miércoles, 31 de enero de 2018

La mirada de los peces, por Sergio del Molino.

Editorial Random House. 210 páginas. 1ª edición de 2017

De Sergio del Molino (Madrid, 1979) había leído hasta ahora tres libros: No habrá más enemigo, La hora violeta y Lo que a nadie le importe. Le conocí en persona en el Encuentro de Blogs literarios que tuvo lugar en el Media-Lab Prado de Madrid en 2012 y, desde entonces, me aficioné a sus títulos. Estuve también en la presentación de La España vacía en 2016 y tengo firmada la primera edición. Este libro tuvo mucho éxito y ya va por la octava o novena. Sin embargo, aún no he leído este libro. El motivo es absurdo: me propuse compaginar la ficción con los ensayos económicos, y al ser La España vacía un ensayo (pero no de economía) mi subconsciente ha ido postergando su lectura. Así que cuando apareció La mirada de los peces me pareció un sinsentido pedírselo a la editorial si no había leído aún su anterior obra. Pero La mirada de los peces es una novela y por tanto no rompía mis reglas de lectura. Y además, y simplemente, los adictos a la entrada de nuevos libros en casa somos así. Basta de justificaciones.
Cuando leí algún comentario positivo en Facebook sobre la nueva novela de Del Molino, afirmando que hablaba de los 90 y que era una novela generacional, me apeteció leerla. Se la solicité a Random House y desde la editorial me la enviaron muy amablemente.

Siguiendo la línea narrativa de exploración de la propia vida que inició Del Molino con La hora violeta y continuó con Lo que a nadie le importa, el narrador y personaje de La mirada de los peces es el propio Sergio del Molino. Por tanto, la unidad entre estos tres libros es, lógicamente, muy fuerte: la misma voz narrativa, la misma mirada sobre el mundo y los mismos escenarios, que para el lector de Del Molino empiezan ya a ser familiares (la mujer Cris, el hijo Daniel…), y no sólo para el lector de sus novelas, porque quien sigue a Del Molino en Facebook siente que está leyendo en esta red social páginas sueltas de sus libros, y sabe que algunos de sus materiales y anécdotas son trasferibles desde un soporte al otro.

El hilo narrativo principal de La mirada de los peces es un hecho de carácter dramático: Antonio Aramoyana, antiguo profesor de Filosofía en el instituto de Del Molino y conocido activista social y político de la ciudad en la que ambos viven –Zaragoza– se está despidiendo de sus familiares y amigos. Como buen nietzscheano, ante el deterioro de su cuerpo (tiene que tomar cada día treinta y una pastillas y moverse en una silla de ruedas) ha decidido suicidarse. En este caso, el suicidio sería una afirmación de su voluntad, un corolario a sus años de militancia en movimientos como Derecho a una Muerte Digna. Cuando conoce la decisión de su antiguo profesor, Del Molino empieza a escribir sobre su relación con él en unos cuadernos. En más de un momento se juega a la metaliteratura: Del Molino reflexiona sobre la propia escritura de estos cuadernos que no sabe si acabarán siendo un libro. El tiempo narrativo, nos dice, ha de ser el presente, y no una carta dirigida a un muerto, por más que su profesor haya ya fallecido cuando se encuentran ya ordenadas todas las páginas que constituyen la novela. Del Molino quiere mostrar en su libro a un Aramoyana vital, y para ello, además de escribir sobre los encuentros que tiene con él en torno a 2016, cuando ya ha tomado la decisión de suicidarse, empieza a recordar la época en la que le conoció, a mediados de los años 90 en un instituto de un barrio periférico de Zaragoza. Para Del Molino, Antonio Aramoyana es el profesor estimulante que encuentra en un mar de aburrimiento. Pero si bien, como ya he apuntado, el hilo narrativo principal de esta novela es hablar de su profesor, Del Molino también acaba hablando de sí mismo, de aquel que fue en los años 90 y que ha dado forma al adulto que es ahora.

La mirada de los peces no pretende bucear en los motivos que llevan a Aramoyana al suicidio, ni cuestionar la propia idea del suicidio, tampoco pretende hacer la hagiografía de un santo que cree en el laicismo y la educación pública, sino que quiere mostrar al antiguo profesor y presente amigo, sus luces y sombras (siempre partiendo de la base de la admiración y el entendimiento). En este sentido es significativo un párrafo que encontramos en la página 202: «Es lo que siempre admiré de Antonio, que hiciese lo que le daba la gana. Por eso me gustaba más de cerca que de lejos. Por eso le prefería en el aula antes que en la calle, en el café antes que en la tribuna, en la conversación antes que en los libros. Me gustaba donde me podía dar ejemplo y no donde quería darnos ejemplo. Donde se dan los abrazos y no caben los aplausos.»

Además de mostrar las luces y sombras de Aramoyana, Del Molino quiere en La mirada de los peces enfrentarse a las suyas propias, a las correspondientes a un chico de barrio periférico, vestido con camisetas de grupos heavies y melena a juego. En esos recuerdos destaca el análisis que hace de su coqueteo con la estética abertzale, más por afán de provocar que por convencimiento político.

«No tengo creencias, sólo un puñado de ideas vagas que van cambiando de página en página. Mi mente es como mis libros, sin línea cronológica coherente, divagadora, obsesiva y olvidadiza a la vez», leemos en las páginas 186-87 y esto puede explicar algunas de las opiniones que Del Molino lanza con contundencia en sus libros o en su Facebook, donde –como ya he señalado– se dan, en más de una ocasión, confluencias significativas. Me he percatado de que alguna reflexión o anécdota reseñada en La mirada de los peces la conocía ya de su Facebook.
Me sorprende la capacidad de Del Molino para divagar con gracia, para hila recuerdos y metáforas con los que alumbrar hechos del pasado que explican los del presente, mediante ingeniosos juegos interpretativos que le permiten pasar de hablar de Aramoyana a la suciedad de su barrio de Zaragoza, por ejemplo. Es la Del Molino una narrativa de la divagación con encanto, al estilo del articulista profesional (de frase bella y sorprendente) que era Francisco Umbral.

La periferia de Zaragoza (ciudad que no conozco) empieza a ser ya para mí un lugar literario, los descampados de Ángel Gracia en Campo rojo se funden con los de Del Molino, que también caminó por las mismas calles plagadas de nazis que Miguel Serrano Larraz transita en Autopsia (libro que cita Del Molino poco después que sus páginas me llevaran a mí a evocarlo).

