domingo, 26 de septiembre de 2010

La ciudad ausente, por Ricardo Piglia


Editorial Anagrama. 168 páginas. 1ª edición 1992, esta edición 2003.

Empecé a leer La ciudad ausente, tras acabar Blanco nocturno, pensando que iba a recibir nueva información sobre los personajes de la última novela de Piglia; ya que al empezar a hojear La ciudad ausente me encontré con los nombres de Renzi o de Junior (el contacto de Renzi en el periódico de Buenos Aires en el que trabaja, en Blanco nocturno).
También había pensado que la forma o las intenciones de La ciudad ausente serían similares a las de Blanco nocturno, y que me iba a encontrar con una nueva novela policiaca protagonizada por Renzi y situada esta vez en la ciudad y no en el campo.

Estas intuiciones o sensaciones las pude mantener como lector durante menos de tres páginas. El libro comienza presentándonos a Junior, un hijo de ingleses al que le gusta vivir en hoteles, de un modo realista, pero sufre un quiebro en el discurso en la tercera página del texto (11 del libro): “Esa pasión paterna explicaba, según Renzi, la velocidad con la que Junior había captado las primeras transmisiones defectuosas de la máquina de Macedonio.” ¿La máquina de Macedonio?, vuelvo a leer párrafos anteriores, ¿qué es la máquina de Macedonio?

Renzi aparece en las primeras páginas del libro y después desaparece. Su intervención se reduce a una charla de bar en la que cuenta una anécdota personal, aunque en realidad está contando un cuento del libro de Bernard Malamud Idiotas primeros, el titulado El refugiado alemán. Renzi da el nombre –para dejar una pista- de Lazlo Malamüd al protagonista de su narración.
Junior recibe una llamada telefónica al bar y sale en busca de un hotel donde espera recibir información confidencial sobre un crimen. En el capítulo 2 se nos narra el encuentro de Junior con una mujer llamada Fuyita.

Hasta aquí la novela aún podría ser leída como el comienzo de una narración policiaca, pero esta idea hemos de abandonarla a partir de la página 31, donde se narra una historia, de abusos y asesinatos por parte del Estado, supuestamente generada por la máquina de Macedonio que se encuentra en un Museo.
Este Museo será visitado por Junior, y allí podrá contemplar la reconstrucción física de novelas y relatos.

Buscando por Internet encuentro comentarios del libro de Macedonio Fernández, el Museo de la novela de la Eterna, de esta índole: “El museo-novela no es sólo una novela, ni tampoco un manifiesto estético, una provocación literaria o permutación que corrompe el género novelesco. Es algo mucho más complejo.
Aspira a una demolición de la novela como monumento de cultura, como trasunto de la
realidad en sí y archivo de la historia nacional.
Museo de la Novela de la Eterna traza una lectura irónica y renovadora sobre el problema de las identidades y su representación a través de la literatura; reflexiona de
manera lúcida sobre la necesidad de los estados en formación de crear textos matriciales, canónicos y representativos de la realidad territorial pero que, paradójicamente, resultan caricaturescos de ésta. Por el contrario, Macedonio propone la desvirtuación de lo real, en vez de su representación; el juego del arte por el arte, antes que la finalidad de responder a una tradición literaria.”
(Fuente: Oggia, revista electrónica de estudios hispánicos)

Piglia cuenta historias, salta de unas a otras a través del personaje cada vez más diluido de Junior. En estas historias parecemos asistir a una persecución paranoica del Estado de cualquier creación de lenguaje o de narrativa. Estos mundos paranoicos llenos de máquinas que leen el pensamiento, que lo graban… me ha recordado a los mundos de Philip K. Dick o de William S. Borroughs. Por ejemplo: “Richter se infiltró en el Estado argentino, infiltró su propia imaginación paranoica en la imaginación paranoica de Perón y le vendió el secreto de la bomba atómica. Sólo el secreto porque la bomba jamás existió” (pág. 144)
Esta historia del físico Richter es interesante, también otra que habla de la creación de autómatas en la pampa argentina y de un pájaro metálico que podía volar y recoger datos sobre el terreno y la climatología. Hacía el final Piglia nos habla de Macedonio Fernández, del abandono de su profesión de abogado a raíz de la muerte de su mujer y de su deseo de crear una máquina donde sus palabras quedasen conservadas.
“¿Sabe cómo empezó? Le voy a contar” (pág 145), estas palabras, o variantes, las pronuncian los diversos narradores del libro para introducir un relato dentro del relato. En algunos momentos las narraciones se vuelven borgianas, sobre todo al analizar la creación del mundo a través de la creación del lenguaje. Alguien rasguea una guitarra en el patio contiguo, en una casona del barrio de Flores, como si, nos dice Piglia (nos dice Borges) quisiera que la búsqueda de unos acordes sencillos le conduzca a encontrar la combinación de notas que han creado el mundo.

