jueves, 29 de diciembre de 2011

La lista: mis 10 mejores lecturas del 2011

Como ya he llevado a cabo en los dos últimos fines de año, voy a hacer un resumen con las mejores lecturas del 2011.
El orden es cronológico:


- LAS PALMERAS SALVAJES, WILLIAM FAULKNER

- LA NOVELA LUMINOSA, MARIO LEVRERO

- ZAMA, ANTONIO DI BENEDETTO

- GLOSA, JUAN JOSÉ SAER

- CUENTOS COMPLETOS, FOGWILL

- STONER, JOHN WILLIAMS

- ANTOLOGIA DEL CUENTO NORTEAMERICANO, dirigido por RICHARD FORD

- HERZOG, SAUL BELOW

- LAS CORRECCIONES, JONATHAN FRANZEN

- EL GRAN GATSBY, FRANCIS SCOTT FITZGERALD


Al principio he destacado 14 obras y expurgando un poco más la he dejado en 10.
De Franzen había seleccionado las 2 novelas que he leído, Libertad y Las correcciones, y creo que me he quedado con la última para que la elección fuese un poco menos obvia, y no he seleccionado las 2 por dejar entrar aquí a otros nombres.

Me acabo de percatar de que todos los seleccionados pertenecen al continente Americano. A ver si en 2012 leo más obras europeas.

Aún no he comentado en el blog mi relectura de El gran  Gatsby, en la nueva –y estupenda- traducción para Anagrama de Justo Navarro. Será una de las próximas entradas del blog.

Creo que, como propósitos de lectura para el nuevo año, voy a seleccionar más obras clásicas (del siglo XIX y XX, principalmente) y voy a intentar aumentar la lectura de libros con un alto número de páginas. Normalmente mis novelas favoritas de todos los tiempos suelen ser largas, y en la actualidad estoy leyendo obras más cortas; imagino que influido por el deseo de escribir en el blog una reseña a la semana. Para poder mantener este ritmo se me ha ocurrido compaginar libros cortos (poemarios, por ejemplo) con otros largos. Pero sé que la lectura de un libro de 1.000 páginas puede llevarme (teniendo en cuenta mi vida diaria) 3 ó 4 semanas, y así el blog no tendría entrada durante un periodo infrecuente hasta ahora. Aun así creo que he de ser yo el que me marque el ritmo de lecturas y que esto se refleje en el blog y no al revés.

Espero que todas las personas que se pasan por aquí y leen las reseñas encuentren en 2012 los mejores libros que les hagan reflexionar y pasar ratos entretenidos.
Y gracias por el interés mostrado hacia estos comentarios interactivos sobre libros.

Dejo a continuación una foto de la biblioteca de Nueva York, uno de los lugares que desafortunadamente no me dio tiempo a visitar durante mi viaje del verano:




jueves, 22 de diciembre de 2011

Ensimismada correspondencia, por Pablo Gutiérrez

Editorial Lengua de Trapo. 157 páginas. 1ª edición de 2011.

Estoy empezando a tener que decir que no. Tampoco de una forma apabullante, pero es un hecho: desde hace unos meses algunas editoriales o autores se ponen en contacto conmigo para ofrecerme sus libros, publicados o escritos –según el caso. Y yo, por educación o por carácter, soy una persona a la que le cuesta decir no. Pero digo no, porque también aprendí hace tiempo que uno no debe traicionar sus pasiones: para mí uno de los placeres de leer ha sido siempre poder seleccionar lo que leo. Voy de un autor a otro, paseo y entro en esta o aquella biblioteca, o librería de primera o segunda mano, busco información en internet o en revistas, compro por impulso… Y que una editorial publique un libro que me interesa, ir a una librería y comprarlo, me parece un acuerdo justo.
 De hecho, cuando me cambié de carrera en la universidad, no me pasé a Filología Hispánica, entre otros motivos, porque no quería leer lo que otros me dijeran que leyese. Y a veces he pensando que debería hacer estudiado Filología Hispánica pero también, al no haberlo hecho, he sentido el orgullo de haber podido leer de un modo ecléctico lo que me ha parecido. Y así, como lector, he acabado por tener lagunas inmensas, pero también he atesorado algunas orillas inesperadas.

A pesar de lo expresado en el párrafo anterior, esta vez dije que sí. Uno de los editores de Lengua de Trapo me escribió un correo electrónico para ofrecerme este libro. Y dije que sí porque ya me había fijado en el nombre de Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978), y lo tenía anotado como uno de los nuevos escritores españoles que quería leer, sobre todo a raíz de las positivas críticas que ha recibido su novela Nada es crucial. Y dije sí, también, porque Ensimismada correspondencia, su nuevo libro de relatos, quedó finalista del II Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, y leí hace unos meses al ganador, El final del amor de Marcos Giralt Torrente, porque entre los finalistas había nombres de la talla de Javier Tomeo y Marcelo Lillo, escritores a los que admiro. Y además Pablo Gutiérrez fue elegido por la revista Granta como uno de los 22 mejores escritores en español menores de 35 años; lo que hace que tenga curiosidad por saber qué escriben estos autores de mi generación, o ligeramente más jóvenes que yo.

Empecé a leer Ultramort, el primero de los 10 cuentos de Ensimismada correspondencia, en el autobús que me acerca por las mañanas al colegio donde trabajo. La última página (de las 19 que consta) la leí aceleradamente porque ya veía, desde las ventanillas del autobús, las puertas del cole, los niños de la ruta se levantaban de los asientos, cogiendo sus mochilas, y yo no quería dejar la lectura. Necesitaba que el efecto del cuento se asentase en mi percepción lectora sin cortes. La historia narrada en Ultramort es en apariencia sencilla: un hombre joven va en coche a pasar un día de playa, solo, o más bien en compañía del libro Las personas del verbo del poeta Jaime Gil de Biedma. Y los planos del cuento se despliegan: el protagonista es el joven que va solo a la playa y también es el poeta, de quien –imagina el lector- el primer personaje está intentando reconstruir escenas de su vida a partir de lo leído en los poemas. Y este protagonista-lector cae en el romanticismo de cualquiera de nosotros, también lectores: pensar que la vida del poeta, tal como la reflejan sus versos ha sido más intensa que la nuestra, para darnos cuenta de que en realidad la experiencia vital del artista admirado tuvo que ser, en el fondo, como la nuestra: “Mejor asumir ciertas cosas. Tomar conciencia de la vulgaridad, la patraña cotidiana, recta y ordenada de las horas del día: asumir que nada feliz ni dramático vendrá a romper eso.”, escribe Gutiérrez en la página 26, usando una segunda persona que interpela tanto a su personaje como al lector.
Este cuento, Ultramort, me conquistó de forma inmediata, por su cuidado lenguaje poético y su combinación de elementos: vida del anónimo protagonista o vida de Gil de Biedma, acercándose a ellos desde la primera, segunda o tercera persona…. para narrarnos una experiencia común a cualquier lector o persona.

