domingo, 26 de junio de 2022

Cartas a los años de nostalgia, de Kenzaburo Oé

 


Cartas a los años de nostalgia, de Kenzaburo Oé

Editorial Anagrama. 444 páginas. 1ª edición de 1987; ésta es de 1997.

Traducción de Miguel Wandenbergh

 

Ya conté, en la reseña anterior, que me apeteció volver en este 2022 con el japonés Kenzaburo Oé (Uchiko, 1935), del que leí cinco libros a finales de los años 90: La presa (1957), Una cuestión personal (1964), Cartas a los años de nostalgia (1987), Arrancar las semillas, fusilad a los niños (1958) y Dimos cómo sobrevivir a nuestra locura (1966). Buscando información sobre Oé llegué hasta un artículo del escritor Gonzalo Torné en Ctxt en el que recomendaba la lectura consecutiva de El grito silencioso y Cartas a los años de nostalgia, «La lectura de estas dos novelas revela una concepción circular del entendimiento, el recuerdo y la interpretación».

 

Me pareció una buena idea, porque Cartas a los años de nostalgia la había leído en 1999, y recordaba muy pocas de sus escenas, pero sí que me había gustado mucho. Me recordaba leyéndola en la cafetería de la universidad Carlos III, donde estudié, y sintiéndome feliz. Así que después de sacar El grito silencioso de la biblioteca de García Noblejas, saqué Cartas a los años de nostalgia de la de Móstoles. Después del veintitrés años, el libro no estaba en los anaqueles, expuesto al público, sino que descansaba sus días en un lugar llamado «el Depósito», donde van a parar los libros que no saca nadie después de mucho tiempo y que, afortunadamente, la biblioteca decide no destruir. Me entregaron, después de tantos años, el mismo ejemplar de Anagrama que leí en 1999, y no parecía muy estropeado. Quizás fui yo su último lector.

 

El protagonista y narrador de Cartas a los días de nostalgia es Kenzaburo Oé, un escritor japonés de mediana edad, cuyo hijo mayor se llama Hikari, y tiene una minusvalía mental. Cuando leí este libro por primera vez lo hice como si se tratara de una autobiografía, a lo que invita además la contraportada de Anagrama. Así se ha leído también y principalmente en Occidente, pero al parecer, por lo que sé ahora, debemos tener cuidado con esto. Aunque el personaje sea escritor, se llame igual que él y los miembros de su familia también, no tiene por qué está hablándonos totalmente de hechos reales. Se trataría más bien de una «autoficción», una novela donde el autor fabula usando su propia vida. De hecho, después del premio Nobel de 1994, Oé siguió haciendo autoficción, pero decidió que el narrador de sus libros tuviera un nombre que no coincidiera con el suyo.

 

Oé recibe una llamada telefónica de Osetchan, esposa de Gii, su amigo y maestro de la infancia. Osetchan le pide a Oé que vuelva al valle donde está su pueblo natal para hablar con Gii, que cada día parece estar más extraño. Oé, junto a su familia ‒su mujer y sus tres hijos‒, decide hacer un viaje desde Tokio a Shikoku, la cuarta de las islas que componen el archipiélago de Japón y de donde Oé es originario. Oé empezará a explicarle al lector de dónde parte su relación con Gii, que es cinco años mayor que él, y con el que empezó a tratar cuando Oé tenía diez años y Gii quince. Después de las clases del colegio Oé irá a la casona donde vive Gii, y este le ayudará con sus estudios. Más tarde, después de que Oé se haya trasladado a Matsuyama, la capital de la provincia, para estudiar el bachillerato, y suspenda su acceso a la universidad, al volver al pueblo Gii le ayudará a preparar de nuevo esos exámenes.

 

Oé acabará estudiando en la universidad Filología Francesa, pero su amigo Gii le ha guiado también en el inglés, descubriéndole poetas como William Blake. Gii será, durante toda la vida de Oé, un maestro, un amigo y un guía, de que escuchará siempre sus consejos y comentarios, alguien que puede incluso hacer que se tambaleé su vocación literaria con alguna de sus comentarios.

