domingo, 25 de junio de 2017

Entrevista a Sergio Galarza, autor de Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre

ENTREVISTA A SERGIO GALARZA

Sergio Galarza (Lima, 1976) ha escrito los libros de cuentos Matacabros y La soledad de los aviones; además, en la editorial Candaya, ha publicado una trilogía de novelas sobre Madrid y la vida en las grandes ciudades contemporáneas, compuesta por los títulos Paseador de perros (2009, Premio Nuevo Talento FNAC), JFK (2012) y La librería quemada (2014).
Ha colaborado en revistas como Etiqueta Negra, Letras libres o El estado mental.

Su última obra es Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, una «novela autobiográfica, crónica, ensayo, homenaje, ajuste de cuentas, libro de autoayuda sin consejos» sobre lo que ha supuesto en su vida la presencia y muerte de su madre. El libro se ha publicado, hace unos meses, en Perú y Chile, y ahora en España lo publica Candaya.

Puedes leer la reseña que escribí sobre Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre pinchando AQUÍ.

Foto de Francesc Fernández



En Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre evocas los duros momentos en los que recibes la noticia de que tu madre está gravemente enferma. Esto ocurrió sobre 2009. Con posteridad a esa fecha has publicado libros como JFK o La librería quemada. ¿En qué momento consideraste que tenías que escribir un libro sobre tu madre?

Mi vieja muere en el 2011. Mi vida, en general, la pienso y la vivo como un libro, con la diferencia de que no la puedo editar. Cuando me entero de la gravedad del cáncer de mi vieja empiezo a sospechar que eso no acabará con su muerte. Y cuando me quedo con la agenda que usó el año de su visita a Madrid confirmo que allí había un libro que ella había dejado a medias, el relato de nuestra relación, que no es muy distinta a otras relaciones entre madres e hijos, acentuada en nuestro caso porque ella es la que cultiva mi vocación de escritor sin querer.


En novelas como Paseador de perros o La librería quemada haces un uso narrativo de tus propias vivencias, pero (considero) transformadas con el filtro de la ficción. En Una canción de Bob Dylan… no parece haber ningún filtro entre el «yo narrador» y el «yo autor». ¿Cómo ha resultado la experiencia de prescindir de esta disyuntiva?

Para mí ha sido un alivio prescindir de esa máscara de la ficción. Me gusta más la escritura en bruto, sin filtros.


¿Un libro como Una canción de Bob  Dylan… se escribe de un tirón con las entrañas, se planifica, se reescribe, se corrige mucho?

Yo escribo rápido. Cuando me intereso por un tema leo toda clase de literatura sobre el mismo, desde narrativa hasta ensayo, eso me ayuda a tener claro qué libro quiero escribir. Pero no planifico, no pego posts en un corcho ni llevo un cuaderno como guía de qué va a pasar en cada capítulo. Me pongo a escribir mi historia como si me metiera en una mina, mi única luz es la intuición. A punto de terminar el libro hago un resumen de cada capítulo y busco unos días libres de quehaceres domésticos para poner fin.
Lo siguiente es el trabajo lento y pesado de la corrección, que para mí es ahora un problema infinito. Mientras más leo y más aprendo vuelvo con mayor decepción a mis libros anteriores pensando que pudieron haber sido mejores.
En el caso de este libro he podido editar más que con cualquiera gracias a que es la tercera edición en otro país, por eso me ha dejado tranquilo de momento. En unos meses viene una nueva edición en Colombia, así que la tranquilidad desaparecerá.


En Una canción de Bob Dylan… hablas de tus familiares con nombres y apellidos. ¿Has tenido problemas con alguno, bien porque no querían aparecer en tu libro o bien porque no has hablado de ellos o no tanto o no de forma tan positiva como hubieran querido?

Con mi viejo y con mis hermanos no he tenido ningún problema. No sé qué habrá pensado mi viejo. Un día lo vi hojeando el libro pero cuando lo sorprendí lo dejó en una mesa. A mis hermanos les ha gustado.
El único que ha mostrado su molestia ha sido un nieto de mi abuelo. Yo crecí creyendo que mi abuelo había tenido otro matrimonio aparte de mi abuela, cuando en realidad había tenido dos familias más, o sea tres en total. No sé si mis hermanos lo sabían. El asunto es que nunca tuvimos trato con sus otros hijos, hablábamos de ellos para fastidiar a mi vieja, nada más.


Durante los últimos años, en España se ha editado más de una novela de duelo. Ahora mismo recuerdo La hora violeta de Sergio del Molino, Luz de noviembre por la tarde de Eduardo Laporte, El jardín de la memoria de Lea Vélez o Tiempo de vida de Marcos Giralt Torrente. ¿Has leído alguna de las novelas que cito u alguna otra que olvido con la misma temática? ¿Qué opinas de ellas? ¿Cuál te ha interesado más, en el caso de que las hayas leído?

Creo que he leído casi todo lo que se ha escrito sobre este tema, desde hace unos nueve años, cuando empecé con El año del pensamiento mágico, que ahora me pregunto cómo me pudo atrapar, pero gracias a éste empecé a leer sobre la experiencia de la muerte. Tiempo de vida y La hora violeta están entre los que más admiro. Sumaría Un mar de muerte de David Rieff y Yo maldigo el río del tiempo de Per Peterson por hablar de autores extranjeros también. Son libros que hojeo cada cierto tiempo porque transforman el dolor en una reflexión, huyen de las lamentaciones y logran que el lector se haga preguntas incómodas. Es lo que hacen los buenos libros, nos hacen sentir incómodos, porque la literatura no está para dar masajes a la autoestima como los likes de Facebook.