Sin conocer mucho de la obra de Macedonio Fernández, creo que Piglia ha escrito La ciudad ausente como un homenaje o una lectura personal de su obra.
Si Respiración artificial se caracterizaba por su complejidad formar, y me ha sorprendido de Blanco nocturno su clasicismo narrativo de corte norteamericano, de La ciudad ausente habría que destacar su experimentalismo, su ruptura del discurso lógico de la novela, de la fragmentariedad; algo que como vemos, de nuevo, ya estaba hecho antes de la irrupción, supuestamente novedosa, del movimiento Nocilla (y sin ayuda del corta y pega de la wikipedia).
Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia, como los eslabones de la cadena del experimentalismo argentino.

La ciudad ausente es un libro interesante, sobre todo gracias a algunos de los pequeños relatos insertos en el texto, que he comentado; pero creo que a mí me interesan más las narraciones clásicas, con una continuidad que aporte a los personajes capacidad para emocionar, por encima del juego de la sorpresa, la innovación y la ruptura.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Blanco nocturno, por Ricardo Piglia


Editorial Anagrama. 299 páginas. 1ª edición de 2010.

En Blanco nocturno Ricardo Piglia ha escrito una novela negra siguiendo las claves del modelo que él mismo había desentrañado al hablar de este género en El último lector. Así, esta novela nos hablará de personajes alejados de la sociedad, como el Dupin de Poe -la figura del lector, según la interpreta Piglia-, pero también de hombres solos que han de aceptar las reglas económicas de un juego turbio, como el Marlowe de Chandler.

La novela comienza hablándonos de Tony Durán, un norteamericano extraño, un mulato puertorriqueño, que aparece en un pueblo de la provincia de Buenos Aires; por un único comentario en la página 136 descubrimos que es Adrogué (el pueblo natal de Piglia). Durán aterriza en esta población perdida en la pampa argentina, con un bolso lleno de dinero y se relaciona con las hermanas mellizas Belladona, Sofía y Ada (las hijas del cacique local), a las que ha conocido en Estados Unidos y con las que mantiene “un ménage à trois que escandalizó al pueblo” (pág. 13 y 1ª del libro).

Como rasgo que había aislado Piglia en las novelas de Chandler, aquí también las mujeres aparecen en dúo y son hijas del dinero. Enseguida sabremos que Durán muere asesinado en su habitación de hotel, y Croce, el jefe de policía del pueblo, y Saldía, su ayudante, inician las pesquisas para averiguar las causas y atrapar a los culpables de su muerte. Croce, en algún momento, llega a llamar a Saldía “Watson”. Croce es un policía mayor, un vieja escuela al que las autoridades querrían apartar de su cargo, pero es admirado en la región porque consigue resolver casos en principio inverosímiles y con técnicas deductivas aparentemente ilógicas.

Respecto a Respiración artificial, que leí ya hace más de una década, el lenguaje de Blanco nocturno es mucho más diáfano. Si en sus comienzos como narrador Piglia parecía admirar la complejidad de las estructuras de William Faulkner, en su madurez, y dentro de su admiración por la literatura norteamericana, ahora parece haberse fijado más en la elegancia, aparentemente leve, de Scott Fitzgerald.
Es notable la descripción de Tony Durán como un trabajador de casinos y seductor de mujeres, muy hermosa la imagen de su infancia en Nueva Jersey, donde su padre atendía una gasolinera, y Durán en la noche veía detenerse para repostar los coches de lujo con bellas mujeres camino de Nueva York.
En la pág. 33 se describe así a Durán: “Era un joven arribista, un Julien Sorel del Caribe, como dijo, erudito, Nelson Bravo, el redactor de sociales del diario local”. Las referencias literarias son constantes en la novela, sobre todo cuando aparece en el pueblo Emilio Renzi, periodista de la capital que debe cubrir la información del crimen, y su investigación parece que le es cedida desde la imposibilidad de Croce.