Después de una primera parte en la que desde el presente narrativo se evocan algunas escenas del pasado, en la segunda parte Oé narrará desde el momento en el que era un niño en el valle, que acabará yéndose primero a la capital de la provincia y después a Tokio. Hacia el final de la narración se alcanzará de nuevo el tiempo del comienzo y se avanzará un poco más. El personaje mismo nos informa de algunos de sus planes narrativos, como por ejemplo en la página 113, donde leemos: «Prefiero dejar la continuación de esta conversación entre Gii y yo para el final de esta historia».

Oé ha mantenido durante mucho tiempo una relación epistolar con Gii, que no se interrumpió ni cuando Oé aceptó ser profesor invitado en una universidad de México (algo que ocurrió en la vida real).

Como comentaba Gonzalo Torné en su artículo, Cartas a los años de nostalgia establece paralelismos con El grito silencioso. Los dos personajes, Oé y Mitsu, regresan desde Tokio hasta el pueblo de sus orígenes, en un valle de la isla de Shikoku. En El grito silencio sobre este regreso pende un aire de amenaza, que en Cartas a los años de nostalgia, sería, como su título indica, más bien un retorno nostálgico. El existencialismo pesimista, propio de los escritores franceses de la década de 1960, como Jean Paul Sastre impregna las páginas de El grito silencioso, y será en Cartas a los años de nostalgia donde Oé nos hable de su descubrimiento de los libros de Sartre.

Quizás las páginas que más me han gustado del libro son aquellas en las que se evoca el paso de Oé por el instituto, y las relaciones que establece allí con otros estudiantes o profesores, en el entorno de violencia que propició el fin de la guerra.

 

La casa en la que vive Gii en Cartas a los años de nostalgia es una de las casonas más antiguas de la región, una casona perteneciente a una familia de potentados. Ésta es la casona que en El grito silencioso pertenece a la familia de los protagonistas, los hermanos Mitsu y Takashi. Algunos de los rasgos de la personalidad de Takashi, el hermano pequeño del narrador de El grito silencioso, pertenecen a Gii en Cartas a los años de nostalgia. Incluso algunos de los sucesos trágicos y ominosos que van a suceder en la vida de Gii le sucederán a Takashi.

De hecho, en Cartas a los años de nostalgia hay algún momento en el que el narrador Oé reflexiona sobre su vida y su obra, y él mismo explica qué elementos ha cogido de la realidad, que supuestamente es «real» y de la que habla en Cartas a los años de nostalgia, para componer El grito silencioso. En los dos libros se hablará también de las protestas contra el Tratado de colaboración con Estados Unidos, que fueron bastante multitudinarias y violentas a principios de la década de 1960.

También he reconocido otras escenas del libro que se evocan en otros libros, como cuando se narran los días del fin de la guerra, cuando Oé tenía diez años, en 1945, momentos que narra en su primera novela, La presa.

En la narrativa de Kenzaburo Oé es habitual que esté presente el alcohol, y en Cartas a los años de nostalgia, Oé nos cuenta que necesita emborracharse cada noche para vencer su insomnio. Una dependencia contra la que tratará de luchar hacia el final de este libro.

 

Me ha encantado volver a leer Cartas a los años de nostalgia, me ha resultado un grato reencuentro con aquel escritor que tanto me gustaba en la segunda mitad de la década de 1990. Y también ha sido una gran idea hacer caso del consejo de Gonzalo Torné y leer seguidos El grito silencioso y Cartas a los años de nostalgia, porque son dos obras íntimamente emparentadas y que aportan muchas claves sobre la obra de Kenzaburo Oé, uno de los más grandes escritores vivos.

domingo, 19 de junio de 2022

Soledad, por Víctor Catalá


Soledad
, de Víctor Catalá

Editorial Trotalibros. 303 páginas. 1ª edición de 1905, ésta es de 2021.

Traducción de Nicole d´Amonville Alegría

Epílogo de Jan Arimany

 

De la nueva editorial Trotalibros, surgida de un canal de YouTube del mismo nombre, y especializada en rescates literarios, había leído hasta ahora sus dos primeros propuestas: La guardia (1954) del griego Nikos Kavadías y El palacio de hielo (1963) del noruego Tarjei Vesaas. Estuve hablando con Jan Arimany, el editor, a través de las redes sociales, y quedamos en que me iba a enviar Soledad (1905) de la escritora catalana Víctor Catalá, para que yo pudiera reseñarla.