Una canción de Bob Dylan… se ha publicado, con muy poca diferencia de tiempo, en Perú, Chile y España. ¿Qué ha sido diferente en cada país?

No me lo había planteado. Más bien veo similitudes, la principal es que son editoriales que arriesgan siempre por autores nuevos, lo digo por los otros que publican en su mayoría. Es más seguro y rentable traducir a un clásico, rescatar un libro valioso o comprar los derechos de un libro premiado en el extranjero, pero ellos se empeñan en buscar voces actuales. Diego Zúñiga, que es uno de los editores de Montacerdos, Claudia Ulloa, publicada por Estruendomudo y Mónica Ojeda, publicada por Candaya, acaban de ser elegidos como parte de Bogotá 39. Creo que esto dice bastante de su trabajo.


Siempre te lo he querido preguntar: en La librería quemada hacías una sátira sobre las relaciones laborales en una gran librería del centro de Madrid, muy parecida a la que tú trabajas en la realidad. ¿No temiste tener algún problema laboral por aquello? ¿Llegaste a sufrir algún percance tras publicar el libro con compañeros o jefes de tu empresa?

No, no pasó nada de lo que temí en algún momento. En la cadena para la que yo trabajo los que podrían haberse sentirse aludidos y hacer algo en mi contra no leen, sólo saben hacer hojas de Excel. Y a través de los años he confirmado que no importan tus conocimientos. Si no sabes hacer un Excel no ascenderás nunca. Son varios factores para ascender, pero éste es crucial.


En La librería quemada me pareció apreciar que habías renunciado a los modismos lingüísticos peruanos a favor de los españoles. En Una canción de Bob Dylan… vuelves a usar modismos peruanos. En tu muro de Facebook los peruanismos son muy frecuentes. ¿Qué relación literaria tienes con el vocabulario español propio de tu Perú natal?

Cuando empecé a publicar en España renuncié a los peruanismos. En general los latinoamericanos que publicamos en España escribimos en un español neutro. No deberíamos hacerlo. Yo he recuperado mi idioma, que es mi identidad, gracias a que he vuelto a escribir sobre Perú. Los peruanos vivimos hablando en doble sentido, sobre todo por el uso de la jerga, y trasladar eso a un libro es un reto.


En Una canción de Bob Dylan… muestras tu admiración por autores peruanos como Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro o César Vallejo. ¿Podrías hablarnos de tu particular canon literario peruano? ¿Nos quedamos con estos tres nombres o añadimos alguno más?

Sumo a Oswaldo Reynoso y a Cronwell Jara. Reynoso rescata la poesía callejera, es el primero en darle voz a las pandillas juveniles, aborda el machismo y cómo se vive el sexo en una sociedad opresiva. Jara cuenta en Montacerdos, su libro clásico, una historia brutal en lo que sería una chabola, y es la única vez que creo que se ha contado desde dentro. Aparte de narradores debo sumar a muchos poetas, la lista es tan larga que dejo tres: Martín Adán, Juan Gonzalo Rose y Luis Hernández.


¿Te parece pertinente pensar en literaturas nacionales, peruana, chilena, argentina…? ¿Qué relación tienes con la literatura hispanoamericana de fuera de Perú?

Yo creo que antes había algunos rasgos importantes que las diferenciaban, ahora no sé qué podría ser. De pronto en todos los países se escribe sobre la memoria familiar como forma de ver el pasado social, se escriben historias en poblaciones que no son ya la capital ni ciudades grandes sino pequeños lugares, la ciencia ficción y el terror se convierten en una forma nueva para abordar lo social. Y si hablamos de libros con una gran carga política todos van a parecerse porque el mundo en general está polarizado, hay una derecha ultraconservadora y cucufata y una izquierda irresponsable y poco consecuente.
Responderé sobre Latinoamérica, no Hispanoamérica. No leo a todos los latinoamericanos que quisiera porque algunos no han llegado a España y dudo que lleguen. Un ejemplo: si bien Bogotá 39 sirve para conocer a autores de los que uno no se hubiera enterado en su vida, también invisibiliza a otros pero por culpa de los medios que ya no se dan el trabajo de mirar a otros escritores. En ese sentido la prensa está muerta, la mayoría de periodistas culturales funciona en piloto automático.
Y por último, leo más a los latinoamericanos porque me gusta leer cuentos y aquí es un género que parece estancado en el modelo de taller.


¿A qué autores españoles admiras más?

Marcos Giralt, Ismael Grasa, Pérez Andujar, Sara Mesa, Sergio del Molino, Ángel Gracia. De alguno sólo he leído un libro, pero ese libro me parece suficiente. Ray Loriga es un autor que releí mucho cuando empecé a escribir, y tampoco me importa que publique más cosas. Por ejemplo, con Alan Sillitoe me basta y me sobra con sus dos libros más importantes. Tiene muchos más y puede que alguno sea tan bueno como esos, pero el impacto no sería el mismo. Yo buscaba guías literarios, ahora exijo libros que me hagan replantear mis ideas.


¿Cuáles son tus escritores favoritos entre los que no escriben en español?

Alan Sillitoe, Jack Kerouac, Jack London. Todos muertos. Entre los vivos Teju Cole, Wells Tower, Cartarescu, Carrère.


¿Estás escribiendo ahora mismo una nueva obra? ¿Puedes hablarnos de ella?

Estoy con el guión de un cómic sobre la privatización de las empresas estatales en Perú, un hecho que provocó una ola de despidos brutal. Me interesa porque la privatización no sólo significó un cambio en la gestión económica sino un cambio en lo social. Para empezar, se acabó con los sindicatos y se empezó a trabajar los sábados. También he terminado una nueva novela sobre la radicalización política en Perú a través de la historia de una amistad. Se supone que se publica este año.


