lunes, 28 de mayo de 2012

Purgatorio, por Raúl Zurita


Editorial Visor. 74 páginas. 1ª edición de 1979, ésta de 2010.

En octubre de 2010, ya conté en el blog que estuve en la librería Iberoamericana (C/ Huertas 40, Madrid) para asistir a un recital del poeta Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950). La breve crónica que escribí sobre aquel evento se puede leer AQUÍ.

Voy a copiar a continuación unos párrafos de aquella entrada:

Ésta es la cadena de casualidades que me ha hecho conocer la figura de Zurita: hace unos años, los libros de Roberto Bolaño me llevaron a interesarme por la poesía chilena. Me sorprendió mucho saber, a través de un foro donde se conversaba sobre Bolaño y otros autores relacionados, que los poemas que el nazi Carlos Weider de Estrella distante dibujaba con una avioneta en el cielo de Santiago de Chile tras el golpe militar, una imagen tan sugestiva como delirante, una imagen que pensaba que sólo podía ser inventada, tenía un correlato en la realidad en la obra del poeta Raúl Zurita. La relación existe en el acto poético: Raúl Zurita, como Carlos Weider, también escribió versos en el aire, en este caso sobre el cielo de Nueva York y no sobre el de Santiago de Chile; por supuesto, Zurita no es un nazi, sino que fue un miembro del partido comunista chileno, y fue encarcelado y torturado tras el golpe militar.
En las páginas 88-89 de Entre paréntesis, escribe Bolaño: “Zurita crea una obra magnífica, que descuella entre los de su generación y que marca un punto de no retorno con la poética de la generación precedente”.

Igual que había pensado al empezar a leer a Bolaño que poetas como Jorge Teillier o Enrique Lihn eran inventados, y después salí de mi error a través de interesantes lecturas, también me llamó la atención la obra de Zurita, pero no había leído, hasta ahora, más que poemas sueltos en Internet.
El día antes de la lectura busqué más información sobre Zurita en Internet y así leí que, además de escribir versos en el aire, ser torturado por los golpistas chilenos, escribir en el desierto versos para ser leídos desde el aire, también llevó a cabo actos de performance poética sobre su propio cuerpo, llegando a la autolesión, a arrojarse amoniaco a los ojos o a quemarse la mejilla con un hierro al rojo (wikipedia). Y todo esto la verdad es que para mí no tendría demasiada importancia si los poemas no sostuvieran al personaje; pero leo los poemas y lo sostienen de sobra, dándole en este caso un aura loca o transgresora que me atrae. Además Zurita, por si necesita de validaciones oficiales, fue premio nacional de poesía en Chile.

En la contraportada del libro Purgatorio, en la edición de Visor que he leído, está escrito:
“Publicado en 1979, Purgatorio sin duda marcó tanto una época como la aparición de una voz que causó estupor en la escena literaria latinoamericana. Libro fundamental, como obra literaria y como emblema de una generación, su contenido representa un quiebre –brillante por lo demás– y una renovación de las formas y de la construcción poética. Purgatorio es indivisible de su fecha de escritura y se ha constituido en un símbolo del proceso traumático que atravesó la sociedad y la política chilena bajo la dictadura. Desgarrador, más que una escritura es un grito. Más que un libro, un estado de ánimo. Purgatorio plantea un viaje que pone la lógica al servicio de la poesía, para hablar de aquello ante quienes muchos se han rendido”.

Y en realidad yo lo que estaba leyendo son los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti y al ver que no me iba a dar tiempo a tener una entrada lista para este domingo (siguiendo con la norma que me he impuesto, y que tarde o temprano tendré que incumplir), el domingo anterior saqué del estante este libro de Zurita. Y es extraño también que no haya leído los dos libros de Raúl Zurita que compré aquella tarde de octubre de 2010, porque me gustó bastante el recital y la charla con el autor.

Este poemario se lee en muy poco tiempo y la sensación que me ha causado su lectura es cuanto menos ambigua. Destaco una idea del texto de la contraportada: “Purgatorio es indivisible de su fecha de escritura”: estamos en la década de 1970 en Chile, Raúl Zurita, que fue estudiante de Matemáticas, licenciado como Ingeniero Civil de Estructuras, que se dedica a vivir la bohemia de Santiago de Chile, es “detenido, encerrado y torturado en una de las bodegas del carguero Maipo” (Wikipedia).
Raúl Zurita nos mira desde la portada de este libro de Visor con dos esparadrapos cruzados en su mejilla izquierda, una foto que parece tomada de una ficha policial, una foto que muestra uno de sus actos poéticos: quemarse con ácido la mejilla. Un acto de locura y de rebeldía; un acto que va a conducir a su autor, en algún momento, a pensar que debe escribir poemas de humo en el aire; el acto de alguien que va a escribir en el cielo: “Dios es hambre”.

En los primeros versos de Purgatorio el poeta juega a la ambigüedad sexual:

mis amigos creen que
estoy   muy      mala
porque quemé mi mejilla

En otros versos (escritos a mano en el libro) el poeta se autodenomina “Raquel”.

