domingo, 31 de marzo de 2019

Operación masacre, por Rodolfo Walsh


Editorial Libros del Asteroide. 226 páginas. 1ª edición de 1957; esta de 2018.
Introducción de Leila Guerriero.

Cuando en 2009 viajé a Argentina, me traje dos libros de cuentos de Rodolfo Walsh (Río Negro, 1927-Buenos Aires, 1977), Los oficios terrestres y Un kilo de oro. Fueron dos libros que me gustaron, y Walsh me pareció un narrador muy solvente. Sé que después vi, más de una vez, la edición de Operación Masacre que sacó 451 Editores. Cuando esta editorial cerró, durante muchos años me encontré en muchas librerías de segunda mano sus libros, pero nunca estaba Operación Masacre, que era el que yo quería comprar. En algún momento desistí de buscarlo y me volví a animar cuando, en torno a septiembre de 2018, vi que la editorial Libros del Asteroide anunciaba una nuevOperacia edición de este libro. Solicité a la editorial Operación Masacre, junto con A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales. Dos lecturas fundamentales para la literatura en español del siglo XX.

En gran medida, Operación Masacre debe su fama y su perdurabilidad a la idea siguiente: aunque se afirma que fue Truman Capote quien creó el género de la novela de no ficción sobre un crimen real, su novela A sangre fría se publicó en 1966 y Operación Masacre apareció en periódicos por entregas en 1956, y en forma de libro en 1957. Operación Masacre también es una novela de no ficción sobre un crimen real.

He leído en internet algún artículo que afirma que, por ejemplo, Manuel Chaves Nogales ya había escrito novelas de no ficción unas décadas antes; aunque creo que las suyas no trataban sobre un crimen real.

En cualquier caso, tanto Manuel Chaves Nogales como Rodolfo Walsh o Truman Capote son grandes escritores y un lector actual puede disfrutar de sus obras independientemente de quién fue el que inventó o dejó de inventar un género.

Un poco de historia argentina: en 1955 un golpe de Estado derroca al presidente constitucional Juan Domingo Perón. Se establece una dictadura encabezada por el general Eduardo Lonardi. A este golpe de Estado se lo llamó «Revolución Libertadora». El 9 de julio de 1956 se produce el llamado «levantamiento de Valle», de corte peronista y dirigido por el general Juan José Valle. Este levantamiento fue controlado esa misma noche (donde se produjeron los mayores enfrentamientos fue en La Plata) y se fusiló a los militares sublevados y detenidos. Además, por error, la policía –bajo órdenes del ejército– detuvo a un grupo de civiles de Florida, provincia de Buenos Aires, y los fusiló en un basural. En esta última operación (la «operación Masacre» del título) murieron cinco personas y siete lograron escapar con vida. Como cuenta Walsh en su larga crónica periodística, el fusilamiento se realizó (por unos trece policías) con escopetas máuser antiguas y no con ametralladoras, y por eso fue tan alto su índice de supervivientes.

En la noche del 9 de junio de 1956, una docena de hombres se ha reunido en la casa de un vecino de Florida para escuchar un combate de boxeo en la radio y jugar a las cartas.
Sobre las 23:00 horas un grupo de policías irrumpen en la casa preguntando por un tal Tanco. Nadie sabe quién es. Tal vez dos personas de la reunión están al tanto de que esa noche se va a producir un intento de alzamiento contra la «Revolución Libertadora», pero nadie sabe quién es Tanco. Sin embargo, el grupo de hombres es arrestado y conducido a una comisaría. De ahí saldrán hacia un basural donde serán fusilados.

Hay un dato que Walsh se encarga de recalcar: la ley Marcial fue impuesta en Argentina a las 00:32 del día 10 de junio, y, por tanto, las personas que van a ser fusiladas han sido detenidas bajo las leyes civiles y no militares. Sin embargo, a pesar de que existe constancia y pruebas de que han ingresado en la comisaría, no se abre una causa contra ellas y serán transportadas por la noche para ser ejecutadas en la clandestinidad.

La situación de los siete supervivientes será incómoda: son víctimas, pero también testigos presenciales de un crimen de Estado. Lo mejor para ellos será desaparecer, no decir nada, y vivir con el temor de ser encontrados y asesinados. Sin embargo, unos meses después de estos hechos luctuosos, un superviviente denuncia los hechos. Un superviviente está dispuesto a contar su historia. «Hay un fusilado que vive» será la frase que escuche Walsh en un café de La Plata donde juega al ajedrez y trata de mantenerse al margen de la política. Unos días después entrevistará a este hombre y empezará a reconstruir la historia de esa noche, la historia de los muertos y los supervivientes de la «operación Masacre».

«Hay un sentimiento básico de indignación, de solidaridad frente a tanta injusticia. Pero supongo que no todo fue tan noble y tan claro. Yo recién empezaba a hacer periodismo y no es extraño que influyera en mí la posibilidad de una gran nota», declarará en una entrevista. Cuando empieza a investigar, Walsh tiene veintinueve años y hará su trabajo acompañado de la joven periodista de veintidós años Enriqueta Muñiz, a quien dedica el libro y a quien agradece su trabajo en el prólogo. «Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas» (pág. 11).

Walsh tuvo problemas para publicar sus notas de prensa, hasta que consigue dar con «un hombre que se anima» y las saca en una publicación gremial. Meses después, estas crónicas aparecerán en forma de libro.

En A sangre fría, Capote reconstruye la matanza de una familia, llevada a cabo por dos hombres, pero no habla de su propia intervención como investigador, aunque llegó a modificar alguno de los hechos (por ejemplo, gracias a su mediación al menos uno de los asesinos estuvo más tiempo del que le correspondía en el corredor de la muerte antes de ser ejecutado). Walsh reconstruye los sucesos de la noche del 9 al 10 de junio de 1956 y no cuenta de forma directa cómo consigue la información, pero sí que aparece él mismo como narrador en alguna anotación. Él mismo nos señala los límites de sus averiguaciones en frases como éstas: «Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo» (pág. 19). Lógicamente, de los muertos Walsh puede recabar mucha menos información que de los supervivientes.