Me lo planteé al leer Lo que a nadie le importa y me lo vuelvo a plantear ahora: Del Molino me parece muy bueno haciendo lo que hace; su personaje (él mismo) tiene mucho encanto y su capacidad para hilar anécdotas significativas y con gracia parece no tener fin. ¿Es esto cierto? ¿No tendrá que cambiar Del Molino en algún momento su estilo narrativo y escribir de otra forma por puro agotamiento de la fórmula que practica? Ahora Del Molino se ha convertido en un escritor de éxito, posiblemente el de mayor éxito de su generación, y esto se refleja en el libro. Sin embargo, él trata de quitarse importancia y para ello se refiere a sí mismo con términos como «imbécil» o «monstruo», que restan pompa a su presunta figura de triunfador. ¿Hasta qué punto se puede hablar de familiares, amigos y compañeros de trabajo con total sinceridad en una obra literaria?, ¿el miedo a herir al otro supone una limitación a la propia indagación que el texto pretende hacer sobre la realidad?  «Había un escritor ahí, pero su propia conciencia de la libertad, su propio orgullo de persona independiente, cada vez más frágil y cada vez más necesitada de la amabilidad ajena, le impidieron traspasar ese umbral que todo escritor ha de cruzar para entrar en la literatura, el del pudor.», leemos en la página 100. Y sí, en La mirada de los peces se traspasa el umbral del pudor, pero ¿se hace hasta el final? ¿Se podría ir más allá con una novela que camuflara lo autobiográfico con el escudo de la ficción como hace, por ejemplo, Philip Roth? ¿Es la autoficción también autolimitación? No sé si Del Molino tendrá que cambiar su forma de escribir en el futuro, pero por ahora sí sé que La hora violeta, Lo que a nadie le importa y La mirada de los peces son tres novelas de gran coherencia y valor literario. Tengo que leer pronto La España vacía, y, claro, seguir leyendo a Del Molino en Facebook mientras espero a que escriba su próximo libro.


domingo, 28 de enero de 2018

Nuestra historia, por Pedro Ugarte.

Editorial Páginas de espuma. 166 páginas. 1ª edición de 2016. 

El gran cuentista Óscar Esquivias publicó una columna en el periódico 20 minutos, en la que hablaba de los libros de relatos que había leído en los últimos meses y le habían gustado. Allí nombraba El letargo de Rafael José Díez, Mala letra de Sara Mesa, Nuestra historia de Pedro Ugarte (Bilbao, 1963) y mi Koundara. Yo colgué un enlace a esta noticia en Facebook y Ugarte comentó en mi muro que iba a tratar de buscar Koundara. Entonces le propuse un intercambio de libros y, no mucho después, me llegó a casa Nuestra historia, dedicado por el autor. Unas semanas más tarde le concedieron el premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España durante el último año. Lo que me alegró y acrecentó mis ganas de acercarme a él. Lo he leído a principios de diciembre, tras estar casi un mes con Solenoide de Mircea Cărtărescu.

Nuestra historia consta de diez relatos relativamente largos (como me gustan a mí). El primero se titula Días de mala suerte y es un cuento para conquistar lectores. En él, un hombre de mediana edad, con mujer y dos hijos, ha realizado malas inversiones y ha de pagar cada mes cuatro hipotecas. La idea de comprar casas en la playa como inversión (en aquella época de España en la que parecía que todo el mundo podía hacerse rico) no ha salido bien. Días de mala suerte es un cuento social sobre la crisis española, que entronca con la última etapa de cuentista de Raymond Carver, con aquellos cuentos poéticos y dolorosos de Tres rosas amarillas; un cuento sobre la culpa al estilo de El elefante de Carver. Días de mala suerte no sólo es un cuento sobre la crisis económica española, sino (y sobre todo) sobre las relaciones humanas, las relaciones de los padres con sus hijos y las de pareja. En Días de mala suerte se muestran las inseguridades que los errores económicos provocan en la autoestima del narrador y cómo éstos podrían dañar la relación.

Sobre las inseguridades en las relaciones versa la temática de más de uno de estos cuentos, que muestran la realidad desde un punto de vista masculino. Así, en el segundo cuento, titulado Verónica y los dones, también se habla sobre el posible deterioro de una relación. Aquí, una mujer parece tener el don de adivinar los deseos más íntimos de las personas que la rodean y convertirse en una gran «regaladora», algo que a su marido se le da muy mal. Éste es un cuento agradable, pero frente al primero, que era muy bueno, me parece algo inferior. Días de mala suerte era un cuento de «personajes» y Verónica y los dones es un cuento de «idea»; es decir, este último está construido en torno a una ocurrencia ingeniosa y no en torno a la interacción de unos personajes, que quedan definidos en función de esa interacción. Ya lo comenté cuando analicé Un paseo por la desgracia ajena de Javier Moreno: yo prefiero los cuentos de personajes por encima de los de ideas.

Algo parecido a lo comentado con el segundo cuento me pasa con el tercero –Vida de mi padre–, que nos habla de la relación que se establece entre el narrador (un adolescente al comienzo del relato) con su padre, en función de un hecho casi fortuito.
En realidad, tanto el segundo cuento como el tercero son buenos; están construidos de forma muy sólida, pero a mí me gusta más la propuesta del primero, que es similar a la del cuarto: La muerte del servicio. En él, un grupo de amigos de la adolescencia y la primera juventud se reúnen, después de muchos años, en la casa de fin de semana de la familia de uno de ellos, situada junto a un lago. Éste es, de nuevo, un cuento de personajes, cuya melancolía burguesa por la juventud perdida me ha hecho pensar en los cuentos de John Cheever. El cierre de La muerte del servicio está muy logrado.
En este cuarto relato me llamó la atención que el protagonista se llamara Jorge, igual que en los dos cuentos anteriores. Tras leer una entrevista a Pedro Ugarte, descubro que Jorge es un personaje habitual de su narrativa (Nuestra historia es mi primer acercamiento a ella, aunque me sonaba su nombre, al menos desde que Ugarte quedara finalista del premio Herralde en 1996 con Los cuerpos de las nadadoras), y que habla de él en varios de sus libros. Yo he acabado leyendo los cuentos de Nuestra historia como si fuesen todos independientes y no como si algunos de ellos hablaran de un mismo personaje.

El quinto cuento, titulado Enanos en el jardín, empieza de forma similar al primero y el segundo, con una crisis de pareja. Si bien el escenario y los personajes de Ugarte suelen proceder del País Vasco, me ha gustado aquí el cambio de ubicación. Pues, para tratar de mejorar su relación, la pareja protagonista decide pasar unas vacaciones en Fuerteventura. La extrañeza se origina cuando no paran de toparse con un curioso personaje, de no muy claras intenciones, llamado Gilberto. Si bien Nuestra historia está compuesto por relatos realistas, aquí se consigue alguna escena bastante chocante y misteriosa. De nuevo, un cuento con un gran cierre. La parte no contada del relato hace de éste una pieza muy sugerente.
Aquí, como en otros cuentos del volumen, el narrador hace reflexiones bastante interesantes sobre la realidad. Por ejemplo, he anotado ésta: «Los recuerdos tienen menos densidad que los sentimientos, por eso la vida de los viejos es infinitamente más leve, más ligera; por eso los viejos se van diluyendo poco a poco, mientras que la vida de los jóvenes tiene la consistencia de los metales pesados» (pág. 58).

