domingo, 24 de febrero de 2019

Sin remedio, por Antonio Caballero


Sin remedio, de Antonio Caballero
Editorial Alfaguara. 574 páginas. 1ª edición de 1984, ésta es de 2006.

La primera vez que supe de Antonio Caballero (Bogotá, 1945) y de su novela Sin remedio fue en el verano de 2017, en Ciudad de México, en el salón de la casa de mi amigo Federico Guzmán Rubio. Observando su biblioteca, me fijé en esta edición colombiana de Sin remedio a cargo de Alfaguara y Federico me dijo que era el libro que más le había gustado de la literatura hispanoamericana después de la lectura de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Federico y yo somos muy admiradores de la obra de Bolaño y aquel elogio sobre el libro de Caballero hizo que pensara que, más tarde o más temprano, iba a tener que leerlo. Al regresar a Madrid lo busqué en Iberlibro y me di cuenta de que sería fácil comprar, por poco dinero, la que creía que era la primera edición (la de Bruguera de 1985). La pedí, más de medio año después de aquel encuentro en  México, a una librería de segunda mano española, que me cobró por ella 4 euros, incluyendo los gastos de envío. El libro estaba nuevo. Sin embargo, dentro de mi desbarajuste de lecturas habitual esta novela ha estado esperando que la tomara de las estanterías de libros sin leer durante bastante tiempo. Además, cuando al final me he decidido a leerlo, en vez de tomar mi ejemplar saqué de la biblioteca de Móstoles la edición de Alfaguara (de su sede colombiana) porque me parecía que el formato era más cómodo (la edición de Bruguera tiene un tamaño de página y de letra pequeños). Además, acabé comprobando que la edición de Bruguera de 1985 no era la primera edición, que en realidad fue la de la colombiana editorial Oveja Negra.

El personaje principal de Sin remedio es Ignacio Escobar que cumple treinta y un años el mismo día que comienza la novela. Además, el libro empieza con una confusión: Escobar cree que treinta y un años es la edad a la murió su admirado poeta Arthur Rimbaud (unas páginas después descubrirá que lo hizo a los treinta y siete años) y se siente anulado frente a él, porque Escolar es, o quiere ser, poeta. A Escobar, como si se tratase de un Oblómov bogotano («Pasaba días enteros durmiendo», pág. 14), le cuesta salir de la cama. Si el día ha empezado mal para él, aún se va a complicar más: Fina, su novia, le deja tras anunciarle que desea tener un hijo y mostrarle él su negativa a tal plan en común.
Desde una tercera persona desdeñosa, Caballero nos presenta a su personaje, Escobar, como a un indolente machista, un adolescente eterno de la privilegiada clase social alta de Bogotá. Además de comportarse de forma grosera con su pareja, llamará a su madre, que se queja de que nunca va a visitarla, tan sólo porque necesita que le haga llegar dinero, y Escobar no trabaja, se dedica a escribir versos. Unos versos de muy poca calidad, por lo que Caballero nos deja ver de su obra.
Al principio del libro, Caballero, de vez en cuando, cede la voz narrativa (en tercera persona cercana al personaje) directamente al personaje y el lector puede acercarse de primera mano a algunos de los pensamientos de Escobar. Esta técnica la irá dejando a medida que avanza la novela.

Escolar, abandonado por Fina y sin un peso, tendrá que tomar decisiones. La primera será visitar, al fin, a su madre para conseguir dinero y después empezará a vagar por la ciudad, en busca de diversión o amigos.

