por los que quería leerlo era porque creo que nunca he leído antes a un escritor portorriqueño y quería saber cómo eran los giros del español de allí. Tras leer el libro compruebo que el lenguaje de Puerto Rico es bastante caribeño, con expresiones similares a las propias de Cuba o República Dominicana y con más de un préstamo del inglés.

Mundo cruel lo componen nueve relatos. Es un libro relativamente corto, que se puede leer de una sentada. Empecé por el primer cuento y me dejé el prólogo de Echevarría, al que admiro mucho, para el final. Este primer cuento se titula El elegido y nos habla de un adolescente (en realidad un niño cuando empieza a contarnos su historia) del que el pastor de la iglesia había profetizado que «no sería como los demás niños, que cada paso mío sería un peldaño hacia Jehová. Crecí con la certeza de ser ungido» (pág. 25). En realidad, el narrador de esta historia parece haber sido ungido, más que con la gracia divina, con el perturbador don de la belleza, que hará morir de deseo a todos los hombres con los que se cruza. En este primer relato nos encontramos ya con gran parte de la temática que Negrón desarrollará en estas narraciones: la naturaleza subversiva de la condición homosexual (en el libro no aparece este término, y a los homosexuales se les denomina con el coloquial y despectivo «pato»), que va a suponer un perjuicio para la familia, la cual deseará exterminarla en sus hijos, y para ello no tendrá reparo en usar la violencia. Nuestro narrador sufrirá golpes tanto de su padre como de su madre, que no puede soportar su condición de «pato»; sin embargo, el tono del relato, como el de todo el libro, no es lastimero, sino celebrativo de la sexualidad, predominando un tono vital y jocoso.

En El elegido, el deseo que genera nuestro narrador no parece que esté tratado de modo realista, sino que el texto entra en el terreno de la exageración carnavalesca. Si bien ­­–como apunta Echevarría en su prólogo– gran parte de la intencionalidad del libro es costumbrista, el tono cómico de las páginas trasciende ese costumbrismo.

El vampiro de Moca es el segundo cuento y su tono es más contenido y más melancólico que el primero. De nuevo se habla aquí del deseo, pero ahora desde la perspectiva de un pato atraído por un jovencito al que considera inalcanzable. Hacia el final del cuento, nuestro narrador apunta: «Me senté en el balcón a reírme de mí mismo y de Carlos y de todos nosotros los gais, habitantes eternos de Santurce, que hemos pulido esas aceras cangrejeras una y otra vez buscando machos, velando machos o simplemente borrachos tarde en la madrugada, echados todos del brazo, riéndonos triunfantes de los carros que pasan gritando “¡maricones!”» (pág. 43).
En este cuento se le presenta al lector el territorio narrativo de Santurce, barrio de San Juan de Puerto Rico, donde suelen reunirse los gais. Santurce se describe como un conglomerado de oficinas de médicos, iglesias de variados credos y bares de copas, un lugar de «calor insoportable» y «peste a alcantarilla las veinticuatro horas del día».

En el tercer cuento, Por Guayama, vuelve la exageración. Un gai (lo escribo con la grafía de Negrón en este libro) reclama el dinero que le debe otro por unas cortinas para poder disecar a su perro muerto. Como el cuento se articula a base de notas que uno de los dos protagonistas le deja al otro, el lector avezado pensará, de forma inmediata, en la influencia narrativa del argentino Manuel Puig. Ignacio Echevarría habla de esta influencia en el prólogo y el propio Negrón la asume. Otros cuentos de este libro, siguiendo la estela de Puig, están construidos sólo con diálogos, sin ninguna anotación añadida, y también se hace uso del chismorreo y de la cultura popular (música, películas…) para definir a los personajes.
Echevarría también habla de la influencia del escritor chileno Pedro Lemebel. Yo de Lemebel leí un libro, Tengo miedo torero, del que guardo buen recuerdo, pero ya hace tanto tiempo que no sabría ver claramente las influencias sobre Negrón. Recuerdo el tono ingenuo del narrador homosexual de Tengo miedo torero, enamorado sin esperanza de un joven revolucionario heterosexual; y puede que esto sí esté presente en el cuento La Edwin, donde se cuestiona, con humor, la idea de que ser gai o bisexual pueda ser una identidad política. La Edwin recoge una conversación telefónica y es, por tanto, pura narración oral.

Junito es, de nuevo, una narración puramente oral. El narrador se encuentra con un antiguo compañero del colegio esperando el autobús. Le habla con el sobreentendido de saber que el otro es gai y le comunica que piensa mudarse a Boston porque su hijo pequeño también es gai y piensa que allí va a poder tener una mejor vida que en Puerto Rico, que se da a entender que es un lugar más retrógrado que Estados Unidos.

Botella es un cuento intenso. En sus pocas páginas nos encontraremos con dos crímenes. Un hombre casado con una mujer se dedica a hacer de chapero con viejos de San Juan. El relato es vivo, y aparece aquí un componente importante en el libro y del que todavía no he hablado: la picaresca. En las páginas de Mundo cruel nos encontramos con muchas personas buscándose la vida, sobreviviendo en el vital barrio de Santurce. En este sentido, algunos de estos cuentos me han hecho pensar en los del cubano Pedro Juan Gutiérrez, cuentos donde el sexo (heterosexual en el caso del cubano) es muy importante en la composición, así como la descripción de la vida en la calle y la supervivencia. También creo que he pensado en Gutiérrez porque, como he apuntado al principio, el lenguaje portorriqueño de Negrón me recuerda al español cubano, del que he leído más libros.