Mi amigo Böhm-Bawerk, donde de nuevo nos encontramos con un Jorge (esta vez a punto de jubilarse), se adentra en la humorada y el surrealismo. Aquí nuestro Jorge, con su tranquila vida de barrio de las afueras, empieza a recibir en el bar donde recae por las tardes las raras visitas de un hombre rico, con el que va a establecer una relación de amor-odio. Es un cuento curioso, que rompe con la seriedad dramática de algunos de los anteriores. En la misma línea que éste se encontraría el relato El hombre del cartapacio, sobre humillaciones y delirantes escenas laborales. Ugarte vuelve a usar el humor para hablar de las relaciones sociales y laborales.

En Para no ser cobarde volvemos al dramatismo y las dificultades de las relaciones, con una pareja que va camino de un pueblo perdido en el que ­–supuestamente– el hombre, que vuelve a ser el narrador de la historia, pueda realizarse escribiendo una novela, espoleado por la mujer, cuando ni él mismo ve muy claras sus opciones en la narrativa. Aquí el entorno natural cobra una gran importancia compositiva, igual que ocurriría en un cuento norteamericano, al estilo de los de Raymond Carver o Tobias Wolff.

Voy a hacer una llamada vuelve a ser, como el segundo y el tercero, un cuento de «idea» más que de personajes, pero aquí la idea (de corte social) me ha acabado pareciendo más potente que las anteriormente mencionadas y este cuento me ha gustado más que los mencionados.

En Opiniones sobre la felicidad volvemos a las relaciones familiares, pero ahora –frente a los cuentos leídos anteriormente– los personajes son de clase social más baja, y las relaciones creadas entre ellos más conflictivas. Un cuento tenso para acabar el libro.


Este año el premio Setenil batió su récord de participación, con 117 libros de relatos presentados. Lógicamente, no conocía ni un diez por ciento de ellos (aunque sí había leído a tres de los diez finalistas), pero sí he leído a los ganadores de convocatorias anteriores, y Nuestra historia de Pedro Ugarte, por su solidez y profundidad, me parece un libro adecuado para continuar consolidando el prestigio de este galardón. Me ha gustado.

domingo, 21 de enero de 2018

La estepa / En el barranco por Antón P. Chéjov.

Editorial Alba. 235 páginas. 1ª edición de 1888 y de 1900; esta de 2001.
Traducción de Víctor Gallego Ballestero.

Ya comenté aquí, en 2016, que un viernes del invierno de 2015 fui con mi novia a la plaza del Dos de Mayo de Madrid para deshacerme de algunos libros que no quería acumular en la librería Rincón de Lectura. Los cambié por dos libros de Antón P. Chéjov (Taganrog, Rusia 1860-Badenweiller, 1904) más dos euros. Uno de los libros de Chéjov era el titulado Cinco novelas cortas, que compilaba cinco narraciones de Chéjov, que iban desde las 64 páginas de Una historia aburrida (1889), hasta las 114 de El duelo (1891); el segundo era éste, que contiene otras dos novelas cortas: La estepa (1888) y En el barranco (1900). La primera tiene 147 páginas y la segunda 72. Las cinco novelas del primer libro estaban publicadas entre 1889 y 1895; por tanto, estas dos nuevas novelas cortas a las que me he acercado ahora son una anterior a las otras y la segunda posterior.

La estepa fue la novela corta ‒nos cuenta la contraportada del libro‒ que convirtió a Chéjov en un escritor de éxito. Yegorushka es un niño de nueve años, huérfano de padre, al que su madre manda desde el pueblo a la ciudad para que estudie en el instituto. En el verano de la estepa viaja en una calesa con su tío, el comerciante Iván Ivánich Kuzmichov, y el padre Jristofor Siriski, además del joven cochero Deniska. El viaje empieza con pena para Yegorushka: «Se sentía enormemente desdichado y tenía ganas de llorar» (pág. 15), que acompaña en el pescante de la calesa a Deniska sin comprender muy bien a dónde se dirige ni para qué.
La estepa está contada en tercera persona. La voz narrativa de Chéjov se acerca, en muchos casos, al punto de vista del niño. Así, desde la tristeza inicial, Yegorushka irá sintiendo cada vez más fascinación por el viaje, tanto por el paisaje, con sus animales y ríos, como por las personas con las que se irá encontrando por el camino. En este sentido, La estepa es una novela de descubrimiento, y el viaje se vuelve más misterioso y trascendente cuando el tío Kuzmichov y el padre Siriski, que buscan por la estepa al poderoso Varlámov, al que quieren vender un cargamento de lana, dejan a Yegorushka a cargo de los viajantes que trasladan la lana en una caravana de carros. Entre desconocidos, Yegorushka escuchará historias terroríficas y empezará a atisbar cómo es la esencia del pueblo ruso. Chéjov narra, con divertida ironía, cómo todos los compañeros de viaje de Yegorushka parecían haber vivido un gran pasado y cómo habían sido expulsados de él, hasta su presente, por la fatalidad. En la página 80 leemos: «Escuchó las risas de Dímov y experimentó por esa persona un sentimiento semejante al odio», y comprendemos que Yegorushka no conoce aún el alcance de sus sentimientos. Si bien ya he apuntado que el narrador sitúa, durante gran parte de esta novela, su punto de vista muy cerca de la mirada del niño, en otros momentos le hace comprender al lector que su mirada es demasiado crédula y en algunos otros ‒como buen escritor del siglo XIX‒ se pone sentencioso y escribe frases como ésta: «Los hombres que han cantado en un coro, ya sea como tenores o como bajos, especialmente aquellos que al menos una vez en su vida han tenido la ocasión de dirigirlo, suelen mostrarse severos y hostiles con los niños, y no pierden esa costumbre ni siquiera cuando han dejado de cantar» (pág. 99). En cualquier caso, Chéjov es un escritor sutil y sus intervenciones en el texto nunca son muy marcadas.

Me ha llamado la atención que en esta novela corta, Chéjov presta mucha más atención que en otros textos suyos a la pura descripción del paisaje; entre las páginas 65 y 67 se habla de la estepa durante tres páginas. Son unas páginas bellas, pero me han llamado la atención porque identificaba a Chéjov con un autor al que le interesaba más hablar del estado de ánimo de sus personajes y de las relaciones entre ellos, y no como a un escritor tan descriptivo. Entiendo que el de La estepa es un Chéjov joven, dotado ya de talento, pero que aún no ha acabado de definir el estilo que lo hará famoso; ese estilo que con tanta delicadeza describe el alma de sus personajes y las distancias que se crean entre ellos.