Si como dice la contraportada, “más que un libro, es un estado de ánimo”, tendríamos que decir que el estado de ánimo que transmite Purgatorio es de desolación (con descripciones de los grandes espacios vacíos de los desiertos de Chile) y de extrañeza ante el mundo.
Sin embargo, si uno trata de encontrar, buscando entre líneas, alguna crítica a la dictadura de Pinochet, puede encontrarla en versos como este: “LA VIDA ES MUY HERMOSA, INCLUSO AHORA”. Ese “incluso ahora” nos invoca como lectores.

Después de algunos versos sueltos, nos encontramos con una de las tres composiciones destacadas de este libro, el poema dividido en partes titulado Domingo en la mañana:
En él nos acercamos a la soledad del poeta, a su angustia vital. “Destrocé mi cara tremenda / frente al espejo” (pág. 17); “Me he aborrecido tanto estos años” (pág. 16). El juego con los conceptos de martirio y sacrificio cristiano son constantes: “Soy una santa digo” (pág. 15); “Yo soy el confeso mírame la Inmaculada / Yo he tiznado de negro / a las monjas y los curas” (pág. 16); “Afuera el cielo era Dios / y me chupaba el alma” (pág. 18). “Se ha roto una columna: vi a Dios” (pág. 21).

Y dentro de este contexto de soledad, de martirio y sacrificio cristiano –como ya he escrito–, también podemos encontrar alguna referencia velada a la situación política: “Yo soy Juana de Arco / Me registran con microfilms” (pág. 20).

Y después comienzan los poemas del apartado DESIERTOS, seguidos de otro apartado relacionado, EL DESIERTO DE ATACAMA: la soledad cósmica, la personalidad mesiánica.
Dejo aquí uno de estos poemas:

COMO UN SUEÑO

Vamos: no quisiste saber nada de
ese Desierto maldito –te dio
miedo yo sé que te dio miedo
cuando supiste que se había
internado por esas cochinas
pampas –claro no quisiste
saber nada pero se te volaron
los colores de la cara y bueno
dime: te creías que era poca
cosa enfilarse por allá para
volver después de su propio
nunca dado vuelta extendido
como una llanura frente a nosotros

YO USTED Y LA NUNCA SOY LA VERDE PAMPA
                     EL DESIERTO DE CHILE




Destaco otro poema del grupo EL DESIERTO DE ATACAMA:


PARA ATACAMA DEL DESIERTO


i. Miremos entonces el Desierto de Atacama

ii. Miremos nuestra soledad en el desierto

Para que desolado frente a estas fachas el paisaje devenga
una cruz extendida sobre Chile y la soledad de mi facha
vea entonces el redimirme de las otras fachas: mi propia
Redención en el Desierto

iii. Quién diría entonces del redimirse de mi facha

iv. Quién hablaría de la soledad del desierto


Para que mi facha comience a tocar tu facha y tu facha
a esa otra facha y así hasta que todo Chile no sea sino
una sola facha con los brazos abiertos: una larga facha
coronada de espinas.

v. Entonces la cruz no será sino el abrirse de brazos
    de mi facha

vi. Nosotros seremos entonces la Corona de Espinas
     del Desierto


vii. Entonces clavados facha con facha como una cruz
     extendida sobre Chile habremos visto para siempre
     el Solitario Expirar del Desierto de Atacama.




Después, Purgatorio contiene un extraño conjunto de poemas titulado ÁREAS VERDES, donde se juega al contraste entre el pastar de las vacas y la pureza de los conceptos matemáticos. Destaco este poema sin título:

Comprended las fúnebres manchas de la vaca
los vaqueros
lloran frente a esos nichos
I.
Esta vaca es una insoluble paradoja
pernocta bajo las estrellas
pero se alimenta de logos
y sus manchas finitas son símbolos
II.
Esa otra en cambio odia los colores:
se fue a pastar un tiempo
donde el único color que existe es el negro
Ahora los vaqueros no saben qué hacer con esa vaca
pues sus manchas no son otra cosa
que la misma sombra de sus perseguidores


En estos poemas se juega también con diferente simbología sobre la muerte.

Para finalizar, Purgatorio contiene una serie de poemas cada vez más cortos, donde las palabras van desapareciendo para dar paso a caligramas y a diferentes dibujos (que parecen una reivindicación de las vanguardias de principios del siglo XX), como una serie de peces que me hacen pensar de nuevo en la simbología cristiana. Veamos uno de estos poemas:

LOS CAMPOS DEL DESVARÍO

N=1
La locura de mi obra

N=
La locura de la locura de la locura de la

N


Y podemos encontrarnos con algunos versos más, insertados en gráficas médicas.
Al principio de la entrada escribí que la lectura de este libro me había resultado cuanto menos ambigua. La verdad es que un libro como éste, con todas sus connotaciones políticas, el arrojo y la valentía que representa por el momento en el que surge, es difícil leerlo sin un gran respeto previo. Pero también es cierto que, sin que me haya disgustado su lectura, habiéndome parecido un libro con un valor histórico importante, no he disfrutado del todo de él. Y creo que esto se debe a que la poesía –al menos para mí– requiere su momento preciso, y yo he llegado a este libro de una forma un tanto forzada (buscando un libro corto para leer mientras acabo el de los Cuentos completos de Onetti); y además no suele acabar de convencerme la poesía demasiado cifrada. Ya he escrito más de una vez en el blog que yo soy lector principalmente de prosa y que cuando leo poesía la que más suele gustarme es la de carácter más narrativo. Tampoco me suele gustar demasiado que los dibujos u otros elementos (gráficas médicas, fotocopias de un cuaderno escrito a mano…) sustituyan lo que entiendo como pura literatura: palabras sobre un papel.
En realidad creo que a pesar de todo el halo místico que puede rodear a este libro, yo voy a disfrutar más del otro que compré en aquel recital al que acudí en la librería Iberoamericana, Cuadernos de guerra, porque los poemas son más largos y tienen un fuerte componente narrativo.