 

Hace años me sorprendió mucho La plaza del diamante (1962) de la también catalana Mercè Rodoreda, que me parece una de las mejores novelas que se han escrito sobre la guerra civil española, y de que de joven no le había oído hablar a nadie. A pesar de que en los años 80 se hizo una serie que se emitió en Televisión Española, cuando yo me acerqué a ella en la primera década del siglo XXI muy poca gente de mi entorno conocía la novela. Solo la conocían dos personas que estudiaron en la Filología Hispánica en la universidad Complutense, porque la reivindicaba una profesora de allí. La plaza del diamante se escribió en catalán y, a pesar de ser una obra maestra, sorprende ver la relativamente escasa repercusión que ha tenido en el resto de España (aunque en 2014 se realizó también una adaptación teatral)  y la poca comunicación que existe, la mayoría de las veces, entre la literatura escrita en los diversos idiomas de España. Al saber que Soledad es considerada otra de las novelas claves de la literatura catalana me apeteció leerla.

Jan Arimery comenta en el epílogo que, en los institutos catalanes, se leen fragmentos de Soledad en secundaria, y de ella se analizan frases sintácticamente. «Soledad es uno de esos clásicos que pierden lectores en las aulas». Es decir, un ciudadano de Cataluña conoce, al menos, la existencia de Soledad y el nombre de Víctor Catalá, pero diría que es una autora muy desconocida en el resto del territorio nacional. A pesar de todo, he visto en internet que la hoy desaparecida editorial madrileña Lengua de Trapo sí la sacó traducida al español en 2009, con traducción de Basilio Losada. En Trotalibos, Jan ha editado una nueva traducción. La ha realizado Nicole d´Amonville Alegría que es poeta, traductora y editora. No parece una traducción fácil, puesto que uno de los protagonistas de la novela, el pastor Gaietà, habla en un catalán dialectal ‒que en realidad está inventado por la autora‒ y será la traductora la que haya de tomar las decisiones de trasladar ese catalán no normativo al español.

 

Víctor Catalá es en realidad el seudónimo de Caterina Albert, quien en 1898 ganó los Juegos Florales de Olot con el monólogo teatral La infanticida. Pero al asistir a recoger el premio, unida a la inmoralidad que se imputó a la obra, se reveló que había sido escrito por una mujer, y esto hizo que el jurado le retirara el galardón. Desde entonces tomó el seudónimo de Víctor Catalá y, cuando más tarde, en los círculos literarios, ya todo el mundo sabía que Catalá era en realidad Caterina Albert lo siguió usando, porque le gustaba ese juego de personalidades múltiples. Así que el editor Jan Arimery decidió conservar el seudónimo masculino porque según los descendientes de la autora de este modo le hubiera gustado a ella.

 

En el primer capítulo, el lector conocerá a Mila y Matias, un matrimonio joven que ha aceptado el trabajo de cuidar una ermita, dedicada al culto a San Poncio, en la montaña catalana. La novela está escrita en tercera persona, pero gracias al recurso del estilo indirecto libre casi siempre nos encontraremos cerca de la mirada y los pensamientos de Mila. La pareja asciende por la montaña para encontrarse con su nueva vida, los presagios sobre el futuro no parecen halagüeños para la mujer. Por ejemplo, a Mila le está empezando a molestar la reciente gordura de su esposo, al que vislumbramos como a un hombre perezoso. «Aquel no era un camino para gente de bien, sino para cabras y forajidos» (pág. 23)

En este primer capítulo nos asaltará también un vocabulario campestre o antiguo, con términos como «ribazo», «agave» «ringleras», «enfitéutico», que, en cierta medida, me ha recordado a ese lenguaje ancestral de los libros de Miguel Delibes. También es cierto que esta sensación de enfrentarnos a ese vocabulario desconocido va desapareciendo a medida que nos adentramos en el libro. Salvo cuando habla el pastor Gaietà, cuyo discurso en un español errado, de evocaciones medievales, puede chocar al lector

 

Después de la buena impresión que me causa el primer capítulo, he de decir que me parece que la novela da un bajón en los siguientes ‒en el segundo, tercero y cuarto‒ donde Catalá nos mostrará cómo es la ermita de San Poncio, nuevo hogar de Mila y Matias, y se presenta a algunos de los personajes que van a ser importantes para la historia, como el pastor Gaietà y el niño Baldiret, que tiene ocho años y acompaña al pastor en su soledad, y también se va a convertir en símbolo de los anhelos de Mila de tener un hijo. No es que estos capítulos sean malos, sino que tengo la impresión de que en ellos la novela pierde tensión narrativa a favor del costumbrismo, como ocurre, por ejemplo, en el capítulo 4, donde Mila se dedica a adecentar su nueva casa.