Chéjov escribió En el barranco después de las cinco novelas cortas que leí en 2016, y se aprecian algunas diferencias frente a la frescura inaugural de La estepa: para empezar, las relaciones entre los personajes son más complejas. Nos encontramos aquí con la familia Tsibukin, los ricos de una aldea llamada Ukléievo. El padre, viudo, se ha casado con Varvara, una joven atractiva y ambiciosa. Su hijo pequeño, Stepán, es sordo, y débil de salud además de retraído; está casado con la joven Aksinia. El hijo mayor de Petrov Tsibukin es Anísim, que al comenzar la novela será un joven (que empieza a dejar de serlo, puesto que ha cumplido ya veintiocho años) soltero y disoluto, que ha empezado a beber demasiado. Petrov y Varvara le buscarán una novia a Anísim, y la encontrarán en una ingenua joven (casi una niña) de una aldea próxima. En la novela se describirá la boda y cómo Anísim, después de celebrarla, dejará a su mujer con su familia para continuar con su vida en la ciudad.
En esta novela corta, la mirada del Chéjov narrador sobre lo contado parece mucho más ácida que la que había mostrado en La estepa. Aquí, En el barranco, los crímenes se suceden: las fábricas del pueblo producen sin licencia, contaminando el aire y el río, en el negocio de Petrov Tsibukin se vende vodka clandestino y Anísim realizará pagos con moneda falsa. Además ‒y esto solo está insinuado‒, alguna de las mujeres de la familia también son adúlteras. Pero toda la degradación de la familia no acaba aquí, puesto que en su seno se acabará cometiendo un terrible crimen propiciado por una disputa sobre la herencia. No quiero desvelar más sobre la trama de En el barranco, pero la escena del crimen es terrible y tan tremenda que, por un momento, me pareció que había dejado de leer al sutil y elegante Chéjov para adentrarme en el territorio salvaje de Dostoievski. El remate de esta novela corta es emocionante y soberbio.
Me ha sorprendido que En el barranco, algunas casas de la aldea tengan teléfonos. Me ha sacado de golpe del siglo XIX.

Doce años separan La estepa (1888) de En el barranco (1900), y la mirada de Chéjov ha saltado de la inocencia de un niño de nueve años, que empieza a entender el mundo de los adultos y a asimilar la pérdida de un pasado, a otro mundo de depravaciones, crímenes e hipocresías brutales. La estepa / En el barranco es un libro magnífico para iniciarse en Chéjov y he disfrutado tanto estas dos novelas cortas como ya lo hice el año pasado con Cinco novelas cortas (a fin de año elegí este libro como una de mis diez mejores lecturas de 2016). Se suele recordar a Antón P. Chéjov como uno de los grandes maestros del relato breve, y esta fama ha eclipsado su excelencia en la novela corta. He leído siete de él y me encantan. Tengo que seguir con sus cuentos. Chéjov se está convirtiendo en uno de mis escritores favoritos.



domingo, 14 de enero de 2018

Sepulcros de vaqueros, por Roberto Bolaño

Editorial Alfaguara. 209 páginas. 1ª edición de 2017.
Prólogo de Juan Antonio Masoliver Ródenas.

Estaba yo, este último verano, paseando por el barrio de San Andrés en Ciudad de México, cuando mi amigo Federico Guzmán nos preguntó a mi novia y a mí: «¿Qué os parece este título para un libro: Sepulcros de vaqueros?» A los dos nos gustaba, sin saber aún si Federico estaba hablando de algún libro escrito por él o por otro. Entonces nos contó que iba a ser el título del nuevo inédito de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003), que aparecería en Alfaguara en septiembre. Me alegré de forma inmediata. Yo he leído todo lo que ha aparecido de Bolaño en el mercado y siempre me alegra tener más material suyo a disposición. Ya sé que estos libros no van a estar a la misma altura que sus obras maestras, como Los detectives salvajes, 2666, Llamadas telefónicas o Estrella distante, pero los que he leído hasta ahora me siguen haciendo disfrutar.

Así que, cuando llegó septiembre, escribí a la editorial Alfaguara para que me enviara Sepulcros de vaqueros y me acerqué a él a principios de noviembre.

Según lo que había leído en internet, el libro contenía tres novelas cortas. La primera sería la titulada Patria. Según se comienza a leer, el lector habitual de Bolaño reconocerá algunas de sus referencias vitales. Ésta es la primera frase: «Mi padre fue campeón de boxeo, el más valiente, el más salvaje, el más astuto, el mejor…». En el cuento Últimos atardeceres en la tierra del libro Putas asesinas, Bolaño también habla de este padre que fue boxeador, y que se corresponde con su biografía real. Aquí nos encontramos también con un personaje poeta que es un trasunto del autor, pero que aún no se llama Arturo Belano, sino Rigoberto Belano (me alegro del cambio final).

El 11 de septiembre de 1973, un poeta de veinte años recita uno de sus poemas en una fiesta burguesa. Poco después, todos reciben la noticia de que se ha producido un golpe de Estado. El poeta se monta en un coche con la joven Patricia Arancibía, de la que se acabará enamorando. El poeta acabará detenido en un campo de fútbol, mientras un avión que escribe en el aire recorre los cielos. Como el lector avezado de Bolaño sabrá, esta última imagen es una de las centrales de su novela corta Estrella distante.
Me doy cuenta de que cuando Bolaño no quiso publicar en vida parte de su obra fue porque algunas escenas las reciclaba de un libro a otro, y por tanto, aunque Patria tiene páginas originales, acaba siendo una prueba (o un borrador) de lo que sería Estrella distante. Hasta aparece aquí, en Patria, un personaje llamado Bibiano, como en Estrella distante, y unas hermanas (en este caso las Pons) de destino trágico, que además acudían al taller literario del oscuro Cherniakovski. Las páginas en las que se habla de los viajes a la India de Cherniakovski son las más sugerentes. Cherniakovski sería un trasunto del personaje que se acabaría llamado Ruiz-Tagle en Estrella distante. Al final, parece que la narración de Patria está incompleta porque da un salto y se sitúa en Francia. Las páginas son misteriosas, pero no queda muy clara la relación con las anteriores.

Como digo, Patria es, en gran media (pero no solo eso), una versión previa de Estrella distante, y para mí, como admirador de Bolaño, tiene un interés más arqueológico que literario. Sin embargo, no dejo de disfrutar de la sugerente prosa del autor, en la que siempre encuentro más de una metáfora sorprendente. «La voz era tan letal como un bumerán afilado», leemos en la página 68.