Sin remedio es una novela muy urbana, en la que la ciudad de Bogotá cobra gran protagonismo. «Bogotá es una ciudad horrible», así empieza el segundo capítulo en la página 68, Caballero incide en sus páginas en la violencia, la pobreza, la rapidez, la suciedad, la incomodidad de la lluvia, la fealdad… que asolan Bogotá; pero, extrañamente, también consigue hacer de la gran urbe hispanoamericana un lugar atractivo, vital y lleno de contrastes. Sin remedio es una novela que rompe mucho con la imagen literaria habitual con la que se suele asociar a Colombia, que sería la del Macondo de la realidad rural de Gabriel García Márquez.
El personaje de Escobar le empezará a parecer más inteligente al lector cuando se encuentre con sus amigos de clase alta que juegan a ser revolucionarios de izquierdas. Escobar será capad, desde una distancia irónica, de ver con claridad las contradicciones de clase e ideológicas de sus amigos. «Estar muerto es más bien ser eso que usted llama “comprometido”. Es haber dejado de ser lo que se es. Es haber renunciado a perseverar en el propio ser.», le dice Escobar a uno de sus amigos en la página 92.
Los pensamientos de Escobar –cuando supera su fase de narcisista y mimado adolescente– transitan por el cauce de un nihilismo desesperanzado, una sensación de inutilidad ante los esfuerzos porque, pese a todo, nada cambia («Las cosas son iguales a las cosas», será uno de sus versos), «Estamos todos solos.» (pág. 173), «Todos los días es lo mismo.» (pág. 177)

Escobar tendrá encuentros con sus familiares en la gran casa en la que vive su madre (su padre ya murió y su hermano lo hizo siendo un niño), visitará casas de amigos, entrará en un gran número de bares y tendrá relaciones con un buen número de mujeres, mientras trata de olvidar a Fina.

Igual que ocurre con Escobar, la novela va cobrando enjundia según se avanza en sus páginas. Desde un comienzo en el que aparentemente se retrata un mundo y a un personajes muy superficiales, Caballero va afilando su estilete para diseccionar los distintos estamentos de la sociedad bogotana: desde la alta burguesía, preocupada por la violencia y los secuestros, además de la capacidad que van a tener las inminentes elecciones para modificar los precios del petróleo y la tierra; hasta el corrupto ejercito. No sin ironía, Caballero llama a un coronel corrupto, con el que Escobar se irá encontrando, con el nombre de Aureliano Buendía. La ironía con la obra de García Márquez (que, por cierto, habló bien de este libro) resulta clara.

A Escobar no parecen preocuparle demasiado las elecciones presidenciales de su país, pero sí tiene una conciencia política, que, en cualquier caso, no pasa por el uso de la violencia, como parece haber empezar a seducir a sus amigos burgueses radicalizados de izquierdas, que están considerando la idea de realizar secuestros.

Caballero se sirve del humor para retratar y burlarse de la clase alta de Colombia, una clase alta racista, clasista, improductiva y que, en gran medida, desconoce la realidad del país en el que vive. Diría que en la intención de mostrar, mediante el humor, cómo es la clase alta de su país Antonio Caballero se asemeja a Alfredo Bryce Echenique, cuando éste nos muestra cómo es la clase alta peruana. Pero debo señalar que el humor de Bryce Echenique es más tierno que el de Caballero, que resulta más sarcástico.

En los pocos meses del tiempo narrativo de esta novela, Escobar va a ir sufriendo un proceso de maduración personal, en gran medida debido al abandono de Fina y a la sensación de encontrarse perdido. Sin remedio, además de ser una clara crítica a la clase alta colombiana, y a su imposibilidad de construir un país mejor desde el diálogo, y no a través del juego de la violencia revolucionaria, también es una novela sobre la creación artística. Escobar se va a convertir en un buen poeta cuando todo parece ya estar perdido y éste será además el momento –al conquistar una cima en su arte–, cuando se dé cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos artísticos.
Diría que Sin remedio es una novela que debió leer en su juventud Roberto Bolaño, y que, de un modo vago, se inspiró en ella para retratar a los poetas desesperados que pululan por las calles de Ciudad de México mientras pierden su juventud.