 

Sin embargo, pese a esta sensación de deriva inicial, la novela empezará poco después a tomar vuelo, y crecerá también la tensión narrativa. Los conflictos entre Mila y Matias se irán acrecentando, ya que Mila ve a su marido como un holgazán. Además éste quiere ganar algo de dinero saliendo a mendigar por los pueblos cercanos en nombre del santo de la ermita, algo que avergüenza a Mila. Ésta encontrará refugio en las conversaciones que tiene con Gaietà, el pastor, un hombre bondadoso, que siempre está dispuesto a contar historias, una leyenda local o inventada, con las que embelesará a sus oyentes. La montaña también está habitada por el Ánima, un vagabundo, contra el que Gaietà prevendrá a Mila, ya que guarda contra él una gran ojeriza.

 

En el prólogo, Catalá nos cuenta que inicialmente la novela contaba con veinte capítulos, pero al final decidió sacrificar dos, «los que nos parecieron menos esenciales para el desarrollo de la fábula». La novela tuvo éxito, y cuando se estaba preparando una nueva edición, la autora le comentó al editor la existencia de esos dos capítulos, y éste se interesó por su incorporación al libro, pero entre medias tuvo lugar la guerra civil, y Catalá sufrió un registro en su casa y los manuscritos de estos dos capítulos desaparecieron. Imagino que estos capítulos que Catalá descartó pertenecerían a esta primera parte, que ya he dicho que me parece demasiado descriptiva, porque en la segunda mitad la trama se ajusta mucho y la novela avanza con gran firmeza hacia su innegable final en alto.

 

Lo más interesante de la novela es la transformación que vive Mila en la montaña, desde ser una campesina de la llanura, que se ha casado con un hombre al que en realidad conocía bien poco, hasta ser una mujer que conoce sus deseos vitales y anhelos.

«Se sentía bella, sabrosa, codiciable y codiciada por los hombres; las viciosas fieras de la fiesta, primero; los grupos de cazadores urbanos, después; y la anhelante plenitud de su alma, a todas horas, se lo habían demostrado con creces. Pues, si era así, ¿por qué esos dos hombres (…) a los que ella quisiera hacer el generoso don de sí misma, no la codiciaban, por qué no hincaban los dientes en ella como en un fruta dulce, madura en su punto?» (pág. 209)

Soledad es, en gran medida, una novela sobre los deseos de una mujer insatisfecha y esto la convierte en una novela muy moderna dentro de la tradición europea, puesto que se publicó en 1905, y está escrita por una mujer. Jan, el editor, en un vídeo de su canal de YouTube, la comparaba con obras como Cumbres borrascosas de Emily Brontë. La comparación es pertinente, sobre todo si, además de fijarnos en las pasiones que se van a desatar en el libro, nos fijamos también en la fuerza del paisaje: los páramos en Brontë y la montaña en Catalá. Lugares que se van connotando de una fuerza telúrica. «Ahora, ella, sintiendo serenidad en la cabeza y el corazón, hallaba placentero jugar voluptuosamente con los escalofríos que relampagueaban en las carnes cuando se transita por agrestes alturas y sentir que el tenebroso embrujo de aquellas honduras le sorbía el alma por las pupilas.» (pág. 185).

 

Pese al titubeo inicial, que ya he comentado, me ha gustado mucho Soledad. Es una novela que va ganando altura y tensión en su segunda mitad, y que me ha parecido una obra valiosa y moderna, sobre todo por su muestra de la fragilidad de la posición de la mujer a principios del siglo XX en España. Una novela que sigue dejando ecos y resonancias en el lector una vez cerrado el libro.

domingo, 12 de junio de 2022

ESPECIAL CHARLES BUKOWSKI EN MI CANAL DE YOUTUBE

He grabado un vídeo para mi canal literario de YouTube (David Pérez Vega - Bienvenido, Bob) hablando de lo que supuso para mí encontrarme con la obra de Bukowski a los 19 años, en 1994, cuando el autor aún estaba vivo. En este vídeo hablo de sus novelas, libros de relatos, diarios, entrevistas, poesías...

