El escritor y periodista Eduardo Laporte, que ya leyó en su momento mi libro de relatos Koundara, ha leído ahora mi novela Caminaré entre las ratas y ha escrito esto sobre ella para la revista Cuadernos Hispanoamericanos:
«David Pérez Vega (Madrid, 1974) atesora un puñado
de títulos a sus espaldas del que cabría destacar, antes de la obra que nos
ocupa, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol, 2016). En
ellos sentó las bases, como ha comentado él mismo, del que luego sería su
proyecto más ambicioso hasta la fecha: la novela Caminaré entre las
ratas (Carpe Noctem, 2020), cuya escritura no dista mucho en el tiempo
de los citados relatos.
Por señalar algunas concomitancias, en
aquellos relatos, Pérez Vega dio muestras de su capacidad para aunar dos
virtudes que poseen los grandes textos: la precisión y el misterio. Porque este
autor criado en Móstoles confecciona su literatura mediante una observación
aguda de la realidad, a veces microscópica, que podría recordar a los universos
de dos autoras sutiles pero también certeras como Elvira Navarro o Eider
Rodríguez, autoras ambas del sello Literatura Random House.
En Koundara, nos
encontramos con algunos de los temas que se desarrollarán en la novela, así
como esa querencia por los barrios poco transitados en la literatura actual, es
decir, las ciudades dormitorio, y personajes que resultan atractivos por su
condición de víctimas silentes, mansas, en un mundo hostil. Entornos familiares
donde se cuece una vívida intimidad, y también ámbitos públicos, claustros de
profesores con demasiados puntos de divergencia, que generan un cosmos propio,
atravesado siempre por esa mirada penetrante y a la vez empática de David Pérez
Vega. Todo ello en las antípodas de la solemnidad.
Unos mimbres de escritor con hechuras,
con una prosa sobria, realista, pero no exenta de unas capas de misterio que
irán surgiendo progresivamente, envolviendo esos escenarios de una fuerza
magnética nueva. Pero, a diferencia del torrente de autores y, sobre todo
autoras, que trabajan lo oscuro, lo turbio, con una afición a lo mórbido un
tanto gratuita, en la prosa de Pérez Vega se adivina un fondo de bondad, de
justicia, de rebeldía ante los abusos del sistema (o los sistemas). Huye así
del relato de lo sombrío o enfermizo porque sí, lo cual agradecerá el lector
cansado de cierto nihilismo resultón.
No significa esto que Caminaré
entre las ratas sea una obra complaciente, un masaje para el lector.
La novela de Pérez Vega pone el dedo en la llaga, en la parte sucia del mundo,
en la corrupción progresiva de una sociedad –la de los años diez– con un humor
desencantado que recuerda a la decepción de aquel estudiante de Medicina
llamado Andrés Hurtado que Pío Baroja ideó hace más de un siglo en su novela
más redonda, El árbol de la ciencia (1911).
Porque al igual que Hurtado, Domingo
Ramírez, que así se llama el protagonista – alter ego del autor –la novela
entera es un neto ejercicio de autoficción, con todos los elementos que definen
el género–, es un desertor. No un vencido, sino alguien que prefiere no
alimentar al monstruo en cuyas fauces ha ido a parar. Aunque, mientras el
personaje de Baroja abandona la medicina por una desafección personal, por ser
demasiado sensible (un aristócrata, un epicúreo, diría de él su tío Iturrioz)
para desempeñar un oficio tan duro, el personaje de Pérez Vega reniega por una
cuestión moral de las consultoras, esas KPMG y Price Water House Coopers que
exprimen a trabajadores incautos como él, y buscará nuevas soluciones en las
que sobrevivir económica pero también anímicamente. Un trabajo que le permita
vivir y, con suerte, arañar unas horas al día para leer y escribir. Pero antes,
pasará por la consultora William Golding (guiño metaliterario), donde el
protagonista conoce personas «que salían de trabajar a las tres o cuatro de la
mañana todos los días, fines de semana incluidos, durante meses». Todo ello por
un sueldo base de 1.014 euros al mes. Surge entonces una nueva clase social, la
de los «pobres y auténticos liberales», que el autor señala con acierto.