Las sorpresas de verdad empezaron para mí con la segunda narración, la titulada Sepulcros de vaqueros, que a su vez está subdividida en cuatro relatos: El aeropuerto, El Gusano, El viaje y El golpe.
El Gusano es un cuento que aparece en el volumen Llamadas telefónicas. He comparado los dos textos y existen pequeñas variaciones, pero es en esencia el mismo cuento. Es en este momento cuando la lectura de este nuevo inédito cobra especial relevancia para mí, cuando descubro que el cuento El Gusano en realidad formaba parte de una novela corta. La navaja llamada Caborna, que el Gusano le regala a Belano al final de este cuento, aparecerá de nuevo en El golpe.

El aeropuerto habla de la partida de la familia Belano (o Bolaño) de Chile a México. Es un cuento con algunas páginas bellísimas, como las que hablan del padre montado a caballo o el intento que hace el joven Belano de visitar a Nicanor Parra antes de su partida. El Gusano habla de la estancia de Belano en el DF, cuando se iba a la Alameda y no a clase. El viaje narra la vuelta de Belano de México a Chile, cuando ha llegado al poder Allende, y sobre todo se centra en un viaje en barco. Belano lee a otro pasajero un cuento de ciencia-ficción que está escribiendo y estas páginas me han fascinado. El golpe habla de la estancia de Belano, de nuevo, en Chile y de las primeras horas del golpe de Estado.

Si Bolaño decidió publicar en uno de sus libros El Gusano, no entiendo por qué no quiso publicar el resto de relatos. El aeropuerto y El viaje me han parecido buenos cuentos, mejores que algunos de los incluidos en Putas asesinas, por ejemplo.

La última novela corta (o relato) se titula Comedia del horror en Francia. Estamos, como casi siempre, en un contexto de poetas, situado esta vez en la Guayana francesa, que no sé si es un escenario que había usado antes Bolaño (diría que no). El narrador atraviesa una ciudad tropical y termina levantando un teléfono público. Acaban de contactar con él un grupo de poetas parisinos, que se autodenominan Grupo Surrealista en la Clandestinidad. La historia que le cuentan es tan surrealista como divertida. De nuevo me pregunto por qué este texto no estaba entre los «relatos oficiales» de Bolaño, porque está muy bien.

En resumen, Patria es una novela corta que sí que era lo que me esperaba: es decir, un texto curioso y embrionario, con escenas que Bolaño reciclará luego para otros libros (en este caso Estrella distante), igual que ocurría con El espíritu de la ciencia-ficción respecto a Los detectives salvajes. Pero la verdadera sorpresa me la he llevado al leer Sepulcros de vaqueros y Comedia del horror en Francia, que me han gustado sin más, sin pensar que son borradores ni textos inferiores a los publicados en vida de Bolaño. De hecho, en El secreto del mal, que fue el primer libro de relatos verdaderamente póstumo de Bolaño, no hay cuentos tan buenos como estos que señalo aquí.


Cada vez que aparece en el mercado un nuevo inédito de Bolaño, leo en las redes sociales comentarios irónicos sobre estos libros, sobre su pertinencia o su absurdez. Para mí no hay polémica: a los seguidores de Bolaño, que somos muchos a estas alturas, nos gusta reencontramos con sus páginas, aunque sólo sea para ver la evolución de su escritura y, de forma casi inesperada, nos encontramos con textos acabados, literarios y plenamente disfrutables. Lo voy a decir sin pudor: qué más quisieran muchos de los detractores de Bolaño no ya escribir como él, sino escribir al nivel de las páginas que él dejó inéditas y dio por apartadas. Sepulcros de vaqueros le puede gustar mucho a cualquier seguidor verdadero de Bolaño.

domingo, 7 de enero de 2018

Los diarios de Emilio Renzi (Un día en la vida), por Ricardo Piglia.

Editorial Anagrama. 294 páginas. 1ª edición de 2017.

Hace menos de un año leí las dos primeras partes de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia (Adrogué, 1940-Buenos Aires, 2017) y tenía claro que en cuanto apareciera el tercer volumen también iba a leerlo. Lo vi en el muro de Facebook de Jorge Carrión, y se lo pedí a los encargados de prensa de la editorial Anagrama, que amablemente me lo enviaron a casa.

Este tercer volumen se abre con una primera parte titulada Los años de la peste, y que abarca el periodo que va de 1976 a 1982; es decir, los años de la dictadura militar de Jorge Videla en Argentina. Como en los libros anteriores, aquí también tenemos un prólogo del propio Piglia, que le explica al lector parte del contexto en el que se escribieron las páginas del diario. Como por ejemplo, que no se fue del país porque mantenía una relación con una mujer que tenía un hijo y su exmarido no dejaba que ella sacase al niño del país.

Las anotaciones de estos años 1976-1982 son bastante más escuetas que las del volumen anterior; en gran parte, las notas se reducen a reflexionar sobre las dificultades que le supone la escritura de una novela, que acabará convirtiéndose en Respiración artificial, y en registrar los encuentros y desencuentros con los escritores argentinos. Sus amigos de los años anteriores, los escritores Manuel Puig y David Viñas, han dejado Argentina y por tanto también las páginas del diario. Los he sentido como personajes que habían desaparecido del libro injustamente. Aparecen, sin embargo, en estas páginas Andrés Rivera o Adolfo Bioy Casares y, lo que me ha sorprendido, un joven Alan Pauls: «Alan es muy inteligente y escribe muy bien. Tengo con él la misma sensación que tuve cuando leí las primeras cosas de Miguel Briante, que también a esa edad mostraba gran destreza y un estilo notable. Sin embargo parece que Alan Pauls tiene mayor futuro, Miguel terminó enredado en el mito del escritor precoz y le costaba mucho volver a escribir. Alan, en cambio, es –o intenta ser, me parece a mí– más completo, más culto, y se puede esperar de él lo mejor» (pág. 55). Miguel Briante aparecía mucho en el primer volumen de los diarios y casi desaparece en el segundo; me alegra que Piglia hable de él otra vez aquí. Tras leer el primer volumen compré Hombre en la orilla, el primer libro de relatos de Miguel Briante, y aún lo tengo en casa sin leer. A ver si me acerco a él.