En el segundo cuento, Antipoema 20, Gutiérrez se sirve de un recurso similar a Ultramort: usa aquí la figura del poeta Pablo Neruda, y su poemario más popular, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, para hablarnos de la historia de desamor de otro personaje anodino.
Apunto ya que los cuentos de Pablo Gutiérrez se separan bastante del modelo carveriano, al que nos hemos acostumbrado durante las últimas décadas: casi no hay acción en ellos, no se destaca una situación para insinuar otra, los personajes no interaccionan en el momento de la acción narrativa, sino que la acción es evocada por un personaje normalmente aislado, preferiblemente en una habitación. Y el estilo desde luego que no es carveriano: en vez de ser lacónico e insinuante, Gutiérrez construye sus composiciones con una cuidada prosa poética, que profundiza en la búsqueda del detalle y la metáfora.
Para insinuar el ritmo de la poesía, en muchos casos las frases no están separadas por los puntos que podrían parecer necesarios, sino que fluyen como si fueran versos. Para observar esto, transcribo aquí el comienzo de Antipoema 20: “De nada sirve volver al jugo del lorazapam que te abomba el ánimo y te aplasta como un fantoche en el sofá, no quiero esa guarida, en la penumbra habita una criatura aún más fiera, yo puedo fabricar una sustancia mejor exprimiendo el recorrido de mis válvulas, qué vulgares laboratorios con monigotes de blanco encorvados sobre sus decantadores para conjugar un pálido reflejo de la oxitocina”.
Este cuento, siendo un cuento correcto, no ha conseguido emocionarme como lo ha hecho Ultramort. y en este segundo nos encontramos con elementos narrativos ya desarrollados con más fuerza en el cuento anterior. Pero habría que decir que, para mí, el listón estaba alto: Ultramort es un relato que debería estar en todas las antologías de relato en español de los próximos años. Leí hace un año la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual, un libro con una destacable selección de relatos, y si Ultramort hubiera estado entre ellos me habría parecido uno de los mejores leídos en ese libro.

El tercer cuento, Razia, con 3 páginas, es el más corto del conjunto. Como en los otros dos se elige la figura de un poeta –Federico García Lorca, aquí- para vertebrar lo narrado. Me ha gustado el cambio respecto de los otros dos: frente a la figura solitaria y triste de los anteriores, nos encontramos en éste con un cuento de denuncia del franquismo, “Entre julio de 1936 y enero de 1937 la represión ordenada por Queipo de Llano fusiló o degolló a 3028 personas en la ciudad” (pág. 43).

En los 5 cuentos Búsqueda.doc (4º), Virgen de las aguas (5º), Mujercitas (7º), Conferencia (8º) y Ensimisma correspondencia (10º), encuentro las suficientes semejanzas como para comentarlos de forma conjunta: aquí ya no utiliza Gutiérrez la figura de un poeta, o sus versos, como soporte narrativo del relato poético o contraste espiritual con la realidad retratada, sino que los personajes están solos (o más bien aislados) y nos acercamos a su vida mediante la descripción general de sus conflictos. De estos cuentos destaco Virgen de las aguas, que nos acerca al sufrimiento de un profesor de religión de lunes a viernes, que desde el vienes por la noche hasta el domingo sucumbe a su adicción al porno.
Me he sentido identificado con el discurso generacional del protagonista de Conferencia, un funcionario que da charlas en colegios a adolescentes sobre la prevención de drogodependencias.
La creación del personaje de la adolescente superdotada y exibicionista de Búsqueda.doc me ha resultado menos lograda que los otros dos personajes comentados, pero sigue siendo un cuento correcto.
Para hablar de Mujercitas y Ensimismada correspondencia voy a citar el primero de los consejos sobre cómo escribir cuentos de Roberto Bolaño: “Nunca aborde los cuentos de uno en uno. Si uno aborda los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte”. (página 324 de Entre paréntesis). En estos dos cuentos me ha parecido sentir el peso de la repetición de planteamientos respecto a los otros 3 que he separado en este grupo, y sin ser malos me han interesado menos.
En realidad, los 5 cuentos de este grupo (a los que podría unir alguno más) tienen un planteamiento que en primera instancia podría parecer de escritor principiante: describir a un personaje quieto es una de las primeras tentaciones de un narrador novato. Siempre me pareció que en los cuentos que más me gustaban había interacción entre varios personajes, había acción, y aquí el personaje se sienta delante de un ordenador, se tumba en una cama o mira un prado… y evoca. Pero Pablo Gutiérrez no me parece un narrador novato; por el contrario, pienso que conoce el problema del que hablo y consigue sortearlo con éxito gracias a la solidez de su estilo poético y al encuentro del detalle peculiar; y el único problema que veo a esta subversión de los valores del cuento puramente carveriano o chejoviano (con el que normalmente me identifico) es cierta repetición de elementos, como ya he apuntado.

Gigantomaquia, el noveno cuento, nos acerca a la angustia existencia de un jugador de baloncesto, y lo he separado del conjunto anterior, porque está escrito con un estilo diferente: más que de modo poético y detenido, este cuento está escrito de forma eléctrica, con constantes saltos del pulso narrativo. Así consigue adentrarse en la mente angustiada de su protagonista que no deja de evocar un error del pasado. Me ha gustado.

Y dejo para comentar al final el sexto cuento, Georgina Hübner, en el cielo de Lima, donde Gutiérrez indaga en un suceso real en torno al poeta Juan Ramón Jiménez: cómo dos aspirantes a poeta de Lima le engañaron para establecer correspondencia con él gracias al artificio de inventarse una voz femenina y admirativa de sus versos. Aquí sí existe una interacción de personajes y su levedad chejoviana ha hecho que sea junto con Ultramort mi cuento favorito del conjunto. Otra pieza digna de cualquier antología de relatos.

Así que para mí Ensimismada correspondencia tiene al menos dos cuentos perfectos, muy llamativos para antologías sobre nueva narrativa en español, y al menos 3 ó 4 cuentos más muy buenos, y sólo, quizás, adolece de una ligera sensación de repetición de planteamientos en algunos cuentos, que no acaba, en cualquier caso, de afear un conjunto de relatos muy notable.

domingo, 18 de diciembre de 2011

El turno del ofendido, por Roque Dalton

Editorial Baile del Sol. 172 páginas. 1ª edición de 1964, ésta de 2009.
Prólogo de Enrique Falcón.

Y hemos llegado a un mito; o, al menos, a uno de mis mitos. La primera vez que supe de la existencia del poeta Roque Dalton (El Salvador, 1935-1975) fue en algún momento impreciso de finales de los años 90, gracias a una visita al Simago de mi barrio de Móstoles. Durante los 80 ó 90 aquel Simago tenía una sección de libros y cómics, que fue reduciendo su tamaño indefinidamente hasta desaparecer. En una de sus eliminaciones de stocks, rebuscando en una cesta de metal, encontré un libro titulado Antología de la Poseía Hispanoamericana, editado por Alba en 1997. Un libro que recorría todos los países de Hispanoamérica, y de cada uno de ellos seleccionaba a 3 poetas, de los que aportaba una pequeña biografía y unos pocos poemas. El libro costaba 300 pesetas.