Ahora mismo Sin remedio se publica en Alfaguara Argentina, y aunque en España ha aparecido de la mano de Bruguera, Seix Barral o Tusquet, ahora mismo no está disponible para el lector español, lo que es una pena, porque Sin remedio de Antonio Caballero es una novela ambiciosa y de gran valor. Una novela que retrata con entereza y humor los grandes contrastes de las urbes hispanoamericanas y que da un carpetazo definitivo al realismo mágico de García Márquez.

domingo, 17 de febrero de 2019

El arqueólogo, por Román Piña Valls


Ediciones del Viento. 160 páginas. 1ª edición de 2018.

Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) es el editor de Sloper. En 2015 publicó mi novela Los insignes. Piña también es escritor, y de él he leído las novelas El general y la musa (2013), Sacrificio (2015) y Y Dios irrumpió de buen rollo (2015), además del ensayo La mala puta (2014), escrito con Miguel Dalmau.

Cuando vi anunciado que publicaba una nueva novela en Ediciones del Viento, se la solicité a su editor, Eduardo Riestra, y éste me la envió para que pudiera reseñarla.

El protagonista de El arqueólogo es Claudio Bersani, un profesor universitario emérito de arqueología que, al comenzar la narración –en el año 2007–, tiene setenta años. Vive en una casa de campo en la población de Cicciano, cerca de Nápoles, junto a su mujer Melina. Sus hijos ya no viven con ellos, han formado sus propias familias y Claudio y Melina tienen un buen número de nietos, que suelen visitarlos. Claudio no acaba de tener demasiado tiempo para estos nietos porque, a pesar de sus setenta años, mantiene una gran actividad laboral: clases en la universidad, libros sobre arqueología, artículos semanales para una revista especializada, presidencia de la Sociedad Arqueológica de Nápoles, colaboración en una tertulia de Radio Vaticana los miércoles, etc.
En una caseta del jardín de la casa de los Bersani vive Todor, un jardinero búlgaro que les ayuda con diversas tareas domésticas.

Aunque en la página 37 Bersani declara «Yo soy antipático por voluntad», en realidad es una persona muy extrovertida y alegre, que suele relacionarse con los demás mediante bromas. Piña es habitualmente un escritor humorístico, con tendencia al disparate narrativo (en El general y la musa, por ejemplo, nos hablaba de un Francisco Franco enamorado de la televisiva Patricia Conde). En El arqueólogo ­­–igual que ocurría en Sacrificio– mantiene la trama dentro de los límites del realismo. Si bien en Sacrificio Piña empleaba un humor muy negro, el humor de El arqueólogo es mucho más amable. Claudio Bersani es un entrañable hombre mayor, un erudito que entretiene a sus nietos con chistes, historias de la cultura clásica o narrando historias más o menos inventadas. Bersani es un erudito despistado, que igual desprecia la novela frente al ensayo, que decide él mismo escribir una novela histórica. Además es un erudito imprudente, porque ante el temor a que le asalten (a veces se queda solo en casa) ha conseguido una pistola, que oculta en su vivienda y que podrían encontrar los nietos; o bien les habla a éstos de los grandes tesoros que tiene guardados en la casa, lo que podría hacer que los niños lo cuenten en el colegio y ocurra, precisamente, lo que teme: que le entren a robar en casa.

Bersani, además de simpático, también es un hombre anticuado; alguien que, por ejemplo, no entiende el sentido del lenguaje inclusivo y que no duda en flirtear o en piropear a mujeres mucho más jóvenes que él. En el capítulo 9 se habla de Giovanna, una mujer de treinta y tantos años que trabaja para los Bersani desde hace veinte. «Bersani la piropea sin vergüenza», escribe Piña en la página 65 de su novela. Bersani también es un católico de misa semanal –aunque de credo particular– y que, como ya he escrito, acude los miércoles a una tertulia radiofónica de Radio Vaticano.

La novela se vertebra en torno a pequeñas anécdotas protagonizadas por Bersani, o bien se narra alguna peripecia vital protagonizada por alguna persona cercana a su círculo; como la citada sirvienta Giovanna, o María, una exalumna de Bersani que vive en Suiza y a quien su familia ha denunciado con la intención de quitarle la custodia de su hijo.