Muchas gracias, Sergio.

domingo, 18 de junio de 2017

Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, por Sergio Galarza

Editorial Candaya. 157 páginas. 1ª edición de 2017.

De Sergio Galarza (Lima, 1976) había leído, hasta ahora, dos libros: Paseador de perros (2009) y La librería quemada (2014), que forman parte de una especie de trilogía «sobre Madrid y la soledad en las ciudades contemporáneas» (leemos en la contraportada de su último libro), de la que me falta por leer la novela central, que sería JFK (2012). Sobre estas dos primeras novelas escribí reseñas en mi blog. Me gustaron.

Hace unos meses, empecé a ver en el muro de Facebook de Galarza que Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre se publicaba en Perú y en Chile antes que en España. Aquí, la novela la han sacado sus editores habituales, Candaya. Antes de su publicación en España leí alguna de las críticas aparecidas en Hispanoamérica, que me interesaron. Cuando vi el anuncio de la presentación en Madrid (un sábado por la mañana en la librería Cervantes de la calle del Pez), me apeteció ir.

Hice un alto en la lectura de los Cuentos completos de John Cheever y leí la novela un viernes por la tarde, casi de un tirón.

En Paseador de perros y La librería quemada, Galarza jugaba con la autoficción. En clave irónica, usaba experiencias de su vida en Madrid muy cercanas a las propias y las transfería a sus personajes. Galarza trabajó como paseador de perros y ahora mismo es librero en La Casa del Libro de Gran Vía. De estas experiencias han surgido las dos ficciones que he leído. Sin embargo, en estos libros, la identificación entre personaje y escritor no era total y frecuentemente se recurría al humor para mostrar la realidad de unos personajes distanciados de sus sueños y aspiraciones. En Una canción de Bob Dylan el tono es diferente: la ironía ‒y a veces la picaresca‒ han dado paso a la hondura y la elegía, puesto que este libro es una conversación de Sergio Galarza con su madre, muerta de cáncer. En este caso, no hay distancia entre personaje y autor: el narrador es el autor. Sobre el género del libro, Galarza escribe una frase muy significativa en la página 122: «Me remordía algo que he ido recordando a lo largo de esta novela autobiográfica, crónica, ensayo, homenaje, ajuste de cuentas, libro de autoayuda sin consejos, como se quiera leer».

La novela empieza cuando Galarza, ya instalado en Madrid, ciudad a la que decidió emigrar desde su Lima natal para cumplir sus sueños de escritor, recibe la noticia ‒a través de su hermana Lupe, que vive en Seattle‒ de que su madre está enferma de cáncer. La madre (algo que Galarza aún no sabe) decidió no sufrir amputaciones por su cáncer de mama y morir entera.

El presente de los hechos narrados en la novela se sitúa en torno al 2009, y Galarza, desde unos años de distancia (en torno a 2016), se acercará a aquel momento crítico de su vida en el que tuvo que regresar a Lima para estar cerca de su madre en sus últimos momentos.

El libro se divide en cuatro partes. En la primera (Malas noticias para la primavera), tras recibir la noticia de la enfermedad, Galarza evoca su infancia en Perú y nos habla de la historia de su familia, destacando la figura de la madre: abogada por vocación, mujer siempre activa en organizaciones vecinales, amante de la literatura y escritora aficionada que llegó a publicar un poemario.
Galarza sabe que, al ser el menor de tres hermanos, su madre y su abuela eran más indulgentes con él; desde la distancia, se reprocha a sí mismo los disgustos que le dio a su madre durante su adolescencia y primera juventud: «Yo soy el hijo pequeño, el que fue un buen estudiante y acabó como el peor de la clase, el que se peleaba todas las semanas en el colegio, el que se drogaba hasta que el cuerpo le decía basta, el que estudió en la universidad más cara de Lima y nunca ha ejercido su carrera, el escritor que lleva una vida relajada, el que se enamora como un loco porque nunca se mide, el que no piensa sus decisiones, el que quiere meter goles para que lo celebren» (pág. 35).

La segunda parte (Escenas familiares) ahonda en el pasado de la familia Galarza Ramírez. En la tercera parte (Viaje por España en una agenda) se narra el viaje que madre e hijo hicieron por España, no mucho antes de que Galarza conociera la enfermedad de su madre. Lo más probable es que ella ya supiera que estaba enferma. Finalmente, en la cuarta parte (Adiós, mamá) se relata la vuelta del autor a Lima para despedirse de su madre y poder acudir al entierro.

El título del libro, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, hace referencia a la sorpresa que supuso para el autor encontrarse en la última página de la libreta personal de su madre, la misma en la que ella escribía a lo largo del viaje que compartió con él por España, la letra copiada de Blowin´ in the wind. Este hecho sorprende al autor porque su madre nunca se había mostrado como una hippie en su juventud.

En gran medida, este libro constituye un canto a la muerte de la madre, una súplica de perdón por las veces que no supo estar a su lado, o no supo comunicarle lo que verdaderamente sentía, algo que decide hacer cuando ya es tarde para la realidad, pero no para la literatura. Los autorreproches son continuos en el libro: «Yo nunca había hecho visible mi orgullo por su vitalidad, no le había dado mi opinión favorable sobre su libro de poemas, no la había hecho sentir que formaba parte de mi vida durante los últimos años» (pág. 117).