Piglia ha decidido situar la acción de su novela en 1972, en un campo aparentemente monótono, pero lleno de pulsiones ocultas, salvajes, donde todo el mundo espera una inminente vuelta de Perón desde el exilio. En este entorno rural, con luchas por las tierras, e interesado por los caballos y los gauchos, las referencias de Piglia a lo literario son constantes; en la novela se dan cita Stendhal, Sartre, Jung, Melville, Hemingway…, y como ya descubriera en su análisis de Chandler, el uso de un género aparentemente de la baja cultura no es más que una excusa para analizar el terreno más pantanoso de una sociedad desde el punto de vista de la alta cultura.

Sé que Renzi aparece en otras novelas de Piglia, no recuerdo si lo hace en Respiración artificial, al menos es el protagonista de La ciudad ausente, que hoy empezaré a leer; separado, periodista, cínico, con una novela inacabada en un cajón, decide forzar la situación para quedarse más tiempo en el pueblo del que le pide su periódico para intentar aclarar el crimen: es el prototipo de Marlowe a la argentina.

La estructura del libro es notable: si bien el comienzo remitía a la elegancia descriptiva de Fitzgerald, la narración se complica –a lo Faulkner, podríamos decir-, ya que la mayoría de la información que nos llega de la vida y muerte de Tony Durán nos es mostrada a través de una conversación entre Croce, Saldías y otras personas en un bar del pueblo.
Con la aparición de Renzi cambia el foco de la novela, y también se transforma la estructura: ahora la narración, en tercera persona siempre, se acerca más al punto de vista de este personaje. Y se irán intercalando fragmentos de una conversación posterior de Renzi con una de las hermanas Belladona al convertirse en amantes (de nuevo la sombra de las novelas de Chandler).

Me ha resultado curioso el peso de las ideas de El último lector sobre Blanco nocturno. El conflicto que lleva a la muerte de Durán guarda relación con la fábrica que los dos hermanos varones de las Belladona, Lucío y Luca, crearon en el pueblo. La fábrica está en ruinas y es posible que sea embargada (en esto recuerda a El astillero de Onetti). Lucío está muerto y Luca vive encerrado en el edificio de la fábrica que contuvo sus sueños. Allí lee un libro de Jung, como Piglia dice que leía Robinson la Biblia en su isla: como si las palabras del libro le estuvieran dirigidas en exclusiva y marcasen su vida. Me ha llamado la atención la influencia del libro de Philip K. Dick El hombre en el castillo en este pasaje.

La novela sigue las reglas del género negro y también lo cuestiona: “Renzi había leído tantas novelas policiales que conocía muy bien el mecanismo. El investigador siempre tiene a alguien con quien discutir sus teorías” (pág. 184). Al desaparecer Saldías esta figura pasa a ser Renzi para Croce.

Cuando más nos acercamos a la solución de la trama, ésta parece hacerse cada vez más oscura. Pág. 283: “Cuando más cerca estás del centro más te enredas en una telaraña que no tiene fin”.
Pág. 284: “Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto”.

No dije en la entrada anterior algo que apuntó Piglia sobre esta novela cuando le escuché en la Casa de América: el personaje de Luca se basa en la historia de un primo suyo de Adrogué.

Blanco nocturno es una novela muy conseguida; posiblemente Piglia sea el escritor argentino vivo de más peso, es decir, uno de los escritores de más peso de nuestra lengua en la actualidad.

martes, 14 de septiembre de 2010

Ricardo Piglia en la Casa de América de Madrid


El pasado jueves, 9 de septiembre, acudí con mi novia a la Casa de América de Madrid. Nunca había entrado por la fachada que da directamente a Cibeles; siguiendo las instrucciones de los bedeles, subí la escalinata del palacio y tomé asiento en una sala con unas 80 sillas.
El crítico Ignacio Echevarría, referente en literatura hispanoamericana, mantendría allí una charla con Ricardo Piglia, con motivo de la reciente publicación en la editorial Anagrama de su última novela, Blanco nocturno, tras más de una década sin escribir ficción.

