Editorial Alianza.
188 páginas. Textos escritos en 1829 y 1830, publicados por primera vez en
1844. Ésta edición es de 1997.
Traducción y prólogo de Carlos
Rodríguez Braun
Para seguir con mi proyecto de
lectura de los textos más relevantes de la historia del pensamiento económico,
tras empezar con La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith, seguir con Primer ensayo sobre la población
(1798) de Thomas Robert Malthus y Principios
de economía política y de tributación (1817) de David Ricardo, me tocaba leer a John Stuart Mill
(Londres, 1806 – Aviñón, 1873). Mill probablemente sea más recordado por sus
trabajos filosóficos y sociales, gracias a libros como Sobre la libertad (1859),
El
utilitarismo (1863), El sometimiento de la mujer (1869),
pero también fue un destacado economista, siendo su libro más importante el
titulado Principios de economía política (1848). Éste último libro lo vi
el año pasado en la Casa del Libro de Goya, en un formato enorme, comentado por
el economista español Pedro Schwartz.
De entrada el formato me pareció inviable: ese libro no cabe en mi maletín de
profesor, y yo leo por las mañanas en la ruta del colegio. Ahora sé que existe
otra edición (de más de 900 páginas) editado por el Fondo de Cultura Económica
que parce más manejable.
A finales de 2014 fui, de nuevo,
a la Casa del Libro de Goya con la intención de comprar el ensayo sobre
literatura La mala puta, de Miguel
Dalmau y Román Piña; me pasé por
la sección de economía y vi estos Ensayos
sobre algunas cuestiones disputadas en economía política, en un libro
nuevo, pero ya amarillento, de Alianza publicado en 1997: la primera traducción
al español, a cargo del economista Carlos
Rodríguez Braun (del que ya leí la traducción de La riqueza de las naciones,
que me pareció un gran trabajo). Compré el libro, si no leía Principios
de economía política, estos textos podrían servirme como introducción
de la obra económica de Stuart Mill. Sobre ellos escribe Rodríguez Braun en su
prólogo: “Son páginas tan notables que su autor habría ganado gracias a ellas
un sitio en el podio de los economistas ilustres aunque no hubiese escrito nada
más.” (pág. 7)
Cuando Mill escribió estos
ensayos tenía unos veintitrés años. Sorprende la precocidad y la madurez de sus
ideas. Aunque quizás no sorprenda tanto tras leer este párrafo del prólogo:
“Mill padre fue el único responsable de la educación de su hijo. John Stuart no
fue al colegio ni a la universidad, pero a los tres años sabía griego, a los
seis matemáticas, a los ocho latín y a los trece estudiaba lógica y economía
política: leyó a Ricardo y a Adam Smith, y empezó a escribir sobre cuestiones
económicas desde muy joven.” (pág. 8)
Yo había leído sobre las ideas económicas
de Stuart Mill en el libro Historia del pensamiento económico de
Landreth y Colander; y ya sabía que a Mill se le considera el ideólogo de la
socialdemocracia en Europa: fue uno de los primeros defensores del feminismo y
del voto de la mujer, creía en los sindicatos, la educación universal, la
redistribución de la renta por medio del impuesto sobre las herencias, la
reducción de la jornada laboral y la limitación de la tasa de crecimiento de la
población. Leyó a los socialistas utópicos y llegó a estar de acuerdo con ellos
en bastantes aspectos. Aunque sí que creía en la propiedad privada (con algunos
matices) y en las ventajas de la competencia, dudada de que los mercados
funcionaran a la perfección por sí solos como apuntaban Smith y Ricardo, y
consideraba que además de la teoría abstracta (Ricardo) hay que atender a las
evoluciones históricas (en esto se parece más a Smith).
Sin embargo, tengo la impresión
que sus ideas más modernas y sociales deben encontrarse en el extenso Principios de economía política o en sus
textos más filosóficos, porque en estos ensayos juveniles muestra un talante
más liberal, aunque en muchos casos matiza el pensamiento de Ricardo o de
Smith.
Es curioso que Mill tuviera que
esperar más de una década para ver publicados sus valiosos ensayos de juventud
por no encontrar editor.
