Editorial Valdemar. 163 páginas.
1ª edición de 1913; esta de 1992.
Traducción de J. L. Moreno.
Al final mi informático de confianza consiguió salvar todos los documentos de mi ordenador agusanado. Aquí está la reseña que tocaba la semana pasada:
Disfruté tanto de la lectura de Martin
Eden –que comenté hace dos semanas– que decidí seguir con Jack London (San Francisco, 1876-Glen
Ellen, California, 1916); y como recordaba que en la novela autobiográfica John
Barleycorn. Las memorias alcohólicas el propio London afirmaba que él
era Martin Eden, quise comprobar, acercándome a su obra más autobiográfica, hasta
qué punto se había basado en su propia vida para escribirla.
Ya comenté en la pasada entrada
sobre London que fue una sorpresa percatarme, al consultar mi archivo de
lecturas, de que había leído John
Barleycorn en octubre de 1993, y no después de marzo de 1994, una fecha
importante para mí, ya que ese mes fue cuando descubrí a Charles Bukowski y mis intereses literarios cambiaron radicalmente;
abandoné la literatura de género (ciencia-ficción y terror, principalmente) por
la literatura realista. Compruebo ahora que el cambio no fue tan radical como
había creído durante mucho tiempo; antes de La
senda del perdedor y el mazazo en la cabeza que supuso para mí su lectura a
los diecinueve años, había tenido dos amagos de acercamiento a la novela
realista, fuera de imposiciones escolares: fueron El guardián entre el centeno
de J. D. Salinger en diciembre de
1992 y John Barleycorn. Las memorias alcohólicas de Jack London en el citado octubre de
1993 (entre medias de las dos sólo hubo ciencia-ficción y algo de terror). Y
estas dos obras ya anunciaban el cambio radical que se produjo en mí a los
diecinueve años: cómo el caos personal al que había llegado no podía ser
explicado con la literatura de género, cómo esas lecturas de evasión del mundo
no conseguían explicarme el mundo, que era lo que yo deseaba a esa edad. Mi
primeras inmersiones en el realismo me acercaron al malditismo, y a un autor
como Jack London, del que había leído alguna obra adaptada al cómic en la
infancia, y que por tanto representaba aún un territorio conocido, y suponía,
por supuesto, no leer lo que consideraba por entonces una traición, la literatura seria de la que hablaban los
profesores de lengua del instituto de los que yo desconfiaba (aunque también
debería apuntar que a los doce años, por ejemplo, leí El Lazarillo de Tormes,
gracias a un fragmento leído en el libro de lengua de sexto de EGB, y esa
lectura me impactó mucho).
En John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, Jack London hace un
repaso de su vida –tres años antes de su muerte– a partir del recurso narrativo
de evocar sus encuentros con el alcohol (al que personifica, y con el que
llegará a conversar, otorgándole el nombre de John Barleycorn). La intención en
principio parece moralista: va a explicarle al lector cómo él, un hombre sano,
un joven trabajador que gracias al esfuerzo personal consigue triunfar como
escritor y hacerse famoso, pudo sobreponerse a todas las trampas que le tendió
en el camino John Barleycorn: “Y como cualquier sobreviviente de sangrientas
guerras que grita ‘no más guerras’, yo grito: ¡No más veneno para nuestros
jóvenes! Igual que se evita la guerra debe evitarse la bebida” (pág. 160). Pero
la narración antialcohólica acaba siendo, cuanto menos, ambigua. Jack London
sostiene que él no tiene una predisposición genética o química hacia el
alcohol, lo que probaría, por ejemplo, el hecho de que cuando era muy joven, estando
embarcado en alta mar, estuvo meses sin beber y no lo echó de menos (pág. 105:
“Lo vengo diciendo durante todo el relato: en mí no habitaba la necesidad ni el
deseo del alcohol, y ello a pesar del largo y severo aprendizaje como bebedor
que hice a las órdenes y bajo la dirección de John Barleycorn”), aunque al
llegar a puerto bebiera, junto con sus compañeros, hasta perder el sentido. Y
el mismo hombre que lo vivió todo, que fue pobre, que a los catorce años
trabajaba en una fábrica infernal, y que repasa su vida desde el confort de su
rancho californiano, una vez convertido posiblemente en el escritor más popular
de su país, ya cerca del final de la obra sigue sosteniendo que él sólo ha sido
un bebedor social; pág. 162: “Todos los bebedores se convierten en tales por
obra y gracia de las relaciones sociales (...). El alcohol tiene pues un escaso
papel si se compara con el que se asigna a la relación social en que se bebe”.