Domingo Ramírez escapa de esa espiral
de explotación para refugiarse en un trabajo menos considerado socialmente pero
que le aleja de la angustia. Como ese Hurtado/Baroja que abandona la medicina y
se hace traductor/panadero, el alter ego de Pérez Vega se coloca como
teleoperador de una empresa financiera y atiende, sobre todo, a señoras a las
que han robado el bolso y la tarjeta de crédito. Un sueldo precario, pero que
al menos cuenta con horarios fijos; un trabajo que, como deja caer el
protagonista, podría incluso plantearse como opción de futuro si las
condiciones fueran un poco mejores. Es uno de los males de la España del primer
tramo de siglo: la dificultad de encontrar una ocupación que no genere algún
tipo de violencia. Añora Ramírez un empleo que le ocupó durante años, una
«Arcadia laboral» que ofrecía nada menos que un buen sueldo, horarios que se
cumplían y un trabajo digno que se podía realizar sin especiales padecimientos.
Demasiado pedir en la España poscrisis.
Domingo Ramírez, si bien comparte
cierta hipersensibilidad con el Hurtado barojiano, representa al español medio,
procedente de una ciudad dormitorio (Móstoles), sobre el que cae el peso de un
país agrietado. Sus aflicciones son las propias de una sociedad frustrada que
irá alimentando monstruos populistas que saben que su electorado les dará sus
votos de la catarsis, del descontento. Así, otro de los puntos fuertes del
texto tiene que ver con la descripción del caldo de cultivo que desembocará en
la fundación de un VOX que, en el momento de la redacción, aún no existía ni en
siglas. Pérez Vega se refiere, en cambio, al Puño Patriota de un ficticio
Teodoro Rivas, cuyo futuro político pronostica con aguda y misteriosa
precisión. «Nos va a pegar una sorpresa en las próximas elecciones europeas.
Además, tiene claro el tema de la inmigración y lo de la gente que aquí está
chupando del bote», comenta un amigo del protagonista.
Desde su origen mostoleño, lugar
elegido por muchos no por sus encantos naturales sino por las posibilidades de
promoción personal que significaba vivir al calor de la gran ciudad, Pérez Vega
retrata con audacia a una sociedad defraudada que no esperaba tener que ponerse
a la cola de las oportunidades. Forman parte de esa derecha cuñada que
tiene solución para todo y que en esta novela recibe su dosis de caricatura.
Como ese tío Claudio, epítome de la contradicción política al que se define
como un «liberal-proteccionista» y «católico-genocida», dando a entender que
cierto prototipo del franquistoide avieso y tosco aún goza de predicamento.
Tanto él como el primo Jaime se declaran antiabortistas, pero se alegran de que
los africanos se ahoguen en el Mediterráneo. Recuerdan a aquel Pepinito, de
Alcolea del Campo, al que descalifica Baroja en El árbol de la ciencia: «Era
un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático.
Cuando explicaba algo, bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal que
a Andrés [Hurtado] le daban ganas de estrangularle».
Dijo Pablo d’Ors en la presentación de
su El estupor y la maravilla que el boom latinoamericano
no caló tanto en él como en otros autores de su generación porque esa
literatura trataba de grandes colectividades, buscaba una novela social, y él
prefería la novela del yo contra los elementos, en la tradición centroeuropea
que coloca al hombre frente a sí mismo. La obra de Pérez Vega mezcla con
equilibrio ambas dimensiones: la autoficcional y la novela de su tiempo, de su
entorno, de tipo social; no en balde son cuantiosas las referencias a los
escritores admirados por el protagonista, un letraherido cuyas cuitas con el
mundo literario podría haber padecido el propio Pérez-Vega, y que forman parte
también de ese canto amargo que tiñe muchas de sus páginas.