En cualquier caso, si ‒como ya he apuntado‒ en este libro Galarza trata de saldar cuentas (en su contra) con la madre muerta, la novela no es sólo un panegírico, sino que acaba siendo una ventana a una familia de clase media en los conflictivos barrios de las afueras de Lima, puesto que, en su adolescencia, el autor coincidió allí con los atentados de Sendero Luminoso. También se trata de un canto a la vocación literaria (impulsada también por la madre): en su búsqueda del éxito literario, Galarza ha intentado siempre conseguir la admiración de su madre.

Cuando reseñé La librería quemada, apunté que Sergio Galarza había decidido borrar de su escritura cualquier modismo lingüístico peruano y había escrito su novela en un correcto español de España. Es de señalar que en este último libro, enfrentado a su pasado peruano, el autor retoma el vocabulario de su país natal con términos como «pata» («amigo»), «huayco», «huacha», «garúa», «chifa»…

Hace unas semanas, el escritor Alberto Olmos firmaba un interesante artículo en Mala fama, su sección de El Confidencial, titulado Cómo la autoficción se convirtió en autopromoción: crónica de un despropósito. Olmos hablaba de un mercado literario saturado de la moda de la autoficción, un tipo de libros que acaban siendo vehículo de vanidades. Escribe Olmos: «¿Cómo distinguir el “yo” mercadotécnico del auténtico “yo” literario? En realidad, es muy fácil: con el segundo sientes que el autor habla de ti. Decenas de autores hoy en día parten de la premisa: “Lo que yo cuento interesa porque trata de mí”, cuando la literatura autobiográfica interesa porque, bien hecha, trata de todos nosotros. Es la diferencia entre lo doméstico y lo íntimo (que es lo universal)».

Me gusta esta cita, me lleva a pensar que el último libro de Sergio Galarza habla de su madre, de su pasado y de su vocación literaria, pero también me ha hablado de mi madre, de mi pasado y de mi vocación literaria.

Por tanto, y sin duda, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre hay que incluirla en la autoficción literaria, o con significado. Como ya he apuntado, un libro desgarrado, un viaje a lo íntimo, que completa el mundo creado en los libros anteriores desde una perspectiva más honda.

domingo, 11 de junio de 2017

Entrevista a Edmundo Paz Soldán, autor de Los días de la peste

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) es profesor de literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Ha escrito novelas como Río fugitivo (1998), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011); y libros de relatos como Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) o Billie Ruth (2012). Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Nacional de Novela de Bolivia (2002).
Su última novela es Los días de la peste, publicada por la editorial Malpaso en 2017.
Puedes leer la reseña que escribí sobre este libro pinchando AQUÍ.
(http://revistaparaleer.com/blogs/los-dias-de-la-peste-de-edmundo-paz-soldan-una-lectura-de-david-perez-vega/)



Veo en YouTube un vídeo titulado Edmundo Paz y Los días de la peste; su nueva novela. Tu primera intervención es: «Comencé a buscar libros que hablaran de cárceles.» Siento que una parte de tu discurso ha sido cortado. ¿Por qué ese interés hacia las cárceles?

Hace unos diez años pasé un verano en un pueblo californiano de 8.000 habitantes. Lo único interesante de ese pueblo era la cárcel de máxima seguridad que albergaba. Esa cárcel se metió en mi inconsciente, porque poco después comenzó a aparecer en mi escritura. Está en algunas escenas de mi novela Norte. En otra novela, Iris, hay un militar psicópata, Reynolds, hijo del Gobernador de una cárcel. Quise imaginar su infancia, y ahí se inició el proyecto de Los días de la peste. Pero esta vez ya no me interesaba el espacio de la cárcel norteamericana, sino uno con una topografía más latinoamericana. Narrativamente, siempre me han interesado los espacios aparentemente cerrados, el microcosmos que sirve para narrar algo más amplio: el colegio en Río Fugitivo, el Palacio Presidencial en Palacio Quemado, el Perímetro en Iris, y así sucesivamente... Esos espacios cerrados tienen, obviamente, una alta carga metafórica y me permiten jugar con la idea del límite: me concentro en narrar el adentro, pero sé que todo está repercutiendo siempre en el afuera.


«Encontré una crónica de un inglés sobre su experiencia en la cárcel de San Pedro en La Paz y me encantó.», continúas en el citado vídeo. ¿Qué libro es el de este inglés? ¿Podríamos encontrarlo a la venta? ¿Merece la pena leerlo? ¿Es literario?

El libro es Marching Powder, lo escribió Rusty Young y está en venta, aunque creo que no ha sido traducido al español. No es literario; es un relato impactante de la vida en esta cárcel en la que los presos pueden vivir con sus parejas y sus hijos, una crónica detallada escrita por el abogado de Thomas McFadden tomando la voz de McFadden. Muy recomendable. Por ahí leí que la productora de Brad Pitt compró los derechos para desarrollarlo como película.


En el citado vídeo, comentas que no quisiste visitar la cárcel de San Pedro mientras escribías tu novela. ¿Lo has hecho después o lo piensas hacer?

He estado en otras cárceles latinoamericanas con sus leyes idiosincráticas, como la de la Picota en Bogotá, más grande y terrible que la de San Pedro. En principio no quería ir a San Pedro por una suerte de cábala, quizás algo de temor a que ahogara mi imaginación, la forma en que estaba inventando mi Casona. Ahora que la novela está escrita visitaré San Pedro si se presenta una oportunidad.  


En Los días de la peste manejas la presencia de unas treinta voces narrativas. ¿En algún momento consideraste la posibilidad de que la estructura de la novela fuese otra, con un solo punto de vista, por ejemplo? ¿Cómo fue trabajar con tantas voces diferentes?

