domingo, 15 de diciembre de 2024

Memorias de Leticia Valle, por Rosa Chacel

 


Memorias de Leticia Valle, de Rosa Chacel

Editorial Comba, 197 páginas. Primera edición de 1945; esta es de 2017

Prólogo de Andrea Jeftanovic

 

Cuando estaba acabando de leer el libro de ensayos sobre literatura de Juan José Saer titulado El concepto de ficción –que abarcaba textos escritos entre 1965 y 1996– consideré que lo más sensato sería seguir por Trabajos, otro libro de textos sobre literatura (en este caso escritos a partir del 2000), también de Saer, y que tenía en casa sin leer desde hacía ya unos cuantos años. Sin embargo, consideré también que entre uno y otro no estaría mal leer un libro de ficción y tomé de mis estanterías Memorias de Leticia Valle (1945) de Rosa Chacel (Valladolid, 1898 – Madrid, 1994). Este último libro, que me envió su editor Juan Bautista Durán, de la valiosa editorial Comba, y que se ha estado quedado sin leer durante un número ilógico de años. De hecho, después de mis incursiones en librerías de segunda mano, había llegado a reunir cinco novelas de Rosa Chacel sin haberme aún acercado a leer ninguna.

 

Memorias de Leticia Valle es la tercera novela de Rosa Chacel y se publicó en 1945 en Buenos Aires. Después de la guerra civil española, Chacel se exilió en Brasil, con estancias en Argentina, donde acabó publicando esta novela.

 

«El 10 de marzo cumpliré doce años» es la primera frase del libro. La niña Leticia Valle, de once años, se ha propuesto escribir unas memorias sobre unos acontecimientos que han perturbado su vida y que tuvieron lugar unos meses atrás. En la segunda página de la novela se nombra a una «Adriana», que no volverá a aparecer hasta muchas páginas después, cuando lo más esperable es que el lector ya haya olvidado que esa persona (que va a ser una prima de Leticia) ha aparecido en la narración antes. Al final sabremos que Leticia, en el momento en el que escribe, vive en Suiza con sus tíos y su prima. Sus recuerdos le llevan a su ciudad natal Valladolid. Leticia es huérfana de madre, «La verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre», nos dirá en la página 22. Al comienzo de sus recuerdos tampoco vive con su padre, un militar destinado a África, sino que lo hace con su tía Aurelia.

Me ha gustado la descripción que hace Leticia de sus recuerdos infantiles, en gran medida me ha recordado a la prosa poética de Felisberto Hernández, donde la infancia se convierte en un territorio mágico. Esto ha ocurrido en párrafos como el siguiente: «Las cosas que yo pensaba en aquella sala eran todas como aquellas fugas, siempre cosas ligeras, transparentes. Por el asiento de una butaca forrada de peluche verde, veía correr un caballo blanco. Tenía la piel como de madreperla, los ojos negros, y echaba hacia atrás la melena con un movimiento de cabeza como el de una niña. Alguna vez vi que se paraba y se quitaba con la mano el mechón que le caía sobre la frente. Sí, con la mano, yo lo veía así. También veía entre las patas de la consola unas zonas brillantes en la madera negra, unos rincones oscuros, unos cambios de luz y de sombra que eran como un mundo negro iluminado por un sol negro. Por allí había siempre dos seres muy pequeños, blancos y transparentes como hadas, que se abrazaban y se querían mucho.» (pág. 29)

 

El padre de Leticia vuelve de África con una pierna amputada; el ambiente de Valladolid empezará a agobiarle y decidirá trasladarse a una propiedad familiar en el cercano pueblo de Simancas. La tía y la niña irán con él. En el pueblo, Leticia que, hasta ahora, había sido una niña muy metida en los libros empezará a olvidarse de ellos y a vivir más salvajemente. En realidad, al ser una niña nadie parece esperar de ella que destaque en estudios formales. Sin embargo, la maestra del pueblo empezará darle una hora de lección después de terminar sus clases por la tarde. En el colegio, Leticia, a sus once años, se convertirá en una especie de ayudante de la maestra con las niñas más pequeñas. Y será a través de esta relación con la maestra como conocerá a doña Luisa, a cuya casa acudirá para recibir clases de piano. Y será en esta casa, donde conozca al marido de doña Luisa, don Daniel, que es el archivero de la localidad. Pronto se produce en Leticia una sensación de fascinación ante la erudición de don Daniel, que hará que le deje de interesar la música (una afición más para señoritas de la época) y que quiera aprender historia, filosofía, etc. actividades más propias de hombres en la época.