A continuación paso a resumir y
comentar cada uno de los cinco ensayos:
I) De las leyes del intercambio entre las naciones y la distribución de
las ganancias del comercio entre los países del mundo comercial
Si el libro de David Ricardo,
desde la primera frase empieza a conversar con el de Smith: “Fue observado por
Adam Smith que (…)”, el de Stuart Mill comienza refiriéndose al de Ricardo: “De
las verdades con las que la economía política ha sido enriquecida por el Sr.
Ricardo, ninguna ha contribuido a otorgar a esa rama del conocimiento el
carácter relativamente preciso y científico que hoy ostenta más que el fino
análisis que presentó acerca de la naturaleza de la ventaja que las naciones
derivan del mutuo intercambio de sus producciones.” (pág. 25).
La economía, como ciencia
política, comienza en gran medida discutiendo sobre la libertad comercial entre
los países. Para Adam Smith la liberalización del comercio serviría para que
cada país se pudiera especializar en la producción de aquellos bienes que, por
clima o por cualquier circunstancia histórica, se le diese mejor, y de esta
forma al intercambiarlos, luego, la riqueza general del mundo aumentaría. Smith
habla, por tanto, de la ventaja absoluta
del comercio.
La aportación de David Ricardo
sobre el comercio posiblemente fue su idea más valiosa para el desarrollo de la
ciencia económica: aunque un país tenga ventaja en la producción de dos bienes
frente a otro, aun así al primero le puede interesar comercial con el segundo,
atendiendo al coste de oportunidad de dejar de producir aquello en lo que
destaca. Ricardo habla por tanto de la ventaja
relativa del comercio.
Y aquí, desde la teoría de la
ventaja relativa de Ricardo, es desde donde parte este primer ensayo de Mill.
Después de exponer la teoría ricardiana, en la página 29 leemos: “El objetivo
de este ensayo es investigar en qué proporción el aumento del producto,
resultante del ahorro del trabajo, se divide entre los dos países. Esta
cuestión no es abordada por el Sr. Ricardo, cuya atención fue absorbida por
asuntos mucho más importantes; como debía crear una ciencia, no tenía tiempo ni
lugar para ocuparse de muchas más cosas que no fueran el sentar sus principios.
(…) Muy rara vez siguió el hilo de los principios de la ciencia hasta la
ramificación de sus consecuencias.”
En mi asignatura de economía del
programa del Bachillerato Internacional, el tercer bloque se dedica al comercio
internacional. Por supuesto, los primeros temas hablan de las teorías de Smith
y de Ricardo, de las ventajas y desventajas del libre comercio y del
proteccionismo. El sexto y último se titula Términos del intercambio,
y en él se habla de qué país se beneficia más del intercambio según la
evolución relativa de la inflación o la elasticidad-precio (en qué medida baja
la demanda de un bien cuando aumenta su precio) de los bienes. No sabía que
este capítulo de mi temario es debida a la perspicacia de un joven de
veintitrés años llamado John Stuart Mill, que apostilla con acierto la teoría
clásica de Ricardo.
Cuando Mill escribe este ensayo
no está definido aún el concepto de elasticidad-precio (explicado de forma
sencilla: los bienes de primera necesidad, como el pan, son muy inelásticos: si
su precio sube un 10% su demanda baja pero de forma menos que proporcional, por
ejemplo, un 3%; y los bienes elásticos, como los de lujo, serían aquellos que
al subir su precio un 10% su demanda baja más que proporcional, por ejemplo, un
20%), pero él lo usa de forma intuitiva. Escribe en la página 33: “Es bien
sabido que la cantidad de cualquier mercancía que puede venderse varía con el
precio. Habrá menos consumidores y la cantidad vendida será menor cuanto mayor
sea el precio. Habrá en general más consumidores y la cantidad vendida será
mayor cuanto menor sea el precio. Esto es verdad para virtualmente todos los
bienes, aunque la disminución del consumo de alguno de ellos en un grado
determinado requerirá una subida de precio mucho más intensa que en otros.”
En la página 45: “Hay diversas
proporciones en que puede repartirse la ventaja del comercio entre dos países.
(…) Incluso es posible concebir un caso extremo, en el cual la totalidad de la
ventaja resultante del intercambio sería para uno de los países, y el otro no
ganaría nada.”