Muchos o de cómo a veces la lengua es bruja es puro Manuel Puig. Dos mujeres maduras chismorrean sobre todos los gais que viven cerca de ellas. Además de la homofobia, en este relato también aparece la xenofobia, porque estas señoras despotrican de una mujer de origen dominicano cuyo hijo parece gai.

El jardín está ambientado en 1989 y es un relato de tono más melancólico que el resto. Un joven nos habla de su pareja, a quien le falta poco para morir de sida. El narrador vive fascinado por su novio y la hermana de éste, que pertenecen a una clase social superior a la suya.

El último cuento, Mundo cruel, es el que da título al volumen, y se trata de un título irónico. En clave humorística, se nos presenta aquí a un gai horrorizado porque empieza a encontrar que su condición homosexual es cada vez más aceptada en San Juan de Puerto Rico. Esta situación de tolerancia parece molestarle, porque prefiere vivir en un gueto secreto y privilegiado. El tema aquí tratado no deja de ser original.

Mundo cruel es el primer y único libro de Luis Negrón. Es un libro que ha tenido mucho éxito en Puerto Rico y también, con su traducción al inglés, en Estados Unidos. Además se ha comercializado en, al menos, media docena de países de habla hispana.
Luis Negrón, gracias a este único y potente libro, une su nombre al de otros ilustres escritores de literatura gai hispanoamericana como Manuel Puig, Pedro Lemebel o Reinaldo Arenas. En cualquier caso, aunque la idea de retratar a la comunidad gai de San Juan es clara en Negrón, hablar de «literatura gai» me parece una forma de restar importancia a estos grandes escritores –Puig, Lemebel, Arenas o Negrón– que practican, desde la perspectiva de sus sensibilidades particulares, gran literatura.

domingo, 21 de octubre de 2018

Huérfanos de Brooklyn, por Jonathan Lethem


Editorial Random House. 340 páginas. 1ª edición de 1998, esta de 2015.

En la primavera de 2013 leí Chronic City, publicada originalmente en 2009. Fue mi primera incursión en el universo de Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) y se convirtió en una de mis mejores lecturas de aquel año. Realmente me impresionó ese libro y empezaba a ser extraño para mí mismo no haber repetido con este autor, después de lo que me había gustado aquella novela. No sabía si acercarme a La fortaleza de la soledad (2003) o a Huérfanos de Brooklyn (1999); ninguna de las dos estaba en las bibliotecas que suelo frecuentar. Al final, me decidí por Huérfanos de Brooklyn cuando esta novela volvió a la mesa de novedades de las librerías porque Random House volvió a ponerla en circulación, con una faja que apunta que es un libro de «Fondo de editor», algo parecido a lo que hizo Anagrama con sus rescates de color rojo.

En enero de 2017 me lo regaló mi novia por Reyes, después de haberme visto más de una vez hojeando el ejemplar en La Central de Callao.

Cuando comenté Chronic City escribí lo siguiente: «Chronic City puede leerse como un sentido homenaje, como una carta de amor desde el espacio, de Jonathan Lethem a la isla de Manhattan. “Manhattan es eso, un universo de bolsillo”, se afirma en la página 369». En este caso, Huérfanos de Brooklyn es un sentido homenaje al barrio neoyorquino de Brooklyn, si bien la acción de la novela no transcurre sólo aquí, ya que también aparece con fuerza Manhattan y, hacia el final de la narración, la historia traslada sus escenarios a un pueblo de Maine.

Chronic City era una novela de personajes en una Nueva York distópica, una narración influida por Philip K. Dick o Thomas Pynchon, y Huérfanos de Brooklyn está escrita al estilo de las novelas negras. Como buen posmoderno, Lethem usa los géneros literarios para hablar de otros asuntos, y, sin bien en Huérfanos de Brooklyn hay un crimen, una agencia de detectives, varios sospechosos, persecuciones en coche por las calles de Nueva York y personajes que son encañonados con pistolas, decir que Huérfanos de Brooklyn es sólo una novela negra sería una forma de desmerecerla.

La novela empieza con su narrador, Lionel Essrog, y su compañero, Gilbert Coney, vigilando desde un coche la entrada de un zendo en Nueva York. Aparecerá su jefe, Frank Minna, que se dispone a entrar en el zendo y les pedirá que le escuchen a través de un micrófono. Si pronuncia unas palabras clave, ellos deberán entrar en el centro a rescatarle. Minna sale del local, acompañado de un personaje al que Lionel siempre se referirá como un «gigante», y comienza una trepidante persecución por Nueva York, que acabará con Minna asesinado.
En el segundo capítulo, Lionel nos explicará la relación que tiene con Minna: junto con Gilbert y dos chicos más (Tony y Danny) se ha criado en un orfanato de Brooklyn llamado Saint Vincent. Cuando Lionel tiene trece años, en 1979, los cuatro empiezan a recibir las visitas de Minna, que entonces tiene veinticinco. Minna requiere sus servicios para una empresa de mudanzas que, desde el principio, parece esconder algo turbio. Minna desaparece y dos años después volverá para acoger definitivamente a los cuatro huérfanos (los «Hombres de Minna»), bajo el amparo de una empresa de detectives, que se hace pasar por un servicio de limusinas.

Tras el segundo capítulo, en el que después del acelerado comienzo de persecuciones y disparos, el lector acaba conociendo los lazos que unen a los personajes, la narración vuelve a 1994. Lionel se ha propuesto descubrir quién ha asesinado a Minna, que no sólo es su jefe, sino también una figura paterna para los cuatro «huérfanos de Brooklyn».

