Memorias de Leticia Valle, de Rosa Chacel
Editorial Comba, 197 páginas. Primera
edición de 1945; esta es de 2017
Prólogo de Andrea Jeftanovic
Cuando
estaba acabando de leer el libro de ensayos sobre literatura de Juan José Saer titulado El
concepto de ficción –que abarcaba textos escritos entre 1965 y 1996–
consideré que lo más sensato sería seguir por Trabajos, otro libro de
textos sobre literatura (en este caso escritos a partir del 2000), también de
Saer, y que tenía en casa sin leer desde hacía ya unos cuantos años. Sin
embargo, consideré también que entre uno y otro no estaría mal leer un libro de
ficción y tomé de mis estanterías Memorias de Leticia Valle (1945) de Rosa Chacel (Valladolid, 1898 – Madrid,
1994). Este último libro, que me envió su editor
Juan Bautista Durán, de la valiosa editorial
Comba, y que se ha estado quedado sin leer durante un número ilógico de
años. De hecho, después de mis incursiones en librerías de segunda mano, había
llegado a reunir cinco novelas de Rosa Chacel sin haberme aún acercado a leer
ninguna.
Memorias de
Leticia Valle
es la tercera novela de Rosa Chacel y se publicó en 1945 en Buenos Aires.
Después de la guerra civil española, Chacel se exilió en Brasil, con estancias
en Argentina, donde acabó publicando esta novela.
«El
10 de marzo cumpliré doce años» es la primera frase del libro. La niña Leticia
Valle, de once años, se ha propuesto escribir unas memorias sobre unos
acontecimientos que han perturbado su vida y que tuvieron lugar unos meses
atrás. En la segunda página de la novela se nombra a una «Adriana», que no
volverá a aparecer hasta muchas páginas después, cuando lo más esperable es que
el lector ya haya olvidado que esa persona (que va a ser una prima de Leticia)
ha aparecido en la narración antes. Al final sabremos que Leticia, en el
momento en el que escribe, vive en Suiza con sus tíos y su prima. Sus recuerdos
le llevan a su ciudad natal Valladolid. Leticia es huérfana de madre, «La
verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre», nos dirá en la página 22.
Al comienzo de sus recuerdos tampoco vive con su padre, un militar destinado a
África, sino que lo hace con su tía Aurelia.
Me
ha gustado la descripción que hace Leticia de sus recuerdos infantiles, en gran
medida me ha recordado a la prosa poética de Felisberto Hernández, donde la infancia se convierte en un
territorio mágico. Esto ha ocurrido en párrafos como el siguiente: «Las cosas
que yo pensaba en aquella sala eran todas como aquellas fugas, siempre cosas
ligeras, transparentes. Por el asiento de una butaca forrada de peluche verde,
veía correr un caballo blanco. Tenía la piel como de madreperla, los ojos
negros, y echaba hacia atrás la melena con un movimiento de cabeza como el de
una niña. Alguna vez vi que se paraba y se quitaba con la mano el mechón que le
caía sobre la frente. Sí, con la mano, yo lo veía así. También veía entre las
patas de la consola unas zonas brillantes en la madera negra, unos rincones
oscuros, unos cambios de luz y de sombra que eran como un mundo negro iluminado
por un sol negro. Por allí había siempre dos seres muy pequeños, blancos y
transparentes como hadas, que se abrazaban y se querían mucho.» (pág. 29)
El
padre de Leticia vuelve de África con una pierna amputada; el ambiente de
Valladolid empezará a agobiarle y decidirá trasladarse a una propiedad familiar
en el cercano pueblo de Simancas. La tía y la niña irán con él. En el pueblo,
Leticia que, hasta ahora, había sido una niña muy metida en los libros empezará
a olvidarse de ellos y a vivir más salvajemente. En realidad, al ser una niña
nadie parece esperar de ella que destaque en estudios formales. Sin embargo, la
maestra del pueblo empezará darle una hora de lección después de terminar sus
clases por la tarde. En el colegio, Leticia, a sus once años, se convertirá en
una especie de ayudante de la maestra con las niñas más pequeñas. Y será a
través de esta relación con la maestra como conocerá a doña Luisa, a cuya casa
acudirá para recibir clases de piano. Y será en esta casa, donde conozca al
marido de doña Luisa, don Daniel, que es el archivero de la localidad. Pronto
se produce en Leticia una sensación de fascinación ante la erudición de don
Daniel, que hará que le deje de interesar la música (una afición más para
señoritas de la época) y que quiera aprender historia, filosofía, etc.
actividades más propias de hombres en la época.