La crónica (o novela de no ficción) empieza de forma coral, presentando a los personajes del drama, a las personas que se van a reunir en la casa de Florida. También se nos hablará del policía al mando de la operación, pero no de los hombres a su cargo, que serán aquí una masa desdibujada. En algunas páginas, Walsh escribe notas fuera del texto para comentar o apostillar la información que ha vertido ahí; así, por ejemplo, en la página 46 leemos: «A mediados de 1958, Gavino me escribió desde Bolivia para manifestar su disconformidad con el breve retrato que trazo de él, y cuya fuente son otros testigos».

Como Walsh piensa publicar sus textos en notas periodísticas, usa la técnica de acabar sus capítulos (o notas) generando en el lector una sensación de misterio y deseo de seguir leyendo. Como si se tratase de una novela policial (por aquellos días Walsh era un gran lector de novela negra y escribía cuentos policiacos), Walsh dosifica su información para crear un misterio. En muchos casos, la técnica es la de ir insinuando lo que va a acontecer en un futuro próximo. Sobre todo irá adelantando la información relativa al fusilamiento, que será la escena clave del libro. Cinco personas mueren y siete consiguen sobrevivir, algunas ilesas, pero otras con disparos. Más tarde nos contará la peripecia vital de cada uno de los supervivientes: desde el que se refugia en una embajada hasta el que acaba de nuevo en la cárcel.

Quizás en el tramo final, titulado Tercera parte: La evidencia, el ritmo decae un poco, porque aquí Walsh describe el juicio al que al fin fueron sometidos los policías y muestra algunas declaraciones de los testigos o palabras del juez de forma directa. Sin embargo, esta última parte también guarda algunas de las palabras más vehementes e indignadas de Walsh porque, como el lector ya sabrá o intuirá, no se va a culpar a nadie de la matanza, porque el juez sentenciará que los policías actuaron bajo el amparo de la ley marcial, aunque Walsh sabe y ha podido demostrar que no fue así, que fueron detenidos al menos una hora antes de que se anunciara la ley marcial.

Me ha gustado mucho Operación Masacre. Es un libro que, leído ahora, más de sesenta años después de su publicación, resulta totalmente moderno, un libro que ha abierto muchos caminos en la narrativa hispanoamericana. Un gran libro sobre la búsqueda de la verdad y sobre la denuncia de los crímenes reales (de Estado, en este caso).

domingo, 24 de marzo de 2019

Factbook, El libro de los hechos, por Diego Sánchez Aguilar.


Editorial Candaya. 349 páginas. 1ª edición de 2018.

En 2017 leí Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, el libro de cuentos con el que Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) ganó el premio Setenil de 2016 al mejor libro de cuentos publicado ese año y escrito por un autor español. Me pareció un libro que analizaba la realidad de mi generación de un modo muy incisivo, y se convirtió en una de mis mejores lecturas de 2017. De este modo, cuando en el verano de 2018 vi anunciado que el narrador y poeta Sánchez Aguilar iba a publicar su primera novela en mi apreciada editorial Candaya, supe que aquélla era una de las novedades literarias que más me apetecía leer. En cuando salió de la imprenta se lo solicité a Olga y Paco, los editores de Candaya, y lo empecé a principios de 2019.

Factbook está dividido en treinta capítulos, que se alternan en grupos de tres.
En primer lugar, el lector se acerca a la voz narrativa de Rosa, una profesora de instituto muy comprometida políticamente. Rosa es una mujer de mediana edad que en su juventud militó en movimientos antisistema y que en el presente narrativo del libro, con más de cuarenta años, opina (cuando se atreve) sobre la situación social de España a través de las redes sociales.
La segunda voz narrativa es la de Gustavo, que ha sido pareja de Rosa y en el presente de la novela se encuentra en un hotel abandonado de La Manga del Mar Menor, porque ha contratado los servicios de una empresa de crionización con la intención de desaparecer, de suicidarse de una forma cara e indolora.
En el tercer grupo de capítulos, un posible escritor, o periodista, pregunta a miembros de cuerpos de seguridad cibernética por la red social Factbook, relacionada posiblemente con el asesinato de altos cargos políticos y económicos de la Unión Europea y de España.
Esta estructura de tres partes que se van alternando me ha hecho pensar en otro libro de Candaya y en otro autor murciano: La edad media de Leonardo Cano.

En los capítulos de Rosa y Gustavo, el lector no encontrará diálogos. La voz narrativa de Rosa es poética y abrumada, la de una persona que siente con gran dolor la pérdida de derechos y libertades en España. Lo único que parece darle algo de esperanza en los últimos tiempos, es que los telediarios han empezado a dar noticias sobre altos cargos políticos y económicos que están apareciendo colgados de los populares anuncios de carretera con la silueta del toro de Osborne. Y una palabra al lado, «Factbook». El discurso de Rosa es muy comprometido: estuvo acampada en Sol cuando el 15M y ha participado en las manifestaciones de las Mareas Blancas o Verdes. Rosa ha sido siempre una persona idealista que cada vez se siente más frustrada ante la realidad que le toca vivir.
La voz narrativa de Gustavo es más solipsista. A diferencia de lo que ocurre con Rosa, el lector sabe que Gustavo escribe de forma consciente. Ha ingresado en el hotel de La Manga para, durante una semana, reflexionar sobre si de verdad quiere ser crionizado o no. Una de las pruebas que ha de realizar es la de escribir un diario en el que reflexione sobre su vida. Gustavo es de Ávila y recuerda, de forma irónica, que siempre ha sentido, o los demás han sentido a su alrededor, que era un genio. Siempre trató de diferenciarse de los demás mediante su gusto musical o cinematográfico, y siempre se ha sentido culpable de que sus padres pagaran sus estudios audiovisuales en Madrid mientras él se perpetuaba como estudiante hasta después de los treinta y despreciaba a su padre, que mantiene el esforzado negocio de una papelería. Gustavo acabará ganando bastante dinero como guionista de series de éxito. Sin embargo, los guiones de sus dos series le harán pensar que es un traidor a sus ideales artísticos y políticos. Es alguien que acabará separándose de su pareja, Rosa, porque sabe que ésta no va a tolerar su éxito económico, la venta de su alma al sistema.