Mill hace avanzar en este ensayo
a la ciencia económica al analizar la importancia de las ventajas relativas (o
demanda recíproca) de cada país en el intercambio, la importancia de la
evolución de los precios en cada país y la naturaleza del bien que se comercia
en cada caso. Además introduce en su análisis la importancia de los costes de
transporte.
Página 41: “No debe concluirse,
empero, que los precios monetarios elevados son en sí mismos un bien y que los
precios monetarios reducidos son un mal. Pero cuanto más elevados sean los
precios monetarios de un país mayores serán habitualmente los medios del país
para adquirir aquellas mercancías que, al ser importadas desde el exterior, son
independientes de las causas que mantienen altos los precios nacionales.”
Comentarios de este estilo los tengo que hacer yo en mis clases cuando explico
el tema de los términos del intercambio, al relacionar el comercio
internacional con la inflación.
En la página 49 se muestra
contrario al uso de los aranceles: “Si la moralidad internacional fuese
correctamente comprendida y obedecida, estos impuestos no existirían, porque
son contrarios a la riqueza universal. Asimismo, el establecimiento de dicho tributo
con frecuencia expondrá y siempre podrá exponer a un país a perder esta rama
del comercio por completo, o a desarrollarla con una ventaja menor.”
En la página 52: “Un arancel
proteccionista jamás puede ser motivo de ganancia y siempre y necesariamente lo
es de pérdida para el país que lo impone.” Aunque también habla de la
existencia de aranceles no proteccionistas, aquellos que no tienen como objeto
favorecer a una industria local menos competitiva que la de otros países, y así
habla de aranceles sobre mercancías que no pueden ser producidas localmente y
que sí que representarán una fuente de beneficio para el país que lo establece.
Mill apuesta por el bien común
internacional de comercio y señala que no le parece incorrecto dejar que los
extranjeros se familiaricen con la posible ventaja tecnológica de las máquinas
inglesas, ya que “el interés común de todas las naciones es que cada una de
ellas se abstenga de toda medida que disminuya la riqueza agregada.”
Los mercantilistas pensaban (se
apunta en la página 56) que la ventaja del comercio mundial estribaba en
incrementar las exportaciones y disminuir las importaciones, para así mejorar
la balanza de pagos. En contra de esta idea, Mill apunta que la importancia del
comercio internacional “consiste y debe consistir exclusivamente en las
importaciones”, ya que “todo incremento en la demanda de nuestras mercancías
desde el exterior permite que nuestro suministro de mercancías extranjeras nos
cueste menos.”
En pág. 57: “La división de la
ventaja se torna cada vez más favorable a un país en proporción al incremento
de la demanda de sus mercancías en países extranjeros”. Esta idea hay que
unirla a la de las fluctuaciones del tipo de cambio: al incrementarse nuestra
demanda de bienes de otro país, aumenta la demanda de la moneda de ese país, y
por tanto se incrementará su inflación, así nosotros estaremos en mejores
condiciones para vender más al extranjero.
En la página 58, sin citar a
Ricardo parece hacerle una crítica, al opinar en contra de los economistas
teóricos que no se fijan demasiado en lo que ocurre en la realidad.
Hacia el final, en la página 67,
hay una conclusión que me parece interesante:
“Si se preguntara ahora qué
países del mundo ganan más por el comercio exterior la respuesta sería la
siguiente.
Si por ganancia se entiende
ventaja en su acepción más amplia, el país que más gana es el que más necesita
los bienes extranjeros.
Pero si por ganancia se entiende
el ahorro de trabajo y capital para obtener las mercancías que el país
requiere, cualquiera que sean, entonces el país no ganará en proporción a sus
propias necesidades de los artículos extranjeros sino en proporción a las
necesidades que los extranjeros tienen de los artículos que dicho país
produce.”