La novela es rica en diálogos y la prosa es correcta, sin grandes alardes metafóricos, propia de un escritor con oficio. De vez en cuando, para transmitir mayor sensación de viveza, se hace uso de más de una expresión coloquial: «le resbala», «haciendo cuchufleta», «casi le dio un patatús», etc.

En más de una ocasión –sobre todo durante el primer tramo del libro– me he encontrado preguntándome si la anécdota que estaba contando Piña en ese momento sería la que acabaría de hacer arrancar la trama. Es decir, en los primeros capítulos el narrador (la novela está escrita en tercera persona, salvo unas escasas y muy significativas páginas al final) presenta al personaje de Bersani, y el lector conocerá sus peculiaridades, gustos y manías. Después, Bersani cuenta historias a sus nietos, o se habla de la vida de otros personajes, y las páginas de la novela van pasando sin que una de estas historias cobre más importancia que las otras, lo que podría hacer que Bersani se viese forzado a tomar partido en los acontecimientos y se adentrara en algún territorio ambiguo u oscuro que rompiera con la aparente tranquilidad de su mundo, y que le hiciera transformase en otra persona. Es decir, yo como aprendiz de escritor me estaba esperando un desarrollo novelesco tradicional y terminaba los capítulos pensando que Piña había dibujado una realidad atractiva y amable, pero que a lo leído le faltaba tensión narrativa.
Es cierto que la vida de Bersani se enfrenta a pequeños conflictos: los problemas de su exalumna con su hijo, a la que quiere ayudar; un solar de detrás de su casa donde han empezado a entrar y salir camiones sin permiso (y nadie parece poder prestar ayuda a Bersani); unos mafiosos que parecen interesados en asaltar su casa; o cuando el pueblo de Cicciano sufre una inundación. Pero, como ya he apuntado, ninguno de estos problemas es suficiente para convertirse en un núcleo narrativo potente. Todos serán pequeños núcleos narrativos y el libro, como si fuese una amable novela por entregas, se articula más en torno a la idea de capítulo que a la de novela completa.

En su tramo final, El arqueólogo sufre algunos saltos temporales y esto hará (gracias al recurso de la elipsis) que, en parte, la vida de Bersani cambie y el lector la contemple desde otra distancia.
En las páginas finales (apenas cuatro) se produce al fin un cambio real, un juego en la estructura de la novela: la voz en tercera persona pasa a la primera, y el lector comprenderá que un personaje secundario del libro ha tenido más importancia en lo contado de la que había podido considerar en un principio. Me ha gustado este final, ha conseguido crear en mí una sensación de misterio y de historia más amplia y con más vuelos que la que inicialmente pensaba que había leído.

domingo, 10 de febrero de 2019

Novelas I (1939-1954), por Juan Carlos Onetti.


Novelas I (1939-1954), de Juan Carlos Onetti.
Editorial Galaxia Gutenberg. 1.070 páginas. 1ª edición de 1939-1954; esta de 2005.
Edición de Hortensia Campanella. Preámbulo de Dolly Onetti. Prólogo de Juan Villoro.

Uno de los libros con los que más disfruté en 2017 fue Los adioses de Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994). Cuando acabé el año e hice recopilación de las mejores lecturas me prometí a mí mismo que en 2018 leería La vida breve, que se supone que es la obra maestra de Onetti, del que ya he leído un buen número de libros.

Cuando a finales de febrero de 2018 supe que tenía que embarcarme en una mudanza y que estaría, posiblemente, unas semanas sin acceso a internet y sin encontrar tiempo (o un lugar tranquilo) para sentarme y escribir una reseña, pensé que me convenía empezar a leer un libro largo. Entonces consideré que tal vez era un buen momento para sacar de la biblioteca de Retiro este volumen I de las Obras completas de Onetti, que había hojeado más de una vez. En este libro podemos acercarnos a un prólogo de unas 100 páginas (contabilizadas en número romanos) y 970 páginas de novelas, que serían: El pozo (1939), Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943), La vida breve (1950), Los adioses (1954) y como anexo: Tiempo de abrazar (1934).