Desde el año pasado, cuando en verano viajé a Argentina, tenía intención de leer seguidos algunos de los libros de Piglia -que pensé traerme a España desde allá, ya que en Buenos Aires salían a un tercio, aproximadamente, del precio de aquí; pero no lo hice, porque al fin y al cabo, pensé, casi todos los libros de Piglia los tenían en la biblioteca de Móstoles, que entonces quedaba a 200 metros de mi casa-.
Hace más de una década había leído Respiración artificial y Prisión perpetua. El año pasado releí el último.
Hace una semana, cuando descubrí en la página web de Anagrama la cita literaria, saqué de la biblioteca de Móstoles dos libros de Piglia, y compré Blanco nocturno. La mañana del jueves había acabado El último lector, y llevaba conmigo Prisión perpetua y Blanco nocturno con la idea de que me los firmara el autor.


La charla comenzaba a las 19.30 y empezó con unos diez minutos de retraso.
Me sorprendió el aspecto activo y jovial de Piglia, parecía irreal la nota de la solapa de los libros, que afirma que nació en 1940. El aspecto de Ignacio Echevarría era muy parecido al que otorga Roberto Bolaño al personaje de Iñaki Echavarne en Los detectives salvajes.

Echevarría preguntó a Piglia por su silencio de casi una década sin ficción y un lustro desde la publicación del ensayo de El último lector. Piglia habló de los cambios en su vida, de su traslado a Princeton como profesor, de su necesidad de ganarse el sustento con actividades ajenas a la literatura, y de su vida en EE.UU., descubriendo, por ejemplo, Nueva York. También de la lentitud de su forma de escribir. Dijo que escribe un primer borrador de una novela y que lo deja reposar al menos un año, y después de este tiempo lo retoma, para ver qué puede hacer con él, y este proceso puede ocurrir varias veces hasta que considera al libro acabado.
A pesar de su lento trabajo -aunque en su caso lo toma como necesario-, no se refirió a esta cualidad como imprescindible para la calidad de un libro; y citó algunos ejemplos de libros escritos deprisa y de gran calidad. Dijo que tomando copas con Juan José Saer, hablando de este tema, Piglia le retó a escribir una novela como afirmaba éste que lo había hecho en su juventud, en 40 días. Saer se tomó en serio el desafío, como un ciclista que se encierra para batir el record de las 24 horas –en palabras de Piglia-, y consiguió escribir La ocasión en 42 días (libro que me espera en el estante de inleídos de mi biblioteca).



Para conversar sobre Blanco nocturno, Echevarría sacó a colación la 3ª parte de El último lector, y la teorización del género negro llevada a cabo por Piglia.
(Ya llevo leída la mitad de Blanco nocturno, y compruebo que la construcción de esta novela obedece a una atractiva mezcla de la creación del género con Dupin y Poe, y su posterior evolución en Norteamérica con Chandler y Marlowe).

Piglia habló del campo, de Adrogué, su lugar de nacimiento, donde sitúa la acción de la novela en 1972, cuando aún se especulaba con el posible regreso de Perón al país, y divagó sobre las cintas que éste mandaba desde Europa a la Argentina y cómo se grababan y circulaban por el país. También habló de alguna leyenda urbana de la época, de vez en cuando alguien creía haber visto, surcando el cielo, a un avión negro en que venía Perón.

Echevarría preguntó a Piglia por su relación con Fogwill. Y Piglia: "Como diría el propio Fogwill, la muerte no hace mejor a las personas". Y pasó a apuntar que sentía mucho la muerte de Fogwill por lo que representaba de movimiento para la cultura argentina, pero no le gustaba su estrategia de polemista. Como la literatura por sí misma, apuntó, ha dejado de tener relevancia social, y vivimos en la cultura del escándalo; Fogwill, según él, promovía el escándalo para atraer a los medios. También habló de su enfrentamiento cuando él ganó el premio Planeta Argentina por su novela Plata quemada –“una novela escrita con un vocabulario que ahora ni yo mismo sé qué significa”, bromeó-, y al parecer generó bastantes críticas en su país, algunas de las más virulentas de parte de Fogwill.

