miércoles, 30 de diciembre de 2009

Lecturas destacadas en 2009

Exactamente en noviembre de 1986, cuando tenía doce años, comencé a hacer un seguimiento de los libros que leía. En aquel momento ya sabía que leer iba a ser una de las constantes de mi vida; de hecho, lo que me costaba comprender era por qué los demás no lo hacían. Siguiendo el ejemplo de un amigo de mi barrio, unos años mayor que yo, tomé un archivador y empecé a llevar una contabilidad de mis lecturas. En hojas con agujeros tomaba nota del mes y del año, los libros que leía en esos periodos, con un pequeño resumen, el número de páginas, si era la primera vez que lo leía o no, y una valoración.
También en ese mes inaugural de noviembre del 86, hice una recapitulación de los libros leídos hasta entonces (de estos sólo anoté el título), abundan allí los libros de Barco de Vapor, Alfaguara juvenil, Los Tres Investigadores, colecciones de quiosco con títulos de Julio Verne, Emilio Salgari, Stevenson… y como algo curioso El Lazarillo de Tormes, que leí por mi cuenta y riesgo creo que a los once años, tras la lectura de un fragmento en una clase de Lengua, libro que me prestó el mismo amigo del que copié la idea de llevar a cabo la contabilidad de las lecturas. Lo recuerdo como una experiencia desasosegante, a esa edad confundí un libro protagonizado por un niño con un libro para niños. No estaba acostumbrado a una narrativa de un calado tan cruel y el libro me sobrecogió y fascinó.
Siguiendo con lo de mi archivador: en agosto de 1992 me cansé de hacer los resumenes de los libros, que durante la adolescencia se habían transformado en pequeñas reseñas personales, y desde entonces sólo anoto el mes y año, y bajo este epígrafe los títulos leídos, seguidos del autor.
Hace unos años, comencé a intercambiar opiniones sobre literatura en un foro dedicado en principio al escritor chileno Roberto Bolaño, que pronto se convirtió en un foro sobre libros en general. Presionada la página web por el nuevo agente de la viuda de Bolaño, el foro acabó por ser casi cerrado, y permanece como una página semiclandestina o fantasma.
Después de unos meses sin comentar libros con casi nadie (muy poca gente de mi entorno lee, o lo que yo entiendo por leer), me decidí, durante los días ociosos del verano, a abrir este blog como una forma de mantener el contacto con las personas que había conocido en aquel foro de Bolaño y poder seguir hablando sobre libros.
Reflexionando sobre esto me doy cuenta de que he vuelto a hacer reseñas y resúmenes de libros como las hacía a los doce años (aunque espero que ahora un poco más sesudas), en un año 86 donde Internet no era (al menos en mi barrio) más que la idea delirante y futurista de una novela de Philip K. Dick.
Consultado ahora mi archivador de lecturas, elaboro una lista cronológica de los libros que más me han gustado en 2009, algunos son relecturas:

- El castillo, Franz Kafka
- La plaza del Diamante, Mercé Rodoreda
- A sangre fría, Truman Capote
- Cuentos de Odesa, Isaak Babel
- La educación sentimental, Gustave Flaubert
- El dependiente, Bernard Malamud
- Cuentos reunidos, Sherwood Anderson
- Cuentos completos, Franz Kafka
- El mal de Portnoy, Philip Roth
- El festín del amor, Charles Baxter
- La pesquisa, Juan José Saer
- El amor de una mujer generosa, Alice Munro
- Sudeste, Haroldo Conti
- El caso de Charles Dexter Ward, H. P. Lovecraft

Dejo abajo una foto de hace unas semanas: tomando un café en un bar de Atocha, después de atravesar el Retiro y antes de coger el tren a Móstoles.






Saludos y feliz año nuevo.

lunes, 28 de diciembre de 2009

El tilo, por César Aira


Beatriz Viterbo Editora. 2003, 124 páginas


Del argentino César Aira había leído hasta ahora un único libro: Cumpleaños, exactamente en diciembre de 2003. En aquel momento su lectura me desconcertó, ya que había leído que Cumpleaños era uno de los mejores libros de Aira y al ir pasando páginas me parecía que ni siquiera era una novela (lo que yo esperaba) sino unas cuantas ideas escritas con el ritmo de un diario personal. Aira nos hablaba en ellas de su cincuenta cumpleaños y lo que suponía esa fecha para él; de un error de infancia en su percepción de los movimientos de la luna; de una visita a su pueblo natal, Coronel Plingles, y su descripción de una camarera en un bar de allí… Estaba bien escrito y los comentarios sobre la realidad planteada eran interesantes e inteligentes, pero me dejó un regusto a expectativas no cumplidas.