Una primera idea era leer el prólogo y La vida breve. Al final decidí empezar por el principio y seguir, a ver si me lo leía todo de un tirón. El resultado ha sido éste: he leído las 100 páginas del prólogo y las tres primeras novelas, El pozo, Tierra de nadie y Para esta noche; que en total suman 420 páginas. El pozo ha sido una relectura, porque ya lo leí a los veinte o veintidós años, y Tierra de nadie lo he leído dos veces. Este último fue justo el libro que me tocó en medio de la mudanza (el mejor título para esta situación) y no pude leerlo con continuidad; lo acabé (en su primera lectura) con la sensación de haberme perdido. Una vez leído Para esta noche, decidí volver a leer Tierra de nadie, que ha cobrado para mí más sentido en esta segunda lectura.

Las 100 primeras páginas de introducción me han gustado mucho (estoy por volver a leerlas, tal vez lo haga cuando dentro de un tiempo vuelva a acercarme a este libro para leer, al fin, La vida breve).
Como decía, El pozo ha sido una relectura. Ya lo había leído hace, al menos, veinte años. No recordaba su trama, pero sí la honda impresión que me causó en su momento. El pozo tiene apenas treinta páginas, así que aunque está incluida en este volumen de Novelas I, podríamos considerarla un cuento largo. Alguien que al día siguiente va a cumplir cuarenta años («Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza», leemos en la página 4) se sienta y escribe («Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo», página 4).

El pozo recuerda al tono desangelado de Apuntes del subsuelo de Fyodor Dostoievski. Un hombre se sienta y escribe. A los quince años, este hombre trató de abusar de una chica de diecisiete que murió unos meses después. La culpa le corroe. Este hombre tiene ensoñaciones en las que aparecen tierras lejanas, y cuando trata de hablar de ellas a desconocidos se topará siempre con la incomprensión. «Ésta es la noche; quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender» (pág. 30).

Una vez leídas las novelas Tierra de nadie y Para esta noche, resulta curioso comprobar que su primera novela (El pozo) tiene más que ver con su mundo narrativo clásico que las dos obras siguientes. En El pozo ya nos encontramos al hombre adulto, decadente y superado por un mundo turbio y sin esperanza, que se refugia en recuerdos de juventud (casi siempre suele aparecer en el mundo de Onetti alguna muchacha joven que representa un ideal de plenitud) y en ensoñaciones de tierras lejanas.

Tierra de nadie, como ya he apuntado, la he leído dos veces. Es una novela claramente urbana, ambientada en Buenos Aires: «Diecinueve y nueve, hora de Buenos Aires. Atrás de la cortina y su moña roja estaba la ciudad. Tres millones de personas. Y sin embargo, una vez al día, era forzoso oler un aire de provincias, lento y sin madurar» (pág. 66). Tierra de nadie es una novela coral. En ella, un grupo de hombres y mujeres relativamente jóvenes deambulan por los bares y calles de Buenos Aires. Trabajan, beben, quieren fundar una revista, se enamoran y filosofan sobre su condición de sudamericanos, en contraposición a la de europeos. En el prólogo he leído que Tierra de nadie, publicada en 1941, es una de las primeras novelas hispanoamericanas abiertamente urbana y moderna. Aunque en algún momento se reflejan los pensamientos de los personajes, suele prevalecer la narración de acciones, a veces sin una conexión clara entre sí, muy del gusto de la nouvelle vague. Aunque, eso sí, diez años antes de que se popularizara este movimiento cinematográfico francés. En algún momento. Tierra de nadie me ha hecho pensar en La colmena de Camilo José Cela, que se publicó en 1951. Luego también he pensado en una de las primeras novelas de Juan José Saer, La vuelta completa, publicada en 1966. En ella también se van entrecruzando personajes en el territorio mítico de la ciudad (Santa Fe) y hay un tono marcadamente existencialista. En La vuelta completa podemos leer: «La muerte era ridícula. No. La vida era lo ridículo, ese salto mortal sobre el abismo». En Tierra de nadie leemos: «El primer secreto consistía en que el disco giraba muy lentamente, despacio, despacio. El segundo secreto era que la vida no tenía sentido» (pág. 162). Estoy seguro de que Saer leyó a Onetti y que este autor fue una influencia para él.