En la página 32 terminan las anotaciones de 1976, exactamente el 12 de diciembre, y el año siguiente, empiezan el 6 de julio. Mientras tanto, Piglia ha pasado seis meses en la Universidad de California de San Diego. Imagino que Piglia sí hizo anotaciones en su diario durante esos meses, pero éstas han sido limpiamente sustraídas del diario. Como ya se comentó cuando aparecieron los dos volúmenes anteriores, estos libros parecen haber sido muy revisados antes de su publicación. Piglia unificó su estilo y debió de retirar de ellos las anotaciones más personales. Aquí se vuelve a recordar la historia, por ejemplo, de la mujer que le dejó porque descubrió a través de su diario que se había liado con su amiga, algo que se correspondía con el segundo volumen. Esas páginas incriminatorias no estaban allí para que el lector pudiera verificar la historia. Creo que me habría gustado leer las páginas de California. De este modo, sabiendo el lector que se encuentra ante un texto tan revisado, cuando en la página 150 no existe una palabra y está sustituida por la expresión «(ilegible)», este detalle no parece más que una coquetería auspiciada por el propio Piglia.

 Sin embargo, lo que sí que está aquí (las reflexiones de Piglia sobre el arte de la novela o de la escritura, así como sus encuentros con colegas), sigue siendo muy interesante y valioso. Como en los volúmenes anteriores, Piglia parece lamentarse de su destino de escritor, que más de una vez le parece de un peso ridículo. «Durante toda mi vida dejé todo de lado por la literatura, elegí la intemperie para preservar la libertad de trabajo» (pág. 34). «¿No es increíble (pienso de pronto) que durante veinte años haya encontrado, a pesar de todo, el impulso para escribir estos cuadernos? Estas anotaciones cerradas que señalan el presente me han sido, sin embargo, fieles años y años. Atraviesan mi vida como ninguna otra cosa, mala escritura (en sentido moral) que no sirve para nada, que no vale nada, que algún día habrá que tirar. ¿O me decidiré a pasarlos en limpio y a correr los riesgos de encontrar mi estupidez?» (pág. 39).

Las anotaciones sobre la situación social de la dictadura son relevantes: «Lo peor es la siniestra sensación de normalidad, los ómnibus circulan, la gente va al cine, se sienta en los bares, sale de las oficinas, va a los restaurantes, se ríe, hace chistes, todo parece seguir igual pero se oyen sirenas y pasan a toda velocidad autos sin patente con civiles armados» (pág. 23); o «De todos modos, en secreto celebro no irme de aquí: estoy en la segunda línea, los que estaban al frente murieron todos. Pronto los tiros llegarán a esta trinchera…» (pág. 35).

En estas páginas aparece por primera vez en el diario Alberto Laiseca, un autor argentino por el que siento curiosidad y del que creo que nunca ha llegado nada a España. Esto escribe Piglia sobre él: «Ayer encuentro con Alberto Laiseca. Un raro tipo, versión sajona de la cara de David Viñas, pero construyendo una obra mitológica, ciencia ficción y delirio, quiere irse a vivir a Estados Unidos, escribir en inglés, ser como Pynchon o como Philip K. Dick o Vonnegut. Pero es muy pobre, un pobre que cuenta los fósforos y no ya los cigarrillos, desde luego que no sabe una palabra de inglés, y sus lecturas son variopintas (como diría él, que usa siempre esta clase de expresiones), lo que escribe es muy bueno, tiene un estilo arisco muy fluido, por momentos casi un idiolecto. Vive siempre amenazado (como muchos de nosotros en esta época), pero por otros motivos esotéricos e íntimos. No puede ganarse la vida, en esto también se parece a muchos de nosotros, pero en él es una imposibilidad casi majestuosa» (pág. 65).

En este libro también aparece César Aira, y no sale muy bien parado: «En una entrevista César A. dijo que yo tenía cara de policía. Desde luego son tonterías, acusaciones, maniobras costumbristas de la literatura vigilante, que sólo alegran a los graciosos del “Premio Coca-Cola en las Artes y las Letras” que ganó Enrique F., promovido por la cultura oficial para presentar a la nueva generación» (pág. 146).

Piglia por fin publica Respiración artificial en 1980, con un buen contrato. La novela la leen Juan Carlos Onetti, José Bianco o Jorge Luis Borges (en realidad se la lee Bianco en voz alta) y recibe elogios. También se vende a buen ritmo. Todo esto, que sitúa a Piglia en la primera línea de la literatura argentina, tampoco parece hacerle feliz. De hecho, apunta que quiere dar aquí por terminado su diario, porque a partir de este momento su vida se ha vuelto ya demasiado pública y lo que le interesaba era retratar su formación como escritor.

Entonces decide dar paso a la segunda parte del libro, titulada Un día en la vida, donde crea una novela con el propio material del diario. El libro se lee entonces con mayor sensación de continuidad y de prosa trabajada, aunque –como es tradicional en Piglia– su narrativa tienda a la dispersión de temas, pero también a la reflexión brillante. Algunas de sus ideas sobre, por ejemplo, la película Pulp fiction son muy agudas.

La tercera parte de los diarios se titula Días sin fecha y creo que aquí están las páginas más brillantes de este libro. El texto se ordena en pequeñas unidades que funcionan como relatos, poéticos y filosóficos, de gran intensidad. Se mezclan de forma atractiva la baja y la alta cultura. Se habla por ejemplo de las series de David Simon The wire y Treme, que Piglia admira. También se habla aquí de la publicación de Blanco nocturno, algo que ocurrió en 2010. También de la jubilación de la universidad de Princeton y, por fin, tristemente, del avance de la enfermedad que acabaría con su vida en 2017.


Tras terminar este tercer volumen de los diarios, creo que mi favorito es el segundo, porque en él aparecían casi todos los escritores relevantes de la década de 1960 y 1970 en Argentina. Pero, desde luego, lo recomendable sería leer los tres libros seguidos. Estos diarios de Emilio Renzi se encuentran entre las obras más importantes de Piglia y, por tanto, entre las obras más relevantes que se han publicado en español en los últimos años.

sábado, 6 de enero de 2018

Solenoide, por Mircea Cărtărescu

Editorial Impedimenta. 794 páginas. 1ª edición de 2015; ésta es de 2017. 
Traducción de Marian Ochoa de Eribe. 
Posfacio de Marius Chivu.

Ya comenté hace unas semanas que en septiembre leí Nostalgia, el libro que dio a conocer en 1993 al Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) prosista, después de haber destacado ya en Rumanía como poeta. Sabía que estaba a punto de salir al mercado Solenoide, su última obra, y se la solicité a su editora, Pilar Adón, que me la envió a casa para que pudiera leerla y reseñarla. Su lectura me ha llevado casi todo el mes de noviembre.