Aún así, desde entonces, había sentido el impulso de volver con sus libros. Impulso acrecentado a partir del último Día del libro, el 23 de abril de 2009, cuando acudí, en la madrileña Puerta del Sol, a la Casa de Correos (nunca había estado antes dentro del edificio, vibraba el suelo cuando pasaban los vagones de metro por debajo) para escuchar una conferencia dada por él. El texto que leyó Aira se llamaba (o al menos versaba sobre este tema) ¿Cuánto le podemos perdonar a la novela? Y hablando de novelas malas, de folletines del siglo XIX, de literatura de ínfima calidad o risible, llevó a cabo una original y brillante defensa de la ficción novelesca. “Un poema o un relato o son buenos o no son nada”, recuerdo que dijo, “en cambio una novela puede ser farragosa, con personajes planos, cursi… y nos invita a seguir leyendo, podemos seguir perdonándole cosas, ¿cuánto podemos perdonar a la novela?”. Así hizo una defensa de Salgari; y de otros libros que de tan malos acababan siendo buenísimos; resumió argumentos de folletines del siglo XIX, que, mirando a Aira leyendo sus hojas, con una sonrisa miope y enigmática, empecé a plantearme si los escritores y las obras de los que hablaba era reales o se los estaba inventando para quedarse con los oyentes… Hacía mucho que el discurso oral de alguien no me fascinaba tanto.

El tilo es una novela corta editada en 2003. Parece que el formato de novela corta es el que se adapta mejor al discurso de Aira. En ella un narrador, que podría ser el propio Aira (coincide la fecha de nacimiento, 1949; el lugar, Coronel Pringles; la profesión propia, escritor; y la residencia actual, el barrio de Flores en Buenos Aires. En la página 35 nos dice: “(…) yo haya llegado a ser escritor y esté redactando esta crónica verídica”) nos habla de sus recuerdos de infancia en el pueblo argentino de Plingles. Empieza con la figura del padre, encargado del tendido eléctrico del pueblo y peronista; de la madre, una reservada mujer casi enana; y de los vecinos. A través de los aparentemente inocentes ojos del narrador, el lector va componiendo el mosaico de una época en Argentina: aquella en la que a la clase baja Perón le hizo soñar con convertirse en clase media.
Aira va saltado en su exposición de una anécdota a otra, anécdotas que suele dejar sin finalizar ya que por el camino ha descubierto otra historia a la que seguir el hilo… anécdotas divertidas y a veces casi surrealistas (bordeando en ocasiones el Realismo Mágico) y a través de las que se va filtrando un enjuiciamiento político de los años 50 en Argentina: “Desde la misma dirección de donde había venido el peronismo, vino el antiperonismo. Y justamente la ilusión de haber estado decidiendo su destino, al desvanecerse produjo el desengaño, y la vergüenza de haber sido tan ingenuos. Mi padre enmudeció (…). Internalizó la dialéctica maldita de la Historia, la puso en cada célula de su lengua fría y muerta y se volvió un enfermo de los nervios”, (página 74). Precisamente “El tilo” del título alude al gran árbol de la plaza de Pringles del que el padre del narrador tomaba las flores para hacer infusiones que le calmaran los nervios. “Todo es alegoría”, nos dice Aire en la página 105.

Una agradable novela corta, evocadora, reflexiva, divertida, inteligente y original en sus planteamientos y evasiones narrativas, que se lee de un tirón y que me invita a seguir con Aira.

Cuando estuve este verano en Buenos Aires acabé por no ir a visitar el barrio del Flores, según el propio Aira no hay nada de interés allí. Fui un domingo, sin embargo, a La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires; y, por algún extraño motivo, propio de un libro de Aira, empecé a imaginar que La Plata era un lugar que muy bien podía parecerse a Coronel Plinges. De hecho, lo que empecé a imaginar era que La Plata era Coronel Plinges y que en cualquier momento podía estar paseando por las calles que había paseado el propio Aira. Dejo abajo una foto de una calle de La Plata, que para mí era en realidad Coronel Plingles:







lunes, 21 de diciembre de 2009

La muerte de la hierba, por John Christopher


Editorial Guadarrama, 238 páginas.