Voy a dejar aquí un enlace al vídeo, por si les apetece verlo, y unirse al canal, donde tal vez encuentren recomendaciones literarias que les interesen:






domingo, 5 de junio de 2022

El grito silencioso, por Kenzaburo Oé


El grito silencioso
, de Kenzaburo Oé

Editorial Anagrama. 345 páginas. 1ª edición de 1967; ésta es de 2004.

Traducción de Miguel Wandenbergh

 

En 1994 ganó el premio Nobel de Literatura el japonés Kenzaburo Oé (Uchiko, 1935) y yo leí un libro suyo por primera vez en octubre de 1996, a la edad de veintidós años. Se trataba de La presa (1957). Después leería Una cuestión personal (1964), Cartas a los años de nostalgia (1987), Arrancar las semillas, fusilad a los niños (1958) y por último, en 1999, Dimos cómo sobrevivir a nuestra locura (1966). Cinco libros publicados por Anagrama que hicieron que Oé se convirtiera en uno de mis escritores favoritos. En 2009, tras un largo periodo de espera, apareció una nueva y extensa novela suya, titulada Salto mortal (1999), con más de 800 páginas. Pero ya no la publicó Anagrama, sino Seix Barral. Sopesé leerla, pero creo que me echó para atrás que Oé hubiera cambiado de editorial en España. Como si de mi equipo de fútbol se tratase, consideré entonces una traición ese cambio de camiseta, algo que no tenía nada que ver con Oé, claro, sino con su agente literario y con la histórica fama de agarrado del editor Jorge Herralde.

 

Llevaba ya unos años rumiando la idea de volver a Oé, a los nuevos libros de Seix Barral, a su etapa posterior al premio Nobel, y lo iba posponiendo. Siempre estaba ahí alguna novedad literaria a la que atender, el libro de un amigo, unos editores a los que aprecias, un clásico al que debía acercarme, algún nuevo desvío, etc. Pero este 2022 me he dicho basta. He de leer aquello que «exactamente» quiero leer. Este es un problema que mi mujer, Almudena, no entiende y creo que yo tampoco.

Iba a sacar de bibliotecas públicas los libros de Oé en Seix Barral, cuando me he dado cuenta de que me faltaba uno de los que sacó en Anagrama (aunque yo creía que había leído ahí toda su narrativa publicada). Se trataba de El grito silencioso (1967), que además es uno de los más significativos de su obra. Así que he decidido volver a Oé rellenando antes los huecos.

 

El personaje y narrador de El grito silencioso es Mitsu, de veintisiete años, que está casado y tiene un hijo, que nació con un problema mental, y al que han ingresado en un sanatorio. La escritura de Oé contiene un gran trasfondo autobiográfico, y ya en Una cuestión personal nos habló del trauma de que el primer hijo de un matrimonio naciera con un tumor en la cabeza, que al extirparlo provocará que el bebé pasase a ser prácticamente un vegetal. Una cuestión personal se publicó en 1964 y El grito silencioso en 1967, y este trauma une a las dos novelas, que es un trauma real en la vida de Oé, cuyo hijo Hikari nació con este problema. Un asunto que ha estado muy presenta en la obra de Oé. Actualmente Hikari Oé es un reputado compositor de música de cámara en su país.

 

En el primer capítulo, Mitsu no puede dormir, sale de su casa y desciende hasta un poco semiseco para pensar en su vida abrazado a un perro. Su hermano mayor murió como soldado en la Segunda Guerra Mundial, el siguiente hermano murió en el pueblo del que son originarios, por una paliza recibida por un grupo de inmigrantes coreanos. La siguiente hermana se suicidó. De los cincos hermanos solo quedan Mitsu y Takashi, su hermano pequeño. Además, otro amigo de Mitsu, con el que estaba realizando la traducción de un libro, se ha suicidado, pintándose la cara de bermellón, desnudo, con un pepino en el ano, ahorcándose. Además, Mitsu es tuerto, un grupo de estudiantes de primaria le tiraron una piedra y perdió el ojo derecho. Mitsu, en el fondo del pozo, se está imaginando a sí mismo muerto y enterrado.

Más adelante, Oé va a encabezar uno de sus capítulos con una cita de Jean Paul Sartre, pero desde el comienzo esta novela rezuma existencialismo francés. De hecho, sé que Oé estudió Filología Francesa en la universidad de Tokio, y Sartre fue una de las lecturas que le deslumbró en su juventud.