II) De la influencia del consumo sobre la producción
En este segundo ensayo Mill
discute sobre la llamada
ley de Say. Jean-Baptiste Say es el más destacado economista clásico francés. Su libro más importante es Tratado de economía política (1803) La ley de Say, enunciada de forma muy sencilla, apunta que “toda oferta crea su propia demanda”; es decir, que la sobreproducción general es imposible. Comenta Rodríguez Braun en su prólogo que la ley de Say fue la bestia negra de Keynes, ya que éste, en su crítica del funcionamiento de los mercados, pensaba que puede haber momentos de insuficiencia de la demanda agregada y esto le llevaba a abogar por una intervención gubernamental sobre el gasto público, que actuara de estímulo. Dice Rodríguez Braun que la ley de Say se cumpliría en mercados en equilibrio y con pleno empleo; así que en la actualidad la ley de Say se llama Igualdad de Say, y está condicionada a ese supuesto.
ley de Say. Jean-Baptiste Say es el más destacado economista clásico francés. Su libro más importante es Tratado de economía política (1803) La ley de Say, enunciada de forma muy sencilla, apunta que “toda oferta crea su propia demanda”; es decir, que la sobreproducción general es imposible. Comenta Rodríguez Braun en su prólogo que la ley de Say fue la bestia negra de Keynes, ya que éste, en su crítica del funcionamiento de los mercados, pensaba que puede haber momentos de insuficiencia de la demanda agregada y esto le llevaba a abogar por una intervención gubernamental sobre el gasto público, que actuara de estímulo. Dice Rodríguez Braun que la ley de Say se cumpliría en mercados en equilibrio y con pleno empleo; así que en la actualidad la ley de Say se llama Igualdad de Say, y está condicionada a ese supuesto.
Lo llamativo de este ensayo es
que Mill comienza siendo un entusiasta defensor de la ley de Say, para ir
matizando sus supuestos y (casi sin darse cuenta) acabar refutándola.
Veamos cómo lo hace. En la página
71 leemos: “Entre los errores cuyas consecuencias directas fueron más perniciosas
(…) figuraba la inmensa importancia atribuida al consumo. Según la opinión
predominante, el fin principal de la legislación en materia de riqueza nacional
era la creación de consumidores.” Hay al comienzo de este ensayo frases que me
parecían muy liberales, muy al estilo de las de David Ricardo, y me extrañaba
por tanto que Mill fuese en consecuencia el padre de la socialdemocracia
europea. Parece mostrarse contrario a la recaudación de impuestos: “Ha dejado
de suponerse que uno pueda beneficiar al productor arrebatándole su dinero y
entregándoselo después a cambio de sus bienes.” (pág. 72). En la página 72 nos
habla directamente de su adhesión a la ley de Say: “El consumo nunca precisa
estímulo. Todo lo que se produce se consume”; y aquí llegan las frases más
liberales: “Lo que un país necesita para enriquecerse nunca es consumo, sino
producción. Cuando haya producción podremos estar seguros de que no faltará el
consumo. Producir implica que el productor desea consumir, si no ¿para qué iba
a dedicarse a un trabajo inútil? Puede que no quiera consumir lo que él mismo
produce, pero su motivación para producir y vender es el deseo de comprar. Por
consiguiente, si los productores en general producen y venden cada vez más,
ciertamente comprarán también cada vez más.” (pág. 73). Y luego “Nunca habrá
una producción general de mercancías mayor que la que puedan absorber los
consumidores”.
Mill está hablando al comienzo de
su ensayo de una economía de trueque, y
parece afirmar sus ideas con mucha convicción, pero lo cierto es que yo también
dudo de que en una economía de trueque esto sea cierto. Supongamos que existen
dos pueblos, uno produce 500 kilos de trigo y el otro 1.000 kilos de tomates.
Cada uno consume la mitad de su producción y la otra mitad la intercambia.
Ambos pueblos consideran que es justo que se intercambie un kilo de trigo por
dos kilos de tomates. Si el año siguiente el pueblo que cultiva tomates decide
trabajar menos y producir 700 kilos de tomates, y el otro pueblo mantiene su
producción constante, a la hora del intercambio en vez de presentarse con 250
kilos de trigo unos y los otros con 500 kilos de tomates, los últimos lo harán
con 200 kilos de tomates. ¿Se realizará el trueque de igual manera? ¿Cambiará
la relación de intercambio y debido a que el segundo pueblo decidió trabajar
menos el valor de su producto subirá o es más probable que el primer pueblo intercambie
una menor cantidad de trigo y se quede otra sin intercambiar y por tanto acabe
con mercancía sobreproducida? Considero que para que se cumpla la ley de Say en
una sociedad de trueque, como apunta Mill, deberían darse las condiciones de
competencia perfecta, y en mi ejemplo debería existir el supuesto de
información perfecta, y esto daría pie a un pensamiento estratégico sobre la
producción de cada pueblo. Y creo que , de forma general, esto no ocurre en la
realidad.