En
algunos artículos que he leído en internet se señala que Rosa Chacel toma
elementos de su vida para crear al personaje de Leticia Valle y que la
fascinación que esta última siente por don Daniel en realidad sería un eco de
que Chacel sintió por José Ortega y Gasset, del que fue alumna en la
universidad. Doña Luisa es catalana y don Daniel es andaluz, y al hacer notar
estos detalles, Chacel parece quererle decir al lector que esos personajes no
están sometidos a las férreas normas de conducta católica castellana. De hecho,
al conocer a Luisa, la describe como «una mujer mundana».
Chacel
no deja pistas demasiado claras sobre la época en la que está situando su
historia, aunque si, como supone más de un crítico, la historia está basada en
algunos recuerdos personales, tiene que hablar de principios del siglo XX. En
la página 60 tenemos la pista más clara sobre la época: se habla de una
cigarrera, con forma de cabeza de mono, que Daniel tiene en su escritorio y se
apunta que él le cuenta a Leticia «que se lo había regalado un amigo que lo
compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se
lo habían dado».
Leticia
empezará a preferir estar en la casa de Luisa y Daniel, en los que encuentra a
unos referentes adultos, que en su casa, donde su padre ha empezado a beber
demasiado alcohol.
En
alguna página de internet he leído alguna comparación entre Memoria de Leticia Valle y Lolita
de Vladimir Nabokov, pero apuntando
que Lolita se publicó diez años
después que la novela de Rosa Chacel. El tema de fondo de las dos novelas
podría ser similar, pero no así su tratamiento. Mientras que en Lolita los encuentros sexuales son
narrados de forma explícita, en Memorias
de Leticia Valle todo estará sugerido, y será el lector quién deba suponer
la historia hasta donde crea adecuado. Hay algunas señales en el texto que
indican que la relación entre Leticia y Daniel no es todo lo sana que debería
ser. Por ejemplo, en la página 90, Leticia escribe: «Fue hacia la puerta y al
salir se volvió a mirarme, se quedó un rato mirándome, apoyado en el quicio.
Aunque
ha pasado mucho tiempo, todavía no comprendo; tiene que pasar muchos años para
que yo comprenda aquella mirada, y a veces querría que mi vida fuese larga para
contemplarla toda la vida; a veces creo que por más que la contemple ya es
inútil comprenderla.
Alrededor
de aquella mirada empezó a aparecer una sonrisa o más bien algo parecido a una
sonrisa, que me exigía a mí sonreír. Era como si él estuviese viendo dentro de
mis ojos el horror de lo que yo había visto. Parecía que él también estaba
mirando algo monstruoso, algo que le inspirase un terror fuera de lo natural y,
sin embargo, sonreía.»
En
la página 184 leemos: «Entró y cerró la puerta detrás de sí Parecía que no
podría hablar; tenía los labios entreabiertos, pero los dientes apretados unos
contra otros. Sin embargo, dijo:
–¡Te
voy a matar, te voy a matar!»
También
me he encontrado, en más de un comentario sobre el libro de internet, que se habla
de una resolución trágica de la historia que en el propio texto no se muestra
de un modo explícito y a mí se me han ocurrido varias variantes tras mi
lectura.
En
la última página del libro podemos leer: «No sé si era la cólera o la amargura
lo que me llenaba los ojos de lágrimas. Me parecía que ya, en los días de mi
vida, no volvería a sentir nada a lo que se le pudiese llamar en una u otra
forma amor.»
Al
adentrarse en esta novela el lector tendrá que firmar un pacto de ficción
fuerte con la escritora, ya que ambos saben que una niña de once años no puede
expresarse con la sutileza, inteligencia y riqueza de vocabulario con que lo
hace Leticia Valle. Una vez superado este bache, la experiencia lectora será
gratificante, ya que la prosa de Chacel es poética, misteriosa y evoca con
mucha fuerza la realidad de la provincia castellana a comienzos del siglo XX.
De hecho, en más de una ocasión he tenido la sensación de estar leyendo una
novela escrita, como mucho, hace cuarenta años y no ochenta, como ocurre en la
realidad.
En
el prólogo, que he leído al final, Andrea
Jeftanovic escribe: «Memorias de
Leticia Valle es una novela feroz, feroz por lo que omite, por lo que no
dice; está llena de vacíos, de entrelíneas; está hecha de murmuraciones que el
lector debe deletrear para sí, en voz baja o en voz alta, para comprender lo
inaudito.» (pág. 9)
Hasta
cierto punto, creo que la creación de la historia, en la que alguien quiere
explicarse su pasado, y hacerlo llenándola de elipsis de los momentos más
traumáticos, vaciarla de sus escenas más graves, tiene bastante de trampa
narrativa, de construcción artificiosa, y esto me ha generado alguna pequeña
frustración como lector. Sin embargo, sí quiero quedarme con los aspectos
positivos que he señalado antes, ya que la mayoría de las páginas de este libro
me han parecido poéticas y sugerentes. Memorias de Leticia Valle me invita
a conocer más obras de esta autora.
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