Piglia habló de los enfrentamientos endémicos dentro de la literatura argentina, algunos que ahora pueden parecer absurdos, como el enfrentamiento entre narrativa de ciudad y de campo, o el de Florida y Boedo.
Él eligió situar Blanco nocturno en el campo porque eso le permitía hacer coincidir fácilmente a los personajes en un lugar, un bar, etc.

En algún momento de la charla, la sombra alargada de la figura de Borges planeó sobre la sala; y Piglia dijo, también, que le gustaba mucho la narrativa norteamericana.

Me quedé con esta frase: “Igual que antes Andy Warhol decía que todo el mundo se merecía sus 15 minutos de fama, ahora deberíamos decir que todo el mundo se merece sus 15 minutos de privacidad”.

Y tras intercambiar unas pocas palabras, donde le mostré a Piglia mi interés por la literatura argentina, me firmó mis dos libros.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El último lector, por Ricardo Piglia


Editorial Anagrama. 190 páginas, primera edición de 2005.

Igual que Enrique Vila-Matas se propuso en Bartleby y compañía, la búsqueda literaria de autores que habían dejado de escribir, Ricardo Piglia acomete en el ensayo El último lector la búsqueda de la figura del lector en la literatura.

“Lo que podemos imaginar existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en el sueño”, apunta Piglia en la temprana página 17, en una suerte de prólogo ficcional donde visita la casa de un hombre de Buenos Aires que ha construido una réplica de la ciudad en un cuarto de su casa, una forma de leer la ciudad.

“Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan redes y mundos posibles” (pág 22). Piglia nos avisa: cuando nos topamos con un personaje en un libro que está leyendo siempre será, como en el caso de El Quijote, por un motivo exagerado. “Buscamos, entonces, las figuraciones imaginarias del arte de leer en la ficción” (pág 24)

En esta búsqueda Piglia hará un recorrido personal e imaginativo por la figuras, en primer lugar, de Borges, Shakespeare y Kafka. Borges como creador del personaje que es él mismo, el lector aislado en una biblioteca; de Hamlet que entra en una habitación leyendo un libro, transtornado tras la muerte de su padre, y el libro representa su mundo de la alta cultura; ya que él ha salido de su entorno cortesano para acudir a la universidad, y al volver no puede reincorporarse a los códigos medievales del poder y las venganzas; y destacaría la intensidad en el acercamiento a Kafka, a partir del análisis de su relación con Felice Bauer, con la que emprende una intensa relación epistolar después de un único encuentro. Kafka no deseaba a una amante, sino a una lectora de sus textos, nos descubre Piglia. La figura de Kafka destaca en El último lector como ya lo hiciera en su novela Respiración artificial.

En el apartado del libro titulado Lectores imaginarios, Piglia hace un recorrido por el género negro, que nace con el Dupin de Poe en una librería de París, y cuyo modelo de detective identifica con la soledad del lector. Después habla de la evolución del género en EE.UU., buscando en el Marlone de Chandler rasgos del lector que era Dupin, hasta que consigue encontrarlos en episodios aislados, desplazados, de sus novelas.

En Ernesto Guevara, rastros de lectura, Piglia usa la figura del icono revolucionario del siglo XX para seguir indagando en lo que para él representa un lector. El Che, cansado, siempre en movimiento, no deja de lado sus libros y su cuaderno de anotaciones. En él, el deseo de experiencias del adolescente que lee parece hacerse real.
Resalto una frase de la página 105: “En un sentido más general Lionel Gossman se ha referido a la misma cuestión en Between History and Literature, cuando señala que la lectura literaria ha sustituido a la enseñanza religiosa en la construcción de la ética personal”.

Pligia indaga en el lector de la Biblia que es Robison Crusoe en su isla, pensando que la lectura crea su destino, y lo relaciona, nada menos, que con Philip K. Dick y su El hombre en el castillo, la ficción como motor generador de la realidad.
“Robison es el modelo perfecto de lector aislado. Lee solo y lo que lee le está personalmente dirigido. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento y la lectura es su metáfora. El lector ideal está fuera de la sociedad” (pág 156).
“Dos son los grandes mitos de lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros.” (pág 160)

Sobre la subjetividad de la lectura Piglia se centra en estudiar el Ulises de Joyce. “Joyce llegó más lejos que nadie en ese viaje, inventó la figura del lector final, el que se pierde en los múltiples ríos del lenguaje.” (pág 188)

Pero antes aún hemos podido reflexionar sobre el tipo de lector que representa el Quijote o Anna Karenina o Madame Bovary.