Para el tercer grupo de capítulos, Sánchez Aguilar ha reservado el recurso de la oralidad. En estos capítulos el lector sólo encontrará diálogos, aunque se han borrado las palabras de la persona que interroga y sólo aparecen las respuestas de los miembros de seguridad que rastrean a terroristas en la red. Sobre todo la voz que pregunta (y que el lector conoce por las respuestas que recibe) está interesada en saber de Factbook, una red social en la que los miembros no usan su nombre y en la que tampoco hay fotografías; sólo hay datos objetivos, por ejemplo, datos sobre el precio de los productos, las ganancias de las empresas que los venden y los sueldos que reciben los trabajadores; datos sobre el dinero que han recibido los bancos rescatados, etc.
En algún momento se podría pensar que el policía antiterrorista que contesta es siempre el mismo, pero –sutilmente– de un capítulo a otro se introducen pequeñas variaciones, que hacen pensar que nuestro periodista o escritor está interrogando a personas diferentes.

En la contraportada de Factbook se habla de un «mundo distópico». Es posible que la acción del libro se sitúe unos cuantos años en el futuro, en un futuro en el que, por ejemplo, el Mar Menor se ha convertido en un barrizal y en el que Esperanza Aguirre ha llegado a ser presidenta del gobierno. En algún momento del pasado, el mundo sobre el que escribe Sánchez Aguilar se separó un tanto del nuestro. En el mundo de Sánchez Aguilar, los recortes económicos han sido más drásticos que en el nuestro; es un mundo en el que, por ejemplo, la educación pública acabará privatizándose y siendo gestionada por una empresa privada, igual que la sanidad. Quizá lo más terrible de la distopía de Sánchez Aguilar es que el mundo que nos presenta se parece demasiado al nuestro. Me ha parecido muy conseguido este juego entre realidad verificable e inventada, a través del recurso de informar al lector de las peticiones de Charge.com que firma Rosa. En ocasiones firma porque no le parece bien que se detenga a personas por hacer chistes en las redes sociales; o porque no está de acuerdo con el rescate a los bancos; o bien porque no está de acuerdo con la ley que anula la prestación social por desempleo o que permite el trabajo sin sueldo. Las leyes reales o inventadas contra las que protesta Rosa quedan todas al mismo nivel de irrealidad, de desmesura y deriva política sin control.

Sin embargo, casi no aparecen siglas de partidos políticos reales en Factbook, sino que Sánchez Aguilar, más allá de luchas políticas directas prefiere ir –como ocurre en la red social de la que habla aquí– a la esencia económica de los hechos. En la realidad que Sánchez Aguilar dibuja para España no existen las tensiones nacionalistas, y esto me lleva a pensar que empezó a escribir su novela en plena crisis económica, en la época más dura de los recortes y las mareas, poco después del 15M (que tuvo lugar en 2011) y que ha visto ahora la luz.

Los capítulos que se desarrollan en el hotel abandonado de La Manga, donde Gustavo trata de convencerse a sí mismo de que no quiere dar un paso atrás, que la crionización es la mejor forma de desaparecer, me han recordado, en parte, al nihilismo de Michel Houellebecq. En su novela El mapa y el territorio hablaba de una casa de suicidios, que tenía muchos más clientes que el burdel de al lado. Bajo este espíritu de depresión y falta de esperanza está escrito Factbook, como una muestra más de la decadencia europea.

La prosa de Factbook está cuidada, siendo más reflexiva que metafórica. En este sentido, también me ha recordado al estilo de Houellebecq.
Durante un gran número de páginas, el presente narrativo de los narradores del libro casi no avanza. Rosa está instalada en el salón de su casa solitaria, viendo el telediario; Gustavo deambula por el hotel abandonado y describe a sus compañeros de desventura; y el escritor y los policías se encuentran –supone el lector– en alguna oficina. Desde estos lugares (salón de una casa, hotel abandonado y oficina) reconstruyen su pasado, el colectivo del país, el de sus vidas y el de los movimientos en redes sociales que pueden constituir delito. Será en el último tercio del libro, sobre todo en la voz narrativa de Rosa, donde el presente de los narradores evolucione más y se llene de sucesos.
La terna de capítulos (Rosa-Gustavo-Escritor) se rompe en la décima, que pasa a ser: Rosa-Gustavo-Rosa. Me parece acertada esta ruptura, y consigue que el libro acabe de forma más contundente.

No me gustaría dejar de hablar del análisis de las redes sociales y, en especial, de Facebook, distinguiendo dos etapas en la vida del hombre: antes y después de Facebook. Sobre todo será la voz narrativa de Gustavo la que analice este fenómeno.

Factbook es una primera novela, pero, desde luego, Diego Sánchez Aguilar no es ningún principiante. Ha escrito una valiosa y sólida novela crítica sobre nuestra realidad cotidiana, nuestra realidad social, y por tanto política, y sobre nuestra realidad íntima, que se muestra a través de las redes sociales. Factbook es un libro triste y lírico, que conmueve por su precisión y por su fino diagnóstico del mundo que nos rodea. Una novela destacada y muy recomendable.

martes, 19 de marzo de 2019

Reseña de Los insignes en Me no know nothing


El poeta y editor Juan Peregrina leyó mi novela “Los insignes” (Sloper, 2016) y ha escrito una reseña para su blog “Me no know nothing”. 
Muchas gracias, Juan.