Uno de los grandes logros de esta novela es la creación de la voz narrativa de Lionel, quien sufre el síndrome de Tourette, lo que le lleva a comportarse de modo compulsivo, pues a veces siente, por ejemplo, el irresistible deseo de tocar los hombros de sus interlocutores un número determinado de veces, o debe repetir series de palabras, que normalmente acaban en ladridos o insultos. Lógicamente, este comportamiento desconcierta a sus interlocutores (sobre todo cuando no le conocen) y hace que sus tareas de detective no puedan ser discretas y tiendan siempre al disparate y el caos. El lenguaje de Lionel, además de describir sus ataques de tics, juega de forma dinámica con la modernidad, y sus comparaciones y metáforas se adaptan bien a su experiencia de urbanita, de chico de una calle de Brooklyn, acostumbrado al cine. Así, por ejemplo, en la página 26 podemos leer: «Nuestro grupo se fragmentó y alcanzó la cola del suyo, ambos se fundieron, como naves espaciales en un videojuego antiguo» y un poco más abajo: «Los dientes musitaron un a la mierda con mueca de Joker por mero placer».

Lionel es una gran construcción, y esto hace que Huérfanos de Brooklyn no sea sólo una novela negra, como apuntaba más arriba (aunque, por supuesto, las grandes novelas negras no son sólo eso). Huérfanos de Brooklyn es consciente de las fuentes narrativas de las que bebe y así, en más de una ocasión, se cita, por ejemplo, a Philip Marlowe, y además de a detectives literarios, se cita a otros del cine o de las series de televisión. También, en alguna ocasión, se interpela de forma irónica al lector de la novela.

«Nueva York es una ciudad touréttica», nos dice Lionel en la página 129. Ya he apuntado que Huérfanos de Brooklyn es, como parece habitual en la obra de Lethem, una canción de amor a su ciudad, un lugar del que su narrador casi nunca ha salido.

Me ha resultado curioso que en el 1994 de la novela, el uso del móvil es aún una novedad tecnológica que llama mucho la atención del narrador.

Huérfanos de Brooklyn es una novela prolija en diálogos, como ocurre en cualquier buena novela negra, aunque se trate de una con más de un componente irónico como ésta. Huérfanos de Brooklyn tiene sentido del ritmo; menos en el explicativo capítulo dos, la novela avanza en su planteamiento detectivesco de forma bastante acelerada y el lector tendrá que tener cuidado con los detalles, puesto que los motivos que hacen avanzar la narración suelen estar escondidos, a menudo, en pequeños vericuetos de la más pura minucia narrativa. Huérfanos de Brooklyn es, en definitiva, una grata lectura, narrada por un personaje memorable, aquejado por el llamativo síndrome de Tourette, pero que para mí no alcanza las cotas de excelencia literaria de Chronic City, una novela más compleja y honda, con mucha más capacidad para despertar la capacidad de maravillarse del lector. Tengo ganas de acercarme a otros libros de Lethem; me han hablado muy bien de Los jardines de la disidencia, su última novela, y sobre La fortaleza de la soledad me estoy encontrando con opiniones enfrentadas. La verdad es que me está apeteciendo leer las dos. De la generación literaria de escritores norteamericanos nacidos en la década de 1960, Jonathan Lethem me sigue pareciendo uno de los más interesantes. Volveré a él.

domingo, 14 de octubre de 2018

Fantasmas de la ciudad, por Aitor Romero Ortega


Editorial Candaya. 234 páginas. 1ª edición de 2018.

Conocí en persona a Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) en una presentación de un libro de la editorial Candaya en Madrid. Por entonces faltaban algunos meses para que publicara con esta editorial su libro de relatos Fantasmas de la ciudad.
El último día de la Feria del Libro de Madrid de 2018 decidí pasarme por el Retiro para saludar a Aitor, despedirme de sus editores, Olga y Paco, y comprar Fantasmas de la ciudad.

Durante este último verano decidí alejarme una temporada de las novedades literarias, y me he puesto con este libro al comenzar el nuevo curso. Fantasma de la ciudad está formado por ocho relatos, normalmente largos, y un prólogo que acaba funcionando como otro relato.

En el Prólogo, Romero Ortega nos presenta a «el escritor». No será ésta la única vez en la que denomine así al protagonista de uno de sus relatos. El escritor regresa a su ciudad (Barcelona) después de haber vivido fuera. «El escritor no dijo a nadie que había regresado. Alquiló un pequeño estudio en el centro donde se encerraba cada noche a escribir. Tenía la impresión de estar viviendo como un extraño en su propia ciudad.» (pág. 9). Si el relato empieza en tercera persona, Romero Ortega lo acabará en primera, jugando a romper la distancia entre narrador y personaje, o creando a un segundo personaje que imagina al primero. En estas primeras páginas podemos sentir ya el gusto del autor por autores como Roberto Bolaño o Jorge Luis Borges. Este Prólogo funciona como un aviso, o un aperitivo, de lo que viene a continuación, relatos, en general extensos, en los que los temas que se muestran aquí tendrán más espacio para desarrollarse.

