Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro
Editorial Seix Barral. 148 páginas. 1ª edición de 1975 y 1982; esta de
2019.
Prólogo de Fernando León de Aranoa
Entre mi lectura de La
tentación del fracaso y Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) he
dejado pasar unos meses, pero no quería terminar 2019 sin leer el tercer libro
de este autor que me envió Seix Barral.
Ribeyro escribe en el prólogo que sus
«prosas apátridas» contienen «textos que no han encontrado sitio en mis libros
ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos»
(pág. 17).
En La tentación del fracaso habla de la elaboración de estas
composiciones: las llama ya así, Prosas
apátridas, y describe el impacto que causaban cuando se las leía, por
ejemplo, a sus amigos en una fiesta. Así que, aunque en un principio eran
textos que no encontraban acomodo en otro sitio, en algún momento (y es lógico
suponer que ese momento se sitúa en 1982, cuando Ribeyro amplía este libro de
1975), ya escribe estas composiciones de forma consciente y autónoma.
Dice Ribeyro en el prólogo que sus
prosas apátridas no son poemas en prosa. Pero me gustaría matizar que, si bien
algunas son reflexiones de carácter filosófico o finas observaciones sobre las
personas que le rodean, el impulso de algunos de estos textos sí es
eminentemente poético. Por ejemplo el texto que abre la segunda parte del
libro:
«Nos paseamos como autómatas por
ciudades insensatas. Vamos de un sexo a otro para llegar siempre a la misma
morada. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas ligeras variantes.
Comemos vegetales o animales, pero nunca más de los disponibles, en ningún
lugar nos sirven el Ave del Paraíso ni la Rosa de los Vientos. Nos
jactamos de aventuras que una computadora reduciría a diez o doce situaciones
ordinarias. ¿La vida sería entonces, contra todo lo dicho, a causa de su
monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como
el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos,
ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será
lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita
de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia».
Diría que este texto sí es un poema
en prosa. De hecho, lo podría haber escrito dividiéndolo en versos. Suena a
esos poemas melancólicos y cerebrales de Jorge
Luis Borges.
La relación entre Prosas apátridas y el diario La tentación del fracaso es estrecha. De
hecho, apunto desde ya que ambas lecturas se complementan muy bien. Alguna
reflexión de Prosas apátridas la recordaba
del diario; por ejemplo aquella en la que la desaparición de un amigo significa
la muerte de una parte de nosotros mismos, porque con cada amigo nos
relacionamos de un modo diferente y al desaparecer ese amigo se cierra una
gaveta escondida de nuestro ser en la que guardábamos la forma de relacionarnos
con él (Prosa apátrida nº 39).
Estos textos están escritos en
París, y por tanto se corresponden con la fase de madurez creativa del autor. En
ellos aparecen reflexiones sobre su hijo o su gato, de los que ya hemos leído
en el diario.
También me gustaría apuntar que
algunas «prosas apátridas» se pueden relacionar con los cuentos más
autobiográficos de La palabra del mudo, sobre todo cuando habla de su enfermedad y
su hospitalización, tema central de Solo para fumadores.
Como bien apunta Fernando León de
Aranoa en su prólogo, muchas «prosas apátridas» parten de ejercicios modestos:
el autor mira por la ventana y comenta algo de lo que ve («al mirar por mi
ventana», pág. 40), u observa a diferentes personas y de ahí surge una
reflexión («Observando jugar a los niños en el parquecito de la Rue de la
Procession»: comienzo de la Prosa apátrida nº 34).
En la mayoría de los casos, las
reflexiones comienzan con una observación trivial que, gracias a la aguda mirada
de Ribeyro, se convierte en símbolo. El texto se remata con una reflexión
general. La «prosa apátrida» nº 52 es un buen ejemplo de esto:
«Viajar en un tren en el sentido de
la marcha o de espaldas a ella: la cantidad física de paisaje que se ve es la
misma, pero la impresión que se tiene de él es tan distinta. Quien viaja en el
buen sentido siente que el paisaje se proyecta hacia él o más bien se siente
proyectado hacia el paisaje; quien viaja de espaldas siente que el paisaje le
huye, se le escapa de los ojos. En el primer caso, el viajero sabe que se está
acercando a un sitio, cuya proximidad presiente por cada nueva fracción de
espacio que se le presenta; en el segundo, solo que se aleja de algo. Así, en
la vida, algunas personas parecen viajar de espaldas: no saben adónde van,
ignoran lo que las aguarda, todo los esquiva, el mundo que los demás asimilan
por un acto frontal de percepción es para ellos solo fuga, residuo, pérdida,
defecación» (pág. 55).
Más de una «prosa apátrida» está recorrida
por la vena del humor: por ejemplo cuando Ribeyro critica a la burocracia; o
bien en las anotaciones más sencillas sobre lo más próximo, como la «prosa
apátrida» nº 161: «Costumbre de tirar mis colillas por el balcón, en plena
Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la
vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este
gesto. “Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”, me pregunto» (pág.
130).
En otras «prosas apátridas» Ribeyro
da rienda suelta a su tristeza y a su crueldad; por ejemplo cuando muestra la
repugnancia que le causa un romance de oficina entre dos compañeros casados sin
ningún atractivo físico.
En general, Prosas apátridas es un libro lleno de frases afortunadas. Por
ejemplo, podemos leer en la página 37: «La madurez es una impostura inventada
por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su
autoridad»; o en la página 38: «La cultura no es un almacén de autores leídos,
sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado».
Prosas apátridas es un libro
hermoso y difícil de clasificar, un libro lleno de certeras reflexiones sobre
lo minúsculo que –como apunta León de Aranoa– rescata la forma de mirar de la
niñez; un libro que complementa de forma estupenda el universo de Ribeyro, al
que había llegado gracias a los cuentos de La
palabra del mudo y el diario La tentación
del fracaso. Hacía tiempo que quería leer a Julio Ramón Ribeyro, lo he
hecho en 2019 y ha sido una de las experiencias lectoras más satisfactorias de
este año. Ribeyro es todo un clásico de la literatura en español del siglo XX y
es de agradecer que Seix Barral haya decidido reeditarlo en 2019, por el 90
aniversario de su nacimiento.
Muy buena reseña, dan ganas de leer a Ribeyro, Una curiosidad. Qué diria Vila-Matas de esa frase: Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado....
ResponderEliminarHola:
EliminarAl final muchas de las frases de Ribeyro son una provocación. me imagino que a Vila-Matas le encantará leerle y le hará mucha gracia.
Saludos
Hola.
ResponderEliminarNo conocía el libro y no me llama mucho, así que lo dejo pasar pero gracias por la reseña.
Por cierto, acabo de encontrar tu blog y me quedo por aquí. Te invito a pasarte por el mio.
Nos leemos.
Hola Carolina:
EliminarSi no has leído nada de Ribeyro sería recomendable empezar por sus cuentos.
Me paso por tu blog.
Saludos