domingo, 20 de mayo de 2012

Los artistas, por Javier Cánaves


Editorial Baile del Sol. 97 páginas. 1ª edición de 2011.

Hace ya un año y medio hablé de la primera novela de Javier Cánaves (Palma, 1973), titulada La historia que no pude o no supe escribir (Baile del Sol, 2009) (pinchar AQUÍ). También he comentado en el blog que, tiempo antes, después de haber leído sus libros de poemas Por fin has conseguido que odie el blues (Premio Hiperión, 2003) y El peso de los puentes (Premio ciudad de Palma, 2005), gracias a internet, le he conocido en persona, y mantenemos una amistad en la distancia que consigue hacerse presencial un par de veces al año. Así que, además de que compartimos editorial –Baile del Sol–, el autor de esta novela es un amigo.
Fui a buscar Los artistas a la Casa del Libro de Goya, y aunque me dijeron que la habían tenido no estaba en ese momento y la tuve que encargar. A la semana pude recogerlo.

Cuando leí La historia que no pude o no supe escribir, dije sobre ella: “Esta será una historia de juventud, o del fin de la juventud”. En esa primera novela publicada de Cánaves, el personaje va a cumplir los 34 años y decide evocar, en una sola noche, sentando frente a una pantalla de ordenador, el recuerdo de un amor que marcó el fin de su juventud.
En Los artistas el recuerdo de la juventud también corroe al personaje principal, Julio Cantallops: “Los sueños de una juventud que se resiste a abandonarte siempre acaban enturbiando, modificando, posponiendo los planes de futuro, nunca realistas, asequibles, siempre entreabierta una puerta a lo imposible o quizás sólo improbable” (pág. 11, y primera del libro); pero, aunque el tono es parecido al de su anterior novela, Los artistas analiza otra faceta del fin de la juventud, ya que, además de asumir la falta de intensidad de las relaciones amorosas adultas, se incide sobre la derrota que supone no haber alcanzado los sueños artísticos que parecían abrirse ante nosotros (en caso de tener sueños artísticos) a los 20 años: “En realidad no estás donde quieres estar, no ocupas la posición que crees que te mereces, aunque hay veces (es cierto) que disfrutas de un modo enfermizo de la autoflagelación” (pág. 17).

Javier Cánaves, aunque ha cambiado el nombre de su personaje, de Javier Cánaves a Julio Cantallops (se mantienen sin embargo las iniciales, JC), juega en Los artistas a la autoficción: el personaje tiene la misma edad que el autor cuando escribe la novela, ganó varios premios de poesía en el pasado (un pasado que empieza a sentir como lejano), publica artículos en un periódico local, tiene un trabajo fijo que poco tiene que ver con la literatura, y vive en una ciudad que es fácil identificar con Palma (es recurrente la imagen de la catedral en el paseo marítimo); y si uno es seguidor de su blog (Tu cita de los martes) no es difícil encontrar similitudes entre el estilo de las entradas publicadas ahí y el de su novela.
Pero Javier Cánaves, aunque se sirve de Julio Cantallops para exorcizar algunas de sus obsesiones, no es su personaje, o no es exactamente su personaje (al menos en la medida en que yo puedo conocerle).

La temática de Los artistas (la derrota del sueño de ser reconocido como escritor) me ha parecido tratada con una intensidad más madura que la de La historia que no supe no pude escribir, donde se hablaba principalmente del fin del sueño del amor juvenil. La prosa de esta segunda novela evoca –de una forma más precisa– el estilo poético, opresivo, detenido y denso de las obras de Juan Carlos Onetti, al que Cánaves admira.

Además, los recursos narrativos son aquí más ricos:
Se emplea una segunda persona que interpela continuamente al personaje, y que podría ser interpretada como una conversación del autor consigo mismo, además de invocar continuamente al lector. Una segunda persona que había visto usada hasta ahora sólo en dos novelas de Carlos Fuentes (Aura e Instinto de Inez) y en A bordo del naufragio de Alberto Olmos.
También podemos aproximarnos en Los artistas a la figura del personaje retratado, Julio Cantallops, a través de páginas de su diario, de sus artículos publicados en el periódico local, o incluso a través de sus poemas.
Además existe un curioso juego de voces narrativas: los capítulos múltiplos de 3 están narrados en primera persona por el personaje de Samantha Roten, una de las mujeres que Cantallops va a conocer en una de sus noches de bebedor solitario, que en un futuro –lejano al tiempo principal de la novela– contestará a las preguntas que un periodista le plantea sobre Cantallops. Un periodista que puede ser real o una ficción creada por la imaginación de Cantallops (un periodista que puede ser el mismo Cantallops investigando sobre su muerte o desaparición), en un juego ficcional que recuerda al de las novelas de Paul Auster.