Conexión Montserrat nos habla de la obsesión del narrador por la figura de León Trostki. Romero Ortega juega a la idea de que en sus cuentos (o en la mayoría de ellos) no existe distancia entre él, como escritor, y el narrador que nos propone. «León Trostki estuvo en Barcelona.», así empieza este relato (pág. 15), que se va bifurcando por meandros narrativos en los que el protagonista expone aquellos momentos de su vida en los que se ha topado con la figura del revolucionario ruso y trata de explicarle al lector el porqué de su fascinación. El narrador recorrerá en estas páginas muchas librerías de viejo y nos hablará de su pasión literaria, lo que se une a la idea de vislumbrar a Trostki como un escritor perdido en la vorágine del siglo XX. Este enfoque, la búsqueda de un escritor por otro desconocido, o al menos desconocido en su faceta de escritor (Trostki) parece muy inspirada en las propuesta de Roberto Bolaño, cuya figura magistral sobrevuela las páginas de Fantasmas de la ciudad como una presencia benefactora.
Conexión Montserrat desprende una melancolía propia, sobre el pasado, la búsqueda y la literatura, y funciona perfectamente como un estimulante relato-ensayo.

El aeropuerto del sur trata de un grupo de personas que se quedan atrapadas en la terminal de un aeropuerto sin poder tomar su avión. Tendrán que organizar su vida allí hasta que consigan volar. En la nota final, Romero Ortega nos cuenta que los cuentos de este libro están escritos entre 2015 y 2017, salvo El aeropuerto del sur que es de 2012. Diría que esta diferencia temporal se puede apreciar, ya que el resto de los cuentos forman en conjunto un cuerpo más homogéneo y en El aeropuerto del sur se perciben más los costurones de principiante, al ser un su homenaje explícito y rotundo al Julio Cortázar de La autopista del sur. El aeropuerto del sur es un cuento correcto, pero inferior a la modernidad y a la seguridad narrativa mostrada en el resto de la propuesta.

Naima con sus 45 páginas es el cuento más largo (casi una novela corta) del libro y es posible que sea mi narración favorita del conjunto. De entrada diré que me ha gustado mucho su estructura, en la que se habla de Naima, una chica francesa, en tercera persona, pero se va anticipando que le está contando su historia a un tercero, y hacía el final éste tercero (el escritor) se descubre e interviene en la narración.
Decía que Naima es casi una novela corta porque, en gran medida, rompe con los convencionalismos del relato. En vez de acercarnos a un momento de especial tensión en la vida de su protagonista, nos narra casi toda su vida, desde que es una niña en un pueblo de Francia, hasta que se convierte en una mujer siempre en movimiento. En este relato, así como en todo el libro, son muy importantes los viajes y los paseos. El desplazamiento y la desorientación definen, en gran medida, a los protagonistas de Fantasmas de la ciudad. Una idea que recuerda a las narraciones del argentino Sergio Chejfec, admirador a su vez de Juan José Saer, otro gran amante del paseo en la literatura.
Cuando he hablado con Romero Ortega, me ha comentado que fue gracias a mi blog de reseñas como conoció a Juan José Saer. Así que me gusta pensar que yo he podido contribuir, aunque sea en una pequeña medida, a que éste buen libro llegue al lector tal y como ha acabado siendo.
Es cierto que Naima gana en su segunda parte, la que tiene que ver con la protagonista en Argentina y el rodaje de una película de terror. Un detalle éste muy del gusto de Roberto Bolaño.

En Hotel Torino el protagonista viaja hasta Italia como homenaje a su padre, muerto recientemente. Un padre barcelonés que creció amando la intensidad política y cultural de la Italia de la segunda mitad del siglo XX. En este relato, como en la mayoría de los que componen este libro, las referencias literarias son explícitas, Cesara Pavese, Roberto Bolaño. «¿Puede recordarse una sensación?», se pregunta el protagonista de este relato. Una pregunta muy a lo Juan José Saer, así como esa sensación de viaje y desubicación, reflexiones durante el paseo y los encuentros casuales con un viajero argentino que se dedica a escribir una guía sobre Italia.

La colmena, un cuento popular urbano recrea la vida de un personaje barcelonés, el Kubalita, supuesto hijo de Kubala, el jugador de fútbol. Siguiendo la premisa de Borges que afirma que un relato debe ser como una novela en miniatura, Romero Ortega recrea en dieciocho páginas la vida entera de una persona. Su composición es simular a Naima, donde también se recreaba toda una vida y, además, hacia el final se hace presente el narrador de la historia. Como aquel (aunque quizás con un menor alcance) es también un gran cuento.

Considero  que Spaghetti western es uno de los cuentos más destacados de este libro. Como en otros, tenemos aquí un viaje, en este caso a Nashville, y una obsesión adolescente, un disco de Bob Dylan. Me gusta que la primera parte transcurra en Nashville y la segunda en Grenoble. De nuevo un juego de narradores interpuestos, el narrador-inventado y el narrador-verdadero, que hace que estas historias cobren más matices al negarse o reinventarse a sí mismas.

Fantasmas de la ciudad, con su personaje genérico «el escritor» entronca con la propuesta del Prólogo. Diría que sus planteamientos acerca de la experiencia del arte, sus términos genéricos –«el escritor», «el periodista»–, sus periplos por la ciudad y la percepción de una persona sobre la otra y viceversa, me han hecho pensar en Sergio Chejfec tras leer a Juan José Saer.

El último relato, Puentes de Bosnia, trata sobre una pareja española que visita la antigua Yugoslavia y cada uno reflexiona sobre sus impresiones de aquella guerra desde las perspectivas de sus momentos vitales (existe una diferencia de edad entre ellos). Al leerlo he experimentado una ligera sensación de agotamiento, de propuesta narrativa ya leída en anteriores piezas del libro. Y esto no hace que Puentes de Bosnia sea un mal relato, que no es, pero es cierto que en los libros de relatos de contenidos muy homogéneos a veces se produce, hacia el final, esta sensación de repetición de planteamientos.