LOS INSIGNES (O NO TANTO), DE DAVID PÉREZ VEGA

Si es que al final, de eso se trata: de reírnos de nosotros mismos.
David Pérez Vega es poeta y novelista y alguna que otra cosa más, y se le nota. Ferocísima y dulce crítica la que hace al mundo de la cultura, centrada en la escritura de poemas, en el mundo de la lírica actual y pasado porque como diría Javier Krahe, cualquier tiempo pasado fue anterior.
Un poeta verdadero, o así se siente él, entabla comunicación y amistad con Kim Jong-un. Y esta es la premisa para repasar unos tiempos grises y oscurísimos sobre nuestra concepción de lo que es la literatura, y como decía antes, la cultura en general, plagada de pobreza crítica, mucho ayuntamiento carnal y primate (de primos/as) e intereses extraliterarios.
Y con un fino sentido del humor que provoca a quienes leemos esta novela, maravillosamente estructura entre una inverosímil relación, el buen carácter de un dictador y las penalidades de un poeta exquisitamente poco atractivo, pero preparado, leído y con ganas de triunfar como el que más, merecedor de coronas y laureles que no llegan pero que nos suenan.
La facilidad que Pérez Vega tiene de componer un drama es apabullante, la verdad. Nos -me- invade raudamente la vergüenza al reconocer ajenas formas y reacciones propias en esto de escribir. Y una envidia poco sana al reconocer a un buen novelista que es capaz de transportarnos al otro lado de mí mismo, es decir, reconozco la calidad de lo intentado, que llega a ser un triunfo de la aparente sencillez y pocas ínfulas que el escritor tiene, comparado con el narrador, el protagonista de la historia y su compañero de fatigas.
Muy recomendable lectura para quienes quiera saber de qué va la película lírica que nos obligan a ver en el cine de la actualidad cultural. Y me atrevo a decir que el arco de edad para leer estas páginas es muy elástico, algo que no es fácil de hacer si tenemos en cuenta que lo que quiere comunicar Pérez Vega es una desazón que podemos sentir desde tempranas edades -cuando vemos que la suerte en premio o publicaciones de nuestro amigo avanzan, como avanzan sus visitas al despacho de, o la casa de, pero no sus calidad de sus versos- o ya mayorcitos si lo que queremos es tomárnoslo como una radiografía divertidísima de lo que nos esperará cuando crezcamos. Más de un/a artista se sentirá reconocido/a.
Y es que somos “unos artistas, todos”, como decía un amigo de Cádiz: o como decimos en Granada, que “hay más Lorcas que panes” y no leemos a Federico. En fin, Bolaño, los poetas chinos y españoles, poetas hispanoamericanas, la decadencia y un pasacalles surrealista de editores, hacedoras de versos, supuestos escritores y otros seres del sinvivir poético que componen un mosaico que despierta simpatía y pena, miradas crueles y sensatas, paradojas entre el bien y el mal y las eternas preguntas que nos hacemos todos los días, algunas como las siguientes:
-¿vendería yo, poeta puro que no me vendo -ni vendo veinte ejemplares de mi último poemario- vendería yo, pregunto, clamo al cielo, a mi madre por un premio literario? Mejor no contestamos.
-¿recomendaría a mi amigo si es mejor que yo a una editora que me propone publicar un par de poemas en una revista extranjera?
-¿se contribuye desde las editoriales a forzar un tipo de lectura para mantener a flote una empresa?
-¿es la autoedición digna y sabemos qué hacemos al mencionar a JRJ o a Lorca?
-¿puede alguien contar con tanta gracia la desaparición de Kafka de la historia de la literatura?
-¿la corrupción moral es inherente al ser humano; al español y al mundo de la economía, la cultura…?, ¿en cualquier ámbito está normaliza la corruptela?
-¿dudamos sobre la limpieza de los premios?
-¿sinceramente es para tanto escribir libros?
A leer, malditos seres hermosos que disfrutáis con la lectura: horas de diversión y reflexiones os aguardan tras la carita feliz del amado y supremo líder.
Y no, no sabemos quiénes serán esos insignes de los que nos habla el señor Pérez Vega. La risa nos impide hablar a veces.

Puedes leer la reseña original pinchando AQUÍ.

domingo, 17 de marzo de 2019

La primera vez que vi un fantasma, por Solange Rodríguez Pappe.


Editorial Candaya. 138 páginas. 1ª edición de 2018.

Ya he comentado más de una vez que confío en el criterio de Olga y Paco, los editores de Candaya, para seleccionar sus libros. Leo bastantes de los que publican, pero tampoco puedo leerlos todos. Por La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976), sentía curiosidad. En 2018 leí dos libros de autoras ecuatorianas, también de Guayaquil, que me gustaron mucho: Mandíbula de Mónica Ojeda y Pelea de gallos de María Fernanda Ampuero. ¿Qué ocurre en Guayaquil? ¿Se está gestando un boom de la literatura hispanoamericana precisamente en esta ciudad de Ecuador?, me preguntaba. Y fue entonces cuando Solange Rodríguez me escribió, a través del chat de Facebook, para proponerme la lectura de su libro. Era lógico pensar que ella había leído mis elogios sobre Ojeda y Ampuero. A estas alturas de la partida, lo normal es que diga que «no» cuando alguien me propone, a través de internet, que lea sus libros, porque no doy abasto, porque no quiero quitarme todo el tiempo para leer a los clásicos que me faltan, porque he de seguir mi propio camino, etc. Pero en este caso sentía una curiosidad real por este libro y dije que «sí». Así que se lo pedí a sus editores, que me lo enviaron a casa tan amablemente como en otras ocasiones.