Cuando se introduce el dinero en
el análisis, apunta Mill: “Nunca existe más capital que el que puede ser
empleado, y si una persona no compra sus bienes, entonces lo hará otra; y si no
lo hace nadie, y hay sobreproducción en su actividad, puede retirar su capital
e invertirlo en otro negocio.” (pág. 77) En la última aseveración (retirar su
capital e invertirlo en otro negocio) Mill está asumiendo la condición de competencia
perfecta de libertad de entrada y salida de los mercados. Pienso en un
reportaje sobre la crisis económica en España que pongo a mis alumnos, en el
que se ve un polígono de Andalucía con las naves cerradas y los vehículos de
transporte parados, porque sus dueños no se atreven a producir ni a mover sus
vehículos porque no hay negocio y por miedo a impagos. Estas personas no pueden
retirar su capital y pasar a otro negocio; y en este caso sí que existe capital
sin emplear. Alguien tenía cuatro máquinas para producir 1.000 unidades de
producto, la demanda se contrae a 500 u. y dejas de utilizar dos máquinas, ¿a
quién se las vendes si los demás empresarios estarán igual que tú en un
contexto de contracción económica?
Mill comienza a contradecirse (o
a matizar sus ideas):”Si cada mercancía permaneciese sin vender en promedio
durante un periodo de tiempo igual al requerido para su producción, es patente
que en todo momento no habría más que la mitad del capital productivo del país
cumpliendo realmente las funciones de capital (…). Cada productor podría
producir todos los años sólo la mitad de las mercancías que sería capaz de
producir si tuviese la seguridad de que las vendería no bien finalizase la
producción.” (pág. 79)
Lo curioso es que Mill tiene una
idea intuitiva de la existencia de ciclos económicos, cuya aceptación (como
comenté al analizar El crack de 1929 de Galgraith)
es relativamente moderna: “El anhelo generalizado de comprar y la renuencia
generalizada a comprar se suceden mutuamente de forma más o menos acentuada y
con breves intervalos. Salvo durante breves periodos de transición, casi
siempre hay una gran actividad en los negocios o un gran estancamiento.” (pág.
92)
Aunque para Mill el cumplimiento
de la ley de Say en una situación de trueque es rigurosamente cierto, cuando
entra en juego el dinero apunta: “Si suponemos que se utiliza dinero estas
proposiciones dejan de ser rigurosamente ciertas.” (pág. 94)
Con el dinero, el intercambio se
divide en dos actos separados. “Aunque el que vende en realidad vende para
comprar, no necesita comprar en el mismo instante en que vende, y por ello no
añade inevitablemente a la demanda inmediata de una mercancía lo que añade a la
oferta de otra. Como la venta y la compra están ahora separadas, bien puede
ocurrir que en cualquier momento dado haya una inclinación muy extendida a
vender con la mayor urgencia posible, acompañada con una inclinación igualmente
extendida a diferir todas las compras lo más que se pueda. Esto es precisamente
lo que ocurre siempre en los periodos descritos como periodos de sobreoferta
general.” (pág. 94)
En esta situación los precios
tienden a bajar, y esto beneficia a los que pueden retener su mercancía sin
vender y perjudica a los que se ven forzados a vender a precios más bajos,
porque esta caída de los precios será temporal.
En la última página del ensayo
vuelve a afirmar que cree en la ley de Say, aunque matizada: “Cada incremento
de la producción, si se distribuye sin error de cálculo entre todas las clases
de productos en la proporción indicada por el interés privado, crea o más bien
constituye su propia demanda.” (pág. 98). Parece estar admitiendo también las
condiciones de competencia perfecta, y por tanto –como hacía David Ricardo-
sigue las directrices marcadas por Adam Smith en este sentido.