Con la excepción de algunas expresiones coloquiales que no me han gustado («salir por patas», pág. 25; «vender como churros», pág. 27; «pensión de mala muerte», pág. 76; «estaba de muy malas pulgas», pág. 146), el lenguaje de Fantasmas de la ciudad es, en general, elegante, con gusto por la frase larga y angulosa.
Se nota el gran trabajo literario y la ambición de Aitor Romero Ortega en estos relatos, que frente a la búsqueda del relato clásico, con un nudo narrativo de gran intensidad, apuestan por la página reflexiva y por la referencia literaria explícita («como bien escribió Gil de Biedma», pág. 139; «cuya atmósfera atrapó Laforet como nadie», pág. 140 o una cita de un cuento de Bolaño en la página 115).
Las influencias de Romero Ortega son claras y bien tomadas: Enrique Vila-Matas, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Roberto Bolaño, Sergio Chejfec o Juan José Saer… lo que hace que su discurso se encuadre en una narrativa de propuesta bastante moderna, en una ruptura clara con el cuento carveriano, que tanto ha sido imitado en España.
Como ocurre en todos los libros de relatos, no todos los textos están a la misma altura, pero nos encontramos aquí con un nivel medio muy alto y con relatos realmente destacados (Conexión Montserrat, Naima, La colmena o Spaghetti western).
En 2015 Aitor Romero Ortega publicó la novela Deflagración y Fantasmas de la ciudad es su primer libro de cuentos. Como aficionado al género, considero que el debut de Aitor Romero Ortega en el cuento es digno de celebración.

Prins, por César Aira


Editorial Random House. 137 páginas. 1ª edición de 2018.

Cuando vi anunciado en internet que César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) iba a presentar una nueva novela en el edificio Telefónica de Gran Vía en Madrid, me apeteció ir. Escribí a los representantes de prensa de Random House para ver si les parecía bien enviarme la nueva novela, Prins, para escribir una reseña, y tenerla el día de la presentación, con la idea de que me la firmara Aira. Quedé en que me enviarían el libro, aunque desafortunadamente no llegó a tiempo para el día de la presentación. Estuve a punto de comprarlo allí para tenerlo firmado, pero me contuve y me compré el de Relatos reunidos. También llevaba de casa la primera edición de El tilo y Las noches de Flores. Así que al final me fui a casa con tres libros de Aira dedicados, y al llegar los junté con Cumpleaños, que me firmó en otra ocasión.

El primer capítulo de Prins me parece magistral. Un escritor de novelas góticas nos cuenta que está aburrido de escribir libros, con los convencionalismos propios de un género muerto, para un público al que no respeta. «Condenado de toda la vida a la laboriosa redacción de novelas góticas, encadenado al gusto decadente de un público inculto…», así empieza el libro. Nuestro escritor ha tenido tanto éxito de ventas con esta literatura que desprecia vivir en una enorme mansión, llena de adornos y elementos propios de un castillo gótico. Algo que hizo por publicidad y por una ironía que su público no llegó a captar.
Como uno de los Bartlebys de los que habló Enrique Vila-Matas en su novela Bartleby y compañía, conocemos a nuestro narrador justo en el momento en que ha decidido dejar de escribir, porque continuar con una farsa que considera absurda no le satisface. Ahora debe valorar a qué va a dedicar su tiempo libre. Se decidirá por el consumo de opio.
«Como se verá en esta narración, las vacilaciones abundaron. El camino del opio fue una verdadera prueba de fuego para mi perseverancia», leemos en la página 19.

Prins empieza presentándonos a un personaje peculiar (un escritor de novelas góticas que vive en un castillo gótico kitsch a las afueras de Buenos Aires), pero con un discurso coherente y unas críticas hacia la mala literatura punzantes y divertidas: «Llegué a supeditar mi supervivencia en el mercado editorial al uso de las palabras en su acepción más corriente y llana, y si debía optar entre dos palabras me quedaba con la que tuviera una única acepción. La mera idea de que entendieran algo distinto de lo que yo había querido decir me producía escalofríos», pág. 19.
Por supuesto, si uno ha sido previamente lector de César Aira (creo que ésta es la séptima novela que leo de él), sabe que el libro que tiene entre las manos no va a transcurrir en los carriles de la coherencia narrativa, que precisamente la apuesta de Aira es dinamitar la lógica del discurso. De este modo, la salida del narrador de su castillo para comprar opio será presentada como una aventura casi fantástica, al estilo de una novela gótica o de aventuras. Pero a diferencia de la férrea coherencia de este tipo de novelas populares (A va a consultar a B para que le diga cómo llegar a C, etc.), aquí se narra desde el puro descreimiento irónico en la construcción convencional de una novela.

«Para algo debería servirme mi experiencia de escritor de géneros populares, que tienen lectores exigentes con el realismo, el verosímil, las explicaciones completas (mientras que los lectores de literatura pretenciosa se los puede conformar con metáforas o juegos de palabras» (pág. 56): como podemos ver en esta cita, Aira puede ser punzante con muchos convencionalismos literarios.