Hoy ha sido un día extraño: con las vacaciones escolares -de las que disfruto como un niño por ser profesor- a la vuelta de la esquina, he permanecido atrapado en un autobús de línea durante dos horas –he tardado exactamente tres horas y cuarto en llegar a mi puesto de trabajo-. Entre los cien o doscientos metros que separan el intercambiador de autobuses de Plaza de Castilla del hospital de la Paz he estado una hora perfecta, sentado dentro del autobús, mirando por la ventana las capotas nevadas de los coches, el lento desplazarse ante las Torres de la Ciudad Deportiva, y el pasar de páginas de este libro, La muerte de la hierba, de John Christopher. De hecho, he acabado el tercio que me restaba en el autobús. Y la verdad, he de confesar, es que he disfrutado de las dos horas, agobiantes para el resto de viajeros del autobús, como un niño. Así me he acercado al final de esta novela apocalíptica, cuya lectura en circunstancias extrañas me ha hecho retrotraerme al mundo de experiencias desconcertantes de la infancia. Debería decir ya, por otra lado, que para mí John Christopher no es un escritor menor de ciencia ficción, sino un auténtico mito personal, una leyenda en mi educación sentimental como lector.

En quinto de EGB, es decir a los diez u once años, ya se me estaban quedando cortos los libros de Los tres investigadores, que me habían hecho disfrutar mucho un año antes. En quinto quedé prendado de La isla del tesoro de Stevenson, y estaban además los libros de El Barco de Vapor y Alfaguara Juvenil. Los de Alfaguara me gustaban más, tenían un toque más realista, más adulto en el tratamiento de los personajes, y entre ellos además de Michael Ende, Judith Kerr o Christine Nöstlinger estaba John Christopher. El cataclismo que supuso el descubrimiento de sus libros sólo es comparable en mi memoria de lector alevín al de J. R. Tolkien dos años más tarde, y un poco después al de Isaac Asimov, H. P. Lovecraft, o Philip K. Dick ya metido en plena adolescencia; y de entre todos ellos Christopher fue mi primer modelo de escritor a seguir, de escritor de culto.

En quinto de EGB cada alumno llevaba un libro a clase, se guardaban en un armario, se hacían fichas y se creaba una pequeña biblioteca. De ese armario saqué Las montañas blancas de John Christopher, el primer volumen de La trilogía de los trípodes. Me recuerdo perfectamente leyendo este libro, la sorpresa que me provocó la ambigüedad de sus personajes, su adaptación a las circunstancias muchas veces de una forma no heroica, la recreación mental del mundo invadido por extraterrestres al que me desplazaba, la incertidumbre de saber que a diferencia de las otras novelas infantiles o de adolescentes aquí los protagonistas no se encontraban a salvo, cualquier cosa podía ocurrirles a la vuelta de la página. Recuerdo el día que compré la segunda entrega de la trilogía en una papelería de Móstoles, y la búsqueda infructuosa de la tercera en todas las papelerías-librerías de mi ciudad, hasta que la encontré en El Corte Inglés de Princesa. También acabé comprando la primera parte, que releí unas cuantas veces. Leí otros libros de Christopher en Alfaguara: La bola de fuego, Tierra a la vista, Los guardianes y Un mundo vacío (con similitudes argumentales con La muerte de la hierba). Sé que después, cuando yo ya había dejado atrás en mi periplo como lector los libros de Alfagura juvenil, Christopher sacó más libros en esta colección. Igual que sabía que había publicado una novela de ciencia ficción para adultos que estaba traducida al español, y que se llamaba La muerte de la hierba.

El crítico de ciencia ficción David Pringle escribió una famosa guía sobre el género, que en España publicó Minotauro: Ciencia Ficción, las 100 mejores novelas. La muerte de la hierba aparece comentada en las páginas 63-64. Leí esta referencia muchas veces hace años, mientras era un lector adolescente de ciencia ficción. Cuando a los diecinueve años dejé el género, no me había vuelto a preocupar que esa novela publicada por la editorial Guadarrama en 1976 fuese inencontrable. Sin embargo la vi este verano en la librería de segunda mano del centro de Madrid La tarde libros: no pude resistirme. Además ahora he regresado esporádicamente al género con el que crecí.