El mayor logro de Los artistas es la recreación de una atmósfera, como ya apunté, densa y opresiva, de pura derrota onettiana; que en algún momento me ha hecho pensar también en algunos de los versos de Juan Luis Panero, al que tanto Cánaves como yo consideramos un referente: “Restos de una juventud que no termina de abandonarme. Este romanticismo grotesco, este creer en la belleza, en la necesidad de unos gestos triviales y ridículos” (pág. 65). Para crear esta atmósfera, Cánaves tiene sobradas dotes de poeta.

Y como debilidades voy a señalar dos:
Samantha Roten, una bebedora solitaria que Cantallops conoce en un bar, me parece que tiene un discurso demasiado artificioso para el personaje que representa. Por ejemplo, le dice a Cantallops (en la barra del bar): “Yo también he visto la vida desde una perspectiva muy distinta, llámalo juventud, ingenuidad, oportunidad perdida, etcétera, en fin, esa vieja historia, pero eso, claro, no me convierte en artista, para nada, hay que tener el don, hay que saber transformar el asco en belleza, en una de sus múltiples formas. Si no haces eso, no eres más que un pobre desgraciado con una historia triste que contar en la barra de un bar, una historia idéntica a la de millones de personas que buscan el refugio de la noche para huir de lo que ha sido y es su vida”.

Si bien la primera mitad de Los artistas me ha parecido potente, con una prosa muy intensa y labrada, he sentido, hacia el final del libro, que la capacidad poética del autor podía llegar a ahogar su vocación narrativa. Todas las escenas de este libro están contadas a través de la lúcida visión de la derrota vital; y yo avanzaba por las páginas como si estuviera leyendo poemas de Cánaves (los cuales admiro desde hace años); pero, quizás, sentía que se quedaba en un segundo plano la evolución de la historia en el tiempo, como si los encuentros de Cantallops con otros personajes, o las escenas descritas, no tuvieran capacidad para ejercer ningún cambio en la evolución de la trama, salvo en las últimas páginas, precipitando un final un tanto inverosímil (aunque muy onettiano, por otra parte).

Sé que Cánaves tiene otra novela terminada pendiente de publicación. Y sé que esta otra novela –que junto a las dos anteriores forma una especie de trilogía sentimental– tiene un número de páginas mayor que las dos que ya he leído.
Espero con interés descubrir cuál es la evolución del Cánaves narrador.

domingo, 13 de mayo de 2012

Sangre en el ojo, por Lina Meruane

Este libro también es un regalo de la editorial, y al igual que el de Pelayo Cardelús tiene 190 páginas; aunque en realidad el de Meruane es un poco más largo: en El esqueleto de los guisantes cada página contenía 26 renglones y al finalizarse un capítulo se acababa la página; cada página de Sangre en el ojo tiene 27 renglones y los capítulos se suceden sin cortes. Además los diálogos de esta última novela están insertos en la narración y la imagen del libro al hojearlo es de texto compacto.

Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) ya había publicado 3 novelas, Póstuma (2000), Cercada (2000) y Fruta podrida (2007), y un libro de relatos, Las infantas (1998), antes de Sangre en el ojo (2012). No estoy seguro, pero yo diría que este último es el primer libro suyo que llega a España. En la actualidad Meruane trabaja en la universidad de Nueva York impartiendo clases sobre literatura y talleres de escritura creativa.

El título de esa novela, Sangre en el ojo, no podría ser más literal. El primer capítulo es angustioso: en la fiesta celebrada en un piso de hispanoamericanos en Nueva York la narradora (en primera persona) siente que se revientan las venas de uno de sus ojos y queda parcialmente ciega: “Eso sería lo único que vería, esa noche, a través de ese ojo: una sangre intensamente negra” (pág. 13). Las frases, en muchas ocasiones, y sobre todo cuando se quiere marcar la tensión, son entrecortadas, y en más de un caso se quedan a medias. Así comienza la novela en la página 11: “Estaba sucediendo. En ese momento. Hacía mucho me lo habían advertido y sin embargo. Quedé paralizada, las manos empapadas empuñando el aire”.

Poco después le ocurrirá algo parecido con su segundo ojo, y la narradora –de la que descubriremos, poco después del arranque narrativo, que se llama igual que la autora de la novela, Lina Meruane, que también es una chilena profesora de literatura en Nueva York y que ha publicado algunas novelas– sucumbirá a la angustia y a la rabia. Sus esperanzas de recuperación se centrarán en la consulta del doctor Lekz, eminente oftalmólogo de origen europeo.