La apuesta por el absurdo y la incoherencia es seria: por ejemplo, nuestro narrador (del que no debemos fiarnos en ningún momento) nos ha explicado que las novelas góticas le dan mucho trabajo, para pasar a decirnos que le dedicaba a su escritura media hora al día y, finalmente, contarnos que tenía un equipo de siete escritores que las escribían por él. Así que su decisión de dejar de escribir novelas góticas y cubrir ese vacío con otra actividad es delirante, puesto que, de entrada, ya no escribía novelas góticas cuando comienza la novela.

Tras una serie de aventuras sin explicación (encuentro con el Armiño, viaje en el autobús 126, donde conoce a Alicia, y llegada a La Antigüedad –lugar donde se vende la droga– y conocer al Ujier, el vendedor), regresará a su casa con una enorme cantidad de opio. El Ujier le acompaña y se quedará a vivir con él, ya que no puede regresar a La Antigüedad. La llave para volver a abrir la puerta se encuentra atrapada dentro del gran bloque de opio y tendrá que ser consumido todo para llegar a ella. De este modo, el Ujier pasará a vivir en el castillo gótico, junto con Alicia, una mujer a la que el escritor ha conocido en el autobús 126 y que se convertirá en su sirvienta y amante. Para Alicia, el narrador inventará un pasado común, un encuentro de juventud y una pérdida. «No quiero ponerme a hacer teorías de las que afeaban mis libros interrumpiendo a cada página la continuidad narrativa, así que lo diré brevemente, sin desarrollar: creo que me había hecho la idea de que toda aventura era mental» (pág. 22).

Estos planteamientos categóricos (como, por ejemplo, que el Ujier no pueda volver a La Antigüedad hasta que no recupere su llave) me han parecido, hasta cierto punto, una parodia de las relaciones establecidas en las novelas de Franz Kafka. Por ejemplo, ante la situación descrita he pensado en algunas escenas de América: el sobrino desobedece una vez a su tío al llegar al nuevo continente y éste le dice que ya no puede vivir con él nunca más, y emprende su viaje por los caminos del nuevo país. Si en Kafka estas relaciones causales se constituían en símbolo de una realidad superior (posiblemente religiosa), en Aira son pura burla de los convencionalismos narrativos. Aunque, sin embargo, tampoco es la suya una apuesta en el vacío, porque su narración sí que transmite una idea del absurdo de la vida y de soledad, una idea de mundo propio, autónomo del real; además, en su prosa podemos encontrarnos con reflexiones que no son banales: «Por escapar de lo obvio la humanidad se extravió en esa insensata acumulación de sofismas que es la civilización. Si se hubieran dado por satisfechos con las simples verdades que les salían al paso sin tener que ir a buscarlas se habría evitado la guerra de los bóeres. O las guerras civiles» (pág. 25); «Las mentes brillantes, que despliegan sus alas en el vuelo majestuoso de las ideas, tropiezan y se paralizan en los senderos pedregosos de la vida práctica, y las más de las veces quedan a merced de los brutos» (pág. 98); «Me daba cuenta de que siempre había pensado que todo en la vida era un fin en sí mismo, y de ahí la elección del opio, al que veía como la consumación de ese estado de cosas en el que no había medios sino sólo fines» (pág. 121).

Al leer Prins he pensado en Las noches de Flores, que Aira publicó en 2004, y que también parte de un comienzo peculiar, pero realista, para ir avanzando hacia la incoherencia y el absurdo. Como entonces, me he reído con Prins; cuando me percataba de la información contradictoria vertida en el texto me sonreía, me parecía divertido, entraba en el humor de Aira y me lo tomaba como una broma. Entiendo también que este tipo de apuestas puedan exasperar a muchos lectores desconcertados.

Aira también juega aquí al narrador políticamente incorrecto, haciendo algún comentario racista o desconsiderado hacia las clases bajas, que he entendido como una nueva ruptura de los convencionalismos de cierto tipo de lectores, que exigen un narrador con el que puedan identificarse cómodamente.

Me percato también de que en los catorce años que han pasado entre Las noches de Flores y Prins, los planteamientos de Aira son similares, su ruptura de los convencionalismos narrativos rompe las costuras en los mismos puntos, y me pregunto si no habrá encontrado ya Aira un camino cómodo para ser anticonvencional, y no será que, dentro de su curiosa apuesta, repite planteamientos y su anticonvencionalismo se ha transformado en una nueva forma de ser convencional, aunque sea para sí mismo.

Mi pregunta es la siguiente: Aira puede hacer bromas sobre los convencionalismos literarios, pero ¿podría olvidarse de las bromas y escribir una novela en serio, con personajes coherentes y una narración que incida, por ejemplo, en lo social? Sé que la literatura no tiene por qué ser social (podría haber usado otro término) y no tiene que cumplir con ninguna idea de orden establecido, pero si tu cometido artístico es burlarte de X, ¿serías capaz de llegar a X? Creo que Aira no quiere escribir X y es posible que yo no haya leído mucho de su ingente obra (con más de cien novelas publicadas) para conocer todas las variantes y los caminos de su apuesta.
Sin embargo, en Prins (como en Las noches de Flores), sí que encontramos un trasfondo social, ya que el narrador de Prins nos habla de las malas condiciones de los barrios bajos y por estas páginas desfilan mendigos y nos encontramos con peligros callejeros.

Me he divertido con Prins, que –como suele ser habitual en Aira– tiene un arranque superior a su conclusión. El mismo Aira ha declarado en alguna entrevista que se cansa de sus novelas y no sabe, a veces, cómo terminarlas. No sé si podría leer, muy de continuo, libros escritos bajo las premisas que escribe Aira, pero sí sé que, de vez en cuando, acercarme a su obra me resulta estimulante.

domingo, 7 de octubre de 2018

Lo imborrable, por Juan José Saer


Lo imborrable, de Juan José Saer
Editorial Seix Barral. 254 páginas. 1ª edición de 1992, ésta es de 2013.