La edición de Guadarrama tiene una plaga de erratas (la más divertida es que en una ocasión al protagonista John le llaman Juan) y al traductor Angel García Fluixá se le cuelan unos cuantos catalanismos del estilo “habían muchos coches en la carretera”, pero el libro fluye bien y la historia rápidamente arrastra al lector.

La muerte de la hierba se publicó en 1956 y se enmarca en la línea de ciencia ficción catastrofista. Según la contraportada, Christopher es un seguidor inglés de John Wyndham, un escritor muy popular en su momento, y del que leí en la adolescencia (gracias a las recomendaciones de la guía de Pringle) El día de los trífidos, una de las mejores novelas de la ciencia ficción catastrofista que recuerdo. Aunque para mí la mejor novela de esta corriente de la CF es La tierra permanece de George R. Stewart, de 1949 y que en España sacó Minotauro, una joya de la infravalorada en España CF. Aunque por qué no citar también Soy leyenda de Richard Matheson, otra joya que el cine destrozó hace poco, o Un mundo sumergido de J. G. Ballard.

En La muerte de la hierba un virus empieza a atacar al arroz, con terribles consecuencias en China. Algo que para los protagonistas ingleses de la novela parece quedar muy lejos ya que no saben aún que este virus va a mutar y va a afectar también al resto de hierbas que sirven de alimento a personas y ganado: cebada, trigo…
La situación se empieza a descontrolar en la civilizada Inglaterra más rápido que lo que los protagonistas habían intuido. Uno de ellos, que trabaja en la administración, se entera de que ante la inminente crisis alimenticia el gobierno planea bombardear las ciudades principales con armas nucleares y evitar el caos absoluto que ha acontecido en Oriente, preservando así parte de la vida rural.

Los protagonistas deciden abandonar Londres, pese a la prohibición, y buscar el valle en que vive el hermano de uno de ellos, granjero que ya ha previsto la siembra de patatas y remolacha (cultivos resistentes al virus) y cuyo valle es una fortaleza natural que podrá ser defendida del asedio de hordas hambrientas. Las aventuras acontecidas durante este viaje constituyen el cuerpo de la novela. No he leído La carretera de Cormac McCarthy, pero creo detectar similitudes argumentales.

El tema principal del libro es el escaso tiempo en que se puede resquebrajar la sociedad y los ciudadanos de a pie convertirse en asesinos sin escrúpulos luchando por sobrevivir. Una novela, como el género apocalíptico de la CF, escrita durante la Guerra Fría y su miedo nuclear, y sólo una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial y los campos de exterminio nazis, protagonizada por ex combatientes y escrita con el cinismo de alguien que también estuvo en combate.

La novela es tensa, visual, agobiante, creíble… sólo hay que pensar en las noticias de la guerra de los Balcanes, de hace menos de quince años, para comprender qué rápido el hombre puede olvidarse de la civilización; aunque justo esto, el tema del libro, ha sido lo que he encontrado cómo crítica a la novela de otros internautas. En todo caso, aquí no puedo hacer oídos a las críticas, ni a los fallos de traducción, ni a la falta de profundidad psicológica de los personajes, esta es la novela para adultos de John Christopher, y para mí ya esto es un mito, una leyenda personal capaz de hacerme disfrutar, con la tensión de un niño, durante un, agobiante para los adultos, atasco apocalíptico de dos horas.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Poesía completa, por Alejandra Pizarnik


Editorial Lumen, 470 páginas.

He terminado de leer hoy esta Poesía completa de Alejandra Pizarnik y la sensación que tengo es la del que ha ido a bucear en aguas desconocidas y al tratar de volver a la superficie se ha dado cuenta de que estaba a demasiada profundidad y va a tener problemas de descompresión. Hacía tiempo que no leía un libro tan hondamente desgarrado. Era extraño incluso acabar de leer un poema en la renfe o el metro, levantar la vista y enfrentarla a la cotidianidad clase media del vagón.