Al principio, dada la intensidad de la prosa, que tiene un poso expresionista, pensaba que la enfermedad de la narradora no era una enfermedad que exista en la realidad; que era un juego simbólico para explicar la angustia de la enfermedad, del desamparo de quedarse de repente ciega, y que a su vez esto –la enfermedad, la ceguera– eran metáforas de otra cosa: la enfermedad de la vida, que acaba en la muerte; la ceguera del amor, que lleva a la dependencia más que a la convivencia. Y todo esto está en la novela, pero ha sido grande mi sorpresa cuando he leído en una entrevista en Internet que ese problema de la ceguera temporal le ocurrió a la autora en la realidad.

El marco temporal de la novela es éste: “El once de septiembre. El primer aniversario” (pág. 62), por tanto, en 2002; y el marco físico es la ciudad de Nueva York, y también Santiago de Chile y algunas ciudades cercanas.

Lina vive con Ignacio, un español de Santiago de Compostela, y la narración de Sangre en el ojo está dirigida a él: “Lo veo todo sin verlo, viéndolo desde el recuerdo de haberlo visto o a través de tus ojos, Ignacio” (pág. 20), un “Ignacio” que se irá transformando en un pronombre, “tú”.
Como la operación que plantea el doctor Lekz no puede realizarse hasta que no transcurra más de un mes, Lina decide ir a visitar a su familia a Santiago de Chile; más tarde, Ignacio se reunirá allí con ella. Lina le muestra a su pareja la ciudad desde los ojos del recuerdo; las alusiones al pasado político dictatorial son ligeras pero presentes, además se incide en la idea de degeneración de la actualidad: “El cielo de Santiago ya no es lo que era, dijo melancólico mi padre. (…) Y saqué la cabeza para inhalar esa brisa llena de partículas tóxicas que certificaba mi regreso” (pág. 69).

Y si bien Sangre en el ojo es una novela sobre la angustia de la enfermedad, sobre un mundo que se va volviendo negro, que nos expulsa de nosotros mismos (la narradora sigue leyendo, gracias a novelas que escucha grabadas, pero ha de abandonar el ejercicio de la escritura), según avanzamos por sus páginas nos vamos percatando de que principalmente es una novela sobre el amor, sobre la dependencia que supone el amor.
Lina siente rabia por lo que le está ocurriendo, porque los demás sean condescendientes con ella, porque los amigos de su novio parecen sugerirle que no se comprometa con una inválida… y todo esto se transformará en una lucha por acaparar a Ignacio, por hacerle comprender, por hacerle formar parte de su vida, es decir, de su enfermedad.

Y, como había supuesto al principio, la novela sí que acaba tomando derroteros expresionistas: la ruptura definitiva con lo real se produce en el viaje de vuelta de Santiago a Nueva York, cuando Lina aprovecha el sueño de Ignacio para lamerle (literalmente) sus ojos sanos: una metáfora vampírica del sacrificio que va a suponerle su amor por ella.

Sangre en el ojo es una novela angustiosa y eléctrica, potente y rítmica, escrita con un lenguaje muy trabajado –prolijo en metáforas y chilenismos–, que nos hacen pesar en una narradora ya madura, después de cuatro libros publicados, para su salto internacional (Sangre en el ojo se ha publicado simultáneamente en España, Chile y Argentina). Imagino que oiremos hablar bastante en el futuro de esta autora.
Para mí ha sido todo un descubrimiento.

domingo, 6 de mayo de 2012

El esqueleto de los guisantes, por Pelayo Cardelús


Editorial Caballo de Troya. 190 páginas. 1ª edición de 2006.

Este libro es un regalo de la editorial. El tema me interesa: el mercado laboral en España. Y es extraño, sabiendo cómo es el mercado laboral en España, que no haya más libros que traten sobre él, sobre su extrañeza, sobre las forzadas relaciones humanas que se establecen en su entorno, sobre sus horarios desbocados.

Pelayo Cardelús (Madrid, 1974) trabajó en una empresa de marketing on-line –llamada en la novela Nivel 5– unos 6 meses, en 2004; y el libro se abre con una página titulada Aclaración innecesaria, que comienza así: “Escribo esta obra para ejercitar mi escritura. Con ella busco la frase única emanada del pensamiento claro. Conozco de antemano el fracaso de mi propósito. Contra mi voluntad, soy escritor” (pág. 9), una declaración de intenciones que parece sacada de El discurso vacío de Mario Levrero.

Las primeras páginas de El esqueleto de los guisantes parecen jugar a la metaliteratura, y Cardelús nos explica algunas de las claves de la composición de su obra que, por lógica, han tenido que ser añadidas a posteriori: cómo, por ejemplo, el manuscrito es elogiado por el editor, quien sin embargo apunta que “la obra mejoraría enfrentada de alguna manera a otro texto.” A la obra le falta esqueleto, entiende el autor, y replica: “Por esta razón he escogido el título El esqueleto de los guisantes –intenté defenderme–. Los guisantes no tienen esqueleto como la vida en una oficina no tiene argumento” (pág. 15).