Desde que en 2010 me mudé de Móstoles a Madrid, creo que mi gran descubrimiento literario ha sido Juan José Saer (Serondino, Santa Fe, Argentina, 1937 – París, 2005). De él, he leído ya casi toda su obra narrativa. Sólo me faltaban dos novelas: Lo imborrable (1992) y El limonero real (1974). Ésta última novela descansa en mis montañas de libros por leer desde hace ya bastantes años y, a pesar de ello, acabé encargado Lo imborrable en la librería Iberoamericana de Madrid, porque un día la vi allí, no la compré y luego me arrepentí. Dejé el libro encargado, me lo trajeron de Argentina y un par de meses después del pedido me llamaron para que pasara a recogerlo. Me costó 32 o 34 €, un precio relevante. Y lo raro fue que lo acabé dejando en la montaña de libros sin leer. Tengo que poner fin a mi adicción por las novedades literarias, no tiene sentido que me fije todo el rato en ellas, cuando se me van quedando en casa sin leer libros como estos de Saer.

En enero de 2018, para empezar bien el año decidí ponerme, al fin, con las dos novelas que me faltan de Saer (otro asunto es que cuando leo este tipo de libros, que no he pedido a las editoriales, las reseñas que escribo sobre ellos se van quedando durante meses en la montaña virtual de las reseñas escritas pero no publicadas).

En Lo imborrable, como lector del universo Saer, me reencuentro con Carlos Tomatis, uno de sus personajes clásicos; el personaje, al que, además, más frecuentemente se ha identificado con la figura del autor.

En la página 14 leemos: «cinco o seis años atrás, por el setenta y cuatro más o menos», anotación de la que se deduce que la novela sitúa su trama en el año 1979 0 1980. Sin embargo, según la wikipedia la novela transcurre en 1981. No sé si hay alguna referencia temporal más en ella que a mí se me escapa o si el dato de la wikipedia es un error. Lo que no es discutible es que el tiempo de la novela es del la dictadura de Jorge Videla en Argentina.
La anterior novela que leí de Saer es Nadie nada nunca que se publicó en 1980 y, por tanto, en plena dictadura militar. En esta novela la presencia de la dictadura estaba tan solo insinuada y se hablaba de ella de modo simbólico, sin nombrarla explícitamente. Sin embargo, en Lo imborrable, publicada en 1992, la crítica a la dictadura es abierta y dolorosa. Por ejemplo, en la página 32 leemos: «La actualidad cultural, metiendo en la misma bolsa el cine, la gastronomía, el jet set, la literatura, y eso a la misma hora en que iban a sacar a la gente de sus casas o de los campos de concentración clandestinos para cargarla en los helicópteros de la marina y tirarla viva en plena noche en el océano.», o en la página 33: «Hay dos clases de homicidas desequilibrados entre los que gobiernan actualmente: los que tienen una erección cuando mandan a cometer a terceros los crímenes que planifican, y los que sólo pueden tenerla si sacrifican a sus semejantes con sus propias manos. Va de cajón que el general Negrí pertenece a la segunda categoría, la del homicida que extrae un placer suplementario de la superioridad numérica, de la supremacía técnica, de la impunidad, de la clandestinidad total en la que somete a sus víctimas al tormento, e incluso de los rastros bien individualizados que deja en ellas, de modo tal que a sus pares y a la opinión pública no les quede ninguna duda sobre la paternidad de la operación.»

Cuando la novela comienza, Tomatis acaba de salir de una depresión, y se encuentra en «el penúltimo peldaño» de la degradación humana. Durante meses no salía de casa, no se aseaba y bebía demasiado, pero ahora está consiguiendo dejar atrás ese «último peldaño». «La lluvia, por fuerte que sea, no puede impedirme realizar el paseo del anochecer, uno de los tres elementos, junto con la higiene corporal y la abstinencia de alcohol, de mi reconstrucción física y mental.», leemos en la página 192. Durante la novela descubriremos que gran parte de los motivos que han llevado a Tomatis a la depresión tienen que ver con la dictadura, que funciona en la novela como una niebla que cubre la realidad argentina con un manto de degradación que funciona a muchos niveles. Descubriremos además que otros personajes habituales en el mundo de Saer también han caído en depresión: Pichón Garay (protagonista de La pesquisa) en París y el Matemático (protagonista de Glosa) en Estocolmo.
Además, Tomatis, alejado del mundo, suele referirse a sus contemporáneos, embrutecidos bajo el régimen militar, como «reptiles». En la tercera novela de Saer, Cicatrices, hay un personaje, llamado Ernesto López Garay, que, también lejos de los hombres, se refiere a éstos como «gorilas». Sería un recurso común en una novela y la otra.