La novela tiene que decir algo en su misma forma del mundo que está siendo narrado. La cárcel se me presentó desde el principio como un espacio de hacinamiento, donde proliferan las voces, donde los locos y los cuerdos están hablando todo el tiempo. Esa proliferación de voces narrativas fue mi forma de contar la cárcel desde su misma estructura narrativa. De hecho, en sus primeras versiones había más voces; tuve que sacrificar algunas ‒alrededor de 150 páginas‒ para darle cierta unidad a la novela. Tratar de encontrar un lenguaje, un vocabulario para cada voz –el Gobernador, la niña Lya, el loco de las bolsas‒ fue lo que más disfruté y sufrí de este proyecto. De hecho, más que el tema, ese era el desafío central: una novela es su lenguaje, su forma, sus voces.


Los días de la peste es una novela intensa, muy verosímil a la hora de aproximarse al material narrado, el interior de una cárcel caótica y despiadada. ¿Consideraste en algún momento que lo narrado pudiera sobrepasar la capacidad de aguante, o de espanto, de un lector melindroso o, simplemente, no te interesa la reacción o el rechazo de un libro como éste por parte del lector descrito?

Claro que me interesa la reacción de los lectores. Pero me interesa más ser fiel a ciertas pulsiones oscuras que aparecen cuando escribo. Trato de seguirles la pista y ver hasta dónde me llevan. Ojalá que a un lugar incómodo. 


¿Podríamos leer Los días de la peste como una metáfora de la situación social y política de algunos países o regiones de Latinoamérica?

Es inevitable, pero espero que eso no agote sus lecturas. Me interesa seguir explorando cómo se conecta la religiosidad popular con la violencia, pero creo que ese es un tema que excede a Latinoamérica, de hecho creo que es uno de los temas centrales del momento histórico que vivimos. También me interesa explorar cómo se crea o destruye una comunidad, cómo circula el poder en una sociedad, cómo es que el ser humano puede concebirse como un virus letal en competencia con los virus que nos rodean, cómo trabaja la ley en nuestro inconsciente…


En más de una entrevista, he leído que consideras la literatura de Mario Vargas Llosa como una de las más influyentes para tu escritura. La cárcel de Los días de la peste me ha hecho pensar en la idea de universo cerrado de la escuela militar de La ciudad y los perros, y tu análisis de religiones paganas me ha recordado a lo leído en Lituma en los Andes. ¿Sigue estando presente Mario Vargas Llosa en tu literatura?

Creo que no, al menos no como influencia consciente. La ciudad y los perros fue un modelo explícito para Río fugitivo, es una novela que hace mucho que no he vuelto a leer, pero fue, junto a Ficciones, el libro que más me marcó durante la adolescencia, de modo que no descarto que ciertas estructuras se hayan quedado en mí para siempre. En todo caso, creo que en mi forma de trabajar hoy me marcan más las influencias específicas para cada proyecto que aquellas otras más generales. Por ejemplo, para Los días de la peste me ayudaron mucho Daniel Defoe y Albert Camus. 


Sé que otra de tus influencias es José Donoso. ¿Entre Mario Vargas Llosa y él con cuál nos quedamos?

Vargas Llosa fue más decisivo para mí en general, pero hace poco releí El obsceno pájaro de la noche y sentí que hoy podía aprender cosas de Donoso para las cuales no estaba preparado cuando lo leí por primera vez en los años universitarios. Me atrae su oscuridad, su forma de hacer literatura de horror a partir de la decadencia de las viejas familias patricias de Chile. Creo que hay algo de él en los recovecos de La Casona en Los días de la peste.


En novelas como Iris y en un libro de cuentos como Las visiones te adentras en el género de la ciencia ficción. ¿De dónde viene tu interés por este tipo de literatura? ¿Quiénes son tus autores de ciencia-ficción favoritos?

Leí mucha ciencia ficción, horror y policial en mi adolescencia. Río Fugitivo es en parte un homenaje al policial. Los géneros populares, al estar muy codificados, te pueden enseñar a narrar; yo trato de usarlos más como punto de partida que como punto de llegada, quiero ver cómo darles una vuelta, trascender sus fórmulas y por último descartarlas. La ciencia ficción me interesa por su forma de percibir el mundo, porque te da pie al desborde imaginativo mientras tienes a la vez un ancla en la tierra. Me gustan mucho James Tiptree, Ursula K. Le Guin, Ballard, Dick, Bradbury, Rafael Pinedo, Oesterheld, Lem, los hermanos Strugatski… De los más nuevos, Paulo Bacigalupi, Lavie Thidar, Guillem López, Hao Jingfang, Ramiro Sanchiz, la mezcla de géneros de China Mieville y Alberto Chimal (podría seguir…)     


Edmundo Paz Soldán, Liliana Colanzi, Maximiliano Barrientos, Rodrigo Hasbún, Giovanna Rivero, Christian Vera… son los autores bolivianos (que recuerdo ahora) que han aparecido en los últimos años en España. ¿Se está produciendo un «boom» en la literatura boliviana o realmente lo que ha cambiado es el interés de las editoriales españoles por los autores de allá?

La caja de resonancia de la literatura boliviana es muy pequeña y eso ha hecho que algunos autores verdaderamente grandes como Jaime Saenz no hayan trascendido como debieran. En los últimos años la circulación de los textos se ha ampliado gracias a las redes, los PDFs, etc, y de eso se ha beneficiado nuestra literatura. Más allá de esos cambios estructurales, también es cierto que se está produciendo una renovación fascinante a través de un grupo muy potente de escritores. Solo hay que verlo en Albúmina, con el que Giovanna Rivero ganó el concurso de cuento de esta revista.   


¿Qué libros clásicos de la literatura boliviana debería leer un lector español interesado en la literatura de Latinoamérica?