Y escribe esto London, en la penúltima página del libro, cuando no mucho antes
ha confesado que ya no puede ponerse a escribir en la soledad de su despacho si
no se toma antes algunos cócteles. El lector acabará el libro con la sensación de
que, más que con un fin aleccionador o didáctico, el autor lo escribió para
convencerse de que no se había convertido en un alcohólico, que él –a
diferencia de los alcohólicos– conocía todos los juegos de John Barleycorn y podía
lidiar con ellos. Y como el lector sabe que –aunque este libro está escrito por
una persona de unos treinta y siete años– a su autor sólo le quedan unos
escasos tres años de vida (una muerte que seguramente tenga mucho que ver con
los excesos en su vida), la sensación que deja su lectura es un tanto amarga;
lejos del aire triunfalista del párrafo con el que se cierran estas memorias:
“Y, en conclusión, puedo decir, que habría deseado que mis abuelos acabaran con
John Barleycorn antes de que yo naciera. Lamento que John Barleycorn florezca
por doquier, en nuestra sociedad, en esta sociedad en la que nací, por lo que
puedo separarme del todo de su influjo, ya que fui educado en ello” (pág. 163).
Pero, en todo caso, la lectura de
estas memorias no es sólo interesante porque asistamos a la lucha, o la
relación, de un hombre con el alcohol, sino porque se trata de la lucha de un
hombre con la vida. Es cierto que gran parte de la biografía de Martin Eden la
toma Jack London de su propia experiencia, pero también nos percatamos de que
la vida de Eden está idealizada: Eden deja radicalmente el alcohol cuando
decide aspirar al amor de Ruth y acercarse al mundo de las ideas, algo que el
propio London no pareció capaz de hacer. Además, London otorga a su héroe la
ideología individualista del superhombre nietzscheano, y en este libro él se
declara socialista: “Yo era un socialista, quería salvar al mundo” (pág. 121). En
estas memorias alcohólicas London elude los temas sentimentales; sabremos que
se casa y en algún momento nos habla de su mujer, pero cualquier declaración
sobre el amor –a diferencia de lo que ocurría en Martin Eden– no existe.
La vida de Jack London es
fascinante. Pág. 45: “Yo había nacido pobre. Había vivido pobremente. En
ocasiones pasé hambre. Nunca tuve juguetes como otros niños”; a los diez años
vende periódicos por las calles; y los catorce esta era su situación: “Estaba a
punto de cumplir quince años, y trabajaba duro, durante muchas horas, en una
fábrica de frutas de conserva. Durante meses y meses trabajé durante jornadas
de diez horas” (pág. 36). A los quince años decide dejar esa fábrica, pedir
dinero prestado, comprar un pequeño bote y convertirse en un pescador pirata de
ostras en la bahía de San Francisco, uniéndose a un grupo de hombres
pendencieros, en su mayor parte fuera de la ley y bebedores. A los diecisiete
años se embarca y conoce Japón y los mares del Sur. Cuando vuelve a Oakland,
casi todos sus antiguos amigos, los pescadores piratas de ostras, han
desaparecido. El párrafo en que habla de esto lo recordaba de mi primera
lectura en 1993; no las palabras exactas, claro, pero sí la honda impresión que
me produjo: “Nelson no estaba; murió borracho y resistiéndose a la justicia. Su
compañero en aquel asunto estaba en prisión. Whisky Bob había muerto. El viejo
Cole, y el viejo Smoudge, y Bob Smith habían desaparecido. Otro Smith, el de los
pistolones del Annie, se había
ahogado. French Frank, me dijeron, estaba escondido (...). Otros vestían el
traje a rayas de San Quintín o Falsom. El Gran Alec, el rey de los griegos (...)
había matado a dos hombres y escapado al extranjero. Fitzsimmons, con quien
tanto había pescado, murió de tuberculosis. Según pude saber, por lo que me
contaron a lo largo de aquel camino de muerte, John Barleycorn había sido el
causante de aquellas muertes, con la sola excepción de Smith, el del Annie” (pág. 86).