El texto principal de El esqueleto de los guisantes está formado por 31 capítulos en forma de diario, titulados con las sencillas anotaciones de Día 1, Día 2..., donde el narrador, llamado igual que el escritor (en la página 14 se nos ha aclarado lo siguiente: “Todo lo escrito es verdad, o sea no ficción”), describe cómo transcurre el quehacer cotidiano en una pequeña empresa madrileña de marketing on-line.
Y entre los días de este texto se entrelazan las entradas de un blog, escrito por el personaje de Arístides Gamboa, recientemente despedido de la empresa; que ha sido el texto encontrado por el autor (en el moderno zoco de internet) para cumplir con el mencionado requerimiento de enfrentamiento hecho por el editor.
El nombre de Arístides Gamboa aparece en la página 3 como colaborador de Pelayo Cardelús para la composición de la novela.
He buscado el blog en internet, y la página web existe, pero no encuentro el texto del blog que está reproducido en la novela; lo que me hace pensar que todo es un juego metaficcional y que no hay dos escritores en esta obra. Los capítulos del diario son más mesurados, de una prosa limpia, con algún pequeño destello poético; las páginas correspondientes al blog son de un estilo más desenfadado y coloquial, y en ellas parece hacerse una apología a Internet como espacio de libertad.

El esqueleto de los guisantes es una novela que, desde lo concreto, apenas la descripción de un puñado de días en una oficina, pretende trascender hasta el discurso generacional. Las referencias son claras: “El consabido círculo infernal en que arden las iras de mi generación: precariedad laboral, sueldos bajos y desorbitado precio de la vivienda” (pág. 10).
“Pero vestir raro, hoy que todo forma parte del mercado, es vestir a la moda. La excentricidad vende. Muchas empresas de ropa obtienen cuantiosos beneficios a costa del afán de distinción de los jóvenes (y en nuestros días la juventud parece incluir a los menores de sesenta años)” (pág. 128).

Si en los años 90 del siglo XX nos acostumbramos a leer sobre una juventud hastiada de todo, que se refugiaba del mundo en la noche y sus excesos (la generación Kronen), en la primera década del siglo XXI (o al menos en más de una de las novelas españolas de Caballo de Troya, estoy pensando en Fernando San Basilio, por ejemplo, al que aún no he leído) la acción parece haberse trasladado a la oficina como nueva ampliación del campo de batalla: una oficina donde la mayoría del personal es joven (es decir, precario; es decir, prescindible) y además, y para hacer más sangrante la situación, puede llegar a tener aspiraciones artísticas, como en el caso del autor, en busca de un empleo que le permita una disyuntiva casi inalcanzable: la de poder irse definitivamente de casa de sus padres y que le deje tiempo libre para escribir. La cita de Friedrich Nietzsche que abre el libro resulta muy ilustrativa de esta angustia vital: “Hoy, como siempre, los hombres se dividen en esclavos y libres; quien no dispone para sí mismo de las dos terceras partes de la jornada es un esclavo, ya sea estadista, comerciante, empleado, erudito, etc.”.

En Nivel 5 los jefes tienen unos 40 años y los empleados en torno a 25. Se suceden las conversaciones triviales, los intentos de agradar al prójimo sentado a nuestro lado (del que no estamos seguros que debamos fiarnos), el malestar que causa no poder ser naturales con el jefe, las risas forzadas con su poso de tristeza…
Todo este mundo de un dramatismo de baja intensidad, con momentos ligeramente cómicos y ligeramente amargos, está plasmado en la novela, y , al haber nacido yo el mismo año que el autor (1974), en muchos momentos me parecía estar asistiendo a una charla entre amigos. Aunque habría de apuntar que en mi caso la distancia ha sido muchas veces mayor: mis compañeros de carrera o de trabajo no tenían ninguna aspiración artística. Y, como el narrador de esta historia, yo también he escrito sobre mis trabajos, quizás buscando lo mismo que él: “Busco en este diario, deshilvanado y sin estilo, algo parecido a la risa o la venganza” (pág. 131).
Y cuando leo, en muchas ocasiones, busco lo distinto, lo que ocurre en otro continente, pero también, a veces, me agrada la cercanía: y este es el mayor logro de este libro para un lector español de mi generación: la gran empatía que he sentido con el narrador, que me ha arrastrado con fuerza por las páginas de la novela y me ha hecho desear haber podido seguir leyendo sobre esta vida de pequeños detalles, pertinaz y cercana.
(Y una pequeña reflexión final: Cardelús está hablando de 2004, de la época de las vacas gordas; da miedo pensar que el mundo laboral español sólo ha empeorado desde entonces).

martes, 1 de mayo de 2012

Narraciones incompletas, por Felisberto Hernández

Editorial Siruela. 379 páginas. 1ª edición de los libros: 1929-1966. Esta edición de 1990.

Un día lluvioso de Semana Santa bajé dándome un paseo por Doctor Esquerdo hasta la biblioteca de Retiro. Hacía tiempo que no me acercaba a esta biblioteca y de entrada me llevé una grata sorpresa: busqué mi novela Acantilados de Howth en los anaqueles (está allí porque yo solicité que la trajeran) y en el periodo de un año había sido prestada 4 veces. Lo que me parece una cifra sorprendente.
Me apetece dar en el blog las gracias a estos 4 lectores anónimos, que imagino que habrán llegado a la novela a través de este espacio.