Alejandra Pizarnik, según lo leído en la página del Instituto Cervantes (pinchar aquí), nació en 1936 y se suicidó en 1972, mediante la ingesta de pastillas. Vivió por tanto 36 años, también parece que sus experiencias vitales (de un vitalismo intimo o sentimental) podrían llenar varias biografías.

Sin haber querido leer muchos estudios sobre su obra, mi impresión es la de haberme encontrado con cuatro temas principales en sus poemas: la infancia perdida, el desamor, la pulsión de muerte y el arte de la escritura como redención imposible.

Su primer libro de poesía La tierra más ajena es de 1955 y Pizarnik tenía 19 años cuando se publicó. Los gastos de esta primera edición fueron sufragados por su padre, judío emigrante ruso que se dedicaba al negocio de las joyas en el barrio bonaerense de Avellaneda. Al parecer, el padre tomó esta decisión como un intento de animar a su hija frente a un desengaño amoroso y sus primeras muestras de desequilibrios, ya en esta época empezaría también a visitar al psicoanalista. Este primer libro casi adolescente se abre con una cita de Rimbaud y es de corte bastante surrealista. De los primeros poemas destacaría Reminiscencias (pág. 13), donde ya aparece el tema del desengaño amoroso. En Poema a mi papel (pág. 22) ya hace una referencia a la metapoesía “es mío es mío es mío”, escribe orgullosa sobre sus poemas. Esta ilusión irá decayendo hasta constatar la incapacidad del arte para procurarle la felicidad en los últimos libros. También en La tierra más ajena aparece la metáfora sobre el barco que ha de llevarla a la muerte, que se va a repetir en el resto de su obra, en el poema Irme en un barco negro (pág 37). Este poema está incluido en la última sección del libro titulada Un signo en tu sombra donde cobra fuerza la temática del desengaño amoroso y consigue los mayores logros, a mi entender, de este debut.

En La última inocencia de 1956, Pizarnik sigue indagando en su voz poética y va depurando su surrealismo. El tema de la infancia perdida aparece claramente en el poema La de los ojos abiertos: “La vida juega en la plaza / con el ser que nunca fui” (pág. 51). Y la pulsión de muerte se va intensificando, en el poema Siempre dice: “Cansada por fin de las muertes de turno / a la espera de la hermana mayor / la otra gran muerte” (pág. 63).
Realmente en la obra de Pizarnik la búsqueda de la muerte se asemeja a la búsqueda de la belleza o lo sublime. La muerte se identificará con la redención, con el descanso del sufrimiento, con la realización de las metas…
En el poemario Las aventuras perdidas, de 1958 dice en el poema El despertar: ¿Cómo no me suicido frente a un espejo / y desaparezco para reaparecer en el mar / donde un gran barco me esperaría / con las luces encendidas” (pág. 93). En la página citada del Instituto Cervantes se especula sobre si la muerte y el suicidio en Pizarnik era un tema literario o un tema real; cuestión que, entiendo, remite al conflicto de aceptar la poesía como autobiográfica o no. En todo caso, esa pulsión estaba latente en la joven poeta de, como mucho, 22 años que escribe eso.

Pizarnik viaja a París, donde se relaciona con Cortázar y demás escritores hispanoamericanos, y escribe Árbol de Diana de 1962, con prólogo de Octavio Paz, lo que hace pensar que ya a principios de los 60 su nombre sonaba en el panorama poético en español. Aquí los poemas se hacen más cortos y elementales, como si Pizarnik atravesase un periodo de indagación personal. A mí particularmente este libro me ha gustado menos que los antecedentes y precedentes.

Yo diría que la gran Pizarnik es la de los libros Los trabajos y las noches de 1965, y sobre todo la que desarrolla su talento desbordante en Extracción de la piedra de la locura de 1968 y El infierno musical de 1971.

De Extracción de la piedra de la locura la parte que más me ha impresionado ha sido la IV, con tres poemas largos, escritos en prosa poética o bien en largos versículos (pág. 247-258).