Para no abrumarlo con una larga lista, yo diría que del siglo XX lea la poesía de Jaime Saenz (cualquiera de sus libros), los cuentos de Augusto Céspedes (Sangre de mestizos) y la prosa poética de Hilda Mundy (Pirotecnia). Podría seguir con las Crónicas de Arzáns para el período colonial, y con el aliento historiográfico de Gabriel René Moreno y la poesía de Jaimes Freyre (Castalia Bárbara) para el siglo XIX.  


Has firmado un contrato de edición con Malpaso para que, además de que aparezca con ellos tu nueva novela, se relancen cinco anteriores. ¿Está pactado ya el orden de lanzamiento de los libros ya publicados? ¿Con qué plazos de diferencia van a salir al mercado? ¿Cuáles serán los primeros?

Por lo pronto el primer libro que saldrá será mi novela Los vivos y los muertos. Lo demás todavía no ha sido decidido. La idea es que salgan dos libros al año.


¿Estás escribiendo ahora algún nuevo libro? ¿Puedes hablarnos de él?

Sí, una novela corta ambientada en un pueblo fronterizo de la región amazónica. Tiene que ver con los intentos de un grupo de científicos por “domesticar” una planta medicinal indígena –un poderoso alucinógeno‒ para poder comercializarla.


Muchas gracias, Edmundo.


martes, 6 de junio de 2017

Reseña de Koundara en El coloquio de los perros

Diego Sánchez Aguilar ha sido en 2016 el último ganador del Premio Setenil de cuentos, que premio al mejor libro de cuentos publicado en España durante el último año, con su libro Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino.



He tenido la suerte de que Diego Sánchez Aguilar ha leído mi libro de relatos Koundara y ha escrito una reseña sobre él. La dejo aquí:

«Este libro de relatos engaña al lector con su título y su portada. No hay exotismo, no hay aventuras en estas historias realistas, cotidianas, con las que David Pérez Vega nos cuenta la España de la clase (que fue, o se creyó, o se cree) “media”.
        Son siete relatos largos, de unas treinta páginas, una amplitud que permite que los personajes se desarrollen, que los ambientes se enriquezcan, que los elementos sociales, económicos, o laborales no sean un mero fondo desenfocado sino parte esencial del relato. Una amplitud que, también, sirve para alejarse del relato más convencional, de ese concepto de relato “canónico” en el que “no ha de sobrar ni una palabra”.
        Además de esa extensión, otro factor que ayuda a que Koundara se convierta en un perfecto análisis de nuestra sociedad es la gran unidad que encontramos en los siete relatos. Por un lado, en la elección de personajes, parece que David Pérez Vega ha querido hacer un retrato no sólo social y espacial (España), sino también generacional. Todos los personajes son “jóvenes adultos”, en torno a los treinta años y, pese a que el libro se divide en dos partes (los tres primeros relatos suceden fuera de España, en viajes realizados por protagonistas españoles; los cuatro restantes se sitúan en España), la unidad es total: la vida cotidiana de personas, de parejas, de familias, que no viven grandes aventuras ni situaciones extraordinarias. Son pequeños dramas, de esos que se viven en silencio, imperceptibles para casi todo el mundo, pero reveladores de una forma de ser, tanto individual como social.
         Por otro lado, esa unidad temática viene acompañada de una unidad formal y de tono. Si bien se alterna el uso de la primera y la tercera persona en los relatos, se trata siempre de narraciones que buscan un tono desapasionado, una mirada analítica y sin estridencias sobre los acontecimientos narrados y, sobre todo, con una ausencia total de subrayados innecesarios. No busca nunca el autor construir el cuento con un final “en alto”, ya sea por una sobrecarga emocional o por un giro inesperado de la narración. Suelen ser cuentos que terminan como empezaron, en silencio, en actos cotidianos que, una vez que se ha desarrollado el relato, se cargan de un sentido: el de la vida del personaje en cuestión, con todas sus pequeñas miserias y miedos y ternuras.
      Otra cosa que me ha gustado de Koundara es que se habla de dinero y se habla, mucho, de trabajo. No es necesariamente un libro de la crisis, ni sobre la crisis. Cuando digo que se habla de dinero y de trabajo quiero decir que son partes indisolubles de la trama, de la construcción de los personajes. Parece una obviedad, pero no es tan frecuente esa inclusión tan natural de estas cuestiones, especialmente la cuestión laboral, en la narrativa española que, o bien ha obviado el tema o, algunas veces, lo ha incluido de una forma demasiado forzada, antinatural, como diciendo: “Mira, soy un novelista realista y social, mira cómo hago que este personaje sufra por su economía”. En Koundara, en cambio, el trabajo, las condiciones laborales, las remuneraciones, las posibilidades de ganar o de perder dinero, de ganar o de perder calidad de vida en relación con las horas de trabajo, todo aquello a lo que gran parte de nosotros dedicamos gran parte de nuestros pensamientos y nuestras conversaciones (y que, luego, generalmente, no consideramos “apropiado” para construir narraciones, literatura), está siempre en primer plano: forma parte de los personajes y es, en gran medida, lo que los define.
 Me interesa mucho ese intento de neutralizar o matizar o cuestionar el mito del “ser especial”, del “individuo excepcional” con el que se ha forjado nuestra educación sentimental y artística y que, de una forma tan perniciosa, ha utilizado el Neoliberalismo para convencernos de que todos somos únicos, emprendedores, potenciales millonarios, genios, todo, cualquier cosa, menos un grupo, una clase, una colectividad. Libros como este ayudan a contarnos nuestras vidas, en las que (sí, vale, todos somos especiales, todos somos “nosotros mismos”, claro, qué otra cosa podemos ser) el héroe, el protagonista, es su trabajo, su pareja, su dinero, su familia, su barrio, su intento de hacerse una vida con los elementos que tiene a mano. Pero que nadie se asuste. No es este un libro político, explícitamente político al menos. No hay ni una sola palabra sobre el tema, ni en los relatos en primera persona ni en los que usan un narrador omnisciente. El tono, como he dicho, es siempre objetivo, descriptivo, poco dado a análisis políticos de las situaciones narradas, responsabilidad que recae sobre el lector.
         Si le tuviera que poner una pega a Koundara, tendría que advertir de que es una debilidad o manía personal, que me ha granjeado muchas discusiones o conflictos con amigos “letrados”. Quiero decir, que los referentes estéticos en la manera de narrar de David Pérez Vega se sitúan en La Gran Novela Americana. Y, aunque esto sea un libro de cuentos, esa unidad de la que he hablado le otorga en cierto modo esa intención de retratar una sociedad, una generación, un momento de la Historia a través de la observación detallada de la vida de algunos personajes. El problema al que me refería es el mismo que tengo con esos grandes narradores norteamericanos como Philp Roth, Saul Bellow, Franzen, etc, y es esa tendencia a relatar cada uno de los aspectos de la vida de los personajes, de su pasado, de su infancia, renunciando casi por completo a la elipsis, abarcando unos arcos temporales muy amplios que, indudablemente, favorecen la creación del personaje, pero a mí siempre me hacen preguntarme si son necesarios, si no hubiera bastado con centrarse en el presente de la narración. No es algo que me haya pasado en todos los relatos, claro, pero sí que es algo que he advertido en algunas ocasiones.
         En cualquier caso, es una lectura absolutamente recomendable y una muestra de que el realismo está muy vivo también en el género del relato, tan frecuentemente colonizado por lo fantástico. Y es una muestra también de que realismo no tiene por qué ser rutina, género literario, ejercicio de estilo sobre un esquema dado e inamovible. El realismo, como tendencia literaria por la que los elementos sociales e individuales se convierten en el material narrativo esencial es polimorfo, cambiante, evoluciona continuamente. Porque contarnos a nosotros mismos, mirarnos como seres sociales en un tiempo y un espacio concretos, seguirá siendo una de las funciones elementales del relato, de la literatura. »