Me gusta la ironía con la que
London habla de la explotación laboral en las fábricas, del reverso del sueño
americano, de cómo un chico pobre pero con deseos de luchar en realidad no
puede triunfar en América, la tierra de las oportunidades (estas páginas, años
después, las tuvo que leer con fruición el Charles
Bukowski de Factotum). El joven London aspira a convertirse en
electricista, pero lo contratan en la compañía de tranvías de San Francisco
para echar carbón a las calderas por treinta dólares mensuales. El capataz, al
observar su deseo de sacrificio y entrega, había despedido a dos hombres a los
que pagaban cuarenta dólares al mes, para dejarle a él (que pensaba que su
esfuerzo sería recompensado) que doblara turno por treinta. (“Pero como un
muchacho americano, un muchacho orgulloso de ser americano no abandoné mi
puesto de inmediato”: pág. 101). Al fin lo dejará, y el trabajo como carbonero
hará que lleve las muñecas vendadas durante años.
London ha descubierto que el
trabajo físico en América no conlleva al éxito; lo respetado es el trabajo
intelectual, y para poder acceder a él toma la decisión de prepararse para
ingresar en la universidad (algo que Martin Eden no hace).
La parte del libro en la que
London narra sus esfuerzos para convertirse en escritor es la que más se parece
a Martin Eden; aunque queda claro que Eden, en su decisión de eludir
completamente el trabajo físico, se muestra más radical –y posiblemente menos
sensato– que el propio London. En la página 113 leemos: “Fuera ya de mi ciudad,
en la Academia Belmont, comencé a trabajar en una pequeña lavandería, entre
máquinas de vapor”. Esta experiencia de la vida de London es incorporada a la
vida de Eden.
En la página 117: “La situación
era desesperada. Empeñé mi reloj, mi bicicleta, y el traje del cual tan
orgulloso se sentía mi padre”. Esto también se incorpora a la biografía de
Eden.
En la página 120 Jack London
escribe un párrafo que recordaba perfectamente de la primera vez que leí la
novela –en 1993– porque me emocionó, y lo ha vuelto a hacer ahora con renovada
intensidad: “Los críticos han mostrado reparos ante la educación alcanzada por
uno de mis personajes, Martin Eden. En tres años, llevándole desde la mar hasta
una educación escolar, había hecho de él un éxito editorial. Los críticos
decían que aquello era imposible. Pues bien, yo soy Martin Eden”.
Me encanta esa afirmación
rotunda: “Yo soy Martin Eden”, igual que Gustave
Flaubert era Madame Bovary.
He entrado en la página de la
editorial Valdemar; y veo que además de la edición que yo tengo (colección
Avatares), comprada hace veinte años, también sacaron el libro en la colección
de bolsillo El club Diógenes. Ambas ediciones se encuentran “no disponibles”.
Lo que es una pena, porque Las memorias
alcohólicas de Jack London es un gran libro; y creo que Valdemar debería
pensar en su reedición, aunque eso sí, recomiendo que lo haga con una letra un
poco más grande que la del libro de Avatares.
Yo soy Martin Eden.
Casualidades de la vida. Ayer me compré "El vagabundo de las estrellas".
ResponderEliminarGracias por pasarte por mi guarida.
Saludos
Hola Jaal:
ResponderEliminarSí, esta mañana llegué de casualidad a tu blog.
A mí me encantan las casualidades librescas.
saludos
Excelente entrada David. Excelente. Martin Eden es un libro que siempre quiero conseguir y se me escapa.
ResponderEliminar¡Mirate a vos pasando canciones también! Un gusto.
Abrazo.
Hola, en realidad yo escucho bastante música; pero ya convertir el blog en un lugar donde hablar de música, series o cine me parece excesivo... no me daría tiempo a hacer nada más. Tengo que contenerme.
EliminarPero lo de Rodriguez quería compartirlo, me emocionó mucho.
un abrazo
Hola David,
ResponderEliminarA inicio de este año leí esta obra y en muchos momentos me remitió a Bukowski; London, aquel que la mayoría conoce por Colmillo Blanco haciendo recordar a Bukowski.
Sí, es una pena que no se encuentren nuevas ediciones en nuestro idioma; felizmente existen las librerías de viejo, aunque para encontrarlo hay que ir sin buscarlo.
Saludos!
Hola Manolo:
EliminarCreo que esta claro que Bukowski había leído este libro, pero a London también lo leyeron Hemingway, Kerouac... y una larga lista.
No deja de ser extraño que este libro esté descatalogado, porque es un gran libro.
saludos
Fascinantes y cautivadores sola mente eso puedo señalar sim olvidar la motivación por ir en busca de esos títulos para leerlos.
ResponderEliminarBusca estos libros, claro. London siempre merece la pena.
EliminarSaludos