En El infierno musical me ocurre lo mismo que en el libro anterior, los poemas que más me han gustado han sido los más largos. En este libro, el tema que prevalece sobre los demás es el de la imposibilidad del arte como redención frente al dolor de la existencia. Igual que Jaime Gil de Biedma escribió que el creía que quería ser poeta pero que en realidad lo que quería ser era poema, Alejandra Pizarnik plantea un problema de dimensiones similares. Pero si en Gil de Biedma el tono era irónico en Pizarnik es dramático, su imposibilidad para vivir en la vida real lo que vive en el poema, donde encontraba un orden momentáneo, está transmitido mediante la metáfora de la imposibilidad de asir a la música. Así escribe en el poema Piedra fundamental: “Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba.”
Y en este poema, unos versos (o párrafos) más abajo escribe: “Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.” (pág 265-266). Este ha sido quizás el poema que más me ha gustado del libro, alcanza cotas reflexivas sobre el fracaso del arte que me recordaban a las de Fernando Pessoa en el poema Tabaquería, tal vez mi poema favorito.

Despues de El infierno musical el libro recoge una sección titulada Poemas no recogidos en libros, que tiene el sentido del afán totalizador, pero cuya calidad es bastante inferior a la de los dos últimos libros comentados. Sin embargo la sección titulada Textos de sombra contiene aun una incuestionable joya, que sería el poema Sala de psicopatología (pág. 411-417), donde Pizarnik nos habla de su experiencia en el psiquiátrico Pirovano. Un poema largo, casi prosa, donde se abandona el acostumbrado tono surrealista, para dar pie a un estilo más directo y coloquial, que también alcanza altas cotas de intensidad dramática al describir la vida cotidiana en la sala 18 de este psiquiátrico. En una de sus salidas será cuando Pizarnik tome las pastillas que acabarán con su vida.

Un libro desgarrado, terrible, con una fuerza inmensa; con una música propia muy desasosegante; un libro con versos como estos: "Pero creo que mi soledad debería tener alas", "La jaula se ha vuelto pájaro / y se ha volado / y mi corazon está loco / porque aúlla a la muerte / y sonríe detrás del viento / a mis delirios", "el aire me castiga el ser / Detrás del aire hay monstruos / que beben de mi sangre", "La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos", leer esto y luego levantar la vista a la realidad clase media del vagón de metro; un libro que debería leer todo joven con aspiraciones poéticas (me hubiera encantado toparme con él a mis veinte años, aunque entonces tenía a Baudelaire, Bukowski o Celine y no iba mal servido).

viernes, 11 de diciembre de 2009

La historia que no pude o no supe escribir, por Javier Cánaves



Editorial Baile del Sol. 79 páginas.

De Javier Cánaves había leído los libros de poemas Al fin has conseguido que odie el blues (premio de poesía Hiperión, 2003. Editorial Hiperión) y El peso de los puentes (Premio Ciudad de Palma Rubén Darío, 2005. Editorial DVD), y he leído ahora La historia que no pude o no supe escribir, libro con el que se estrena (al menos de forma pública) en la narrativa.

Cito los libros de poesía porque me parecen muy significativos a la hora de entender la narrativa de Cánaves. Leyendo su novela breve, de apenas 80 páginas, los cortos capítulos me remitían continuamente a su mundo poético, y sobre todo a Al fin has conseguido que odie el blues, donde los temas propuestos más relevantes serían el estudio de las relaciones de pareja, su entusiasmo, su incomprensión, su tedio… y a partir de estos supuestos de partida Cánaves monta La historia que no pude o no supe escribir.

En esta novela nos encontramos a un narrador sin nombre, aunque hacia el final del relato se hará llamar C, y que frisa la media edad (a punto de cumplir treinta y cuatro años, nos dice) que se ha propuesto escribir en el ordenador, en una sola noche, la historia que se inició ocho años antes en las Islas Canarias (principalmente en Fuerteventura) y que le obsesiona desde entonces. Una historia, como en los poemas de Cánaves (los poemas de C), de amor, desamor, desencuentros y extravío, con algún misterio añadido.
El narrador dejó entonces la comodidad de su casa para vivir algo que se saliese de lo cotidiano. Deseaba ser escritor, nos enteraremos, y quería experiencias; se define como un Bandini (el protagonista con aspiraciones de escritor de las novelas de John Fante) de clase media. “Había estudiado derecho contra mi voluntad, para satisfacer a mis padres. Había sido un buen hijo, un novio modélico (o eso me gustaba pensar), y era el momento de cobrárselo todo”, nos dice en la página 12. Y esta será una historia de juventud, o del fin de la juventud.