La primera vez que vi un fantasma está formado por quince cuentos, de muy variada extensión. El primero se titula A tiempo para desayunar, y lo podría describir como una narración de atmósfera. Rodríguez Pappe nos muestra un hotel extraño, donde los comensales pasan casi desapercibidos los unos para los otros. Teniendo en cuenta el título del libro, el lector no tardará en sospechar que el narrador de esta historia es un fantasma. Son interesantes los cambios de punto de vista, pero diría que en este cuento la autora pone su fuerza en dibujar una atmósfera por encima de la resolución bien trabada que requiere (en la mayoría de los casos) un relato corto. Sin embargo, una vez acabado el libro, considero que esta atmósfera de neblina narrativa acaba resultando un buen portal para adentrarnos en estos relatos.

Paladar es el relato más extenso del libro (unas veinticinco páginas) y uno de mis favoritos del conjunto. La narradora, de origen centroamericano, está casada con un norteamericano. La pareja ha decidido pasar las vacaciones haciendo un viaje turístico-gastronómico por Perú. Ella se está recuperando de una mastectomía tras haber sufrido un cáncer de pecho, y su relación no pasa por su mejor momento. Esta narración es de corte más realista que la primera (aunque su final puede derivarse hacia la extrañeza de la nueva corriente neofantástica hispanoamericana) y me parece que la tensión narrativa se dosifica de forma muy precisa, consiguiendo un gran final; ya que, si bien, en principio el cierre del relato parece previsible, al dejarlo abierto se potencia su fuerza.
Dejar el final abierto será uno de los recursos habituales de este libro.
En este segundo cuento se insinúa que en el hotel en el que se aloja nuestra pareja hay fantasmas. La presencia o insinuación de la existencia de fantasmas será otro de los recursos del libro, un detalle que conseguirá darle unidad.

El tercer cuento es Instantánea borrosa de mujer con luna, y ocupa sólo una cara. Es, por tanto, un microrrelato. Ya he contado en mis reseñas bastantes veces que no siento un especial aprecio por los microrrelatos, un género con el que no suelo disfrutar demasiado como lector. Sin embargo, sí que me gusta mucho el formato de los libros de relatos; y éstos me gustan cuando suelen tener entre 12 y 25 páginas. Sé que esto no deja de ser un gusto arbitrario, pero lo siento así: me gustan las narraciones cortas en las que al autor le da tiempo a presentar a sus personajes y se desarrolla una mínima trama, con insinuaciones de subtramas y resortes ocultos. Desconfío de los microrrelatos que apuestan todo a mostrar una escena mínima y en el último párrafo cambian el sentido de lo leído por el lector, mediante una pirueta lingüística, que suele conseguirse con un juego de palabras o modificando el punto de vista.
En el libro de Rodríguez Pappe hay unas cuantas narraciones de una o dos páginas. Son las que menos me han hecho disfrutar. Pero estos microrrelatos me han gustado, sin embargo, más que otros que he leído, porque juegan a crear una atmósfera y, en este sentido, se acercan más a un poema que a un microrrelato tradicional. Esto me ha ocurrido con Instantánea borrosa de mujer con luna y Funeral doméstico, dos narraciones breves de corte fantástico y terrorífico.

Un hombre en mi cama, de dieciocho páginas, se ha convertido en otro de mis relatos favoritos de este libro. Rodríguez Pappe juega aquí a la ligera distopía, ya que nos presenta un mundo asolado por las altas temperaturas, que sufre la amenaza de quedarse sin agua. Lo que más le gusta a la narradora es dormir, y su hermana ha sufrido, en otras épocas de su vida, trastornos alimenticios. Los trastornos del sueño de la narradora le han llevado a contactar a través de redes sociales con grupos de sueños, que se conectan para compartir su experiencia. Trasfondo ecológico, apocalipsis, nuevas tecnologías… un cóctel muy bien llevado y resuelto. En este caso, más que jugar la baza del final abierto, lo que hace Rodríguez Pappe es acabar el cuento antes de mostrar su desenlace, algo que también acaba realzando su potencia.

Pequeñas mujercitas es un cuento abiertamente fantástico, de corte surrealista. Me ha recordado a algunas de las narraciones oníricas de Mario Levrero. A diferencia de lo que podemos encontrar en los cuentos de Levrero, muchos relatos de Rodríguez Pappe tienen un trasfondo feminista, pues nos presentan a mujeres combativas frente al mundo machista al que tienen que enfrentarse.

Conversación de los amantes es un microrrelato de media cara. No me convence su juego de confundir a personas con insectos.

Pistola cargada tiene dos páginas y parece un homenaje al Julio Cortázar de Continuidad de los parques, con su juego de mezclar personajes, lectores y autor.

Un paseo de domingo es un cuento de dos páginas sobre una madre y su hija. Un cuento de fantasmas cuyas ideas quedan mejor desarrolladas en otras narraciones más extensas de este libro.

La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños me parece otro de los cuentos más destacados del libro. De nuevo tenemos aquí a una narradora a la que los hombres de su vida no parecen hacerla demasiado feliz; entre otras cosas porque parecen querer obligarse a ser siempre joven. El mito de «la mujer del saco» le sirve aquí a Rodríguez Pappe para realizar una denuncia social sobre las desigualdades económicas de las grandes ciudades. «Todas las ciudades están construidas sobre huesos y cementerios, así que, de cada cinco habitantes, uno es un fantasma», leemos en la página 79.

Matadora, sobre los problemas de una madre con su hija adolescente con sobrepeso, me parece también un buen cuento. Está bien traída la desviación de la violencia de su relación a la que la madre establece con la gata que la hija acoge. Me gusta. Su violencia simbólica me ha recordado a la mostrada en los textos de Mónica Ojeda.