Este libro de Piglia es literario como lo son los de Enrique Vila-Matas, y el discurso ensayístico fluye igual que el material de una novela, donde se pretende desentrañar los motivos ocultos de personajes, que tienen la particularidad de ser a su vez personajes de otras obras literarias o escritores.

Si Roberto Bolaño mitificó la figura del poeta que sigue persiguiendo a su arte a pesar de todos los reveses, Ricardo Piglia ha conseguido mitificar la figura del lector impenitente, aislado, generador de su propio mundo autorreferente.

El último lector es un libro que cada lector debería leer en la isla desierta de su sofá, como una forma de complicidad, como una nueva luz con la que acercarse a una obra literaria, y reconfortarse entre tantas palabras lúcidas, inteligentes. Una delicia.

martes, 7 de septiembre de 2010

Nadie encendía las lámparas, por Felisberto Hernández

Editorial Cátedra. 193 páginas. Primera edición de 1947, esta edición de1993.


César Aira decía en una entrevista que le había dejado de interesar Julio Cortázar, que lo sentía como el escritor que hace iniciarse en la literatura a muchos jóvenes, pero que le costaba tomárselo en serio de adulto. En la misma entrevista afirmaba que una de las peores cosas que hizo Cortázar en su vida fue el prólogo a los Cuentos Completos de Felisberto Hernández; en él, según Aira, Córtazar se muestra condescendiente y paternalista con Felisberto y viene a decir que lo mejor que hizo fue anunciarlo a él; concluye Aira: “cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos”.

Ya sé que César Aira pretende ser un provocador, pero la frase anterior me hizo interesarme por la obra del uruguayo Felisberto Hernández. Además, en los últimos dos años he visto en las novedades de las librerías alguna antología que rescataba sus cuentos.
El escritor argentino Patricio Pron también le reivindica como influencia en la composición de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan.

En la biblioteca de Retiro tenían al menos tres colecciones de relatos de Felisberto, algunas englobaban a otras. Me decidí por Nadie encendía las lámparas por confiar en las completas ediciones de Cátedra, y porque en su contraportada afirman que éste es su conjunto de cuentos más logrado.

El asombro ha dominado mi lectura de este libro. A mí de joven, como afirma Aira, también me entusiasmaron hace años los cuentos de Cortázar, a los que consideraba superiores a Rayuela. Me gustaba el juego propuesto en esos cuentos, los veía muy originales. Ahora sé que casi todo lo que percibía como original en Cortázar lo había escrito ya, unas décadas antes, Felisberto.

Hace unos días afirmaba que los cuentos de Marcelo Lillo me habían parecido bastante buenos, pero que su literatura era muy deudora de un modelo externo. Los cuentos de Felisberto son también muy buenos y además son muy originales. Sorprende incluso que este libro se publicara por primera vez en 1947. Si se publicase ahora como una novedad, los críticos destacarían el trabajo del idioma y le encontrarían una filiación con Cortázar. Pero es al revés: Cortázar tomó a Felisberto como modelo.

Nadie encendía las lámparas podría englobarse en el género fantástico, aunque sólo dos de de los cuentos, El acomodador y Muebles El Canario, contiene en realidad elementos sobrenaturales constatables. En el primero, tercero de un conjunto de diez, un pobre acomodador de cine percibe como sus ojos empiezan a poder iluminar la oscuridad, y él se fascinará por la contemplación de objetos en una casa ajena. El otro sería el penúltimo, donde al protagonista se le inocula un líquido en un autobús que le hace escuchar en su interior anuncios publicitarios. Este cuento puede ser fantástico como puede ser surrealista.



Felisberto Hernández se ganó la vida, durante bastante tiempo, como músico. Tocaba el piano en cafés y fue músico de repertorio en locales de Uruguay y la provincia de Buenos Aires. En muchos de sus cuentos utiliza a la figura del músico pobre o itinerante como protagonista. Pero más que esta utilización de su oficio, es importante en la composición de sus piezas lo corpórea que se hace la experiencia de la música, así como los ruidos y los silencios; el sonido o su ausencia formar gran parte del cuerpo metafórico usado. Tomemos unos ejemplos:
“El silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas” (pág 91)
“Al silencio le gustaba escuchar la música” (pág 81)
“Si yo me hubiese escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo” (pág 81).