En Fuerteventura conocerá a Alicia. “Estas mujeres que nos parecen diferentes a las demás suelen ser las más peligrosas, las que nos cambian la vida y casi nunca para bien.”, página 17. No mucho después ella desaparecerá, tras haber sembrado la incertidumbre vital en el narrador a través de sus frases enigmáticas y de la intuición de una historia dolorosa, inconclusa, en la ciudad de Cardiff.
El narrador, años más tarde, iniciará su búsqueda; y de esta búsqueda, junto a la descripción de los días que vivieron juntos en Fuerteventura, se nutre el relato que pretende escribir en una sola noche.

La novela se inicia con una cita de Juan Carlos Onetti, escritor que, como se puede percibir curioseando en el blog de Javier Cánaves (“Tu cita de los martes”), éste admira, y su influencia queda latente en la construcción cadenciosa de la frase y en el gusto por la adjetivación poética.
Otra influencia que he percibido en el texto es la del escritor chileno Roberto Bolaño -también un narrador procedente del mundo de la poesía-, de los más admirados y leídos por la nueva generación de escritores tanto en España como en Hispanoamérica.
Cito de la página 42: “Un modo elegante, pienso de estar junto al abismo, ese abismo de todos los que escriben y empiezan a sospechar que nunca llegarán a ser lo que soñaron.
Me imagino a Roberto con un maletín de piel marrón caminando por una ciudad infinita y deshabitada”
En Los detectives salvajes de Roberto Bolaño aparece un personaje escritor que echa de menos una cartera de cuero con la que viajaba antes de ser famoso. Este párrafo acerca de un aspirante a escritor llamado Roberto parece un homenaje directo a Bolaño; cuyos personajes, por cierto, también suelen moverse al borde del abismo, y, como en la novela de Cánaves, evocan su juventud perdida; o sus sueños nocturnos se insertan en el cuerpo del relato como un capítulo más, desasosegante, alucinatorio…

En resumen, una novela corta sobre el fin de los sueños de juventud que se lee de un tirón, escrita con un cuidado lenguaje poético, y que hace albergar serias esperanzas sobre el futuro como novelista de J. Cánaves cuando se enfrente a empeños de envergadura más extensa.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La vorágine, por José Eustasio Rivera


Editorial Cátedra, 390 páginas.

El escritor colombiano José Eustasio Rivera escribió la primera versión de este libro en 1924 y la quinta y última en 1928, poco antes de morir en Nueva York a los cuarenta años de edad. Con este último texto revisado trabaja la actual edición de Cátedra.

En el extenso prólogo introductorio (un cuidado estudio a cargo de Montserrat Ordóñez; como es habitual, por otra parte, en los libros de Cátedra) se nos dice que ha sido una de las novelas más leídas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. “Epopeya de la selva”, la llamó Horacio Quiroga en una crítica entusiasta.

La lectura de la novela propone al menos dos aventuras: una primera sería la buscada por el autor al narrar la peripecia de un grupo de personas que tiene que atravesar una impenetrable selva de Colombia. Y la segunda sería una aventura del lenguaje. El propio Rivera añadió un apéndice con un vocabulario para la mejor comprensión del libro a partir de la tercera edición, un vocabulario del Llano y de la Selva colombianos que un lector de Bogotá de la década del 20 podía no entender. Para un lector español del siglo XXI existe una capa añadida de vocabulario que ese lector de Bogotá podía entender y el lector español actual ya no. Además el lenguaje se nutre de la estética modernista, por lo que también son frecuentes las referencias culturalistas, religiosas o arcaizantes.
Al principio cometí el error de consultar todas las notas y aclaraciones, muchas de las cuales eran solamente de carácter geográfico. Todo esto ralentizaba mucho la lectura del libro. Después, como hago cuando leo libros en inglés, dejé de obsesionarme por comprender el texto al 100% y me dejé llevar por la fuerza de la historia. Eso sí, por el camino me familiaricé con palabras como chinchorro, picure, siringuero…, que ya he incorporado a mi acervo personal.

Volviendo a la primera aventura propuesta, la de la propia historia del texto, habría que decir que la novela está mediatizada por la primera persona del protagonista, Arturo Cova. Un poeta de Bogotá, convencido de su superioridad ante lo que ve en el Llano y la Selva, dada su condición de hombre, blanco y urbano. Seguramente, como se apunta en el prólogo, la creación de Arturo Cova sea el gran acierto del libro. Cova es un personaje contradictorio, machista, vengativo, conquistador insaciable… con ramalazos de locura, con ensoñaciones extravagantes.