Inmediatamente me llamó poderosamente la atención la pequeña nota biográfica de Dalton. La reproduzco aquí: “ROQUE DALTON GARCÍA (1935-1975). Desde muy joven inicia una intensa actividad política que le lleva al exilio y a la muerte a manos de extremistas del propio grupo en el que militaba. Su poesía sincera, humana y solitaria se encuentra en un lugar de privilegio dentro de las letras centroamericanas. El mar (1962), Los testimonios (1964) y Taberna y otros lugares (1969), entre otros, reflejan unas vivencias apasionadas y esperanzadas.”
Los 4 poemas de Dalton que mostraba la antología fueron de los que más me gustaron del libro; una poesía sentida, irónica, directa…

Pero en las librerías, incluso en las especializadas en poesía de Madrid, nunca tenían ningún libro de Roque Dalton. Fue unos cuantos años después cuando, buscando por Internet, encontré que una editorial que desconocía de Canarias se había propuesto editar en España toda su obra. Esta editorial era Baile del Sol, que después iba a editar alguno de mis libros, y mi primer contacto con ella consistió en encargar en La casa del libro de Gran Vía Taberna y otros lugares (1969), que se considera la obra más emblemática de la poesía de Roque Dalton. El libro me gustó mucho, pero hizo que cambiara mi apreciación inicial sobre este poeta: no practicaba una poesía tal directa como lo que yo había supuesto. A veces sus poemas son narrativos e irónicos, creando personajes, incluso; a veces son intimistas, líricos y abstractos; a veces directamente de denuncia política; y a veces escribe pequeñas prosas cercanas al relato poético.
También leí hace unos años La ventana en el rostro (1962), y ahora me he acercado a El turno del ofendido (1964) escrito en los años 1961 y 1962, entre México y Cuba, en uno de los periodos en los que Dalton es perseguido en El Salvador.

El turno del ofendido cuenta con un interesante prólogo de 27 páginas del poeta Enrique Falcón. En la página 11 del libro, Falcón afirma: “en este libro que nos ocupa se destacan ya las tensiones fundamentales entre las que respirará su poesía entera”. También en esta página escribe: “la significación que El turno del ofendido tiene en la trayectoria poética de Roque Dalton debería ser juzgada con radicalidad y lejos todavía de ser (bienintencionadamente) deformada por el monumento de su martirio (que habrá de acaecer, todavía lejos, en 1975).”

Reconozco que me resulta muy difícil acercarme a la poesía de Roque Dalton olvidándome de su mito y de su vida exagerada: su infancia lejos del padre norteamericano que no lo reconoce, la clandestinidad, la cárcel (en una ocasión se escapa de una de El Salvador gracias a un oportuno terremoto que derrumba los muros de la prisión), su paso por México, Cuba, Checoslovaquia, la creación de una obra poética portátil, su lucha y denuncia de las injusticias… y toda esta trayectoria como prefiguración de su muerte trágica a manos de una facción radicalizada de su propio grupo revolucionario, días antes de cumplir 40 años.

Roque Dalton formó parte en su juventud en El Salvador de la llamada Generación comprometida.
De los poetas que yo he leído, le uno en mi imaginario de lector a Ernesto Cardenal y a la poesía más comprometida y menos abstracta de César Vallejo.

El turno del ofendido se abre con un poema sin título que es toda una declaración de intenciones:

Me habéis golpeado azotando
la cruel mano en el rostro
(desnudo y casto
como una flor donde amanece
la primavera)

Me habéis encarcelado aún más
con vuestro ojos iracundos
muriéndose de frío mi corazón
bajo el torrente del odio

Habéis despreciado mi amor
os reísteis de su pequeño regalo ruboroso
sin querer entender los laberintos
de mi ternura

Ahora es la hora de mi turno
el turno del ofendido por años silencioso
a pesar de los gritos

Callad
Callad

Oíd



Después, el libro se divide en dos partes: Las cicatrices y Por el ojo de la llave.

Las cicatrices es de extensión bastante más breve que la segunda parte, y aquí se concentran los poemas más intimistas del conjunto. La madre del poeta era cristiana y Roque Dalton abrazó esta fe hasta los 20 años, es decir el poeta revolucionario fue creyente durante la mitad de su existencia. La influencia de la religión está presente en Las cicatrices, y me ha parecido que Dalton concibe a la figura del revolucionario de izquierdas como a la de un nuevo Jesucristo, que ha llegado a la Tierra para luchar contra la injusticia y ser la voz de los más desfavorecidos; un Jesucristo que habrá también de aceptar el sacrificio.
En algunos de estos poemas la presencia de términos religiosos (apostasía, mártir, santo, blasfemar…) es apabullante y definitoria, como podemos observar en el siguiente poema, perteneciente a el tipo de poemas en los que Dalton despliega su gusto por la metáfora abstracta y por la construcción de estructuras repetitivas (“lejos de…”):


LEJOS DE MI PATRIA

Lejos del mundo, lejos
del orden natural de las palabras;
lejos,
a doce mil kilómetros
de donde el hierro es casa para el hombre y crece
como una rara flor enamorada de las nubes;


lejos del crisantemo, del ala suave del albatros,
de los oscuros mares que blasfeman de frío;
lejos, muy lejos de donde la medianoche es habitada
y nos dicta la máquina su voz sobresaliente;
lejos incluso de donde ya quedó atrás la esperanza,
de donde el llanto nace muerto o se suicida
antes de que lo ahogue la basura;

lejos de donde los pájaros odian,
de donde te hablan de amor hediondos lobos y te invitan
a un lecho de marfil;

lejos de donde los jardines atentan contra su belleza
con los cuchillos que dona el humo;
lejos,
lejos,
lejos de donde el aire es una gran botella gris;
de donde todos ofrecen terribles pompas de jabón
y ángeles depravados beben con niños cínicos
el veneno de la apostasía contra todas las auroras que pueden;
lejos de la murmuración de las máscaras;
lejos de donde las desnudas no ciegan con la luz de su piel;

lejos de la consolación de los vómitos;

lejos de la sensualidad del pantomimo,
de la resaca de sus imprecaciones sin fondo;

lejos, terriblemente lejos
de donde corretean por las calles los monstruos de seda,
de donde los bosques tiemblan derrocados y huyen
de donde cada llave tiene una puerta que la espera sin sueño;

de donde germina ciega la música del oro
y ladran desatadas las jaurías de cobalto;

lejos, definitivamente lejos
de donde muere el mártir lapidado por la mofa
y el santo es un payaso que se queda callado.


En Las cicatrices, la idea mesiánica se concentra en algunos versos llenos de angustia existencial, en los que el poeta conversa directamente con Dios: “Pregunté a Dios por mis hermanos: Y no sabían nada” (pág. 66)

En la parte llamada Por el ojo de la llave, Dalton nos habla del hombre universal, del otro. Aunque en algunos de estos poemas también habla de sí mismo sin abandonar su angustia de existir en el mundo: “La angustia existe” (pág. 74).

En esta parte la carga metafórica es menor que en Las cicatrices, llevando, en algunos casos, al poema de esencia puramente narrativa, con la presencia también de personajes. Veamos uno de los ejemplo más claros:


EL VECINO

Tiene una esposa, más bien,
fea.