Los personajes de Tierra de nadie deambulan por la ciudad, como decía, hablan unos sobre otros y a veces cambian de pareja y también sueñan con islas ideales en la Polinesia. Hacia el final de la novela se produce un salto temporal casi imperceptible, que hace que algunos hechos narrados cobren una nueva dimensión.
En la segunda lectura todo cobró más sentido, aunque realmente ésta no es una novela con una trama demasiado hilada y los personajes entran y salen de la narración muy libremente.
Una curiosidad: en Tierra de nadie aparece por primera vez el personaje del cínico gordo Larsen, un habitual de las novelas de Onetti.

Para esta noche, publicada en 1943, me ha parecido una novela extraña. En El pozo y en Tierra de nadie se filtran ecos lejanos de la guerra europea, y en Para esta noche Onetti escribe un thriller ambientado en el Río de la Plata (o no, no queda claro, aunque sí que se trata de un país latinoamericano), pero que el lector no sabe exactamente si es una novela bélica o de espías, o quiénes son los países o fuerzas en juego. Ossorio busca con desesperación un salvoconducto (¿para cruzar el Río de la Plata?) y durante una interminable noche se irá cruzando con personajes a los que persigue o que le persiguen a él. Todos ellos parecen pender de un hilo y viven cada minuto sintiendo que puede ser el último. En un momento dado, Ossorio ha de hacerse cargo de una niña de trece años. Ha sido él mismo quien ha propiciado su condición de desamparo y se siente responsable de su suerte. Como en tantas historias de Onetti, tenemos aquí de nuevo a la joven inocente que ha de moverse en un mundo de adultos decadentes y desesperados.

Me ha encantado reencontrarme con El pozo, una novela corta que, como Los adioses, invita a ser leída de una sentada. Unas páginas magistrales en cuya musicalidad uno podría perderse una y otra vez. Pero, sin embargo, considero que Tierra de nadie y Para esta noche no se encuentran entre las novelas más importantes de Onetti, un escritor que ha alcanzado cotas de perfección más altas que las mostradas aquí. Como ocurre más de una vez al leer a este autor, el lector tiene que estar muy atento a la narración, porque Onetti no hace muchas concesiones. No explica con detalle las relaciones que unen a los personajes ni tampoco los motivos de sus actos. Al igual que ocurre con William Faulkner, la prosa de Onetti no es cómoda para el lector. A cambio, el ritmo de su escritura es espectacular. Los párrafos de Onetti en cualquiera de sus páginas se pueden leer como si se tratase de una partitura musical desgajada de una trama. Onetti adjetiva como pocos escritores lo han hecho en español.

No he conseguido leer todo este libro seguido; necesitaba un respiro, pero en 2019 leeré La vida breve. No voy a consentir que esta novela, la que se supone que es la mejor de Onetti, se convierta en mi particular versión kafkiana de El castillo.

domingo, 3 de febrero de 2019

El amor es más frío que la muerte, de Ednodio Quintero.


El amor es más frío que la muerte, de Ednodio Quintero.

Editorial Candaya. 221 páginas. 1ª edición de 2017.