La novela comienza con Arturo Cova y Alicia huidos de Bogotá. Allí la familia de ella quería casarla con un rico heredero y Alicia se ha entregado a los brazos de Cova, que casi desde el principio nos cuenta que no está enamorado de ella; parece ya, de hecho, cansado de ella. Lo que tampoco impedirá que a veces se deje llevar por ensoñaciones en las que idealiza a Alicia. Los huidos se dejan guiar por Don Rafo (el primero de los tres guías del viaje) hasta una finca en el Llano. Aquí conocen a Franco y Griselda; y aparece también una de las figuras negativas de la novela: el cauchero Barrera. Tras una serie de peripecias, Cova tiene que ausentarse de esta finca, es herido y a su vuelta con Franco, tanto Alicia como Griselda han desaparecido. Las mujeres han podido ser secuestradas por Barrera, o han podido huir con él… Franco y Cova deciden averiguarlo y se internan en la Selva, con la idea de alcanzar las caucherías donde Barrera tiene instaurado su reino. Aquí es donde comienza la novela verdaderamente a integrarse en el territorio que la ha hecho adquirir su fama mundial. La Selva se nos presenta como un ente vivo, personalizado, agresivo, oscuro… es múltiple el juego metafórico que hace Cova al comparar a la selva con la mujer, de ambas parece tener una visión negativa. “Un abismo antropófago, la selva misma abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento le van colocando entre las mandíbulas”, nos dice Cova de la Selva/mujer.

Se suceden escenas terribles en la Selva: un ataque de tambochas, u hormigas carnívoras, del que los protagonistas se salvan sumergiendo sus cuerpos en aguas movedizas; ataques de caribes, o pirañas, capaces de dejar a un hombre en los huesos en cuestión de minutos; heridas que se llenan de gusanos en hombres que aún no están en la tumba…

Y la locura de la Selva acecha a los personajes, en una cárcel verde donde es mejor no mirar a los árboles, para evitar el riesgo de que empecemos a pensar que nos miran, que susurran…

Queda latente en la novela una visión negativa de Cova (hombre blanco, conquistador, urbanita…) sobre los indígenas, a los que ve con prejuicios, y a los que tilda siempre de bárbaros, aunque le estén ayudando a no morir en la Selva.

Muy interesante es la figura del rumbero (persona que se puede orientar en la Selva) Clemente Silva, obsesionado con encontrar a su hijo desaparecido en la Vorágine. Y, después, cuando sabe que ha muerto, obsesionado con encontrar sus restos. La novela abunda en situaciones de un romanticismo tardío que caen en lo melodramático, como ésta.
Otra de las grandes creaciones del libro es la madona Zoraida Ayram, una mujer cauchera que ha triunfado en un mundo de hombres. Cova también la seducirá, aunque en el fondo la desprecie por haber conseguido lo que el quiere: dinero y poder.

Quizás lo que más me ha llamado la atención de la novela ha sido la descripción de las condiciones de trabajo en las caucherías, lugares donde se saja a los árboles para extraerles el caucho, el oro negro de la selva. Allí caciques como Barrera, o Funes, explotan a la gente en un régimen de esclavitud.
Rivera investigó bastante esta parte, y la novela cobra aquí vuelos de denuncia social.
Quizás la denuncia ecológica la vea ahora un lector del siglo XXI, observando la destrucción de la Selva y el mundo autóctono de los nativos de esas tierras, para Cova/Rivera la Selva no deja de ser una amenaza agobiante, terrible.

También me gustaría destacar el valor de la novela como antecedente de la eclosión hispanoamericana del boom. En La vorágine se pueden observar rasgos que luego usaría Gabriel García Márquez para su Macondo y su realismo mágico. Así en La vorágine especial mención merece la leyenda de la indiecita Mapiripana, como antecedente de las imágenes posteriores que un lector europeo tiene en la mente sobre la selva colombiana gracias a las lecturas de García Márquez.

Pese a las dificultades comentadas con el lenguaje, la lectura de este libro ha sido interesante, y me ha dejado con ganas de leer más novelas hispanoamericanas antecesoras al boom.