Podríamos decir que el narrador de Solenoide es uno de los posibles «otros yo» de Mircea Cărtărescu: alguien que como él ha nacido en Bucarest en 1956 y que ha vivido su infancia en la misma calle que él, Stefan cel Mare, y que a la edad de veinticuatro años empezó a ser profesor de lengua rumana en un colegio de las afueras de la capital. Pero, a diferencia del Cărtărescu que nosotros conocemos, el de Solenoide trató de ser escritor y fracasó desde que, de joven, leyó en la universidad su largo poema titulado La caída y recibió la burla y la indiferencia de los popes de la cultura. Desde entonces sólo escribió diarios (que no serán compartidos con nadie) y el manuscrito –llamado Solenoide– que el lector tiene entre las manos y que, según el narrador, no es una novela ni es literatura.
«No he escrito una sola palabra de ficción en mi vida, pero esto ha dado rienda suelta a mi verdadera vocación: buscar, en realidad, en la realidad de la lucidez, del sueño, del recuerdo, de la alucinación y en cualquier otra parte. Aunque emana miedo y horror mi búsqueda me satisface, sin embargo, por completo, como las artes despreciadas y no homologadas de la doma de pulgas o de la prestidigitación», leemos en la página 38, y este párrafo nos puede servir de guía para saber cuáles son las intenciones narrativas de Cărtărescu en este libro. En muchas páginas se disparará contra la literatura oficialista: «A diferencia de todos los escritores del mundo, y precisamente porque no soy escritor, yo siento que tengo algo que decir», leemos en la página 54, como reivindicación de la escritura marginal y de la soledad.

La acción de Solenoide se sitúa en la Bucarest de mediados de la década de 1980, y por tanto en torno a los treinta años del protagonista. El narrador trabaja en la escuela 86, situada en los suburbios. Deja la casa de sus padres en Stefan cel Mare para trasladarse a un barrio marginal en el que comprará una casa con forma de barco, cuyas entrañas albergan un solenoide; es decir, una «bobina cilíndrica de hilo conductor arrollado de manera que la corriente eléctrica produzca un intenso campo magnético», como queda definido el término en la RAE. La casa fue construida por un investigador de la electricidad y los campos magnéticos, una especie de Nikola Tesla a lo rumano, que ahora la deja en manos de nuestro narrador. Solenoide está aderezado con muchos toques de tecnología vintage. Entre otras propiedades, la existencia del solenoide permite al protagonista dormir levitando sobre la cama. Y de esa misma forma mantendrá relaciones sexuales con su amante y compañera en el colegio, Irina, que es una descreída profesora de física.

El narrador nos habla de su día a día como maestro de rumano en la escuela 86, y también va desgranando ante el lector sus recuerdos de infancia y juventud. Solenoide es una novela de muchas aristas y planos, que admite páginas que van desde la pura narración realista, con capítulos de Bildungsroman (o novela de formación) hasta viajes a otros mundos.

Dentro de la vertiente realista de Solenoide, el lector conocerá la Bucarest deprimida de los años 80. Posiblemente los adjetivos que más se repiten para describirla sean «triste» y «cenicienta». Bucarest es una ciudad gris, aburrida, triste, deprimente… y el protagonista, que se siente un escritor fracasado, ha de acudir cada día desde su casa en forma de barco hasta el colegio y por las tardes a la inversa. Entre medias tomará un plato de albóndigas en una cantina cercana al centro. El colegio no resulta nada estimulante para el narrador: alumnos a los que piensa que no puede enseñar nada y profesores con los que no siente ninguna cercanía. Muchos de ellos están colocados allí por la política de pleno empleo del gobierno, carecen de formación y tienen incluso menos vocación que él.

En algún momento, al comienzo de la lectura, me estaba pareciendo que Cărtărescu estaba eludiendo hablar del régimen comunista, porque no lo criticaba abiertamente. Pero, en realidad, yo estaba equivocado: no es que Cărtărescu evite hablar del comunismo en Rumanía (que no lo evita), sino que éste está tan presente en el cuerpo de la narración que no necesita ser enunciado para la comprensión de un lector extranjero que no ha vivido esa realidad. Es decir, aquí se cumple aquello que decía Borges sobre la presencia de los camellos en el Corán: no aparecen porque todo el mundo sabe que están ahí. Me doy cuenta de que en muchos libros que he leído sobre regímenes totalitarios, el autor (desde la legitimidad, por supuesto) explica lo que ocurre, o ha ocurrido, en su país, a un lector que, desde antes de que el libro se publique, ya sabe que mayoritariamente va a ser extranjero (esto pensando en la lectura de algunos libros de escritores cubanos, por ejemplo). Sin embargo, las intenciones narrativas de Cărtărescu no son (o «no sólo son») criticar las condiciones de vida durante la dictadura de Nicolae Ceaușescu en la década de 1980, sino que su apuesta va mucho más allá que esto. En Solenoide, Cărtărescu cuestiona directamente el universo. Y es en el sustrato existencialista de esta crítica donde la novela deja atrás sus presupuestos realistas y entra (o, más bien, «se mueve casi siempre») en el terreno de lo fantástico y lo extraño.

Leemos en la página 264: «Has leído un libro literario y has dejado escapar una vez más el sentido de cualquier esfuerzo humano: salir de este mundo». Creo que aquí está la clave interpretativa de Solenoide: durante las páginas y años que dura su escritura, su narrador está haciendo esfuerzos para salirse del mundo. «No pretendo comprender, sigo tan solo avanzando con la historia de mis anomalías. Los filósofos han interpretado el mundo de muchas maneras, me digo algunas veces parodiando la famosa frase de la que ha brotado tanta sangre, lo importante sin embargo es huir» (pág. 601). «El arte no tiene sentido si no es huida» (pág. 672).
«La ceniza es el destino final, en cualquier caso, de cualquier texto, por eso no sufriré cuando también mi manuscrito acabe en el fuego. Él no es un libro y menos aún una novela, sino un simple plan de fuga».

Muchas de las páginas de este libro nos llevan a planteamientos existencialistas. Recuerdo una escena de La náusea de Jean Paul Sartre: el narrador piensa que la sangre que corre por sus venas le pertenece, le define, «es él». Se corta a sí mismo con el abrecartas (creo que era un abrecartas) y ve brotar la sangre de su mano. Esa sangre es él, pero al caer sobre la mesa ya ha dejado de ser él. En Solenoide hay muchos planteamientos similares.
Si en el prólogo de Nostalgia, Edmundo Paz Soldán hablaba de la presencia de las arañas en el mundo creativo de Cărtărescu, este interés se ha extendido ahora hacia más animales que componen los grupos (dentro de los artrópodos) de los insectos y los arácnidos, animales por los que Cărtărescu parece sentir fascinación. Arañas, piojos ácaros… se convertirán en un motivo narrativo, que nos hablará de otros planos del universo: quizás el hombre sea sólo un ácaro en el cuerpo de un ser mayor. El terror existencial puede venir de lo pequeño (ácaros), pero también de lo más grande (estrellas y espacios siderales).