En mayo de 2017 fui a la presentación de esta novela, que tuvo lugar en la librería La buena vida de Madrid. Conocía el nombre de Ednodio Quintero (Las Mesitas, Venezuela, 1947) de haberlo visto en el catálogo de la editorial Candaya. El amor es más frío que la muerte es su cuarto título en esta editorial. Paco, uno de los editores de Candaya, me contó algunas cuestiones interesantes sobre Quintero y los escritores venezolanos en España. Ednodio Quintero es admirado por escritores como Juan Villoro o Enrique Vila-Matas. Hace años, algunos reputados escritores que publicaban en Anagrama (me gustaría poder contar esta historia con más precisión, pero he olvidado los detalles) recomendaron a Jorge Herralde que publicara a Ednodio Quintero, pero Herralde no lo hizo por motivos más económicos que literarios. Durante la década de 1980 o 1990, en Venezuela existía una industria fuerte del libro, lo que hacía, en primera estancia, que a sus escritores les preocupase menos ser publicados en España que a los de otros países; y, por otro lado, si una editorial española fuerte apostaba por un autor venezolano luego le costaba mucho sacarlo allí, porque tenía que competir con la potente industria local. Entre otras cosas, parece que estos motivos hicieron que en España no conociéramos a muchos escritores venezolanos durante las décadas pasadas. Ahora es mucho más frecuente que publiquen en España, debido a que –tras la deriva política del país durante los últimos años– muchos de estos escritores viven ahora aquí.

También compré, el mismo día de la presentación, el conjunto de cuentos El combate, que los editores de Candaya me indicaron como su libro más representativo.

Me he acercado a El amor es más frío que la muerte un año después de haberlo comprado; ha sido uno de los títulos que estoy intercalando entre un libro y otro, pues quería leer todas las novelas de Manuel Puig.

El narrador de El amor es más frío que la muerte, que se apellida Montilla, es escritor, y cuando empieza la novela tiene más de sesenta años. En el primer capítulo, el narrador ha llegado a las montañas de la Cordillera Occidental. «Yo venía huyendo de la peste negra que se había ensañado en el aire, las aguas, los pastos, las bestias y la gente de mi país natal»: ésta es la primera frase del libro, y sabiendo que el autor es venezolano, es difícil no abstraerse a la lectura política de esa «peste negra» que parece asolar su «país natal». En el camino, el narrador tiene que abrirse paso «entre pandillas de menesterosos, asaltantes de caminos, guardias forestales, chicas vestidas para matar y traficantes de papel toilette –que se tasaba a precio de oro–» (pág. 8). Creo que el dato del «papel toilette» también resulta significativo. En cualquier caso, aunque las primeras páginas parecen apuntar hacia el camino de la novela política, El amor es más frío que la muerte no se puede considerar una novela política, puesto que el substrato que yace en las escenas dibujadas es otro.

Montilla ha llegado a la montaña huyendo del hospital para apestados en que se encontraba internado, sin acabar de saber si está vivo o ha empezado ya a flotar en un limbo ambiguo de muerte o delirio.

Esta situación de partida sirve a Quintero para que su personaje evoque distintos momentos de su vida desde el recuerdo o la ensoñación, con diversos saltos en el tiempo y entre países o continentes. El hilo principal de estos recuerdos o ensoñaciones parece ser la pulsión de los encuentros eróticos con diversas mujeres. En algún caso, no se trata de un encuentro personal, sino, por ejemplo, de la narración (debida al padre) de la aventura que vivió un amigo de su padre con una bruja. Digamos desde ya que El amor es más frío que la muerte no es una novela realista: en sus páginas pueden aparecer eróticas brujas o eróticas elfas; ninfas o hadas; y también animales fantásticos como las quimeras. «Y en cuanto al verosímil que tanto atormenta a los escritores realistas, a mí me tiene sin cuidado», se afirma en la página 47.

En ningún momento de la novela aparece la palabra «Venezuela», pero sí el nombre de ríos, montañas, regiones y pueblos que pertenecen a este país, y por tanto la trama principal del libro transcurre en el país natal de autor. Ya he comentado que Montilla, el narrador de la novela, es escritor y, de vez en cuando, comenta algunos encuentros que ha tenido con otros escritores más o menos famosos. Estas páginas parecen estar sacadas directamente de las vivencias de Ednodio Quintero. Así, en la página 21 podemos leer: «Sergio Pitol me invitó a almorzar una tarde de comienzos de octubre de 1997». En la misma página, el narrador afirma: «Yasunari Kawabata, mi escritor predilecto», un dato que bien se puede corresponder con el gusto real del autor, ya que es conocida su gran pasión por la cultura japonesa.