Tiene dos hijos que sacaron sus ojos
y que por estos días persiguen a los gatos en el barrio.

Trabaja, lee mucho, canta por las mañanas;
pregunta por la salud de las señoras;
es amigo del pan, del panadero;
suele beber
cerveza al mediodía;
conoce bien el fútbol, ama el mar,
desearía tener un automóvil,
asiste a los conciertos, tiene un perro pequeño,
ha vivido en París, escribió un libro –creo yo
que eran versos-, se siente satisfecho al ver los pájaros,
paga sus cuentas al final del mes,
ayudó a reparar el campanario…

Ahora está en la cárcel prisionero:
también es comunista, como dicen…


Además de la denuncia política o el reflejo de su angustia existencial, en Por el ojo de la llave también nos podemos encontrar poemas de amor, como este cargado de erotismo:

DESNUDA

Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros,
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo.

Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño perdido
que en ti dejara quietas su edad y sus preguntas.

Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que me nutre;
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.

Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.

El día en que te mueras te enterraré desnuda,
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.


Y para finalizar esta entrada voy a transcribir aquí –incluido en Por el ojo de la llave- el que según Mario Benedetti es el mejor poema de Roque Dalton:

ALTA HORA DE LA NOCHE

Cuando
sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendrá la muerte y el reposo.

Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscado por mi niebla.

Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.

No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.

No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto
desde la oscura tierra vendría por tu voz.

No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre,
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.

Lo dicho: Roque Dalton, uno de mis más grandes mitos personales. Qué tiempos aquellos en los que se podían comprar libros de poesía en un Simago de barrio. Tengo también de Dalton en mi estantería de inleídos Los testimonios. Lo leeré e imagino que seguiré leyendo las obras completas de Roque Dalton que está editando Baile del Sol.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Las noches de Flores, por César Aira

Editorial Mondadori. 140 páginas. 1ª edición de 2004.

Otra novelita de Aira.
Y aseguro que esta vez, un viernes de hace dos semanas, salí extrañamente de casa sin ningún libro para el transporte público. Había terminado La noche navegable de Villoro horas antes y a las 20.30 había quedado en Cuatro Caminos con un amigo que quería llevarme a un espectáculo de teatro de improvisación. En el metro, sin nada que leer, miro el reloj y comprendo que voy a llegar demasiado pronto, así que me bajo en Nuevos Ministerios con la idea de subir Raimundo Fernández de Villaverde andando. Y al caminar por la acera, observo el local de la librería de segunda mano Ábaco, que está -o estaba, más bien-, en una de las pequeñas plazoletas a las que se abre la calle. Y desde lejos me parece que la librería no está cerrada sino abandonada. Me acerco y aliviado leo que se han trasladado a un local más grande en la propia Raimundo Fernández de Villaverde. Sigo subiendo la calle y me encuentro con la nueva ubicación de la librería Ábaco, y ahora es más grande y se puede caminar con holgura por sus pasillos. Como me sigue sobrando tiempo, me quedo un rato. Paseo por las estanterías y me detengo en la sección de libros hispanoamericanos. Bajo un montón aparece esta novelita de César Aira (Coronel Pringues, Argentina, 1949): Las noches de Flores, de la editorial Mondadori, un libro como nuevo y con un precio de 4,5 euros. Una novela de la que desconocía la existencia y que compro por impulso. Y de vuelta a casa, tras el surrealismo del teatro de improvisación, empiezo a leerla en el metro.

Las noches de Flores está ambientada en los primeros años del siglo XXI en Buenos Aires, concretamente en el barrio de Flores -donde vive el propio Aira- y en las primeras páginas se nos presenta a Aldo y Rosa Peyró, una pareja de jubilados del barrio: “Eran miembros muy característicos de nuestra vapuleada clase media, con una jubilación mediocre, casa propia, sin apremios graves pero sin un gran desahogo.” (pág. 7). Para completar su sueldo los Peyró han aceptado trabajar como repartidores de pizzas en el barrio. Sus compañeros de trabajo son chicos de 14-16 años que hacen el reparto en moto, ellos lo realizan a pie, y así ganan algo de dinero y hacen ejercicio. En la pizzería les reservan los pedidos más cercanos y a veces los más sospechosos. La nueva situación de Argentina ha hecho que los ladrones agudicen el ingenio para intentar robar, por ejemplo, las motos de los repartidores. Si el pedido puede parecer peligroso es a Aldo y a Rosa a los que se envía desde la pizzería. “La delincuencia sí era una consecuencia directa de la crisis. Había aumentado tanto que salir a la calle ya era arriesgar la vida, sobre todo de noche”. (pág. 25)
También los secuestros están aumentando, y ha saltado a la prensa el de Jonathan, un chico que hacía el reparto de comida en moto para otra empresa de la competencia.

Los primeros capítulos de Las noches de Flores presentan un relato simpático al describirnos la crisis del país (aunque en la página 17 nos encontramos con una larga e innecesaria descripción de la tecnología de un GPS. Recordatorio personal: no describir nunca en una obra literaria avances tecnológicos, en 5 años esas páginas pasan a ser ridículas), cuyo costumbrismo porteño se rompe en la página 29 con la aparición de Nando: “Esto lo dijo un ser extraño, mitad murciélago, mitad loro, de un metro de alto, que se descolgó de un árbol al paso de los Peyró, y siguió caminando con ellos”. La aparición de este ser es asumida sin demasiados problemas por los Peyró, y la novela entra en los presupuestos del relato neofantástico.

Ya hablé en el blog de una conferencia de César Aira a la que asistí (ver AQUÍ). En ella, Aira habló de sus lecturas de folletines y de novelas malas y olvidadas del siglo XIX y principios del XX, y de su fascinación por este tipo de narrativa en la que se perdía la verosimilitud y que incidía en la casualidad absurda y el melodrama patético.

Y al ir leyendo Las noches de Flores me estaba extrañando que Aira fuera a cerrar el texto de una forma lógica, a pesar de la aparición del personaje de Nando. Y no fui defraudado: traspasada la mitad de la novela, no sólo se empieza a perder la verosimilitud narrativa, sino que directamente nos desplazamos hasta el territorio de la incoherencia narrativa. Así en la página 79 recibimos esta información: “Como todos los ciegos, Rosa siempre sabía más de lo que parecía”. Y no es que el narrador nos hubiese ocultado este detalle concerniente a Rosa, que hubiese dosificado la información suministrada, sino que directamente este dato entra en contradicción con otros aportados en páginas anteriores; así ya hemos leído, por ejemplo, en la página 24: “Esa noche se detuvieron varias veces, aquí y allá, a contemplar unas pintadas que habían aparecido en las paredes del barrio”, o en página 25: “lo veían tal como era: familias durmiendo en la calle”.