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Puedes leer la reseña original en la revista El coloquio de los perros pinchado AQUÍ.

domingo, 4 de junio de 2017

La vaga ambición, por Antonio Ortuño.

Editorial Páginas de espuma. 118 páginas. 1ª edición de 2017.

Hasta ahora, el Premio Ribera del Duero al mejor libro de relatos ha tenido cinco ganadores. Su convocatoria es bienal y su dotación económica de 50.000 €. Había leído el libro del segundo ganador, El final del amor de Marcos Giralt Torrente, y hace dos años pensé leer Siete casas vacías de Samanta Schweblin. Me había acercado, no mucho antes, a su libro Pájaros en la boca y me había gustado bastante. Creo que, cuando decidí no ponerme con Siete casas vacías, atravesaba una de mis crisis ocasionadas por leer excesivas novedades editoriales. Sin embargo, este año me apeteció pedirle a Juan Casamayor ‒el editor de Páginas de Espuma‒ que me enviara La vaga ambición del ganador de este año, Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, México, 1976), para poder reseñarlo. Muchos escritores de los que me fío celebraron en las redes sociales el premio y los cuentos de Ortuño, y pensé que iba a disfrutar con este libro. Además, este verano voy a viajar a México y esto contribuyó a mi disposición positiva hacia el libro.

De Antonio Ortuño leí en 2007 Recursos humanos, la novela con la que quedó finalista del premio Herralde, que ganó Martín Kohan con Ciencias morales (que también leí). Me gustó, porque a mí me interesa mucho el mundo laboral como tema narrativo, aunque en algún momento sentí que al autor se le iba la narración de las manos.

En Un trago de aceite ‒el primer cuento‒, un adulto recuerda una experiencia que tuvo hace treinta años, cuando iba a cumplir doce. Su padre, separado de su madre, le recoge en el colegio sin permiso y lo lleva a la casa de unas personas de una clase social superior a la suya, para pasar unos días en compañía de su nueva pareja y unos amigos. Allí, el niño tendrá que relacionarse con otros niños que no conoce y, de forma inesperada, vivirá un episodio de abusos y violencia.
Un trago de aceite es una historia muy intensa, muy bien medida. Un primer gran relato que hace que el lector entre de lleno en la propuesta de Ortuño.

El narrador de Un trago de aceite es Arturo Murray, que también será el protagonista de otras cuatro narraciones (el libro tiene seis cuentos). Así que, aunque cualquiera de estos cuentos nos muestra una historia cerrada en sí misma, casi podríamos hablar de una novela organizada en capítulos que son cuentos, que reflejan distintos momentos de la vida del narrador. Esta idea de la novela en cuentos me recuerda por ejemplo a la propuesta del cubano Pedro Juan Gutiérrez en Trilogía sucia de La Habana, que para mí es uno de los mejores libros de cuentos escrito en español de las últimas décadas.

Además del narrador, algunos personajes aparecen en distintas narraciones: su primo Carlos, su mujer Aura, su amigo Esteban Gallego… y sobre todo aparece la madre: en torno a su muerte y entierro se articulan varias de las escenas del libro (contadas en distintos relatos).

Arturo Murray es un escritor de unos cuarenta años que ha publicado unos cuantos libros y sobrevive (mejor o peor, depende de la temporada) de su escritura. Es fácil suponer que, en cierto modo, este narrador ha de ser un trasunto del propio Ortuño, enfrentado a su destino de escritor desde la vocación, el humor, la ternura y a veces también la desesperanza.