Haroldo Conti, José Donoso, Juan Carlos
Onetti, Juan José Saer, Roberto Bolaño, Antonio Di Benedetto o César Aira son
algunos de los autores latinoamericanos, vivos y muertos, que aparecen como
estrellas fugaces a lo largo del texto para compensar la menos agradable
aparición de las ratas convertidas en leitmotiv: escritores
que David Pérez Vega ha leído con profusión y comentado en diversos medios,
como la Revista Eñe o Librújula, pero también
a través de sus redes sociales o de su canal personal en Youtube.
Porque la literatura es el asidero de
Domingo Ramírez en una novela que apuesta, en su primera parte, por el
vitalismo, por la pulsión más o menos erótica (como el dilema del título
barojiano), para llegar a esa cúspide en el capítulo cuarto, el central, que
nivelará la balanza por el lado de Tánatos. Una subtrama amorosa describe de
manera nítida la leyenda de la rana hervida, es decir, aquella trampa que
consistiría en entregar sexo, convenientemente dosificado, como estrategia para
afianzar un compromiso sentimental posterior, así como una estabilidad
económica por parte de ese batracio al que se coció a fuego lento para que se
abotargue y no pueda escapar de la olla. David Pérez Vega, distanciándose ahora
de ese Baroja con el que hemos establecido un paralelismo, se adentra con
soltura y un grato desparpajo, no exento de self-deprecation, en
una subtrama erótico-romántica que, si bien ofrece algún brochazo gordo a lo
Houellebecq, se mueve en la habitual delicadeza y sutileza en la disección
sentimental. En unas páginas inspiradas, con esa comicidad fría marca de la
casa, Pérez Vega ensarta otro desencanto para su colección particular con el
relato del viaje a Canarias, donde vive ella, para caer en ese cepo que pueden
esconder las redes de ligue, con la consiguiente condena en forma de
humillación digital y pública que trastornará al personaje en lo que queda de
trama.
Domingo Ramírez relata sus reiterados
trompicones vitales sin caer en la autocompasión, logrando enseguida el favor
del lector. Si bien la novela, abundante, generosa, es un gran ejercicio de
autoficción, el lector no se siente desplazado sino cómplice. La prosa no es
pretenciosa, pero sorprende con felices descripciones –«Es un tipo calvo y
obeso, con una papada inmensa y bailarina»– que resultan adictivas. Como invita
a leer más esa ironía templada, apenas perceptible, que va marcando el fluir
narrativo de esta novela mayor.
Un trabajo apenas perceptible el de
cuadrar los capítulos, el de pulir aquello que sobra, el de, a pesar de la
magnitud del texto, mantener el equilibrio entre lo que se cuenta y lo que no,
entre la precisión y el misterio, entre la denuncia social, gremial, económica,
política, local y global, pero sin caer en el tono jeremías, de vuelta de todo,
en la monserga pesimista de quien da todo por perdido. El protagonista no es un
cenizo a pesar de que, como Andrés Hurtado, no encuentre sitio para él. Sin
embargo, no hace una enmienda a la totalidad. Intuye que pueden existir intersticios
en los que colarse, como ese horizonte en la educación, como profesor de
Secundaria, al que aspira como un sendero del medio en el que encontrar cierta
paz, sin perder de vista su pasión literaria, su pulsión creativa como antídoto
contra un mundo emponzoñado. Quizá no salvará el mundo, pero puede salvarse él
sin necesidad de vender su alma, su vida, al diablo. Domingo Ramírez, a
diferencia del entorno que lo rodea y lo atosiga, no metamorfoseará en rata.
Ese sería otro paralelismo posible con esta obra, el kafkiano, el de un Gregor
Samsa que lucha contra esa conversión en bicho repelente. Y en esa resistencia
de heroísmo sostenido –decía precisamente Kafka que la paciencia es la mayor
virtud– encontramos la luz al final del túnel.»
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