Y en esta segunda mitad de la novela el foco narrativo se desplaza desde el matrimonio de los Peyró hasta el fiscal constitucional Zenón Mamaní Mamaní, que investiga el secuestro y muerte de Jonathan. Zenón recibe en su casa de Buenos Aires la visita de su amigo, el escritor boliviano, Ricardo Mamaní González. Estos dos personajes se relacionan con el también escritor Pedro Perdón. Después se nos informa de que Ricardo –que según el juicio de Zenón es el más destacado escritor de Bolivia- en realidad es un informático, que con la ayuda de lingüistas ha inventado un sistema de identificación de textos; y de que Pedro es un guionista no ya de reality shows, sino de los previos del programa, del proceso de selección de los candidatos al reality show.
En las conversaciones que surgen entre estos tres personajes, Aira reflexiona sobre el arte: “El arte está buscando siempre lo nuevo, y lo nuevo ha terminado identificándose con lo distinto. Se ha producido una reversión de causas y efectos, y ahora basta con que sea distinto” (pág. 126-127).

Y la segunda mitad de Las noches de Flores se ha convertido ya en un delirio narrativo: Aldo en realidad es una famoso y peligroso delincuente llamado Cloroformo. Y en la página 117 recibimos esta información: “Rosa estaba orinando de pie, como un hombre, y un movimiento lateral le mostró [a Aldo] que era realmente un hombre, porque sostenía en la mano un miembro de proporciones descomunales”. Esto último lo leí en el autobús –una de las rutas- que me acerca por las mañanas al colegio donde trabajo. Y se me escapó una carcajada, que no era debida al chiste de Aira sino al planteamiento del chiste: vamos a ver, Aira, amigo, después de leer a todos los clásicos, lees los folletines y los melodramas olvidados del siglo XIX y de principios del XX; es decir, investigas donde no investiga ningún escritor de tu generación; reivindicas las vanguardias, a Macedonio Fernández a Felisberto Hernández; y tras todo este extraño camino, tras toda esta pirueta literaria, acabas en el chiste de que la mujer era un hombre y tenía un pene descomunal, acabas en el chiste que puede concebir cualquier adolescente que no ha leído nunca un libro sin que le obliguen a hacerlo en el cole (y sé de lo que hablo).

Un escritor de folletines o de melodramas del siglo XIX o de principios del XX escribía sus narraciones sin ironía, y de este modo se equivocaba y llegaba a callejones sin salida que resolvía de forma inverosímil o cayendo en contradicciones, y la pregunta es: ¿si Aira toma estos elementos y los recrea desde un punto de vista irónico, la propia ironía crea la gran obra de arte? Es decir, si Aira escribe una novela mala, sabiendo que es mala, haciéndola mala adrede, con incoherencias, con surrealismo, con soluciones absurdas, ¿esto hace que sea distinta, original y de esta forma se transforma en una novela buena?

He leído críticas en Internet sobre Las noches de Flores airadas contra Aira, y la indignación que ha provocado la novela en algunos lectores me ha hecho sonreír. La verdad es que yo empecé leyendo el libro con interés y lo he terminado con incredulidad. Ante el absurdo que se me planteaba no he podido contener la risa; recuerdo, además de lo ya citado, la supuesta explicación realista sobre quién es el personaje de Nando, ese ser mitad murciélago y mitad loro del que ya he hablado, que me provocó otra carcajada.
Y supongo que la broma literaria que es Las noches de Flores puede indignar o hacer gracia, y esto último, en todo caso, porque el libro es tirando a corto, que de tener 500 páginas dudo que alguien consiguiera acabarlo.
Y algo parecido sentí ese viernes, cuando empecé a leer el libro en el metro, después de haber asistido a una hora y cuarto de teatro de improvisación: que esta modalidad de teatro como curiosidad y como broma está bien, pero ¿quién aguanta tres horas de una obra de teatro puramente improvisada? O ¿cómo esta obra que surgía ante nuestra mirada divertida iba a aguantar la comparación con una gran obra de teatro del Siglo de Oro, por ejemplo? Y había, claro, actores mejores que otros, y los que tenían más tablas improvisaban mejor, y la prosa ajustada de Aira hace que su experimento narrativo aguante mejor que el material del que parte, esos folletines del XIX o de principios del XX, porque imagino que además de incoherencias narrativas y melodramas pomposos contendrían altas dosis de prosa inflada y ridícula, algo en lo que no cae (o no quiere imitar) Aira; puesto que la reivindicación de las vanguardias, las incoherencias y el melodrama unida a la de la prosa mala sería ya una apuesta imposible de ganar.


Yo, entre un libro como Las noches de Flores y, para entender lo que quiero decir, otro como Salvatierra, la cerrada y perfecta corta novela realista del también argentino Pedro Mairal, me quedo con la segunda; porque la narración de Mairal me emocionó más y me mantuvo en vilo hasta el final de sus escasas páginas. Las noches de Flores la acepto como broma, como reivindicación de las vanguardias, y tampoco me ha quitado las ganas de acercarme a los libros más celebrados de Aira, que aún no he leído, Cómo me hice monja o Enma, la cautiva.
Y estas son, básicamente, las reflexiones que me provoca otra novelita de Aira.


sábado, 3 de diciembre de 2011

La noche navegable, por Juan Villoro

Editorial Booket. 129 páginas. 1ª edición de 1980, ésta de 2010.

En julio de 2007 me levantaba por las mañanas relativamente pronto y, tras desayunar, me iba a la biblioteca de Móstoles, donde podía disfrutar de un aire acondicionado que, como comprobé este último verano, ha sido uno más de los lujos que la crisis se llevó por delante. Allí echaba la mañana escribiendo unas dos horas y leyendo otras dos. Y ésta me parecía una gran forma de aprovechar las vacaciones de profesor. Escribía una novela que hoy, más de 4 años después, tras unos cuantos entusiastas rechazos editoriales, aún tengo peleando en algún premio literario y leía A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust en la nueva traducción de Mauro Armiño para la editorial Valdemar. Y leí Por la parte de Swann (por segunda vez, la anterior fue en Alianza) y A la sombra de las muchachas en flor, en un pesado volumen que, sumando las notas, casi alcanza las 1.000 páginas con una caja de edición apretada. Éste de 2007 iba a ser el verano Proust. Había comprado el estuche con los 3 volúmenes de A la busca del tiempo perdido de la edición de Valdemar en la feria del libro de Madrid. Pero después de A la sombra de las muchachas en flor decidí tomarme un pequeño descanso con alguna novelita corta de H. G. Wells.
En agosto me habían invitado a una boda en Hamburgo, y aproveché para organizarme un viaje por Alemania. Me pareció excesivo meter en la maleta el volumen II de A la busca del tiempo perdido y me acabé llevando otro libro de Valdemar: El candor del padre Brown de G. K. Chesterton.
Me recuerdo, un día nublado, paseando por las orillas del Rin en Bonn, interrogándome culposo si seguir con Proust cuando volviera a Madrid o ponerme a leer otra cosa. Ya me daba cuenta de que no iba a conseguir leer todo A la busca del tiempo perdido antes de que acabase agosto, y por tanto, si seguía, al finalizar las vacaciones debería llevar los pesados volúmenes de Valdemar, que no cabían en mi maletín de profesor, en el transporte público. Y creo que, a pesar de las notas que había tomado sobre el volumen I en un cuaderno, a pesar de sentir que Proust me había descubierto aspectos sobre los mecanismos de la memoria de los que había sido consciente, pero que nunca me había encontrado verbalizados, y sentir por tanto que Proust era un genio absoluto, me venció su ritmo excesivamente lento.
Y ya de vuelta, en España, intenté tomar un libro que me pareciera lo suficientemente bueno como para aplacar mi sentimiento de culpabilidad por el abandono de Proust. De esta forma –me imagino que ya, el posible lector de esta entrada, se estará preguntando por qué hablaba tanto de Proust y Alemania- llegué a El testigo de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), cuyas 470 páginas habían sido merecedoras del premio Herralde de 2004, y que yo había comprado de segunda mano en una librería cercana a Manuel Becerra y acumulado en mi rincón de inleídos, unos meses antes.