También busqué los libros de Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964), de quien me había quedado con ganas de más después de leer Nadie encendía las lámparas (1947) en septiembre de 2010. En aquella visita, hace año y medio, también hojeé esta edición de Siruela con sus Narraciones incompletas que contiene Nadie encendía las lámparas, pero me apeteció empezar por la edición comentada de Cátedra.

Esta edición de Siruela comienza con una breve cronología de los acontecimientos más importantes en la vida de Felisberto, y es incompleta porque, por ejemplo, su primer libro de relatos, titulado Fulano de tal (1925), “una edición de autor de pequeño formato, celebrada por sus amigos” (pág. 11) no está recogida aquí. El primer libro de Felisberto que aparece en estas Narraciones incompletas es el segundo, Libro sin tapas (1929), “elogiado por la crítica” (pág. 12); tampoco están aquí el tercero ni el cuarto: La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931).
La cronología incide en mostrar la importancia de la música en la vida de Felisberto (pianista profesional), su continua precariedad económica y su mundo atropellado, con frases como estas: “1942: Regresa a vivir a una pensión muy pobre con su madre. La frustración y el resentimiento lo consumen. Pasa las tardes recorriendo los cafés de la ciudad con una libreta llena de manuscritos que corrige una y otra vez” (pág. 13).
El último apunte, correspondiente a 1964, es especialmente trágico y tremendista: “La madrugada del trece de enero, Felisberto deja tras de sí un cuerpo tan hinchado que no pudieron sacarlo por la puerta sino por la ventana. Al llegar al cementerio, reposa algunas horas bajo los ‘grandes árboles’ mientras los sepultureros agrandan la fosa para dar cabida al ataúd” (pág. 17).

Libro sin tapas (1929) contiene 8 cuentos, que divido en 2 grupos: 4 son fantásticos, pero de un fantástico metafórico, cercanos al estilo de una parábola bíblica, y casi desapegados de lo real. Así el primer cuento, titulado igual que el libro, empieza de este modo: “A la última religión se le terminaba la temporada” (pág. 21) y a un hombre, a un “pobre muerto”, se le castiga a ser colgado de las manos al anillo de Saturno, y desde aquí debe tratar de entender a la humanidad y a la Tierra.
El cuento titulado La piedra filosofal comienza de esta forma: “Se estaban haciendo los cimientos para la casa de un hombre bueno” (pág. 30).
El cuento titulado Acunamiento es quizás el más interesante de este grupo, porque parece el resumen de una enloquecida novela de ciencia ficción.
En general estos primeros cuentos fantásticos y metafóricos han sido los que menos me han gustado de estas Narraciones incompletas: son de un Felisberto veinteañero que aún está tratando de encontrar su estilo, y me parece que en el segundo grupo de cuentos en que he dividido Libro sin tapas se acerca más a lo que va a ser su voz narrativa posterior.
En cuentos como El vestido blanco, ya más focalizados en lo real, y donde lo fantástico se desprende más de la mirada obsesiva de los personajes sobre personas y objetos, ya encontramos en estado embrionario al escritor que va a desarrollar sus particularidades en los cuentos más maduros de Nadie encendía las lámparas (1947). Así, en El vestido blanco la posición de las hojas de unas ventanas crea extraños estados de ánimo en el personaje.
Historia de un cigarrillo es ya Felisberto puro: la mirada sobre los objetos, en este caso sobre una cajetilla de cigarrillos o sobre un cigarrillo defectuoso, determinan el desarrollo del relato.

De hecho, podría afirmar que si la personificación de los objetos o, por el contrario, la objetivización o animalización de las personas son características comunes a las vanguardias literarias de principios del siglo XX, en Felisberto esta característica parece trascender ampliamente a la de moda literaria y constituir una obsesión profunda y diferenciadora. En la página 90 afirma el narrador: “Así como el sentido de lo nuevo –cuando yo llegaba a un país que no conocía– de pronto se me presentaba en ciertos objetos –las formas de las cajas de cigarrillos y fósforos, el color de los tranvías (y no siempre el espíritu no diferenciado de las gentes)–”.
A veces, incluso, en Felisberto no es ya que cobren vida propia los objetos, sino que diversas partes del cuerpo humano parecen actuar por su cuenta, como las manos del pianista en muchas de las páginas de Narraciones incompletas, o la barba del personaje en el cuento de Libro sin tapas titulado La barba metafísica.

A Libro sin tapas le siguen las novelas cortas Por los tiempos de Clemente Colling (1942) y El caballo perdido (1943). Para hablar de ellas, voy a unir al grupo (aunque entre medias haya otras obras) a la también novela corta Tierras de la memoria (1960).
Estas novelas cortas parecen más bien los capítulos largos de una novela en la que Felisberto juega a la autoficción, y la voz narrativa, como si de un Proust montevideano se tratase, se recrea evocando su infancia o adolescencia.
En Por los tiempos de Clemente Colling el niño que fue Felisberto nos habla de la calle de su infancia y de la fascinación que sintió por uno de sus primeros profesores de piano, Clemente Colling, personaje real, como hemos leído en la cronología. “Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”; “Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos” (pág. 49 y primera de esta novela).
En El caballo perdido se evoca a otra profesora de piano, Celina, y los misterios de su casa: “Tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado” (pág. 95 y primera de esta novela).
En Tierras de la memoria, a partir de un viaje en tren a los 23 años para tocar en el grupo de música de un pueblo, Felisberto evoca su época de boy scout cuando a los 14 años viajaba por el norte de Argentina.