Quizás los cuentos más logrados de Felisberto, lo que le hace ser absolutamente moderno y rompedor para el momento en el que está escribiendo, es una particular forma de acercarse al relato fantástico: sin usar ninguno de los elementos convencionales al género hasta entonces. Lo fantástico proviene de la mirada de los protagonistas, de sus extrañas fijaciones por objetos, recuerdos, sonidos…

Menos Julia, puede que sea mi cuento favorito de este libro. En él, un hombre solitario (casi siempre el protagonista de estos cuentos es un hombre solitario), se encuentra a un amigo de la infancia como dueño de una tienda, quien le invita a visitar su quinta. Allí el amigo le desvela un secreto: está fascinado con un túnel que se haya en los confines de su jardín; dentro, se dedica en las noches a palpar en la oscuridad objetos que le deja para ello su mayordomo, y cuatro chicas, que son sus ayudantes en la tienda, se cubren la cara con un velo y él se la palpa. El amigo no puede prescindir de ese acercamiento extraño a los objetos, que en este relato, como en el resto, parecen tener una vida propia, equivalente a la de las personas. Así, en el relato El balcón, una joven podrá llegar a enamorarse de un objeto.

Felisberto ensaya más variables del cuento neofantástico: las conversaciones surrealistas entre los personajes, por ejemplo, en el cuento que da título al volumen. El mundo de los sueños, en el cuento La mujer parecida a mí, donde un hombre sueña que es un caballo y se recrea su vida como caballo. El mundo de los recuerdos distorsionados, como en El corazón verde.

Me gustaría hacer una relectura de los Cuentos Completos de Cortázar. Hace dos años releí alguno después de más de una década, y me volvieron a gustar bastante. No creo que el descubrimiento de Felisberto acabe con el recuerdo agradable de los cuentos de Cortázar; pero sí me pregunto, incrédulo, por qué casi nadie conoce a Felisberto Hernández, por qué, como he indagado, casi no aparece en los programas de literatura Hispanoamérica de la carrera de Filología Hispánica, si, como afirma Carlos Fuentes, Felisberto Hernández es uno de los grandes renovadores de la literatura en español del siglo XX.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El fumador y otros relatos, por Marcelo Lillo


Editorial Caballo de Troya. 140 páginas. Primera edición de 2008.

Hojeé este conjunto de relatos hace ya más de un año en la Casa del Libro de Gran Vía, y me interesé de nuevo por él cuando a comienzos de verano volví a ver el nombre de Marcelo Lillo en la mesa de novedades de la Casa del Libro, esta vez en la editorial Mondadori (la hermana mayor de Caballo de Troya). El nuevo libro era Cazadores, una recopilación de relatos de El fumador y de otro libro, no editado en España.

Sentí curiosidad. En casa busqué a Lillo en Internet y me encontré con una historia tal vez inquietante, quizás falsa, cuando menos interesante. Marcelo Lillo es profesor en un colegio privado de Valparaíso, le va bien, escribe, no le publican. Hasta aquí la historia de tantos aficionados a la escritura. En algún momento, sobrepasados los 40 años, Lillo decide quemar todo lo escrito hasta entonces, dejar el trabajo, vender la casa y los bienes e irse, junto con su mujer, a vivir a un pequeño pueblo del sur de Chile. Su idea es tan delirante como imperativa: o consigue publicar en el plazo de 4 años o se pega un tiro, por lo que duerme con una pistola bajo la almohada. Cuando se va a cumplir el plazo gana algún concurso de relatos, le publican en España este libro de El fumador, y en 2009 le declaran libro del año en Chile. Una historia contundente, eficaz, que parece diseñada por un creador de marketing argentino.

Así que no me quedó más remedio que leer el primer cuento de El fumador o de Cazadores (el mismo) en la zona de lectura del Fnac de Callao. Me gustó. Pensé en leer a Lillo después de Cervantes.
Saqué El fumador y otros relatos de la biblioteca de Retiro. Así que con Lillo estreno biblioteca pública.