Había visto en persona una vez a Juan Villoro: en el café Gijón de Madrid, un viernes lluvioso, en noviembre de 2005, si no recuerdo mal. Yo tomaba un café con una compañera del colegio donde trabajo y en una mesa cercana me fijé en Villoro: alto, serio, tomando también un café acompañado de una mujer. Sabía quién era, aunque en ese momento, además de no haber leído nada de él, no recordaba su nombre. Lo que había doblemente ridículo acercarme a su mesa pasa saludarle con un improbable: «Hola, disculpe, señor... no recuerdo cómo se llama, ni he leído nada de usted, pero sé que es amigo de Roberto Bolaño y que ha ganado el premio Herralde. Enhorabuena.»

Las 470 páginas de El testigo me gustaron mucho, conseguí entrar de forma perfecta en la personalidad del narrador mexicano de vida europea que regresa a su país natal, en busca de los posibles últimos poemas olvidados del poeta que admira (algo que me pareció muy bolañesco), y me gustó también observar el contraste del México actual de narcotraficantes y excesos con otro país rural donde todavía se habla de las primeras décadas del siglo XX y las revoluciones.
Y con esto no quiero apuntar que Villoro me parezca un escritor más importante que Proust, sino que yo, en aquel verano de Proust, necesitaba como lector un cambio de ritmo, y Villoro me lo aportó.

De este autor escribe Roberto Bolaño en Entre paréntesis: “Acaba de aparecer en las librerías españolas el último libro de cuentos de Juan Villoro, La casa pierde (Alfaguara), diez cuentos excepcionales, con ese raro poder que tiene el escritor mexicano no para asomarse al abismo sino para permanecer en el borde del abismo”. Busqué los libros de Villoro en librerías de segunda mano y compré éste de La casa pierde (1999), que contiene alguno de mis cuentos favoritos, entre los publicados por la nueva generación de escritores hispanoamericanos nacidos a partir de la década de 1950. Encontré también la novela, publicada por Alfaguara, Materia dispuesta, 3ª edición de 1997, sobre un adolescente que crece en un México D.F en continua expansión. Me gustó, pero quizás aquí el ingenio con que Villoro escribe sus frases lastraba la eficacia de la historia.
Y compré cuando apareció en Anagrama en 2008 el libro de cuentos Los culpables, con 7 narraciones notables, pero que en conjunto no superaron en mi recuerdo de lector a La casa pierde.

Cuando viajé este verano a Estados Unidos, ya conté que en una librería de Manhattan, cercana a Little Italy, McNally & Jackson (52 de la calle Prince), compré La noche navegable, el primer libro publicado por Juan Villoro, en 1980, en la editorial Joaquín Mortiz. Y uno de los motivos por los que lo hice fue el de pensar que La noche navegable no se comercializa en España.

Hace un tiempo en El cultural -del periódico El mundo- existía una sección en la que diversos escritores explicaban de qué forma llegaron a publicar su primer libro. Recuerdo que allí Villoro habló de La noche navegable y contó que había tenido que esperar más de un año, desde su aceptación, para verlo publicado. Así que si el libro está finalizado en 1979, los 11 cuentos que se incluyen en él deben estar escritos cuando su autor contaba con unos 21-23 años. El nivel de los cuentos de La noche navegable no es comparable al de La casa pierde o Los testigos, pero, teniendo en cuenta la edad del autor cuando fueron escritos, el conjunto es más que notable, y me gustaría pensar que para un atento lector mexicano que pudo leerlos allá por 1980 tuvo que parecerle que Villoro era un autor muy joven y más que prometedor.
Casi todos los cuentos hablan de lo que se puede hablar cuando tienes 22 años y quieres ser novelista: de la adolescencia, la infancia o la primera juventud. Y la cercanía del autor a estas etapas de la vida es tan grande que muchas de las sensaciones adolescentes universales se encuentran plasmadas en La noche navegable. Así en el primer cuento, Huellas de caracol, asistimos a la posible quiebra de la amistad de dos adolescentes aficionados al monopatín cuando aparece una chica.
La mayoría de los cuentos transcurren en México, pero algunos lo hacen fuera del país, y concretamente en Alemania el titulado Un pez fuera del agua, que nos habla de un mexicano de 20 años que viaja por Europa y asiste a un concierto, con toda su dosis de aventura precaria y fragilidad de joven fuera de casa. Y otro de los cuentos, El verano y sus mosquitos, transcurre en un internado de Estados Unidos, aunque sigue estando protagonizado por un adolescente mexicano. Este cuento me ha parecido el mejor del libro, por su poesía y su dosificación de una violencia subterránea que no lleva a materializarse.
La noche navegable quizás sea el más complejo de los 11 cuentos y el que prefigura el camino literario que va a seguir un Villoro más adulto, ya que se narra en él la relación de dos parejas con unos saltos temporales que me hicieron tener que releerlo entero porque, debido al tiempo marcado por el transporte público, lo había tenido que dejar a medias y al retomarlo me perdí.
Y la juventud del autor hace que en este cuento convivan frases ajustadas y evocadoras como ésta: “Sientes que sales a un país repleto de polvo y de perros callejeros” (pág. 82) con otras más obvias y desafortunadas como: “Volvieron a caminar, los cuatro sentían esa armonía que deben tener las estrellas de la Vía Láctea, extendida sobre sus cabezas con su clásica imagen de leche derramada” (pág 80).

Si bien el tono del conjunto es realista, se podría hacer una lectura fantástica de Después de la lluvia, cuyo final morboso puede recordar a algunas páginas de autores modernistas, o de un modernismo raro parecido al practicado por el uruguayo Felisberto Hernández.

No me ha gustado el cuento titulado El cielo desnudo, el más corto y de composición más simple, al existir un único personaje que sólo rememora una historia que prácticamente carece de acción. Además creo que aquí, como excepción, el Villoro de 21-23 años intenta plasmar la vida de alguien de más edad que él y aún no tiene la experiencia vital necesaria.