Es significativo el último
párrafo del ensayo en la página 98: “La esencia de la doctrina se preserva
cuando se acepta que no puede haber un exceso permanente de la producción o de
la acumulación, aunque admitiendo al mismo tiempo que así como puede existir un
exceso temporal de algún artículo considerado individualmente, también puede
haber un exceso de bienes en general, no como consecuencia de una
sobreproducción sino por falta de confianza en los mercados.” Es aquí donde entraría
la teoría de Keynes (defensor de Mill en contra de Ricardo) y la creación de
estímulos gubernamental (multiplicador keynesiano) para reactivar la demanda
agregada ante contracciones debidas a la falta de confianza en los mercados.
III) Sobre las palabras productivo e improductivo
Aquí Mill retoma una discusión a
la que dedicaron muchas páginas Smith, Malthus y Marx, pero que después de éste
desapareció de los intereses de la ciencia económica, por la dificultad de
distinguir lo productivo e improductivo en una economía de mercado, explica
Rodríguez Braun.
Recuerdo que en La riqueza de las naciones Smith
apuntaba que si un rico se gasta el dinero en construir una casa este sería un
gasto productivo, porque la casa seguirá ahí con el tiempo, pero si se lo gasta
en una fiesta éste será un gasto improductivo. Mill parte de esta idea y se
interroga por el concepto de riqueza, apunta que muchos economistas clásicos
consideran riqueza tan solo a los bienes materiales. Según los fisiócratas,
anteriores a Smith, tan sólo el trabajo agrario, generador de alimentos,
generaba riqueza para un país. Sobre esto hablaba Malthus, quien pensaba que el
trabajo de un agricultor era más valioso que el de un obrero en una fábrica
textil, porque este último no contribuye a crear alimentos.
Mill apunta: “Los economistas
políticos admiten que un país se enriquece en proporción a la cantidad de
trabajo y consumo productivo, y se empobrece en proporción a la cantidad de
trabajo y consumo improductivo.” (pág. 105)
Para explicar su punto de vista,
Mill toma el ejemplo de la famosa (en su época) soprano italiana Madame Pasta:
su trabajo produce una satisfacción inmediata, y gastarse el dinero para verla
sería un gasto improductivo. Pero para que ocurra lo anterior alguien tuvo que
construir la ópera donde actuaba, y alguien tuvo que fabricar los instrumentos
para la orquesta, y los músicos tuvieron que ser formados para tocar los
instrumentos; todo esto es productivo para Mill y el canto de Madame Pasta no.
Pero lo improductivo genera gasto productivo de forma indirecta, concluye.
Lo cierto es que esta discusión
me parece un tanto peregrina. Lo productivo, que se asocia con lo material,
puede llevar a un agotamiento de los recursos. ¿Es mejor apostar por la
obsolescencia programada y cambiar de móvil cada dos años, generando más
residuos y acelerando la sobreexplotación de recursos o es mejor que
mantengamos el móvil seis años y gastar el dinero en visitar parques
nacionales, que alguien tiene que cuidar?
IV) Sobre los beneficios y el interés
Este ensayo vuelve a ser más
interesante, porque aquí Mill retoma su análisis de la obra de Ricardo y
comenta uno de los presupuestos básicos de aquel libro con el que yo no estaba
de acuerdo: “Cualquier incremento de los salarios supone una disminución de los
beneficios.”
Escribe Mill: “Si por salarios se
entiende lo que constituye la riqueza real del trabajador, la cantidad del
producto que recibe a cambio de su trabajo, entonces la proposición de que los
beneficios varían inversamente con los salarios es manifiestamente falsa. La
tasa de beneficios no depende del precio del trabajo sino de la proporción
entre el precio del trabajo y el producto de éste. Si el producto del trabajo
es abultado, el precio del trabajo puede también serlo sin disminución alguna
de la tasa de beneficios; y de hecho la tasa de beneficios es máxima en
aquellos países (por ejemplo en América del Norte) donde el trabajador recibe
una remuneración más elevada, porque los salarios del trabajo, aunque altos,
guardan con respecto al abundante producto
del trabajo una proporción menos allí que en otros lugares.
Pero esto no afecta la validez
del principio del Sr. Ricardo tal como él mismo lo entendía, porque él no
consideraba que un incremento en las comodidades reales del trabajador
equivalía a un alza en los salarios. En su terminología los salarios sólo
subían cuando lo hacían no simplemente en cantidad sino en valor.” (pág. 119-120)
En la página 129: “La única
expresión de la ley de los beneficios que parece correcta es que dependen del
coste de producción de los salarios.”