De estas tres novelas cortas se desprende la importancia de la música en la formación intelectual de Felisberto, su aspiración a la perfección, a constituir un universo propio; y también se deja entrever ya la posibilidad de la derrota y la marginación por parte de los otros: Clemente Colling, el fascinante profesor, es un ciego que se asea poco y que la familia de Felisberto ha de acoger en su casa cuando se convierte en un sin techo y ha de vivir en un hospicio.

Estas novelas evocadoras me han recordado, y es un pensamiento extraño, a Madurar hacia la infancia de Bruno Schulz, por su estilo denso y esa carga metafórica con capacidad para transformar la realidad gracias a la recreación del punto de vista alucinado y mágico del niño. Además de esto hay elementos que unen al judío polaco Schulz con el uruguayo Felisberto: ambos viven su literatura evocadora y fantástica, con capacidad para alternar la realidad bajo su particular prisma, desde la distancia que supone ser artistas de otro campo diferente al literario: Schulz era dibujante y Felisberto músico.
La melancolía y la derrota de ambos viene de describir un mundo perdido (la infancia, donde ambos parecen perderse y no poder regresar), y también de describir otra derrota: la que muestra Schulz en sus dibujos, donde seres deformes se arrastran a los pies de bellas mujeres, y que en Felisberto es la derrota del músico ambulante que tiene dificultades para encontrar pueblos que le contraten un concierto.
Me gusta pensar que Felisberto no había leído a Schulz, que no existe influencia, sino coincidencia feliz, casi mágica, y que sus originalidades compartidas los convierten en dos de los más peculiares escritores, geniales y secretos, del siglo XX.

Las Hortensias (1949) es también una novela corta, pero la he separado de las otras tres porque su composición es diferente. Las hortensias es un relato fantástico donde lo fantástico parte más bien de la locura y de su asimilación sin excesivos problemas por todos los personajes de la obra. Horacio disfruta mucho (de forma parecida al personaje del cuento Menos Julia de Nadie encendía las lámparas) cuando las personas que tiene contratadas para ello crean composiciones con maniquíes de mujeres y trata de adivinar las escenas que representan. Su mujer, María Hortensia, asume con naturalidad esta excentricidad de su marido, y el problema surgirá cuando Horacio empiece a obsesionarse con una de las muñecas, llamada Hortensia, y María empiece a sentir celos.
Yo diría que Felisberto había leído y tenido presente La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares a la hora de crear la realidad simulada que presenta en Las Hortensias. Aun así esta obra es Felisberto puro: los objetos cobrando vida; la mirada distorsionada de los personajes sobre ellos crea la extrañeza fantástica.
(Apunta mi novia, que posiblemente Felisberto, más que a Bioy Casares, tuviera presenta al escribir esta novela corta a la autómata Olimpia del relato El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann)

No voy a hablar de nuevo de los cuentos de Nadie encendía las lámparas. Me remito a la entrada que ya escribí en su día (pinchar AQUÍ). Sólo apuntaré que me ha encantando reencontrarme con ellos.

Los últimos cuentos, los contenidos en el libro Tierras de la memoria y otros relatos (1960-1966) y en Diario del sinvergüenza y últimas invenciones, se vuelven más rítmicos si los comparamos con el ensimismamiento que predomina en los de Nadie encendía las lámparas.
De ellos destacaría El cocodrilo (1960), un relato realista donde la voz narrativa del Felisberto músico trata de buscarse la vida en pueblos a los que acude además de como concertista como representante de una marca de medias, y consigue incrementar sus ventas gracias a su capacidad para llorar a voluntad. Un relato que me ha hecho pensar incluso en Charles Bukowski (aunque el cuento de Felisberto está mejor escrito).
El relato Lucrecia sobre un viaje en el tiempo es bastante original y extraño.
Úrsula, un relato de amor ambientado en Francia, parece un cuento de Julio Cortázar.

Al igual que cuando leí hace año y medio Nadie encendía las lámparas, he vuelto a preguntar a los lectores serios con los que me relaciono si conocen a Felisberto. Y parece ser un escritor conocido entre gente que escribe, pero no entre lectores que provienen de la carrera de Filología hispánica: preguntando, por ejemplo, a los profesores de Lengua Española del colegio donde trabajo (apunta de nuevo mi novia, que la fue la primera persona que me citó a este autor, que ella sí estudió a Felisberto en Filología Hispánica, porque elegía las asignaturas de literatura hispanoamericana antes que las de española) a alguno le suena el nombre y a otros ni les suena… y esta pequeña encuesta ha sido realizada entre personas que por supuesto sí conocen y han leído a Borges, a Cortázar, a Rulfo, a Onetti… Y esto es extraño porque creo, cada vez más convencido de ello, que Felisberto Hernández es uno de los más grandes escritores en lengua española del siglo XX, y debería estar sin duda en esa élite en la que incluimos a Borges, Cortázar, Rulfo, Onetti…