Como conclusión debo apuntar que La noche navegable, cuando apareció en 1980, ya mostraba –aunque en estado larvario- las dotes naturales del que iba a ser uno de los escritores más destacados de su generación, dotes confirmadas sobradamente en libros como El testigo y La casa pierde.
En la biblioteca de Móstoles tienen El disparo de Argón (1991), la primera novela de Villoro, ahora revisada y publicada por Anagrama, que terminaré leyendo. Y de este modo, si me vuelvo a encontrar con Juan Villoro en el café Gijón ya podré acercarme a su mesa y saludarle con propiedad. Y quizás hacerle sentir un poco culpable por no haberme permitido continuar, en su momento,  con la obra de Marcel Proust.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Las correcciones, por Jonathan Franzen

Editorial Seix Barral. 734 páginas. 1ª edición de 2001, ésta de 2002.
Traductor: Ramón Buenaventura.

Ya comenté hace unas semanas -en la entrada sobre Libertad- que me parecía extraño que una editorial como Seix Barral, perteneciente al grupo Planeta, y por tanto sin aparentes problemas de solvencia, no hubiera aprovechado el tirón publicitario que ha supuesto la publicación del último libro de Jonathan Franzen (Chicago, 1959) para reeditar Las correcciones, que publicó en 2002. El rostro de Franzen en numerosos suplementos y revistas culturales ha provocado la presencia de montañas de ejemplares de Libertad en las librerías; montañas de libros que conviven con el extraño vacío -en los anaqueles de la F y narrativa extranjera- que deja, al buscarla, la novela que esos mismos suplementos y revistas culturales citaban como la que le dio a Franzen prestigio y le catapultó al éxito, Las correcciones.

Esta novela estaba, sin embargo, en la biblioteca municipal de Móstoles que suelo frecuentar, y la he estado leyendo durante las tres últimas tres semanas.
Si Libertad, publicada en 2010, usaba el desmontaje psicológico de los miembros de una familia, los Berglund, para analizar a la sociedad norteamericana durante la primera década del siglo XXI; Las correcciones toma a la familia Lambert para explicarlos qué ocurrió en los Estados Unidos durante la última década del siglo XX.

Los elementos que unen a ambas familias son notables: tanto los Berglund como los Lambert son del Medio Oeste norteamericano; y en Las correcciones se expone con más fuerza que en Libertad qué significa ser un ciudadano del Medio Oeste, un territorio en el que múltiples escritores estadounidenses sitúan sus ficciones (estoy recordado a Richard Ford, Charles Baxter, Tom Drury…). Franzen escribe en la página 526 de Las correcciones: “(…) era «del Medio Oeste». Con lo cual quería decir optimista o con espíritu comunitario” , pero al leer este libro uno también percibe que ser del Medio Oeste quiere decir vivir obsesionado con lo que los demás piensan de uno o ser una persona aparentemente alegre a la que le cuesta mucho mostrar sus sentimientos o debilidades, con todo el sufrimiento que esto conlleva. Para un norteamericano, el Medio Oeste simboliza los valores tradicionales del país.
Enid, como Walter en Libertad, proviene de una familia que regentaba un motel en un pueblo; e intuyo que esta ficción tiene que guardar, de algún modo, una relación directa con la biografía del propio Frazen.

En Las correcciones, Franzen articula su novela en torno a las vidas de 5 miembros de la familia Lambert: los padres, que ya han superado los 70 años, viven en St. Judes, y Alfred, ingeniero del ferrocarril retirado, empieza a sufrir parkinson y demencia senil; Enid, su mujer, acapara todos los valores comunitarios del Medio Oeste y su obsesión principal, en el tiempo que dura la novela, será que sus 3 hijos se reúnan con ellos durante la semana de Navidad en St. Judes; quizás las últimas navidades que puedan pasar allí todos juntos.
Gary, de 43 años, el hijo mayor de los Lambert, es, al menos en apariencia, el exitoso directivo de un banco de inversión. En la página 240 leemos sobre él: “su vida entera estaba estructurada como corrección o enmienda de la de su padre”. (También en esta página se nos informa de que la mujer de Gary, Caroline, está leyendo un libro editado en 1998; por tanto la acción del libro seguramente se sitúa en 1999).
Chip, de 39 años, es profesor universitario,pero la relación con una alumna hace que pierda su trabajo y se traslade a Nueva York, donde colabora con una revista marginal hasta que, sorpresivamente, recibe una oferta de trabajo para organizar una página web en Lituania, con la intención de timar a inversores norteamericanos.
Denise, de 32 años,  dejó sus estudios universitarios para dedicarse a algo tangible y, gracias a su esfuerzo y espíritu de sacrificio, se convertirá en una chef de éxito mientras intenta definir su identidad sexual.

Las correcciones está narrada en tercera persona y, siguiendo la técnica del estilo indirecto libre, se acerca a los puntos de vista de los cinco protagonistas principales, tomando su visión del mundo y expresiones que les son propias. Cuando los personajes están físicamente separados no se acaba de percibir, pero la fuerza de esta técnica narrativa queda patente al desarrollarse escenas en las que los miembros de la familia se han reunido: durante todo el tiempo narrativo correspondiente a un personaje la historia está narrada desde su punto de vista.
Recuerdo, por ejemplo, que en Vía revolucionaria de Richard Yates -también narrado con estilo indirecto libre- el punto de vista pasaba de un personaje a otro en la misma escena; y diría que el hecho de que no lo haga en Las correcciones incide en que resalte la sensación de aislamiento de los personaje y hace hincapié en la incomprensión del punto de vista de los otros.

Y creo que me ha venido a la cabeza Richard Yates porque durante una parte de Las correcciones bastante extensa, la correspondiente a la presentación del personaje de Gary, la relación de rivalidad que se establece entre él y su mujer, Caroline, es casi tan triste y desangelada como la de Frank y April Whleer en Vía revolucionaria.

Siguiendo con las comparaciones entre Las correcciones y Libertad podría apuntar que al igual que en esta última novela el personaje de Patty leía Guerra y Paz de Tolstói, en la primera Denise también lo hace. En Las correcciones está presente el interés de Franzen por la novela psicológica del ruso; pero también se percibe, de una forma patente, la admiración por su compatriota Don Delillo. Podría afirmar que, dentro de su clasicismo, Las correcciones es una novela que se aproxima, aunque sea tangencialmente, a los postulados del postmodernismo de Delillo, ya que son constantes las alusiones a empresas que parecen comerciar con la idea de modificar los miedos y las ansiedades del ciudadano medio mediante fármacos, como hacía Delillo en su mítica Ruido de fondo. En Las correcciones son continuas las alusiones a los estados mentales de los personajes: parkinson, depresión… y la posibilidad de cambiar la percepción humana de la realidad mediante fármacos o drogas. De hecho, en un momento de la novela Alfred y Enid hacen un crucero por el Atlántico y Enid, al visitar al médico de a bordo, mantiene con él una conversación que parece superar los parámetros realistas del libro y adentrarse en otros más expresionistas y más propios de Delillo. En la página 422 un médico que se parece a John Travolta le dice a Enid: “Créeme que te comprendo muy bien, Edwina. Todos nos apegamos de un modo irracional a unas determinadas coordenadas químicas de nuestro carácter y temperamento. Es una variante del miedo a la muerte, ¿cierto? Ignoro cómo sería dejar de ser lo que soy ahora. Pero, ¿sabes qué? Si «yo» ya no está ahí para notar la diferencia, a «yo» qué más le da. Estar muerto es problema si uno sabe que está muerto, lo cual es imposible, precisamente por estar muerto”.