Lo imborrable comienza cuando Tomatis pasea por una de las calles de «la ciudad» (la Santa Fe de las novelas de Saer), en la tarde convertida ya en noche invernal, y es interceptado por un hombre llamado Alfonso, que lo ha visto desde el ventanal de un bar. Alfonso reconoce a Tomatis: sus amigos de Rosario le han hablado mucho de él. Consigue arrastrarle dentro del local para presentarle a su compañera Vilma. Alfonso es el dueño de la editorial Bizancio (que según Tomatis sólo publica a autores de la literatura mundial de tercera o cuarta fila, como Pearl S. Buck, Vicki Baum o William Somerset Maugham), y se encuentra en la ciudad para tratar de crear una red de venta de libros, además de para hablar con Tomatis y proponerle que dirija una revista literaria que quiere lanzar. Hace ocho años que Tomatis (escritor y periodista cultural) no publica un libro, pero Alfonso ha leído un «brulote» (“escrito satírico e incendiario”) de Tomatis sobre La brisa en el trigo, la novela de Walter Bueno que se ha convertido en el bestseller de la década en Argentina. Bueno es originario de «la ciudad», además de un arribista cercano al régimen militar, que ha conseguido ser presentador en Buenos Aires de un programa de cultura nacional. Cuando comienza el libro, Bueno también está muerto. Falleció en un accidente de tráfico. Como decía antes, el tema de fondo de la novela es cómo la dictadura militar atenaza a los ciudadanos, inmiscuyéndose en cualquier resquicio de su vida, también en el mundo de la cultura, cuyos dos polos serían Tomatis y Bueno: el hombre paralizado, con la cultura suficiente como para poder despreciar sin ambages al «bestseller de la década», y el arribista que, desde la connivencia con un poder corrupto, no tiene escrúpulos en apelar al gusto del pueblo, que satisface con su libro.

El tiempo narrativo de la novela es inferior a tres días. La voz narrativa es la de Tomatis, al que acompañamos durante sus tres días de entradas y salidas de casa (donde convive con su hermana), y de encuentros y desencuentros con el «artefacto Alfonso/Vilma», casi sin tregua. De hecho, me ha resultado muy curioso como Saer le hace entrar y salir del sueño a Tomatis sin interrumpir la narración: se cuenta cómo se introduce en la cama, como empiezan a divagar sus pensamientos, que se acaban convirtiendo en sueños, que son descritos, para despertar en un nuevo día. En la novela hay puntos y aparte, pero ni un solo salto de línea, ni un solo corte entre escenas. Además, el cuerpo de la página es bastante estrecho porque Saer coloca en los márgenes de las páginas pequeños epígrafes que funcionan como resúmenes, títulos o glosas del tema tratado en ese momento. Por ejemplo, en las páginas 96-97 nos encontramos con «UN LINDO ESPECTÁCULO», «LA GRAN TRINIDAL» y «EL LOGOTIPO».
Durante las, más o menos, 70 horas en que transcurre la novela, el lector recibe información complementaria de la vida previa de Tomatis, gracias al recurso de la analepsis.

Como ocurre siempre en las novelas de Saer, muchas de sus reflexiones tienen que ver con la percepción de la realidad de sus personajes. Así, por ejemplo, en la página 59 podemos leer: «El deseo no satisfecho incrusta en la memoria experiencias imaginarias, apetecidas pero no realizadas, más imborrables que las verdaderas.»
Las novelas de Saer, además de hablarnos de la percepción de la realidad de sus personajes, suelen ser bastante existencialistas, y un Tomatis que está saliendo de una depresión no iba dejar de ser existencialista. Así, en la página 226 leemos: «La casa entera está vacía de todo rastro de vida, aparte de lo que llamo “yo” y que deambula a través del tiempo petrificado: lo que queda más bien en su lugar como decía, y que sigo llamando “yo” por costumbre, y del que me separa a decir verdad una distancia infinitesimal pero infranqueable, como sucede más o menos con las distintas partes de mi cuerpo, ya que ahora que lo pienso el dedo gordo del pie, naturaleza indescifrable en estado puro, me parece tan improbable y lejano como el cielo, rosa según dicen, de Marte.»

En cualquier caso, la voz narrativa de Tomatis me ha parecido más ligera, o más adelgazada, que las voces narrativas que suele usar Saer en sus novelas. Para Tomatis ha elegido un lenguaje elegante (como siempre), pero también con algún vulgarismo, que en muchos casos tiene que ver con su pene (en este sentido se repite mucho la expresión «que me la corten en rebajadas si...»), o con expresiones hechas como «tres pepinos». En algunos momentos, cuando Tomatis usa una frase hecha la acompaña de expresiones del estilo de «como se dice», que es un recurso que también usaba el escritor austriaco Thomas Bernhard, y al que me ha recordado por ello.

Me ha gustado mucho este reencuentro con el universo de Juan José Saer, con los lugares de Santa Fe (el puente, el río, la galería, los bares…) y que se nombrara a alguno de los personajes de siempre (Washington Noriega, Pichón Garay, el Matemático…). Me ha gustado acompañar a Carlos Tomatis durante su periplo de tres días por «la ciudad», bajo el ominoso telón de la dictadura militar, con sus reflexiones sobre la percepción, el arte o la historia. Si no recuerdo mal, en La grande (última novela de Saer) se narraba un viaje en autobús de Tomatis en el que se recordaba la etapa de su vida que queda reflejada en Lo imborrable (la depresión, la dictadura…). Algún día debería lleva a cabo el proyecto magnífico de leer toda la narrativa de Saer seguida y por orden cronológico, para establecer de forma inequívoca todas las conexiones. Me parece toda una aventura literaria.
Espero que la editorial Rayo verde, que en la actualidad rescata la obra de Saer en España, reedite pronto Lo imborrable aquí. Como ya lo he comentado más de una vez: es penoso e increíble que el lector español no tenga a su disposición las obras completas de uno de los más grandes escritores que ha dado el idioma español en las últimas décadas.