 

En algunos artículos que he leído en internet se señala que Rosa Chacel toma elementos de su vida para crear al personaje de Leticia Valle y que la fascinación que esta última siente por don Daniel en realidad sería un eco de que Chacel sintió por José Ortega y Gasset, del que fue alumna en la universidad. Doña Luisa es catalana y don Daniel es andaluz, y al hacer notar estos detalles, Chacel parece quererle decir al lector que esos personajes no están sometidos a las férreas normas de conducta católica castellana. De hecho, al conocer a Luisa, la describe como «una mujer mundana».

 

Chacel no deja pistas demasiado claras sobre la época en la que está situando su historia, aunque si, como supone más de un crítico, la historia está basada en algunos recuerdos personales, tiene que hablar de principios del siglo XX. En la página 60 tenemos la pista más clara sobre la época: se habla de una cigarrera, con forma de cabeza de mono, que Daniel tiene en su escritorio y se apunta que él le cuenta a Leticia «que se lo había regalado un amigo que lo compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se lo habían dado».

Leticia empezará a preferir estar en la casa de Luisa y Daniel, en los que encuentra a unos referentes adultos, que en su casa, donde su padre ha empezado a beber demasiado alcohol.

 

En alguna página de internet he leído alguna comparación entre Memoria de Leticia Valle y Lolita de Vladimir Nabokov, pero apuntando que Lolita se publicó diez años después que la novela de Rosa Chacel. El tema de fondo de las dos novelas podría ser similar, pero no así su tratamiento. Mientras que en Lolita los encuentros sexuales son narrados de forma explícita, en Memorias de Leticia Valle todo estará sugerido, y será el lector quién deba suponer la historia hasta donde crea adecuado. Hay algunas señales en el texto que indican que la relación entre Leticia y Daniel no es todo lo sana que debería ser. Por ejemplo, en la página 90, Leticia escribe: «Fue hacia la puerta y al salir se volvió a mirarme, se quedó un rato mirándome, apoyado en el quicio.

Aunque ha pasado mucho tiempo, todavía no comprendo; tiene que pasar muchos años para que yo comprenda aquella mirada, y a veces querría que mi vida fuese larga para contemplarla toda la vida; a veces creo que por más que la contemple ya es inútil comprenderla.

Alrededor de aquella mirada empezó a aparecer una sonrisa o más bien algo parecido a una sonrisa, que me exigía a mí sonreír. Era como si él estuviese viendo dentro de mis ojos el horror de lo que yo había visto. Parecía que él también estaba mirando algo monstruoso, algo que le inspirase un terror fuera de lo natural y, sin embargo, sonreía.»

En la página 184 leemos: «Entró y cerró la puerta detrás de sí Parecía que no podría hablar; tenía los labios entreabiertos, pero los dientes apretados unos contra otros. Sin embargo, dijo:

–¡Te voy a matar, te voy a matar!»

 

También me he encontrado, en más de un comentario sobre el libro de internet, que se habla de una resolución trágica de la historia que en el propio texto no se muestra de un modo explícito y a mí se me han ocurrido varias variantes tras mi lectura.

En la última página del libro podemos leer: «No sé si era la cólera o la amargura lo que me llenaba los ojos de lágrimas. Me parecía que ya, en los días de mi vida, no volvería a sentir nada a lo que se le pudiese llamar en una u otra forma amor.»

 

Al adentrarse en esta novela el lector tendrá que firmar un pacto de ficción fuerte con la escritora, ya que ambos saben que una niña de once años no puede expresarse con la sutileza, inteligencia y riqueza de vocabulario con que lo hace Leticia Valle. Una vez superado este bache, la experiencia lectora será gratificante, ya que la prosa de Chacel es poética, misteriosa y evoca con mucha fuerza la realidad de la provincia castellana a comienzos del siglo XX. De hecho, en más de una ocasión he tenido la sensación de estar leyendo una novela escrita, como mucho, hace cuarenta años y no ochenta, como ocurre en la realidad.