En su huida del mundo, Cărtărescu quiere encontrar puertas no sólo en el mundo de los seres minúsculos y en el de las estrellas, sino también en el de los límites de la ciencia, los sueños, los recuerdos, la imaginación o el arte. Cualquier resquicio de la realidad, desde un poema al cubo de Rubik, le sirve al narrador para hacerse planteamientos sobre el sentido de lo real, de lo que vemos, no vemos o intuimos.

Estuve en la presentación en Madrid de Solenoide, que se celebró en la librería Alberti, y Cărtărescu contó algunas anécdotas de su vida que se correspondían con las vividas luego por el protagonista de su libro. Llegó incluso a decir que las personas que visitan al narrador en su casa, cuando se despierta, son reales y no sueños, y que también le visitan a él en la realidad. No estoy seguro de si Cărtărescu cree esto realmente o forma parte de sus juegos de escritor.

En muchos de sus capítulos, Solenoide se acerca a la literatura de terror. En sus páginas he sentido gravitar figuras como la de H. P. Lovecraft, sobre todo cuando nos habla de ese terror cósmico que procede del espacio exterior, o cuando aparecen en escena los «piquetistas», una secta que protesta en cementerios, hospitales y morgues contra el dolor, el deterioro del cuerpo, el sinsentido y la muerte.
Quizá podría hablar también de Lord Dunsany y la descripción en sueños de ciudades imposibles, porque la arquitectura urbana es un tema que también interesa a Cărtărescu, quien no deja de perderse en edificios que tienen la capacidad de mutar de tamaño en su interior.
O podríamos traer a colación también a Ray Bradbury y sus máquinas sorprendentes, porque en Solenoide las sillas de dentista, por ejemplo, se convierten en un centro neurálgico del dolor y por tanto del absurdo del mundo.
O incluso llegué a pensar en Mario Levrero y su búsqueda de señales metafísicas en la realidad; en esa búsqueda de todo lo que ocurre «en la vasta y desierta ciudad de debajo de la bóveda de mi cráneo» (pág. 477).
Y por qué no comentar también que cuando se describía el colegio, a los alumnos y los profesores he pensado en el expresionismo de El tambor de hojalata de Günter Grass.

También desde la gris y triste Bucarest, muchas de las metáforas del libro evocan mundos exóticos: las estatuas de la isla de Pascua, las figuras egipcias, los dioses de Asia; lo que crea un contraste muy curioso.

En el blog Devaneos, su autor relacionaba Solenoide con el poeta Fernando Pessoa, y quizás si no hubiera leído esa reseña antes no se me habría ocurrido, pero una vez que se han unido esos dos conceptos –Pessoa y Solenoide–, sí que he encontrado similitudes entre los planteamientos de uno y otro. Leemos en la página 673 de Solenoide: «Qué solo estoy, me digo en cada instante de mi vida. ¡Qué espectral es mi vida! Agito en el puño, como los jugadores de dados, mis ridículos vestigios». Son palabras que podrían estar en los versos de algún poema de Pessoa o en alguna página del Libro de desasosiego. De hecho, Cărtărescu hace una metáfora sobre la literatura y las puertas cerradas muy similar a la que hace Pessoa en su famoso poema Tabaquería.
Por supuesto, Solenoide también se puede relacionar con Kafka y sus mundos asfixiantes. O con Bruno Schulz, cuando se plantea un juego metafórico que trasciende el territorio de la semejanza lingüística para adentrarse en el de la realidad, como al final del capítulo 3, cuando al volver de la mili, el personaje se mete en una bañera y de él se desprende una piel real que se corresponde con la mugre de los meses de servicio militar.

Diría que Solenoide admite muchas lecturas y que uno tiene la sensación constante de que esta obra conversa con muchos grandes escritores desde perspectivas muy dispares. El cambio de registros y de juegos narrativos es impresionante, como si Cărtărescu se propusiera dinamitar sus propios presupuestos narrativos en cada capítulo.
Además, Solenoide conversa con la propia obra de Cărtărescu, porque aquí podemos encontrar referencias directas a personajes o sucesos ya narrados en Nostalgia, como la aparición del Mendévil o el concepto de REM como un aleph borgiano. En el posfacio, Marius Chivu encuentra otras referencias al resto de la obra de Cărtărescu.

Me gustaría hacer mención a las curiosas digresiones sobre personajes que van cobrando interés para Cărtărescu. Cito directamente de Chivu: «Una novela de Ethel Voynich, los libros de Matemáticas del padre de esta, George Boole; las teorías físicas de su cuñado, Charles H. Hinton; el misterioso manuscrito Voynich; así como los ensayos de parasitología, los experimentos del médico forense Nicolae Minovici o las interpretaciones de los sueños de Nicolae Vaschide» (pág. 790). Estas historias acaban constituyendo interesantes relatos dentro de la narración.

En internet he leído que Cărtărescu declara que no planifica sus libros, que escribe para averiguar hacia dónde le lleva su escritura. Lo había pensado antes de leerlo. Quizás ahí podría encontrarse el único punto que haga desfallecer a algún lector al acercarse a este libro monumental: la tensión de la novela no es creciente, no se plantea aquí un misterio que haya que resolver; el lector no sigue al narrador a través de una serie de peripecias hasta que cumple con una misión. Se me ocurre lo siguiente: además del solenoide que se encuentra en la casa del narrador, existen otros dispersos por la ciudad, con los que el protagonista de la novela se acaba topando. La novela se podría haber planteado como un misterio, como una búsqueda de esos solenoides, que al final dieran una explicación del mundo al narrador. Es posible que, si Cărtărescu hubiera planteado así su libro, habría conseguido más lectores, se habría acercado más a los planteamientos de una novela bestseller y el grupo de sus lectores podría haber trascendido el del mero conjunto, en clara merma, de los «lectores literarios»; pero es posible, también, que en ese caso su libro se habría vulgarizado.

Yo, como lector, podría apuntar que, en algunos pequeños momentos, sí que he sentido que la tensión narrativa de Solenoide decaía, pero en la mayoría de las páginas he experimentado una gran emoción como lector. La emoción de estar surcando las páginas de un universo creativo (el de Cărtărescu) propio y grandioso, la emoción de estar leyendo una gran obra, de múltiples planos y matices, una obra que conversa con los clásicos y que lleva sus planteamientos hacia rincones inesperados, haciendo uso de una imaginación portentosa. Creo que Solenoide es un libro trascendente y que va a figurar en el canon de las grandes novelas. Dentro de veinte años, se hablará de ella como hoy se puede hablar, por ejemplo, de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Habrá cosechado un gran número de lectores y reconocimiento y surgirán también los lectores que la rechacen por ser demasiado famosa e inferior a su escritor secreto favorito, porque no era para tanto, porque Pynchon es mejor, o porque rompe con sus expectativas de lector de bestseller que se ha dejado seducir por una fama que no le satisface.

Creo que Solenoide es el mejor libro que he leído este año.