En Un trago de aceite, se informa al lector de que el Arturo Murray de casi doce años ha ganado un premio de relatos en el colegio. La escritura parece tener aquí una función redentora frente a las injusticias: «Escribe esto un día. Un libro»; «Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen», le dice en la página 25 una niña al narrador, que treinta años después está cumpliendo tenazmente con su promesa (o con «su destino»).

En El caballero de los espejos, Murray se enfrenta, de forma irónica y tierna, al momento que sintió el primer impulso hacia la escritura, momento en el que decidió copiar con una vieja máquina de escribir páginas de El Quijote, para acabar inventando continuaciones. Era un verano largo y aburrido de estar solo, y el niño disfruta de la escritura, pero también tendrá que enfrentarse al desdén de los demás, en este caso de su primo Carlos (a quien ya se nombraba en el cuento anterior). En un segundo tiempo del relato, el narrador nos traslada a su vida adulta, momento en que podrá vengarse de su primo. De nuevo, aquí la literatura vuelve a ser un arma válida para ajustar cuentas con el pasado y, como en el cuento anterior, se incide en su capacidad de redención, en este segundo caso más social que privada.

En Quinta temporada, el narrador emplea un tono diferente al de los cuentos anteriores (en los que dominaba la melancolía del recuerdo) y abre directamente la narración a la ironía y el humor. Además, se sirve de un nuevo recurso estilístico: la elaboración de listas.
Murray ya puede ganarse la vida como escritor: «Ahora, adulto, la escritura se había convertido en profesión (ventas decorosas, críticas compasivas y optimismo desbocado eran los culpables)», leemos en la página 42. Pero ha estado gastando demasiado dinero y no le queda más remedio que aceptar convertirse en uno de los múltiples guionistas de la quinta temporada de una serie de éxito (que guarda más de una semejanza con Juego de tronos). En Quinta temporada se habla de la relación de Murray con sus colegas guionistas, de la poca importancia intelectual que parecen conceder a este trabajo alimenticio, pero también de la aceptación del hecho de que ninguno de los libros que escriba serán tan leídos y celebrados como los capítulos de la serie que no acaban de tomarse en serio.

Provocación repugnante es el único de los seis cuentos que no habla de Arturo Murray. Traslada sus escenarios desde el México actual (o el de la década de 1980, cuando el narrador recuerda su infancia) al Moscú de 1926. Sus protagonistas son Walter Benjamin y Mijaíl Bulgákov, que se encuentran, de modo casual, a la salida de un teatro. Sin embargo, el cierre del cuento nos hace pensar que lo más lógico es suponer, de nuevo, que el narrador sigue siendo el de los demás cuentos: «Aunque escribamos, aunque finjamos pensar, somos tan asombrosamente indignos de nuestros mayores que tan sólo esperamos el momento de traicionarlos y abandonarlos. Estamos condenados a ser sus perseguidores. Sus ejecutores» (pág. 91).
Este homenaje explícito a los autores admirados me ha recordado al de Raymond Carver en el cuento Rosas amarillas, cuyo protagonista es Antón Chéjov.

En El príncipe con mil enemigos, Murray ha de dar conferencias en pueblos y ferias literarias. Aquí se narrarán desencuentros tan cómicos como patéticos. También se da cuenta de las distintas miserias que están dispuestos a pasar algunos compañeros escritores para destacar; o nos percataremos de que ‒igual que las series interesan a más personas que las novelas, como vimos en el tercer cuento‒ un músico siempre conseguirá más fácilmente el aplauso de los jóvenes, o del pueblo en general, que un escritor. En este cuento, en el que nos trasladamos a la provincia mexicana, he sentido ‒en su juego tierno e irónico‒ la influencia de Jorge Ibargüengoitia, el autor mexicano de novelas humorísticas como Estas ruinas que ves y el libro de cuentos La ley de Herodes.

En La batalla de Hastings, Murray nos lleva a un taller literario de Ciudad de México, donde él mismo anima a sus alumnos a plantar batalla a la vida con el arma de la literatura. Es un profesor inspirador, pero también algo cínico, ya que el cuento está narrado a dos niveles: la reproducción de su charla a sus alumnos y la de sus pensamientos (uno de los más recurrentes será que los alumnos le paguen las cuotas del curso). «Me arrepiento, a veces, de estar aquí», nos confesará Murray en la página 113, estableciendo una complicidad con el lector. «No vinimos aquí a redactar, damas y caballeros, bestias y diablos: vinimos a cortar gargantas», le espetará Murray a su público, a este grupo de chavales desvalidos y que posiblemente van a fracasar en la escritura (y en la vida). A pesar de su cinismo, que no acaba de ser total, porque Murray también cree un poco en sus propias mentiras, este cuento final me ha recordado al entusiasmo suicida con el que Roberto Bolaño retrata a los jóvenes escritores en sus novelas mexicanas.


La vaga ambición es un gran libro de cuentos sobre la condición del escritor (que podría ser, si generalizamos un poco más, también la del «ser humano autoconsciente»), que admite varios niveles de lectura ‒la ironía, la tozudez, la heroicidad, la inutilidad, la amargura, la venganza, la tristeza, la felicidad, el orgullo, el ridículo…‒ sobre el acto de escribir, o sobre su recepción, o sobre una idea más general de estar en el mundo. Es una pena que el libro sólo ocupe poco más de cien páginas, porque hubiera seguido leyendo encantado más cuentos de la calidad de los seis que aparecen recogidos aquí.