Los relatos: Si hace unos meses dije que Jon Bilbao era un gran escritor español de relatos norteamericanos, se puede decir igualmente que Marcelo Lillo es un gran escritor chileno de cuentos norteamericanos. Si en el caso de Bilbao las influencias podían ser Carver o Cheever, en el caso de Lillo la filiación con Carver se hace más que evidente.

Los tres primeros cuentos del libro, Hielo, El fumador y La felicidad, parecen variaciones del mismo tema. En ellos una pareja con serios problemas económicos (ausencia de trabajo) y más o menos problemas sentimentales se enfrenta a diferentes situaciones. Ya Hielo marca el tono del libro: en primera persona el narrador nos habla de la muerte de su madre y cómo su mujer y él lo afrontan en medio de una gran penuria económica. El estilo es sobrio, incluso frío: “Murió pasadas las cuatro. Con mi mujer lloramos en silencio y después le acercamos un espejo a la boca. Sonó el teléfono, pero no contestamos.” (pág 11).
Debemos estar atentos, en todo caso, a cada línea porque el narrador no nos espera, y en cualquier pequeño detalle podemos perder la clave del cuento. Los detalles suelen estar muy trabajados, de forma que consiguen sugerir mucho.
“¿Por qué nadie sabe nada?” (pág 17-18), dije hacia el final la mujer del narrador. Aquí Lillo, como ha aprendido en Carver, busca el momento epifánico que sacude a la gente sencilla.
En El fumador, el autor juega -añadiendo, además, otro tema al de la penuria económica y los problemas de pareja- con la idea del escritor como romántico fracasado.
Me gustaría destacar de los tres, aunque son todos ellos grandes relatos, La felicidad. Lo leí sentado en la barra de un bar tomando un café y el golpe del cuento fue importante, soberbio en su captación de la soledad y la tristeza.

A partir del cuarto cuento las relaciones familiares se amplían, y en No era mi tipo un hombre evoca un episodio trágico de su adolescencia, “Cualquier vida cambia con un suceso como ése” (pág 60); para acabar de adulto, periodista, intentando ser escritor, y concluir que es feliz de vez en cuando, como todo el mundo (pág 66).

La ambientación de estas narraciones suele ser deprimente, oscura, llegando a repetir expresiones de este tipo: “Era un día nublado, frío y triste.” (pág 69, cuento La cita), “Era una ciudad fría, triste y lluviosa” (pág 77, cuento 40 caballos)

La cita es el cuento que menos me ha gustado, no he conseguido entrar en las claves de los personajes, un hombre de mediana edad y una señora mayor, que tal vez sea su madre.

40 caballos me ha parecido el mejor del conjunto, por su composición equilibrada y acertada en torno a un tema muy clásico. Un hombre evoca su adolescencia en un pequeño pueblo chileno, y en él la fascinación por el boxeo (usado aquí, como tantas otras veces, como metáfora del fracaso de la vida, del fracaso que conlleva cualquier triunfo), lo que le conducirá al despertar sexual y la aceptación de todas las perdidas.
En muchos de los cuentos, y en éste de 40 caballo sobre todo, uno puede olvidarse de que tanto el narrador como el escritor son chilenos, y el cuento transcurre en este país y, al dejarse llevar por su cultura literaria, pensar que está en el sur o el medio oeste norteamericano. Esto no es un reproche a los cuentos de Lillo, que me han parecido la mayoría muy buenos, sólo una constatación de hechos.

En Vida de un cachorro, Lillo usa una variable narrativa: el cuento no se limita al punto de vista de una persona, sino que usa el perspectivismo de varias, lo que, a mi entender, le hace perder algo de fuerza.

Lillo no escatima en buscar las situaciones más sórdidas y dramáticas; en Diente de león un hijo acude a la puerta de la cárcel a recibir a su padre, ingresado allí 6 años antes por violar a un niño.

En el último cuento, titulado precisamente El último cuento, el autor parece advertirse a sí mismo del fracaso que entraña el posible éxito literario, ingresando él en el ramo de perdedores tristes que ha constituido su conjunto de personajes.

Un libro de relatos muy dependiente de un modelo externo, trabajado con mucha precisión y esfuerzo, que consigue alcanzar altas cotas de verdad literaria.