Me ha interesado mucho el
comentario que hace Rodríguez Braun sobre este ensayo en su prólogo: apunta que
la interpretación que hace Mill sobre los beneficios y salarios es muy similar
a la que da Karl Marx en El capital
al analizar el plusvalor absoluto y relativo. Bela Balassa demostró que Marx se
había inspirado en Mill, aunque no lo admitió porque lo despreciaba al
considerarlo un tímido reformista.
V) Sobre la definición de economía política, y sobre el método de
investigación más adecuado para la misma
Mill se preocupa aquí por definir
a la economía política como ciencia moral y conocer cuáles son los objetivos de
su estudio.
Empieza por establecer
diferencias entre la física y la economía: “Numerosas ciencias físicas pueden
ser estudiadas sin referencia alguna a la mente. (…) Pero ningún fenómeno
depende en exclusivamente de las leyes de la mente.” (pág. 155)
“Las economía política presupone
todas las ciencias físicas; da por supuestas todas las verdades a la producción
de las cosas demandadas por las necesidades de las personas.” (pág. 156)
Mill acaba deduciendo una
definición para la economía política: “La ciencia que estudia la producción y
distribución de la riqueza en la medida en que dependen de las leyes de la
naturaleza humana.” (pág. 156)
La economía política: “Se ocupa
del ser humano exclusivamente como un ser que desea poseer riqueza y que es
capaz de analizar la eficacia comparativa de los medios para alcanzar dicho
fin. Sólo predice los fenómenos del estado social que tienen lugar como
consecuencia de la búsqueda de la riqueza. Hace abstracción total de cualquier
otra pasión o motivación humana, excepto las que pueden considerarse como
principios antagónicos perpetuos con respecto al afán de riqueza, es decir, la
aversión al trabajo y la aspiración al disfrute presente de costosas
complacencias.” (pág. 162)
“La ciencia procede entonces a
investigar las leyes que gobiernan esas diversas operaciones, bajo el supuesto
de que el hombre es un ser determinado por el imperio de su naturaleza a
preferir en todos los casos más riqueza antes que menos riqueza (…). Esto no
quiere decir que algún economista político haya sido nunca tan absurdo como
para suponer que la humanidad está realmente así constituida, sino que ésta es
la manera en que la ciencia debe necesariamente proceder.” (pág. 163)
Para Mill la economía política
tiene que usar el método a priori;
esto quiere decir que el economista debe razonar a partir de supuestos y no de
hechos. “La economía política, entonces, razona desde premisas supuestas, desde
premisas que pueden estar por entero desprovistas de fundamento fáctico y que
no se pretende que estén universalmente conformes con el mismo. Las
conclusiones de la economía política, en consecuencia, igual que las de la
geometría, sólo son ciertas, como se dice comúnmente, en abstracto. (…) Lo que es verdad en el plano abstracto, siempre
resulta verdad en el plano concreto con las adecuadas concesiones.” (pág. 168-169)
Mill considera que el método a posteriori –el método basado en las
experiencias- es inapropiado para los estudios de las ciencias sociales, aunque
siempre pueden ser una valiosa ayuda.
Señala además la dificultad que
tiene la economía para poder realizar experimentos cuyos resultados nos den una
información objetiva.
Conclusión
He buscado en internet y no he
encontrado en ningún sitio un comentario de este libro, traducido por primera
vez al español en 1997 y que no ha sido reeditado. Uno de los problemas que tiene
para su difusión es que para comprenderlo y disfrutarlo enteramente el lector
debería haberse acercado antes a La
riqueza de las naciones de Adam Smith y sobre todo a Principios de economía política y tributación de David Ricardo. Y,
como ya comenté en su momento, no existe ahora mismo ninguna edición de primera
mano disponible del libro de Ricardo.
El Mill de veintitrés años es un
pensador incisivo, elegante, inteligente y maduro. Las matizaciones que hace
del libro de Ricardo me han parecido muy pertinentes.
Espero, en algún momento,
acercarme a las más de 900 páginas de Principios de economía política
(1848); aunque es probable que antes lea Sobre la libertad (1859), El
utilitarismo (1863) o El sometimiento de la mujer (1869).
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