El discurso de Montilla trata de imitar al de un narrador oral, un narrador oral del interior de Venezuela y –seguramente– proveniente de un pueblo, a pesar de haber adquirido con posterioridad una gran cultura. En este discurso oral son comunes las invocaciones religiosas, a Dios o al Diablo, según se tercie. Este detalle da al relato una corporeidad vetusta, que se contrarresta con las numerosas referencias pop que jalonan sus páginas (comentarios sobre Tarzán, los Rolling Stones o el punk, por ejemplo).
Como se trata de una narración oral, Montilla también emplea en su discurso refranes («cada oveja con su pareja», por ejemplo), y expresiones hechas o coloquiales («y basta ya», «me supo a gloria», «me tiene sin cuidado», «ni corta ni perezosa»…). Sin embargo, el lenguaje no resulta vulgar en ningún momento, más bien, y en contra de lo que pudiera parecer al hablar de oralidad, el lenguaje está, en realidad, muy cuidado. Son frecuentes los párrafos largos sin comas y plagados de metáforas y adjetivos. En cualquier caso, la composición no resulta barroca y las páginas fluyen con soltura.

La narración es oral, como ya he comentado, y Montilla se dirige a un público, que normalmente aparece en el texto señalado con un «ustedes», que también puede darse en singular («usted»). En ocasiones, cuando parece sentir en sus interlocutores imaginarios la tentación de juzgarle, se dirige a ellos con el irónico apelativo de «señores del jurado»; y también, cuando considera que el discurso se le está yendo de las manos, aparece un narrador que actúa como alter ego irónico para quitar gravedad a lo narrado e introducir el humor, un humor celebrativo de la vida que aparece mucho en la novela. «Como ven, ese maldito alter ego, ese otro yo del doctor Merengue, me la tiene jurada, me interrumpe cada vez que le da la real gana con sus opiniones sarcásticas e irreverentes, y lo peor del caso es que casi siempre acabo concediéndole la razón», leemos en la página 198.

El propio escritor es consciente de que la narración que propone en El amor es más frío que la muerte tiende a la dispersión. Así, podemos leer comentarios como éstos: «Al parecer este relato se está convirtiendo en un popurrí, ¿qué piensa usted?» (pág. 80); «Veo que esto se está convirtiendo en una colección de citas» (pág. 173). Sin embargo, para este aparente desmañamiento existe una justificación: «Por aquellos días la fiebre me subía y bajaba como si anduviera yo montado en una maldita montaña rusa, oscilaba como la gráfica de un terremoto, y quizá por ello mis recuerdos se mezclan sin orden ni concierto, las más de las veces no alcanzo a dilucidar si determinado recuerdo pertenece a un retazo de sueño o a un suceso real» (pág. 83).

Me he acercado a El amor es más frío que la muerte con interés, con ganas de descubrir a un nuevo (para mí) autor hispanoamericano, y me he encontrado con una prosa brillante, imaginativa y divertida en muchas de sus páginas; con la narración de un erotómano, de un voyeur que, a través de la contemplación y el acercamiento a las mujeres, celebra una vida que empieza a írsele de las manos. Pero también me he encontrado con una novela dispersa, con una construcción narrativa endeble, que apuesta por la sucesión de anécdotas de índole sexual sin mucho orden y sin haber trabajado una trama en la que evolucione alguna consideración o descubrimiento personal sobre la vida por parte del autor.

Tengo la impresión de que El amor es más frío que la muerte no era el mejor libro para adentrarme en el universo narrativo de Ednodio Quintero. Me he quedado con ganas de acercarme a los cuentos de El combate, que presiento que me van a gustar más que esta novela.