El atanudos es, para mí, otro de los cuentos destacados del libro. Una chica cuenta a un grupo de adolescentes durante una fiesta una historia de terror que sufrió su familia. El recurso de la doble narración (descripción de las personas en la casa y la narración oral de una de ellas) me ha parecido bastante conseguido.

Cuento antes de ir a la cama es un microrrelato ingenioso, pero mantengo lo dicho: lo disfruto menos que los cuentos largos. Aún le quedan dos a este libro de los que merece la pena hablar:

Confeti en el cielo es un cuento apocalíptico. El mundo ha colapsado (no sabemos por qué) y una de sus supervivientes sale de casa con su gata para reunirse con un hombre al que ha empezado a rendir culto. La descripción de la ciudad en ruinas está muy conseguida.

La primera vez que vi un fantasma es el último cuento y traslada su escenario a Estados Unidos, a un hotel de Las Vegas en el que parece haber fantasmas. El tema fantástico aquí es un adorno frente al drama que vive su narradora, huída con un joven. Este cuento es un buen broche final para el libro.

En resumen, no me han convencido las narraciones más cortas del libro (aquellas que ocupan una o dos caras), básicamente porque, como ya he explicado, no acabo de conectar con el género de los microrrelatos. Pero sí que me han parecido valiosas la mayoría de las narraciones más largas. Por supuesto, tengo suerte, porque al gustarme las narraciones de veinticinco o dieciocho páginas frente a las de una o dos páginas, casi todo el tiempo que he leído La primera vez que vi un fantasma lo he disfrutado. En este libro hay algunas narraciones que destacan bastante, como la que ya he comentado: Paladar, Un hombre en mi cama, La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños, Matadora, El Atanudos, Confeti en el cielo y La primera vez que vi un fantasma.

Por su apuesta neofantástica, que hace hincapié en el extrañamiento de lo real, algunas de las páginas de Rodríguez Pappe me han recordado a las propuestas por Samanta Schweblin. Y otras en las que, sirviéndose del género del terror, nos muestra un mundo de desigualdades o machismo, me han hecho pensar en los cuentos de Mariana Enríquez.
Me gustan los caminos que están abriendo las nuevas escritoras hispanoamericanas, sobre todo en el mundo del relato (aunque también en la novela), utilizando los géneros –terror, fantástico, policial, onírico– para hablar de muchos conflictos que padecen las sociedades en las que viven: Samanta Schweblin, María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Mariana Enríquez, Fernanda Trías, Ariana Harwicz, Liliana Colanzi… lista a la que ahora uno el nombre de Solange Rodríguez Pappe.

domingo, 10 de marzo de 2019

Saturno, por Eduardo Halfon


Saturno, de Eduardo Halfon

Editorial Jekyll & Jill. 68 páginas. Primera edición de 2003, esta de 2018.

Durante el verano de 2018 me apeteció conocer la obra de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), un autor hispanoamericano al que tenía apuntado en mis interminables listas mentales desde hacía tiempo. Me leí seguidos, en la primera semana de julio, cinco libros suyos. Son libros cortos e intensos y uno siempre los acaba con el deseo de leer más páginas de este autor. El último de los cinco que leí entonces fue Biblioteca bizarra, que había publicado hacía poco tiempo la editorial Jekyll & Jill. Cuando Víctor Gomollón vio en las redes sociales que yo estaba comentando mi lectura de Biblioteca bizarra (libro editado por él), me ofreció el envío de Saturno, que yo acepté agradecido.

Saturno es uno de los primeros libros publicados por Halfon. Vio la luz por primera vez en 2003 y ahora, en una edición revisada, ha vuelto a estar disponible para el público. Es una nouvelle de 68 páginas que se puede leer de una sentada. Como suele ocurrir con los libros de Halfon es una novela corta, intensa y poética.

El narrador innominado de Saturno escribe dirigiéndose a su padre. El monólogo que establece con esta figura ausente está cargado de reproches y acusaciones. El narrador y su padre no se ven desde un desafortunado encuentro en el que los dos se acabaron faltando al respeto. «Su cólera durante nuestra última batalla, padre, todavía me está consumiendo. Sus gritos retumbaron en mí como los truenos que preceden la lluvia, la lluvia que jamás escampa. Insultos y amenazas y condenas. Como las de un gigante. Admitió usted, padre, su deseo de vengarse de mí» (pág. 28).
Nuestro narrador, en vez de querer haber sido ingeniero o abogado, profesiones que habrían satisfecho a su padre, eligió el camino de la literatura, una ocupación ridiculizada por el padre. En la página 48 el narrador afirma lo siguiente: «Al sólo mencionar yo el no sentirme judío, usted, echado, su mirada siempre en otro sitio, se enfureció»: un dato importante, puesto que Halfon y su familia son de origen judío y, por tanto, para el lector que conoce la obra de este autor empiezan aquí ya las referencias autoficcionales.
He visto en Youtube una charla de Eduardo Halfon en la que contaba que cuando se publicó Saturno por primera vez en Guatemala se leyó como si se tratara de un texto autobiográfico. La caracterización del narrador como escritor centroamericano de origen judío hizo que un buen número de lectores confundieran a personaje con autor; y esto contribuyó a que, en sus siguientes obras, Halfon decidiera seguir con ese juego de la autoficción, afianzando esta confusión (o juego) al llamar a su narrador, que va saltando de un libro a otro, con su propio nombre.