 

Takashi, el hermano pequeño de Mitsu, participó en las manifestaciones que hubo en Japón a principios de la década de 1960 en contra del Tratado con los Estados Unidos, a favor de la cooperación mutua, pero que de hecho permitía establecer a Estados Unidos bases militares en Japón. Takashi se ha arrepentido de aquello y, con un grupo de teatro, ha iniciado una gira por los Estados Unidos con una obra en la que, junto con otros jóvenes como él, muestra a los norteamericanos su arrepentimiento. Pero Takashi abandonará al grupo y se dedicará, durante unos meses, a vagabundear por los Estados Unidos. En el segundo capítulo del libro, Takashi regresa a Japón, y le propone a su hermano volver a su pueblo del valle, en la isla de Shikoku, para vender sus propiedades heredadas y vivir allí, en las tierras de sus antepasados. Mitu acepta, y se trasladará al pueblo con su hermano, su mujer, y una pareja de chicos de dieciocho años, que son amigos y admiradores de Takashi. Así se describe la entrada del autobús al valle: «Cierta sensación de miedo indefinido me puso en guardia contra algo horroroso que podía echárseme encima desde las sombras oscuras de las rocas que mi ciego ojo derecho levantaba en el campo de mi visión.» (pág. 59). La sensación de amenaza y posible violencia es contante en este libro.

 

«Se me ocurrió entonces que la causa de mi desazón tal fuera que, en el fondo, me daba cuenta de que quienes les sobreviven no pueden hacer nada por los muertos. Sin ninguna razón definida, había sido presa de un vago presentimiento desde hacía algunos meses. Fueron los meses en que murió mi amigo, mi mujer se dio a la bebida y tuvimos que internar a nuestro hijo subnormal, aunque aquel presentimiento tal vez también tuviera relación con cosas que habían estado gestándose desde mucho tiempo antes. Aquel presentimiento me había llenado de la convicción de que moriría de un modo aún más inútil, absurdo y ridículo que mi amigo.» (pág. 43-44) Mitsu está entrando en una depresión, y esta situación no parece que vaya a mejorar al llegar al valle de sus antepasados. Sin embargo, allí su hermano Taka sí parece rejuvenecer y encontrar energías para ganarse a los jóvenes del pueblo, y organizarlos en torno a un equipo de fútbol. También empezará a pensar, y obsesionarse, en el hermano de su bisabuelo, que un siglo antes se había convertido en el líder de una revuelta campesina y violenta en la región. Sobre este bisabuelo y su hermano corren varias teorías que Mitsu y Taka quieren conocer para acercarse a la verdad.

Taka parece querer emular a su antepasado y comenzará un conato de revuelto contra el dueño de una cadena de almacenes, que ha abierto un supermercado en el pueblo, y al que se referirán como el Emperador de los Supermercados. El Emperador es descendiente de coreanos, que fueron desplazados a Japón durante la época de la guerra como mano de obra esclava. Después de la guerra siguieron viviendo en el valle, en una colonia a las afueras del pueblo. Estos coreanos fueron los que mataron a golpes al segundo hermano de Mitsu y Taka. Taka quiere ahora establecer una venganza contra él. En el coreano que ha prosperado el valle parece encarnar la espina clavada que se les quedó con la derrota de la guerra, y esta idea le sirve a Oé para crear un contraste entre el Japón de antes de la guerra, con sus ideas políticas y creencias ancestrales, y el nuevo Japón, seguidor de la cultura capitalista.

 

Además de la relación que he visto con el tema del hijo con problemas entre Una cuestión personal y este libro, he encontrado otros hilos de unión: en El grito silencioso al protagonista le surge la oportunidad de ir a trabajar a África, viaje que ve como una oportunidad de evasión, y esta idea estaba ya también en Una cuestión personal.

El grito silencioso (expresión que evoca a los mensajes mudos que nos dejan los suicidas) es una novela oscura y tensa, una grandísima obra llena de belleza y tensión narrativa.

Después de veinticuatro años he vuelto a leer a Kenzaburo Oé y me ha encantado el reencuentro. Me siento como si, por algún motivo incomprensible, hubiese dejado de lado a un amigo, pero después de los años he ido a llamar a su puerta y éste me la ha abierto y me ha dado un abrazo.