En el prólogo, que he leído al final, Andrea Jeftanovic escribe: «Memorias de Leticia Valle es una novela feroz, feroz por lo que omite, por lo que no dice; está llena de vacíos, de entrelíneas; está hecha de murmuraciones que el lector debe deletrear para sí, en voz baja o en voz alta, para comprender lo inaudito.» (pág. 9)

Hasta cierto punto, creo que la creación de la historia, en la que alguien quiere explicarse su pasado, y hacerlo llenándola de elipsis de los momentos más traumáticos, vaciarla de sus escenas más graves, tiene bastante de trampa narrativa, de construcción artificiosa, y esto me ha generado alguna pequeña frustración como lector. Sin embargo, sí quiero quedarme con los aspectos positivos que he señalado antes, ya que la mayoría de las páginas de este libro me han parecido poéticas y sugerentes. Memorias de Leticia Valle me invita a conocer más obras de esta autora.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Al otro lado, por Can Xue


Al otro lado
, de Can Xue

Editorial Aristas Martínez. 217 páginas, 2024

Traducción y notas de Tyra Díez y Teresa l. Tejeda

 

Ya he comentado que le solicité a la editorial Aristas Martínez, las dos antologías de cuentos que tiene publicados de la china Can Xue (Changsha, 1953), Hojas rojas y Al otro lado. He leído las dos seguidas. Hojas rojas constaba de ocho relatos y Al otro lado de diez; este último libro también tiene unas 30 páginas más. Hojas rojas estaba traducido por Belén Cuadra y ahora hay dos traductoras: Tyra Díez y Teresa Tejada.

 

Al otro lado es el primer cuento de este segundo libro, y nos habla de un niño que vive con su familia en un edificio, junto con otras familias con las que comparte la cocina. El niño y su amigo se dan cuenta de que al otro lado de las cocinas se oyen ruidos y tratarán de ir hasta allí, aunque la oscuridad rodea ese «otro lado» que insinúa el título. La extrañeza de este primer cuento, como ya ocurría con otros de Hojas rojas, vuelve a coquetear con los presupuestos del género de terror. «¿Quiénes eran esos que se reunían secretamente al otro lado del tabique en mitad de la noche? Los había oído, pero no había conseguido verlos.» (pág. 13)

 

La antigua casa tiene, de nuevo, un aire eminentemente kafkiano, o bien de Mario Levrero tras leer a Franz Kafka. Zhoue Yizhen dejó su casa en la ciudad y se fue al campo por motivos de salud. La mujer a la que vendió la casa le propone volver de visita y ver de nuevo su barrio, lugares a los que no ha regresado nunca después de veinte años. Los desencuentros con los que habían sido sus antiguos vecinos empezarán a darse según Zhoue regrese a su antiguo hogar. Y de nuevo, habrá personas que aparezcan o que desaparezcan de su lado, con la lógica inquietante de los sueños.

En este relato, como ocurrirá con otros del conjunto, me ha parecido percibir una ligera crítica a algunas de las realidades de China, como el tema de las ciudades contaminadas.

 

En El tormento de Lu Er llegaremos a una pequeña aldea, un ruido inesperado hace que Lu Er, un niño, que maja arroz, abandone su casa. Nadie parece dar importancia al ruido, pero Lu Er subirá a una montaña para descubrir que han desaparecido dos acantilados que allí había, frente a frente, separados por tres o cuatro metros, «Ahora no había nada de eso: ante los ojos solo se extendía un blanco y deslumbrante vacío.» (pág. 47). A partir de aquí las aventuras para Lu Er y un amigo se sucederán, llegando a salir por la noche para cazar a un leopardo, que puede ser también una persona. De nuevo, un aire de ensoñación irá cubriendo la historia.

 

Con La vieja chicharra volvemos a los cuentos de Hojas rojas protagonizados por plantas y animales. «No sabía cómo esquivar la hostilidad humana, porque nunca había esquivado nada.» (pag. 70). Aquí también, como ocurría en los cuentos de la anterior antología, para el líder de las chicharras, protagonista del cuento, los humanos se comportarán de un modo incomprensible. La vieja chicharra empieza a sentir una atracción existencial hacia la muerte. Como ya me pasó en el otro volumen, estos cuentos protagonizados por animales presentan una narración más contenida, menos onírica y me acaban gustando más.

 

El Recodo del Siluro me ha recordado un tanto, en sus intenciones narrativas, al segundo cuento de este volumen, el titulado La antigua casa. También aquí se habla de los cambios de la China moderna, y cómo va a desaparecer el barrio en el que vive la protagonista, con casas bajas, para construir edificios de muchas plantas. A la señora Wang le visita una niña, hija de una vecina, que continuamente entra y sale de escena.