Los primeros lectores que leyeron Saturno no sólo pensaron que Eduardo Halfon mantenía una muy mala relación con su padre, sino que además temieron por su vida. Si uno de los temas principales de Saturno es del reproche al padre, el otro sería el del suicidio. Parece que, imbuido por la mala relación filial, el narrador de esta novela corta está pensando seriamente en quitarse la vida. De hecho, una de las ideas que se repiten a lo largo de las páginas es que el narrador escucha voces que le hablan de la muerte. Estas voces –se le da a entender al lector– son las de los escritores suicidas que nuestro narrador-escritor admira. En las escasas páginas de Saturno se habla de multitud de escritores suicidas (no en vano el texto se abre con una cita de Cesare Pavese: «El único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él»). El desfile de escritores suicidas es tan prolijo que Halfon los agrupa, incluso, por modos de dejar la vida: por ejemplo, entre los que murieron envenenándose nos encontramos con nombres como Vachel Lindsay, Horacio Quiroga, Manuel de Acuña, George Sterling, Charlotte Mew y Leopoldo Lugones. Y entre los escritores que cometieron suicidio con arma de fuego nos encontramos con Ernest Hemingway, José Asunción Silva, Pablo de Rokha, Costa Cariotakis o Vladimir Mayakosky.

El padre de nuestro narrador nunca leyó lo que éste escribió, aunque –según asegura él mismo– siempre escribió sobre el padre.
No he leído la Carta al padre de Franz Kafka, pero imagino que Saturno es un texto fuertemente influido por el de Kafka. La desesperanza que se desprende de las páginas de Saturno y la repetición de algunas frases y temas, como motivos musicales, me ha hecho pensar también en la prosa afilada, densa y bella del austriaco Thomas Bernhard.

En Saturno, Halfon todavía no ha llegado a su plena madurez narrativa y a su modelo de autoficción más consolidado, ese en el que un narrador con su mismo nombre es el protagonista de libros tan potentes como Monasterio, Duelo y Signor Hoffman. Digo que aún no ha llegado a la madurez de estos libros, pero ya se acerca mucho a ella en Saturno, donde más que por la autoficción apuesta por la metaliteratura. A pesar de la inquietante presencia de la muerte suicida, Saturno también es una reivindicación poderosa de la vitalidad artística y de la pasión por la escritura.
Como ya he comentado al acercarme a otros libros de Halfon, al leer éste también me he quedado con ganas de que fuese más largo, lo que siempre es un elogio hacia cualquier obra literaria.
La edición de Jekyll & Jill es exquisita. Además está numerada. De una edición de 800 ejemplares el mío es el número 613. Me encantan estos detalles tan trabajados.

domingo, 3 de marzo de 2019

El buen salvaje, por Eduardo Caballero Calderón


El buen salvaje, de Eduardo Caballero Calderón.
Editorial Destino. 289 páginas. 1ª edición de 1966.

Empecé a ver repetidas veces este libro en diversas sucursales de las librerías de segunda mano Tik Books. En la primera ocasión lo hojeé y me pareció interesante. Sin embargo, resistí la tentación de comprarlo. Más tarde busqué en internet información sobre el autor, Eduardo Caballero Calderón (Bogotá, 1910-1993), y a la segunda o tercera ocasión que me encontré con el libro en un Tik Books lo compré. Al fin y al cabo, costaba menos de tres euros y era una primera edición de 1966. Este libro fue el Premio Nadal de 1965.

Tengo anotado en la primera página que lo compré en mayo de 2015. Es por este tipo de cosas por lo que me resisto tanto (aunque sea al principio) a comprar libros. Tengo una gran tendencia a acumularlos y no leerlos. Sin embargo, la suerte de El buen salvaje iba a cambiar cuando mi amigo Federico Guzmán me elogiara en México la novela Sin remedio del colombiano Antonio Caballero. Busqué Sin remedio en España a través de Iberlibro, y cuando me llegó a casa e investigué un poco en internet sobre Antonio Caballero, me di cuenta de que era hijo de Eduardo Caballero Calderón. En ese momento supe que tenía que leer las dos novelas seguidas. Posiblemente, lo más lógico habría sido leer primero la novela del padre y después la del hijo, cuya publicación dista dos décadas, pero al final lo he hecho al revés.

Si bien Sin remedio, la novela del hijo, transcurría en Colombia y más de un crítico la considera la gran novela urbana sobre Bogotá, El buen salvaje, la novela del padre, transcurre en París y pertenece a otra tradición narrativa, la de los hispanoamericanos que viajaron a la capital francesa en busca de la inspiración o de la gloria literaria.

Sin remedio estaba escrita en tercera persona (y en contadas ocasiones cedía la palabra al personaje) y El buen salvaje apuesta siempre por la primera persona de un personaje innominado de veintisiete años (Ignacio Escobar, el personaje de Sin remedio, tenía treinta y uno). El personaje de El buen salvaje lleva cuatro años en París. Ha estudiado Derecho y Políticas en su tierra, y llega a París con una beca; ahora ya no estudia y trata de escribir una novela. Ya en la primera frase se hace alusión al dinero y a los problemas económicos que acucian al personaje, que en el tiempo de la novela tendrá algún trabajo eventual pero que, principalmente, se dedicará a dar sablazos a sus conocidos y a ejercer de pícaro moderno. En este sentido el personaje de Eduardo, que proviene de una familia hispanoamericana de clase media, es diferente al de Antonio, que procede de la clase alta de Bogotá. El personaje de Sin remedio encuentra una fuente de dinero inagotable en su madre, gracias a la cual no tendrá que trabajar, mientras que el de Eduardo sentirá vergüenza de los orígenes humildes de su familia (aunque no parezca tener pudor a la hora de dilapidar su dinero y trate de engañar a algunos de sus conocidos, inventando unos orígenes más nobles).

El personaje de El buen salvaje, durante el tiempo de la narración, tratará de escribir varias novelas. En las páginas de este libro el lector podrá acercarse a las ideas del personaje sobre la trama de estas novelas que quiere escribir y que siempre se quedan en proyectos abandonados. La idea de exponer un resumen de las posibles novelas, que sirven aquí como relatos dentro del relato, me ha recordado a las técnicas narrativas de Roberto Bolaño, que utilizó este mismo recurso unas cuantas décadas después (resumiendo novelas, cuentos o películas en las páginas de sus libros).

