Además de Paseador de perros, el
mismo día del verano saqué de la biblioteca de Móstoles La librería quemada de Sergio Galarza (Lima, 1976). Recuerdo
que este último libro estaba allí porque yo lo solicité unos meses antes.
Sergio Galarza trabaja en La Casa
del Libro de Gran Vía. Cuando mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio vivía en Madrid,
solíamos quedar allí; veíamos las novedades y luego ya íbamos a tomar algo. En
alguna de estas ocasiones, Federico saludaba a Sergio. Se conocían.
Sentí curiosidad por La
librería quemada cuando apareció, puesto que leí en suplementos
literarios o en internet que trataba sobre los trabajadores de una gran
librería ubicada en la Gran Vía. Es decir, Sergio Galarza escribe sobre una
librería llamada en su obra La Gran Librería de Gran Vía, que es un trasunto
–apenas camuflado- de La Casa del Libro de Gran Vía en la que trabaja. Me
interesa la relación de las personas con su trabajo, un tema que no se trata
con demasiada frecuencia en las obras literarias, o si se trata suele ser desde
un punto de vista idealizado (el escritor, el pintor…) o como un arquetipo (el
bróker agresivo, el oficinista cansado…). También sé que narrar en una novela
las miserias propias de una profesión puede acabar por no resultar interesante,
todo el mundo soporta las suyas en sus trabajos y la experiencia de sus
pequeñas miserias a veces no es del todo transmisible.
En cualquier caso, el tema
narrativo de la vida laboral contada desde dentro –la vida laboral de un
librero, aquí- será más interesante si se retrata con humor, como hace Sergio
Galarza en su novela.
Una de las primeras curiosidades
que tenía al leer La librería quemada
era la de saber si el narrador sería el mismo que el de Paseador de perros, ya que Sergio Galarza comenzó con aquel libro
una trilogía sobre Madrid que continuaba con la novela JKF y acababa con La librería
quemada. No, no lo es. En Paseador de
perros teníamos a un narrador limeño en Madrid que nunca nos da su nombre y
en La librería quemada el
protagonista sería Santos, que llegó a Madrid desde Lima con treinta años
recién cumplidos, pero cuyo padre era un diplomático alemán y su madre es una
norteamericana de Wisconsin. Santos, a diferencia del narrador de Paseador de perros, sí declara
abiertamente que desea ser escritor. De hecho, lleva reescribiendo durante años
una novela sobre la vida del poeta César
Vallejo que ninguna editorial quiere publicarle. Este detalle sobre la
novela de Vallejo y la frase “Todos los escritores hemos sido ladrones de
libros alguna vez.” (pág. 40) me ha parecido un guiño irónico al escritor Roberto Bolaño, que pronunció alguna
frase parecida y publicó el libro Monsieur Pain, sobre la muerte de
Vallejo en París.
Aunque ambas novelas de Galarza
tratan sobre el trabajo –cuidador de mascotas o librero- el tratamiento
narrativo es diferente: mientras Paseador
de perros estaba escrita en primera persona, La librería quemada alterna capítulos escritos en primera persona
(en los que la voz narrativa es la de Santos) con otros en tercera, en los que
una voz omnisciente puede hablar de la vida íntima de algunos de los libreros (y
también de la de Santos, como si fuese un personaje más de la obra) y cuyo escenario
serían las plantas de La Gran Librería de Gran Vía.
El peor día para los trabajadores
de La Gran Librería es el viernes, porque este día puede aparecer por la tienda
la encargada de recursos humanos Olga Labordeta para formalizar los despidos,
que aquejan al negocio por la crisis financiera que atraviesa el país. Las
primeras páginas del libro dibujan una panorámica general de la librería, a
partir del miedo a los viernes. El lector aún no sabe si existe aquí un
narrador en primera persona (que se resiste a hablar de sí mismo todavía) o en
tercera. En el capítulo 3 el lector ya descubre que la propuesta narrativa de La librería quemada es diferente a Paseador de perros: el narrador nos
acerca a la vida de Marcial, uno de los trabajadores de la librería entrando en
su intimidad. Además de Santos, el aspirante a escritor y cazador de ladrones
de libros, que no acepta una ofensa de un cliente sin vengarla, la novela nos narrará
la vida de varios trabajadores que se van cruzando en el escenario de la librería:
uno de los más importantes es Marcial, convencido de que las mujeres latinas
han urdido un complot contra él para complicarle la vida; Lorena, que ya ha
pasado los cuarenta años, está sola y como le ha ocurrido a muchos otros
dependientes de la tienda no acaba de creerse que el trabajo de librera no haya
sido un trabajo temporal mientras era joven; o Teodoro, el religioso al que no
le importa quedarse a hacer horas extras sin cobrarlas.