También en Las correcciones se presta una atención que podríamos llamar postmoderna a la aparición de las nuevas tecnologías. En la página 254 se describe así a un joven broker: “El chaval llevaba un mini ordenador con las cotizaciones de Bolsa, tenía un cable saliéndole de la oreja y lucía la mirada esquizofrénica de los móvilmente ocupados.” Y Chip y Denise, cuando el primero está en Lituania, se comunican mediante e-mails, que nosotros leeremos, asistiendo al resurgimiento postmo de la novela epistolar. Todo esto está ya asimilado en la narración de Libertad de un modo más natural, como si un Franzen más maduro como escritor se hubiera percatado de que, tan sólo después de una década, a nadie le iba a sorprender un comentario sobre la aparición de los teléfono móviles sin manos, y este tipo de apreciaciones son las que hacen que una novela pase mal el rasero del tiempo, y que lo que perdura –parece decirnos Franzen en Libertad- es la fuerza de las psicologías creadas, la interacción de los personajes; y su toma de decisiones y posicionamientos, que al final, si la novela tiene fuerza, actuarán como arquetipos descriptores de una época.

Además, en Las correcciones, al cederle el punto de vista narrativo a Alfred, la novela también toca el expresionismo o el surrealismo (cercano de nuevo a Delillo), puesto que la demencia senil del padre le hace tener alucinaciones terroríficas en las que, por ejemplo, personifica su miedo a defecarse en la cama, y, así, acabará conversando con su propia mierda.

Si en Libertad Franzen critica, de la primera década del siglo XXI, la política de Bush y su desastrosa gestión de la invasión de Iraq y la sobreexplotación de recursos en Norteamérica; en Las correcciones la crítica de la última década del siglo XX se centra en poner de manifiesto los peligros de una economía basada en la especulación bursátil, en la economía no sustentada en la realidad.
Alfred, orgulloso trabajador de una compañía ferroviaria, verá como se amarga su última etapa de carrera laborar cuando su empresa, que ha mantenido cohesionados a muchos pueblos pequeños del Medio Oeste, es vendida a unos inversores que se dedicarán a desmantelar la parte del negocio menos rentable (la que unía a esos pequeños pueblos del Medio Oeste) en aras de la rentabilidad económica y los dividendos para los accionistas.

Una de las partes más sorprendentes de Las correcciones es la correspondiente a la vida de Chip en Lituania. La caída del comunismo en los países del Este europeo ha marcado la alegre avanzadilla sin red del neoliberalismo hacia la pura especulación de mercado (que desembocará, como sabemos nosotros pero no Franzen en 2001, en la crisis de 2008 que se extiende hasta nuestros días, y por tanto la vigencia de esta novela en la actualidad es sorprendente); y, dentro de su crítica, Franzen apunta en las páginas 576-577: “Sorprendió mucho a Chip la similitud que percibía, en términos generales, entre el mercado negro de Lituania y el mercado libre de los Estados Unidos. En ambos países, la riqueza se concentraba en manos de unos pocos; se había desvanecido toda distinción significativa entre el sector público y el privado; los capitanes de industria vivían en un estado de permanente ansiedad que los empujaba a la despiadada expansión de sus imperios; los ciudadanos de a pie vivían en la permanente inquietud de perder sus trabajos y en la permanente confusión en cuanto a qué poderosos intereses privados eran dueños, en un momento dado, de qué antiguas instituciones públicas; y el principal carburante de la economía era la insaciable demanda de lujo por parte de las élites. (…) La principal diferencia entre Lituania y los Estados Unidos, en lo que a Chip le alcanzaba, era que en Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma, mientras que en Lituania los pocos ricos sojuzgaban a los muchos pobres mediante amenazas de violencia.”
Si en Libertad la novela se centraba en el significado de esa idea abstracta, que parecía ser la antesala de la equivocación; en Las correcciones Franzen parece decirnos que nos equivocamos y el camino hacia la enmienda o la corrección es casi inalcanzable. Personificando esta idea, Chip, como metáfora de su vida, dedica mucho tiempo a corregir una obra de teatro que piensa que le hará abandonar su sensación de fracaso, y de este modo su obra de teatro nunca puede ser finalizada, nunca puede acabar de corregirla.

Quizás los recursos literarios de Las correcciones me han parecido más arriesgados que los usados en Libertad: recuerdo, sobre todo, la parte en la que el narrador se ha de acercar a Denise y, para llegar hasta ella, nos empieza a hablar de un matrimonio que no había aparecido nunca en la novela, que, gracias a un golpe de fortuna, puede dejar de trabajar; el marido acabará interesándose por montar un restaurante y decide contratar a una chef, que no es otra que Denise, y así, de esta forma sorpresiva, nuestra mirada termina sobre ella.
En Libertad la aproximación a los personajes (salvo en la primera parte) era mucho más directa, quizás buscando conquistar un público más amplio de lectores.

Las correcciones, si nos centramos en el acercamiento a los personajes, me ha parecido una novela más redonda que Libertad, ya que en esta última parecía extraño que el narrador, a través de su estilo indirecto libre, se aproximara a los dos padres y al hijo, pero no a la hija; la importancia narrativa de los 5 miembros de la familia Lambert está en Las correcciones más equilibrada.
El final de Libertad tenía lugar de una forma elegante y nos íbamos despidiendo de los Berglund de forma progresiva, hasta unas últimas páginas en las que, posiblemente buscando la complacencia de ese público más amplio del que hablaba antes, la historia se resolvía del modo menos dramático posible. En Las correcciones la historia va caminando con paso firma hasta un final en el que la intensidad dramática se va acumulando hasta que termina por estallar, y cerramos el libro con una sensación de largo viaje y de tristeza ante el mundo.
La ironía, como en Libertad, también está presente en Las correcciones, pero en esta novela es una ironía más desolada, al analizar los conflictos irresolubles de una familia en la que sus miembros no son lo que se espera de ellos.

Por el párrafo anterior podría parecer que considero que Libertad es una novela inferior a Las correcciones debido al intento de Franzen de buscar un público más amplio, pero en realidad no esta mi conclusión; ya que por el contrario me parece que en Libertad, Jonathan Frazen está tan seguro de quiénes son sus personajes y de qué quiere contarnos, que no necesita hacer uso de ningún alarde narrativo para acercarnos a su historia.
No sabría, en realidad, con cuál de las dos quedarme sin me hicieran la pregunta directamente, y me parece que ambas novelas tienen tanto en común que la tendencia, al responder a una eventual encuesta entre lectores de los dos libros, sería la de contestar que el mejor es el primero que leyeron, por habérseles hecho entonces este libro más original y el segundo haberlo leído bajo el foco de la comparación.
En cualquier caso, me parece que tanto Libertad como Las correcciones son grandes novelas, dos obras maestras, y que Jonathan Franzen se está convirtiendo, desde las últimas semanas, en uno de esos nombres referenciales que uno a mi lista de escritores norteamericanos preferidos.