El personaje de El buen salvaje se siente profundamente hispanoamericano, pero nunca señala de qué país procede. Lo lógico es que el lector suponga que, al igual que el autor, procede de Colombia, pero este dato nunca se muestra explícitamente. No ocurre lo mismo con el resto de personajes hispanoamericanos, porque cuando el personaje empieza a salir con Rose-Marie siempre se señala que es chilena. Hacia el final del libro se refiere a su tierra en estos términos: «País desconocido y lejano» (pág. 224).

En muchos aspectos, El buen salvaje es una novela muy moderna. Diría que Alfredo Bryce Echenique la había leído cuando escribió su divertida y melancólica novela La vida exagerada de Martín Romaña, que se publicó por primera vez en 1981, y sitúa su acción en 1964; así que su tiempo narrativo sería contemporáneo al de El buen salvaje. París no se acaba nunca la publicó Enrique Vila-Matas en 2003 y trata también de un tema parecido a El buen salvaje. Si bien Vila-Matas y Bryce Echenique citan el mito de Ernest Hemingway como fuente de inspiración para peregrinar a París y tratar de ser escritor, Eduardo Caballero no lo hace.

El buen salvaje es una novela profundamente metaliteraria. Su personaje ironiza mucho sobre cómo se debe –o no se debe– escribir una novela. Uno de los juegos internos del libro es que la voz narrativa opina que algo no se debe hacer en una novela (como por ejemplo, describir el físico de los personajes) para, a continuación, hacerlo.

También me he topado con una referencia extraña e inesperada: El buen salvaje me ha hecho pensar en Mario Levrero. En libros como El discurso vacío o La novela luminosa, Levrero apunta que, ante la imposibilidad de enfrentarse a la escritura de una obra literaria, va a escribir sus pensamientos o un diario en unos cuadernos con la intención de ir preparando su mente para la escritura de una novela. En El buen salvaje, escrita unas décadas antes, Eduardo Caballero propone esta misma argucia creativa: su personaje escribe las notas sobre su vida, que al final van a constituir la novela que el lector tiene en sus manos. «De un tiempo a esta parte, desde cuando resolví escribir mi novela y tomar notas en este cuaderno, me sucede que para pensar tengo que ponerme a escribir» (pág. 34); «¿Qué interés puede tener todo esto desde el punto de vista de mi novela? Ninguno, fuera de soltar un poco la mano, distender y relajar la imaginación, dialogar, ejercitar la memoria y sepultar aquello, olvidarlo y sepultarlo dentro de mí bajo una hojarasca de palabras secas» (págs. 40-41).

Realmente, los esfuerzos del narrador para acabar algunas de sus novelas no parecen muy serios (alguna vez he pensado en Arturo Bandini, el protagonista de las novelas de John Fante), y la novela se va desplazando desde la ironía de la picaresca hasta la tragedia de la enfermedad mental; de una forma sutil, se produce el desplazamiento de temas. Lo cierto es que, más que triunfar como escritor, el mayor deseo del protagonista es no volver a su país, y constantemente siente la nostalgia anticipada de dejar París.

Al protagonista de El buen salvaje no le interesan mucho los temas políticos. En una reunión con otros hispanoamericanos, todos ellos muy politizados, «se hablaba mucho de China, de la guerra de Vietnam, de la intervención americana en el Medio Oriente, el amor por la paz que es privativo de Rusia, de la agresión capitalista en Cuba, del nuevo Canal de Panamá, etc. Todos estos temas me aburren y soy incapaz de seguirlos hasta el final» (pág. 121). Esta situación me ha recordado a las impresiones que tenía Ignacio Escolar en Sin remedio sobre sus amigos politizados y su falta de compromiso político.
Otro de los temas de Sin remedio era la pérdida de la juventud: el libro empieza cuando Escolar cumple treinta y un años, y este tema también aparece en El buen salvaje, cuyo protagonista tiene veintisiete años. Que ambos están dejando atrás su juventud queda simbolizado en el hecho de que están empezando a perder el cabello.

Sin remedio era una crítica mordaz a la clase alta de Bogotá, mientras que El buen salvaje es más bien una crítica a una clase media que quiere aparentar un nivel económico superior.
El personaje de Sin remedio tenía aspectos negativos, pues se le presentaba como caprichoso, infantilizado y machista. El protagonista de El buen salvaje es cínico, aprovechado y también algo machista pero, sobre todo, racista; principalmente con los negros. Ambas novelas parten de situaciones más o menos cómicas y se van haciendo más oscuras cuando caminan hacia su desenlace.
Si Antonio mostraba la pobreza y la sordidez de las noches de Bogotá, Eduardo muestra la pobreza y la sordidez de París. Ambas novelas nos hablan también del proceso de creación artística. Eduardo habla del arte de la novela y Antonio de la poesía. La literatura no parece ser una salida vital para ninguno de los dos, sino más bien una fuente continua de frustraciones y de desengaños.

Entre Sin remedio (1984) y El buen salvaje (1965) creo que me quedo con la primera, la novela del hijo, sin desmerecer a la novela del padre, que es una gran novela, y que, en más de un sentido, sobre todo cuando realiza juegos metaficcionales con París de fondo, se adelanta a su tiempo y crea senderos por los que transitarán otros (Bryce Echenique, Bolaño o Vila-Matas).

Ahora mismo, de Sin remedio no existe una edición en España a disposición del público (algo que, de nuevo, no habla nada bien de la comunicación entre ambos lados del Atlántico), pero se puede encontrar en páginas de libros de segunda mano como Iberlibro. De El buen salvaje se puede, buscando en Iberlibro o en librerías como Tik Books, encontrar la primera edición en Destino a buen precio, pero además (y esto es una buena noticia) la editorial española Ediciones del Viento ha sacado hace poco una nueva y bonita edición.