La librería quemada es una novela sobre la crisis y el trabajo,
sobre el miedo a perder el empleo, pero en ningún caso es una novela maniquea
sobre torpes e inhumanos directivos y abnegados y sufridos trabajadores. Más
bien se trata de una comedia bufa sobre la condición humana, y lo que a Sergio
Galarza le gusta resaltar –usando un humor más relajado, más distante y menos
visceral e hiriente que el de Paseador de
perros- sobre el ser humano (da igual que sean directivos, empleados o
clientes) es su incapacidad para entender al otro, sus aspiraciones
desproporcionadas o su mala educación.
Los disparos de Sergio Galarza
los puede recibir cualquiera que ose aparecer por el escenario de La Gran
Librería. Hay balas para todos:
Para los directivos: “Errores.
¡Quién no los ha cometido en su trabajo! Pero no todos pueden cometerlos. Si
eres solo un empleado te tratarán como a tal y acabarás en la calle.
Equivocarse: privilegio de los jefes.” (pág. 63)
“Los amigos del Gran Jefe siempre
tenían un puesto disponible esperándolos como asesores o, en el peor de los
casos, una consultoría de algunos meses.” (pág. 61)
Para los empleados: “Cada uno
colocaba los libros de su sección, sin importar que fueran tres y los de las
otras llenaran los carros formando torres de Pisa. Faltando una hora para su
salida la mayoría de sus compañeros se refugiaba en el mostrador de espaldas a
los clientes y se dedicaban a echarse unas risas (…) Algunos compañeros no
sabían para qué servían muchas de las teclas de la caja y tampoco cómo se
manejaban funciones importantes de los ordenadores, pese a que llevaban la
mitad de su vida laboral en la librería.” (pág. 156)
Para los clientes: “¿Era eso lo
que quería la empresa, que los dependientes besaran los pies de sus clientes?
No faltaban los que se tiraban pedos sin ningún recato y seguían hojeando
libros como si no hubiera pasado nada, los que estornudaban sobre las mesas,
los que se cortaban las uñas y las dejaban en las estanterías, los que se
quitaban los zapatos y paseaban en calcetines por la planta, los que pegaban su chicle masticado bajo las mesas o
en los libros.” (pág. 98)
Sobre los clientes es divertida
la descripción de los personajes que aparecen por allí de forma frecuente, así
como la denuncia de los numerosos robos que sufre la librería. Me ha hecho
gracia el comentario sobre que los libros para las oposiciones de policía
suelen ser de los más robados.
La mirada de Sergio Galarza sobre
la realidad parece haberse hecho más madura, más distante. Lo que La librería quemada ha perdido en
desesperación vital y visceralidad desde Paseador
de perros, lo ha ganado en sutileza irónica. Incluso la visión de Malasaña
ha cambiado en cinco años: “Malasaña, ese barrio que Santos había idolatrado
durante su juventud y que ahora desprecia por su nueva imagen de feria moderna,
con un ejército de camareros peinados en la misma peluquería, bares que
pretenden vender alcohol con poesía y una música inofensiva que acaricia los
oídos como algodón.” (pág. 76).
Los que hemos pasado muchas horas
de nuestra vida en La Casa del Libro de Gran Vía podemos reconocer algunos de
los cambios que no nos han gustado nada. Una librera reflexiona al final: “Cree
que pronto llegará un día en el que le pregunten dónde están los libros de
cocina y ella responda: “A la derecha de los huevos”. (pág. 205)
Poco antes otro librero se
pregunta: “¿Por qué los autores de renombre obvian a La Gran Librería de la
Gran Vía para sus presentaciones? ¿Será solo porque no hay barra para beber o
también influirá el aspecto de centro comercial venido a menos que presentan
sus escaparates?” (pág. 203)
En la página 171 otro librero
dice: “Yo pasé a propósito por delante de la librería la noche que destrozaron
las estanterías y las mesas viejas para poner toda esa mierda nueva, y juro que
sentí más pena que el día que murió mi abuelo.”
Yo también recuerdo con nostalgia
aquellas estanterías antiguas de madera y el gran fondo de narrativa que tenía
la librería, ahora muy disminuido.
Me ha gustado el detalle
narrativo que une las páginas fínales de La
librería quemada con las de Paseador
de perros.
Sergio Galarza ha borrado en La librería quemada definitivamente
cualquier modismo lingüístico peruano y decide escribir su novela usando un
correcto español de España. Es una decisión respetable. La librería quemada, pese a no tener una trama demasiado unitaria,
y organizarse en anécdotas (divertidas, la mayoría de las veces) sobre la
propia organización de la librería y sus visitantes y expandirse narrativamente
contando las vidas -en algunos casos estos desarrollos laterales podrían haber
sido novelas cortas independientes- de unos pocos personajes (Marcial, Santos,
Lorena, Teodoro…), se lee con simpatía y agrado, como si de un pequeño fresco
sobre la condición humana se tratase.
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