Voy a comentar un recurso que usa Can Xue en más de un relato y del que aún no he hablado: introduce elementos nuevos en la narración como si no fuera la primera vez que habla de ellos, lo que genera una sensación un tanto desconcertante. Por ejemplo, entre la página 89 y 90, en este relato leemos: «Luego caminó hasta el profundo agujero, consciente de que podría caerse, pero aun estando indecisa, no quería retroceder de inmediato.» Ese «profundo agujero» no había aparecido antes en el relato.

La señora Wang empezará a salir de casa por la noche y a tener extraños encuentros inesperados. De nuevo, nos encontramos con el desconcierto kafkiano de los sueños.

 

En Plenitud «La maestra Wen sopesaba la estructura del universo sentada en medio de la oscuridad del cuarto.» (pág. 103) y una voz comienza a interpelarla desde algún punto indeterminado. La maestra Wen empieza a caminar por un edificio cada vez más cambiante, del que van desapareciendo las paredes y el techo, y así puede ver el cielo.

Este cuento me ha resultado demasiado surrealista y me ha gustado menos que otros del libro.

 

En El humedal, como ya apunté al comentar el segundo relato, La antigua casa, me ha parecido ver una crítica a los cambios demasiado rápidos de la modernización de China: en este caso, se trataría de una crítica ecológica. «Por increíble que parezca, este bosque urbano de hormigón albergó una vez el humedal.», así empieza este cuento. Ese humedal empezará a obsesionar a Ah Yuan, que comenzará a desarrollar toda una actividad detectivesca para encontrar dicho humedal, o sus restos, en la ciudad. Después de estar casi acabando esta segunda antología de cuentos de Can Xue, puedo detectar algunos elementos en común que tienen varias de sus composiciones: es normal que en ellas –como ocurría en La antigua casa o El Recodo del Siluro– los protagonistas inicien un viaje, y en este viaje se den escenas surrealistas u oníricas, donde los personajes llegan a lugares extraños y donde van acompañados de personas que desaparecen de pronto.

 

La montaña del Cuervo está narrado en primera persona, que no es lo habitual en estos relatos. La montaña del Cuervo es un edificio de oficinas abandonado, donde estuvo la protagonista del relato de niña. Años después deseará volver de la mano de una amiga, que lo visita con frecuencia porque su tío es el guarda del lugar. Cuando llegan al sitio, y como era ya de esperar, la protagonista se siente perdida en la oscuridad y las voces de su amiga, o de su tío, le llegan desde lugares indeterminados.

 

La reina se ha convertido en uno de mis cuentos favoritos de este conjunto, debido a que la narración es –en principio– algo menos surrealista que la de otros cuentos, y la historia está más contenida. Una joven vive sola en una casa algo apartada de la aldea. Su padre, que perteneció a la aldea, se enriqueció, construyó esa casa y empezó a atribuirse la condición de rey. Su hija ha crecido sintiendo esa distancia, falsamente nobiliaria, respecto a sus vecinos, que la aceptan de buen grado. A la reina le gusta pasear durante las noches y no tardarán en sucederse encuentros que, pese a mantenerse este cuento en un contexto más realista que el resto, no deja de entenderse en una total clave realista.

 

Venus cierra el conjunto y, al igual que el anterior relato, se mantiene en unos parámetros más realistas que otros del conjunto. La protagonista tiene trece años y vive en un pueblo. Se ha enamorado de su primo de treinta y cinco, que vive en la ciudad y que vuelve al pueblo para hacer experimentos con un globo aerostático. Aquí también se acaban oyendo voces lejanas, pero el cuento tiene un asidero más visual y racional que otros.

 

Creo que al haber leído seguidos Hojas rojas y Al otro lado, he sentido alguna sensación de repetición formal con algunos de los cuentos de la segunda antología. Diría que leídos y analizados de un modo individual todos los cuentos funcionan y son valiosos, pero al leerlos seguidos se pueden encontrar patrones en la creación del efecto fantástico, onírico o surrealista: alguien tiene que salir de casa y se van encontrando con situaciones anómalas, las personas que lo acompañan desaparecen, todo se vuelve oscuro alrededor y las voces llegan desde lugares indeterminados. Al final, Chan Xue está tratando de captad la inquietud de los sueños que devienen en pesadillas.

Mis cuentos favoritos de este conjunto han sido: La antigua casa, La vieja chicharra y La reina; teniendo, en realidad, un nivel bastante parejo a los otros.